Definir el amor

Hemos sugerido que la disciplina es el medio de la evolución espiritual del hombre. En esta sección analizaremos lo que hay bajo la disciplina, lo que la motiva y la estimula. Creo que esa fuerza es el amor. Tengo plena conciencia de que cuando intentamos analizar el amor comenzamos a juguetear con el misterio. En un sentido muy real, procuraremos analizar lo inanalizable y conocer lo incognoscible. El amor es algo demasiado grande y profundo para que se pueda comprender, medir o limitar dentro del marco de las palabras. No habría escrito esto si no creyera que el intento tiene algún valor, aunque no sé hasta qué punto lo tiene; por este motivo, empiezo el análisis advirtiendo que el intento resultará en algunos aspectos inadecuado.

Una consecuencia de la naturaleza misteriosa del amor es que, hasta ahora, que yo sepa, nadie ha dado una definición verdaderamente satisfactoria de este concepto. Los esfuerzos para explicarlo han conducido a dividir el amor en varias categorías: eros, filia, ágape, amor perfecto, amor imperfecto, etc. Yo me propongo, en cambio, dar una sola definición del amor, sin dejar por ello de ser consciente de que, probablemente, no será la más apropiada. Yo defino el amor como la voluntad de extender los límites del propio yo, con el fin de impulsar el desarrollo espiritual propio o ajeno. Quisiera hacer un breve comentario sobre esta definición antes de abordar una formulación más compleja. En primer lugar, debo advertir que se trata de una definición teleológica que define la conducta en relación con una meta o finalidad; en este caso, el desarrollo espiritual. Los científicos tienden a considerar sospechosas las definiciones teleológicas, y es posible que así juzguen también esta que nos ocupa. Sin embargo, no he llegado a ella en virtud de un proceso teleológico, sino a través de la observación en mi práctica clínica de la psiquiatría (que incluye la autoobservación), en la cual la definición del amor tiene mucha importancia. En efecto, los pacientes, generalmente, están muy confundidos acerca de la naturaleza del amor. Por ejemplo, un joven tímido me decía: «Mi madre me quería tanto que no me dejó ir en el autobús escolar hasta el último año de instituto, y aun entonces tuve que decirle que me dejara ir solo. Comprendo que tuviera miedo de que yo sufriera un accidente, por lo que ella misma me acompañaba al colegio y me recogía todos los días, a pesar de lo engorroso que le resultaba. Me quería muchísimo». Para tratar la timidez de este individuo fue necesario, lo mismo que en muchos otros casos, hacerle comprender que su madre podría haber estado motivada por algo que no era amor y que lo que parece amor, con frecuencia no lo es. Mi experiencia me ha permitido acumular diversos ejemplos de actos de amor aparentes y de otros cuyo aspecto en nada los identifica con este sentimiento. Uno de los principales rasgos que distinguen estas dos categorías es la finalidad que pretende, consciente o inconsciente, el que profesa o no profesa amor.

En segundo lugar, el amor es un proceso extrañamente circular, pues el desarrollo del propio ser es un proceso evolutivo. Cuando uno ha extendido sus propios límites, ha alcanzado un mayor desarrollo de su estado de ser, de manera que el acto de amar es un acto de evolución, aun cuando la finalidad del mismo sea el progreso de otra persona. Evolucionamos a consecuencia de nuestra tendencia a la evolución.

En tercer lugar, esta definición unitaria incluye tanto el amor por uno mismo como el amor por otro, pues si todos formamos parte del género humano, al amar a los de nuestra especie, nos amamos a nosotros mismos. Tener como finalidad el desarrollo espiritual del ser humano equivale a consagrarse al género del que uno forma parte, lo cual significa dedicarse plenamente al desarrollo de uno mismo y al de los demás. Como ya hemos señalado, somos incapaces de amar a otra persona si no nos amamos a nosotros mismos; de igual manera, somos incapaces de enseñar autodisciplina a nuestros hijos si no la ejercitamos nosotros previamente. Así pues, es sumamente difícil dejar a un lado nuestro propio desarrollo espiritual en favor del de cualquier otra persona. No podemos desestimar la autodisciplina, reivindicándola después cuando nos ocupamos de otro. No podemos ser una fuente de fuerza si no promovemos nuestra propia fuerza. A medida que avancemos en nuestro examen de la naturaleza del amor creo que llegará a ser evidente que el amor hacia uno mismo y el amor hacia los demás no solo van asociados sino que, en última instancia, no se pueden distinguir.

En cuarto lugar, el acto de extender los propios límites implica esfuerzos. Uno extiende sus límites solo superándolos, y esa superación requiere esfuerzos. Cuando amamos a alguien, solo se lo podemos demostrar a través de nuestros actos; como cuando, por ejemplo, somos capaces, para beneficio de otro o para el nuestro propio, de andar un kilómetro más o de dar un paso más. El amor no solo no está exento de esfuerzos, sino que, además, estos son indispensables.

Finalmente, cuando empleo la palabra «voluntad», procuro trascender la distinción entre deseo y acción. El deseo no se traduce necesariamente en acción. La voluntad, en cambio, es un deseo con intensidad suficiente para convertirse en acción. La diferencia entre ambos conceptos es análoga a la que existe entre decir: «Me gustaría ir a nadar esta noche» e «Iré a nadar esta noche». En nuestra cultura, todos deseamos en cierta medida amar, pero muchos realmente no aman, por lo cual llego a la conclusión de que el deseo de amar no es en sí mismo amor. El amor es un acto de voluntad, es intención y acción. La voluntad, por su parte, también implica elección, de manera que no tenemos que amar, sino que elegimos, decidimos amar. Aunque pensemos que deseamos amar, si este hipotético deseo no se cumple, es debido a que en realidad hemos decidido no hacerlo y, por lo tanto, no amamos a pesar de nuestras buenas intenciones. Por otro lado, si nos esforzamos de verdad en desarrollarnos espiritualmente, es que hemos decidido hacerlo así. Hemos elegido el amor.

Como ya he indicado, los pacientes que recurren a la psicoterapia están más o menos confundidos acerca de la naturaleza del amor. Lo que ocurre es que ante el misterio del amor abundan los falsos conceptos. Aunque este libro no hará que el amor deje de ser un misterio, espero que pueda clarificar suficientemente la cuestión, a fin de contribuir a desechar esos juicios erróneos que provocan sufrimientos, no solo a los pacientes, sino a todas las personas que intentan encontrar sentido a sus experiencias amorosas. Algunos de estos sufrimientos me parecen excesivos; si tuviéramos una definición más precisa del amor que diera al traste con todas las ideas falsas que se han difundido sobre él, estas dejarían de estar tan extendidas como hasta ahora. Por este motivo, he decidido explorar la naturaleza del amor, analizando primero lo que no es amor.

Enamorarse

De todas las falsas ideas sobre el amor, la más difundida es la creencia de que «enamorarse» equivale a amar o que, al menos, esta es una de las manifestaciones del citado sentimiento. Se trata de un concepto falso porque el hecho de enamorarse es una fuerte experiencia subjetiva. Cuando una persona se enamora, expresa lo que siente diciendo «te quiero», ante lo cual inmediatamente se ponen de manifiesto dos problemas: el primero es que enamorarse es una experiencia íntimamente vinculada a la sexualidad, ya que no nos enamoramos de nuestros hijos aunque los queramos profundamente, del mismo modo que no nos enamoramos de nuestros amigos del mismo sexo —a menos que seamos homosexuales—, aunque sintamos por ellos una gran estima. Nos enamoramos solo cuando, consciente o inconscientemente, estamos sexualmente motivados. El segundo problema es que la experiencia del enamoramiento es invariablemente transitoria; cualquiera que sea la persona de la que nos hayamos enamorado, tarde o temprano dejaremos de estar enamorados de ella si la relación continúa lo suficiente. Esto no quiere decir que invariablemente dejemos de querer a la persona de la que nos hemos enamorado, sino que la sensación de éxtasis que caracteriza la experiencia de enamorarse es siempre pasajera: la luna de miel siempre termina, la lozanía del idilio acaba por marchitarse.

Para comprender la naturaleza de este fenómeno y de su fin inevitable, es necesario analizar la esencia de lo que los psiquiatras denominan los límites del yo. Según lo que podemos determinar por testimonios indirectos, durante los primeros meses de vida, el recién nacido no distingue entre él mismo y el resto del universo. Cuando mueve brazos y piernas, el mundo se está moviendo. Cuando tiene hambre, el mundo tiene hambre. Cuando ve que su madre se mueve, es como si él mismo se estuviera moviendo. Cuando su madre canta, el niño no sabe si es él mismo quien está emitiendo aquellos sonidos. No puede distinguirse a sí mismo de la cuna, de la habitación, ni de sus padres, ya que lo animado y lo inanimado son lo mismo. Todavía no hay distinción entre yo y tú. El niño y el mundo son una sola cosa. No hay fronteras, no hay separaciones. No hay identidad.

Pero con el tiempo, el niño comienza a descubrirse a sí mismo como una entidad separada del resto del mundo. Cuando siente hambre, la madre no siempre aparece para alimentarlo; cuando quiere jugar, a ella quizá no le apetece. Es entonces cuando el niño experimenta que sus deseos no son órdenes para su madre. La voluntad del niño es vivida como algo separado de la conducta de su madre, a partir de lo cual empieza a desarrollársele la noción del «yo». Esta interacción entre el pequeño y la madre se considera el terreno del que brota el sentido de identidad del niño. Se ha observado que cuando la reciprocidad entre la madre y el hijo está muy deteriorada —por ejemplo, cuando falta la madre, o cuando no hay una madre sustituta que le sea grata al niño, o cuando la enfermedad mental de la madre hace que ella esté totalmente desinteresada por su hijo y no le prodigue ningún cuidado—, el pequeño crece y llega a ser un niño o un adulto con un sentido de la identidad muy deficiente.

Cuando la voluntad del pequeño es reconocida por él como propia, diferenciándola de la del universo, comienza a hacer distinciones entre él mismo y el mundo. Cuando quiere movimiento, agita los brazos ante sus propios ojos; ni la cuna ni el techo se mueven. Así, el niño aprende que su brazo y su voluntad están conectados y que por eso su brazo es suyo y no de ningún otro; de manera que durante el primer año de vida aprendemos los elementos fundamentales sobre quiénes somos y no somos, sobre lo que somos y no somos. Hacia finales del primer año conocemos nuestra propia esencia: brazos, pies, cabeza, lengua, ojos, voz, pensamientos, dolor de estómago e incluso emociones. Tenemos noción de nuestro tamaño y nuestros límites físicos, que constituyen nuestras propias fronteras y cuya percepción dentro de nuestra mente es lo que se entiende como límites del yo.

El desarrollo de los límites del yo es un proceso que continúa durante la niñez y la adolescencia y llega incluso a la edad adulta, pero las fronteras establecidas posteriormente son más psíquicas que físicas. Por ejemplo, de los dos a los tres años es la típica edad en la que el niño llega a un arreglo con los límites de su poder. Pese a que antes de este momento el niño ha aprendido que sus deseos no son órdenes para su madre, todavía se aferra a la posibilidad de que esto sea así. A causa de esta esperanza, el niño de dos años generalmente intenta obrar como un tirano, como un autócrata que da órdenes a sus padres, hermanos y animales domésticos de la familia, como si fueran elementos subalternos de su propio ejército privado, respondiendo con furia cuando no ve cumplidas sus órdenes. Los padres suelen referirse a esta edad como «los terribles dos años». Alrededor de los tres años, el niño, por lo general, se ha vuelto más tratable y más dulce al haber aceptado su impotencia como algo real; sin embargo, la posibilidad de la omnipotencia es un sueño dulce, tan dulce que el niño no puede desecharlo por completo, ni siquiera después de varios años de afrontar muy dolorosamente la realidad. Aunque el niño de tres años ha llegado a aceptar los límites de su poder, continuará todavía durante algunos años escapándose a un mundo de fantasías en el que aún existe la posibilidad de la omnipotencia (especialmente la suya). Ese es el mundo de Superman y del Capitán Marvel, pero, poco a poco, hasta los superhéroes son dejados a un lado y, en mitad de la adolescencia, los jóvenes saben que son individuos confinados dentro de las fronteras de su carne y de los límites de su poder, organismos estos relativamente frágiles e impotentes cuya existencia se basa en la cooperación en el seno de un grupo de organismos semejantes denominado sociedad. Dentro de este grupo no se distinguen particularmente, aunque estén separados de los demás por identidades, fronteras y límites individuales.

En el interior de sus propios límites está solo. Algunas personas —especialmente aquellas a quienes los psiquiatras denominan esquizoides—, debido a experiencias desagradables y traumatizantes de la niñez, perciben el mundo exterior como un lugar irremisiblemente peligroso, hostil, confuso y nada estimulante. Estas personas creen que sus propias fronteras las protegen y encuentran cierta sensación de seguridad en su soledad, pero casi todos nosotros sentimos la soledad como algo penoso y anhelamos escapar de ella, salir de detrás de los muros de nuestra identidad individual para encontrar una situación en la que nos sintamos más identificados con el mundo exterior. La experiencia del enamoramiento nos permite esa evasión... temporalmente. La esencia del fenómeno de enamorarse es un repentino desmoronamiento de una parte de los límites del yo, que permite que uno funda su identidad con la de otra persona. Ese súbito movimiento que nos impulsa a salir de nosotros mismos, hace que nos volquemos de manera explosiva en la persona amada, al tiempo que dejamos de sentir soledad. Esta experiencia es vivida por la mayoría de nosotros como un estado de éxtasis. ¡Nosotros y la persona amada somos uno! ¡Ya no existe la soledad!

En algunos aspectos (aunque ciertamente no en todos), el acto de enamorarse es un acto de regresión. La experiencia de fundirse con la persona amada evoca ecos de la época en la que estábamos unidos a nuestra madre durante la infancia. Volvemos a experimentar aquella sensación de omnipotencia a la que tuvimos que renunciar en nuestra peregrinación por la niñez. ¡Ahora todo parece posible! Unidos a la persona que amamos sentimos que podemos vencer todos los obstáculos. Creemos que la fuerza de nuestro amor hará que las fuerzas que se nos oponen se dobleguen sumisamente, se aparten y desaparezcan en las tinieblas. Todos los problemas serán superados, el futuro será luminoso. La irrealidad de estos sentimientos cuando nos enamoramos es esencialmente la misma que tiene el niño de dos años que se siente el rey de la familia y del mundo, con poderes ilimitados.

Así como la realidad irrumpe en las fantasías de omnipotencia del niño de dos años, también lo hace en la fantasía de unidad de la pareja enamorada. Tarde o temprano, en respuesta a los problemas de la vida diaria, la voluntad individual volverá a afirmarse. Él desea relaciones sexuales, ella no las desea; a ella le apetece ir al cine, a él no; él pretende ingresar el dinero en el banco, ella quiere comprar un lavavajillas; ella tiene ganas de hablar de su trabajo, él pretende hablar del suyo; a ella no le gustan los amigos de su pareja, él no traga a los de ella. Y así, ambos sumidos cada uno en su propia intimidad, empiezan a percibir que no forman parte de una unidad, ya que cada uno tiene y continuará teniendo sus propios deseos, gustos y prejuicios diferentes a los de la otra persona. Una a una, poco a poco o súbitamente, los límites del yo vuelven a ponerse en su lugar; poco a poco o súbitamente los miembros de la pareja dejan de estar enamorados. De nuevo son dos individuos separados. En este punto comienzan a disolverse los lazos de su relación, o bien se inicia la obra del verdadero amor.

Al emplear la palabra «verdadero» o «real», estoy expresando implícitamente que la percepción que tenemos cuando estamos enamorados es falsa, que nuestro sentido subjetivo de amar es una ilusión. Más adelante, en esta sección, analizaré con más detalle el concepto de amor verdadero o real. Sin embargo, al declarar que cuando una pareja deja de estar enamorada puede comenzar el verdadero amor, también digo de forma implícita que el amor real o verdadero no tiene sus raíces en un sentimiento de amor. Por el contrario, el verdadero amor a menudo se da en un contexto en el que el sentimiento de amor falta, cuando obramos con amor a pesar de no sentirlo. Partiendo de la definición de amor que he dado, la experiencia de «enamorarse» no es verdadero amor por las razones siguientes:

Enamorarse no es un acto de voluntad, no es una decisión consciente. Por más impacientes que estemos por enamorarnos, es posible que no lleguemos a vivir esta experiencia. Por el contrario, puede sobrevenirnos en momentos en que decididamente no la buscamos, resultándonos inconveniente e indeseable. Y es tan probable que nos enamoremos de alguien incompatible como de una persona afín. En realidad, es posible que no admiremos al objeto de nuestra pasión, que puede incluso no gustarnos; no somos capaces de enamorarnos solo de una persona a la que respetemos profundamente y con quien sería deseable mantener una buena relación, lo cual no quiere decir que la experiencia de enamorarse sea inmune a la disciplina. Los psiquiatras, por ejemplo, a menudo se enamoran de sus pacientes, a la vez que estos de sus psiquiatras; sin embargo, la obligación moral de los psiquiatras, quienes generalmente logran remediar el desmoronamiento de los límites de su yo, los insta a abandonar al paciente y a considerarlo un objeto romántico. La lucha interior y los sufrimientos propios de la disciplina pueden ser enormes, pero la disciplina y la voluntad solo pueden controlar la experiencia, no crearla. Somos capaces de decidir sobre la manera de responder a la experiencia de enamorarnos, pero no podemos elegir la experiencia en sí.

Enamorarse no implica la extensión de los propios límites, sino un desmoronamiento parcial y transitorio de estos. Extender nuestros límites exige esfuerzos y enamorarse no implica ninguno. Individuos perezosos e indisciplinados pueden enamorarse del mismo modo que los enérgicos y ordenados. Una vez pasado el trascendental instante del enamoramiento, y cuando los límites del yo han vuelto a su lugar, el individuo podrá quedar desilusionado, pero normalmente la experiencia no lo habrá ayudado a evolucionar más. En cambio, cuando nuestros límites se extienden, tienden a quedar definitivamente ampliados. El verdadero amor es una permanente experiencia de extensión de la propia personalidad.

Enamorarse tiene poco que ver con la finalidad de promover el desarrollo espiritual. Si tenemos alguna finalidad cuando nos enamoramos, es la de poner término a nuestra soledad y, quizá, la de asegurar ese resultado mediante el matrimonio. Lo cierto es que no pensamos en nuestro desarrollo espiritual, pues durante el período que abarca el momento del enamoramiento y el de su práctica extinción, sentimos que hemos llegado a la cima y que no es necesario ni posible subir más. No sentimos necesidad alguna de desarrollo; nos contentamos por completo con el estado en que nos hallamos. Nuestro espíritu está en paz. Tampoco nos damos cuenta de si nuestro amado necesita desarrollo espiritual. Por el contrario, lo percibimos como un ser perfecto. Si advertimos algunos defectos, nos parecen insignificantes, pequeños caprichos o encantadoras excentricidades que solo le añaden color y gracia.

Si enamorarse no es amar, ¿qué otra cosa puede ser, además de un hundimiento transitorio y parcial de los límites del yo? No lo sé, pero el carácter sexual del fenómeno me hace sospechar que es un componente instintivo genéticamente determinado de la conducta de apareamiento. En otras palabras, el colapso transitorio de los límites del yo que representa el enamoramiento, constituye una respuesta estereotipada de los seres humanos a una configuración de pulsiones sexuales internas y de estímulos sexuales externos. Dicha configuración sirve para aumentar las probabilidades de apareamiento sexual y afianzar así la supervivencia de la especie. Para expresarlo de una manera más cruda, enamorarse es un ardid que utilizan nuestros genes y nuestra mente (en este caso, menos perceptiva de lo que suele ser), para embaucarnos y hacernos caer en el matrimonio. Con frecuencia, la artimaña se desbarata de una manera u otra, como cuando las pulsiones sexuales y los estímulos son homosexuales o cuando otras fuerzas —interferencia de parientes, enfermedad mental, responsabilidades en conflicto o autodisciplina madura— intervienen para impedir la unión. Por otro lado, sin ese ardid, sin esa regresión ilusoria e inevitablemente pasajera (no sería práctica si no fuera pasajera) al estado infantil de fusión y omnipotencia, muchos de nosotros, que hoy estamos feliz o infelizmente casados, habríamos huido aterrorizados ante la realidad de los votos matrimoniales.

El mito del amor romántico

Para que el enamoramiento sea eficaz y sirva como trampa que nos lleva hacia el matrimonio, se vale de la ilusión de que la experiencia durará para siempre. En nuestra cultura, semejante ilusión se ve fomentada por el mito tan difundido del amor romántico, que tiene su origen en nuestros cuentos de hadas favoritos de la infancia, cuentos en los que el príncipe y la princesa, una vez unidos, viven felices para siempre. El mito del amor romántico nos dice, en efecto, que para cada muchacho existe en el mundo una joven «pensada para él», y viceversa. Además, el mito implica que hay solo un hombre destinado para cada mujer y solo una mujer para cada hombre, lo cual está predeterminado «por los astros». Cuando encontramos a la persona para la cual estamos destinados, la reconocemos al enamorarnos de ella. Nos hemos encontrado con la persona señalada por el cielo y, como la unión es perfecta, estaremos en condiciones de satisfacer por siempre y para siempre todas las necesidades de esa otra persona y luego viviremos felices en perfecta unión y armonía. Pero ocurre, sin embargo, que no colmamos todas las necesidades del otro; surgen fricciones y dejamos de estar enamorados. Entonces vemos con claridad que hemos cometido un terrible error al haber interpretado equivocadamente los astros, al no habernos entregado a la única y perfecta persona que nos estaba destinada, al haber aceptado como amor «verdadero» o «real» el que no lo era. Creemos, en definitiva, que en esta situación solo podemos optar por seguir viviendo en la infelicidad o por divorciarnos.

Aunque en general compruebo que los grandes mitos son grandes precisamente porque representan verdades universales (más adelante examinaremos varios de estos mitos), el mito del amor romántico es una tremenda mentira. Quizá sea una mentira necesaria por cuanto asegura la supervivencia de la especie al alentar y, aparentemente, validar la experiencia de enamorarnos que nos atrapa en el matrimonio. Pero como psiquiatra, debo lamentar en lo más profundo de mi corazón, casi todos los días, la enorme confusión y los profundos sufrimientos que engendra este mito. Millones de personas malgastan grandes cantidades de energía en un intento inútil y desesperado de hacer que la realidad de sus vidas se ajuste a la irrealidad del mito. La señora A se somete absurdamente al marido movida por un sentimiento de culpa: «Realmente no quería a mi marido cuando me casé —dice—. Fingí que lo amaba. Supongo que lo engatusé, de modo que ahora no tengo derecho a quejarme y debo hacer todo lo que él desea.» El señor B se queja: «Lamento no haberme casado con la señorita C. Creo que habríamos hecho un buen matrimonio. Pero no me sentía locamente enamorado de ella y entonces pensé que tal vez no fuera la persona conveniente para mí». La señora D, casada desde hace dos años, se siente profundamente deprimida sin causa aparente, e inicia la terapia declarando: «No sé qué marcha mal. He conseguido todo lo que necesitaba, incluso un matrimonio perfecto». Solo unos meses después la paciente es capaz de aceptar que ya no está enamorada de su marido y que esto no significa que haya cometido un tremendo error. El señor E, que también lleva dos años casado, comienza a sufrir intensos dolores de cabeza por las noches y no puede creer que su origen sea psicosomático. «Mi vida conyugal es excelente. Quiero a mi mujer tanto como el día que me casé con ella. Ella es todo lo que siempre he deseado.» Sin embargo, los dolores de cabeza no lo dejan tranquilo hasta un año después, cuando consigue admitir: «Me enloquece con su manera de pedirme cosas constantemente, sin tener en cuenta mi sueldo»; es en ese momento cuando el hombre es capaz de reprocharle a su mujer tales despilfarros. El señor y la señora F reconocen que han dejado de estar enamorados, debido a lo cual se entregan a desenfrenadas infidelidades en su afán por encontrar un «amor verdadero». No advierten, sin embargo, que el mismo hecho de reconocerlo podría señalar el comienzo de su matrimonio en lugar de su fin. Aun cuando las parejas hayan admitido que la luna de miel ha terminado y que ya no están románticamente enamoradas, continúan aferrándose al mito al cual intentan ajustar sus vidas. «A pesar de que ya no estamos enamorados, si con fuerza de voluntad actuamos como si todavía lo estuviéramos, tal vez el amor romántico vuelva a nuestra vida.» Esas parejas valoran en alto grado la unión. Cuando inician una terapia de grupo formada por parejas (que es el marco en el que mi mujer y yo, así como nuestros colegas más allegados, llevamos a cabo nuestro asesoramiento conyugal más serio), sus miembros suelen sentarse juntos, uno habla por el otro, uno sale en defensa de los defectos del otro y ambos tratan de presentar al resto del grupo un frente unido, en la creencia de que semejante unidad es un signo del relativo bienestar del matrimonio y un requisito para su mejora. Tarde o temprano, en general temprano, tenemos que decirles a las parejas demasiado unidas que necesitan establecer cierta distancia psicológica entre sí antes de poder empezar a trabajar de manera constructiva en sus problemas. A veces hasta es necesario separarlos físicamente, hacerlos sentar alejados el uno del otro en el círculo del grupo. Siempre es necesario pedirles que se abstengan de hablar el uno por el otro o de defenderse mutuamente frente al grupo. Una y otra vez debemos decir: «Deje que Mary hable por sí misma, John» y «John puede defenderse por sí mismo, Mary; es lo bastante fuerte». Por fin, si continúan en la terapia, todas las parejas aprenden que aceptar verdaderamente la individualidad y peculiaridad de cada cual es el único fundamento en el que un matrimonio[11] maduro puede basarse y el verdadero amor puede crecer.

Algo más sobre los límites del yo

Después de haber declarado que la experiencia de «enamorarse» es una especie de ilusión que en modo alguno constituye el amor verdadero, habré de concluir modificando parcialmente la perspectiva para señalar que enamorarse es un hecho que está muy, muy cerca del amor verdadero. En realidad, el falso concepto de que enamorarse es un tipo de amor está tan difundido precisamente porque contiene algo de verdad.

La experiencia del amor verdadero tiene que ver también con los límites del yo, puesto que supone una extensión de los mismos. Los límites de una persona son los límites de su yo. Cuando ampliamos nuestros propios límites por obra del amor, lo hacemos extendiéndolos, por así decirlo, hacia el objeto amado, cuyo desarrollo deseamos promover. Para poder hacerlo, el objeto en cuestión debe, primero, ser amado por nosotros; en otras palabras, un objeto exterior a nosotros, que está más allá de los límites de nuestro yo debe atraernos y despertar en nosotros el deseo de entregarnos a él y comprometernos con él. Los psiquiatras denominan «catexis» a este proceso de atracción, entrega y compromiso, y dicen que realizamos «catexis» con el objeto amado. Pero cuando hacemos esto con un objeto exterior a nosotros, también incorporamos psicológicamente una representación de ese objeto. Por ejemplo, pensemos en un hombre cuya afición sea la jardinería. Este hombre «ama» la jardinería. Su jardín significa mucho para él. Ha efectuado una catexis con el jardín. Lo encuentra atractivo, está entregado a su jardín, está comprometido con él, tanto que para cuidarlo es capaz de levantarse muy temprano un domingo por la mañana; este hombre puede negarse a viajar para no alejarse del jardín y hasta puede desinteresarse de su mujer. En esta catexis, y a fin de cultivar sus flores y arbustos, este hombre aprende muchísimas cosas, llega a ser un experto en jardinería, en suelos y fertilizantes, en la poda conveniente. Y conoce su jardín con todos sus detalles, su historia, las clases de flores y plantas que hay allí, su disposición general, sus problemas y hasta su futuro. A pesar de que su jardín existe fuera de él, mediante la catexis, el jardín ha llegado a existir también en el interior del hombre. El conocimiento que tiene del jardín y todo cuanto significa para él forman parte de sí mismo, parte de su identidad, de su historia, de su saber. Al amar y establecer catexis con el jardín, el hombre lo ha asimilado de una manera completamente real y, en virtud de esta asimilación, su persona ha crecido y los límites de su yo se han extendido.

A lo largo de muchos años de amor y de extender nuestros límites a través de la catexis, hay un gradual y progresivo desarrollo del yo y una asimilación del mundo exterior, al tiempo que se produce un debilitamiento de los límites de nuestro yo. De esta manera, cuanto más nos extendemos, más amamos y menos nítida se hace la distinción entre uno mismo y el mundo, de forma que llegamos a identificarnos con este. A medida que se atenúan y se debilitan los límites de nuestro yo, experimentamos, cada vez más intensamente, el mismo éxtasis que hemos sentido al desmoronarse parcialmente los límites de nuestro yo y nos «hemos enamorado». Solo que, en lugar de habernos fundido transitoria e ilusoriamente con un objeto amado, nos fundimos de manera más permanente y real con gran parte del mundo, de manera que puede establecerse una «unión mística» con todo el mundo. La sensación de éxtasis o bienestar que acompaña a esta unión, aunque quizá más suave y menos espectacular que la que acompaña al enamoramiento, es mucho más estable, duradera y satisfactoria. Esta es la diferencia que hay entre la experiencia cumbre, tipificada por el enamoramiento, y lo que Abraham Maslow define como la «experiencia de la meseta».[12] En este caso, las alturas no brillan repentinamente para luego perderse; se las alcanza para siempre.

Es obvio que la actividad sexual y el amor, aunque pueden darse simultáneamente, con frecuencia están disociados porque son fenómenos fundamentalmente separados. En sí mismo, el acto de hacer el amor no es un acto de amor. Sin embargo, la experiencia del acto sexual y, especialmente, la del orgasmo (incluso en la masturbación) es una experiencia asociada también a un grado mayor o menor de destrucción de los límites del yo, y al éxtasis correspondiente. A causa de esta caída de los límites del yo, podemos decir «¡Te quiero!» en el momento del orgasmo incluso a una prostituta por la que unos instantes después (cuando los límites del yo recuperan su lugar) no sintamos ni un ápice de afecto. Esto no quiere decir que el éxtasis del orgasmo no pueda intensificarse si se comparte con una persona amada; en efecto, puede acrecentarse. Pero aunque no se trate de una persona amada, el hundimiento de los límites del yo que se produce con el orgasmo puede ser total; durante un segundo podemos olvidarnos por completo de quiénes somos, perdernos en el tiempo y en el espacio, sentirnos fuera de nosotros mismos, transportados. Podemos fundirnos con el universo. Pero solo durante un segundo.

He empleado la expresión «unión mística» para designar la prolongada «unidad con el universo» que se experimenta en el verdadero amor, a diferencia de la unidad momentánea propia del orgasmo. El misticismo es esencialmente una creencia según la cual la realidad es unidad. El místico más profundo cree que nuestra percepción usual del universo como una multitud de objetos diferentes —astros, planetas, árboles, pájaros, casas, nosotros mismos— todos separados entre sí por límites precisos es una percepción falsa, una ilusión. Los hindúes y budistas se sirven de la palabra maya para designar esta percepción falsa general, este mundo de ilusión que erróneamente creemos real. Ellos y otros místicos sostienen que la verdadera realidad solo puede conocerse experimentando la unidad, lo cual se logra eliminando los límites del yo. Es imposible captar realmente la unidad del universo mientras uno continúe considerándose en cierta manera como un objeto separado y distinto del resto del universo. Por eso, a menudo, los hindúes y los budistas afirman que el niño, antes de desarrollar los límites del yo, conoce la realidad, mientras que los adultos no la conocen. Y hasta sugieren que la senda que conduce a la iluminación o conocimiento de la unidad de la realidad, exige que suframos un proceso de regresión para volver a ser como niños. Esta puede ser una doctrina peligrosamente tentadora para ciertos adolescentes y jóvenes que no estén preparados para asumir las responsabilidades del adulto, las cuales les parecen abrumadoras y más allá de su alcance. Estas personas pueden pensar «No tengo que pasar por todas esas cosas; puedo tratar de renunciar a ser un adulto y retirarme a la santidad sin asumir las responsabilidades del adulto». Sin embargo, al obrar de acuerdo con esta suposición, lo que se da es la esquizofrenia antes que la santidad.

Casi todos los místicos comprenden la verdad expuesta al terminar nuestro análisis de la disciplina: debemos poseer algo o haber alcanzado algo para poder renunciar a ello conservando, sin embargo, nuestra capacidad y competencia. El pequeño que no tiene establecidos todavía los límites de su yo, puede tener un contacto más íntimo con la realidad que sus padres, pero es incapaz de sobrevivir sin el cuidado de estos y es incapaz de comunicar sus pensamientos. El camino que conduce a la santidad pasa a través de la edad adulta. Aquí no hay atajos rápidos ni sencillos. Los límites del yo deben consolidarse y endurecerse primero. Es preciso que se establezca una identidad para poder trascenderla. Uno debe encontrar su propio yo antes de poder perderlo. La eliminación transitoria de los límites del yo que se produce al enamorarnos, al practicar el acto sexual o al consumir ciertas sustancias psicoactivas puede darnos un atisbo del nirvana, pero no el nirvana mismo. Una de las tesis de este libro es la de que el nirvana, la iluminación duradera o el verdadero desarrollo espiritual pueden alcanzarse solo en virtud del ejercicio persistente del amor real.

En resumen, pues, la pérdida temporal de los límites del yo cuando nos enamoramos o cuando practicamos el acto sexual, no solo nos lleva a comprometernos con otra persona sino que, además, nos proporciona un anticipo (y, por lo tanto, un incentivo) del éxtasis místico al que podemos llegar en una vida de amor. Por esto, aunque enamorarse no es en sí mismo amar, esa experiencia forma parte del esquema imponente y misterioso del amor.

La dependencia

El segundo concepto falso y común del amor es la idea de que la dependencia es amor. Es esta una concepción errónea que los psicoterapeutas deben afrontar casi diariamente. Sus efectos más dramáticos se manifiestan en el individuo que intenta suicidarse, amenaza con hacerlo o es presa de una profunda depresión porque el cónyuge o amante lo rechazó o se separó de él. Esa persona dirá: «No quiero vivir, no puedo vivir sin mi marido (mi mujer, mi amiga, mi amigo). Lo quiero muchísimo». Cuando yo respondo, como frecuentemente hago: «Está usted en un error, usted no quiere a esa persona», me replican con ira: «¿Cómo? Ya le he dicho que no puedo vivir sin él (o sin ella)». Entonces trato de explicarme: «Lo que usted describe es parasitismo, no amor. Cuando usted necesita a otro individuo para vivir, usted es un parásito de ese individuo. En esa relación no hay libertad, no hay elección. Es una cuestión de necesidades antes que de amor. El amor es el libre ejercicio de la facultad de elegir. Dos personas se aman cuando, siendo capaces de vivir la una sin la otra, deciden vivir juntas».

Defino la dependencia como la incapacidad de experimentar la totalidad de la persona o de funcionar bien sin la certeza de que uno sea objeto de los activos cuidados de otro. La dependencia en adultos físicamente sanos es patológica, es siempre enfermiza, es siempre una manifestación de enfermedad o deficiencia mental. Hay que distinguirla de lo que comúnmente llamamos necesidades o sentimientos de dependencia. Todos nosotros, aunque tratemos de ocultarlo a los demás y a nosotros mismos, tenemos necesidades y sentimientos de dependencia. Todos tenemos deseos de que nos mimen, de que nos prodiguen cuidados, sin esfuerzo por nuestra parte, personas más fuertes que nosotros y que toman realmente en serio nuestro bienestar. Por fuertes que seamos, por adultos y responsables que seamos, si nos observamos atentamente, encontraremos el deseo de que alguien se haga cargo de nosotros, al menos para variar. Cada uno de nosotros, por anciano y maduro que sea, quisiera tener en su vida una figura materna y una figura paterna satisfactorias. Pero en la mayoría de los casos estos deseos o sentimientos de dependencia no rigen nuestras vidas, no son el tema predominante de nuestra existencia. Cuando rigen nuestras vidas y dictan la calidad de nuestra existencia, se trata de algo más que de necesidades o sentimientos de dependencia; somos seres dependientes. Alguien cuya vida está regida por las necesidades de dependencia padece un trastorno psiquiátrico que nosotros diagnosticamos con la expresión de «trastorno de personalidad dependiente pasiva». Tal vez sea este el más común de todos los trastornos psiquiátricos.

Las personas dependientes pasivas están tan atareadas tratando de que se las ame, que no les queda ninguna energía para amar. Son como hambrientos que devoran todo alimento que pueden obtener y que nada tienen que dar a los demás. Es como si tuvieran un vacío interior, un pozo sin fondo que hay que llenar, pero que nunca puede llenarse. Nunca se sienten plenamente colmados ni tienen el sentido de ser personas completas. Sienten siempre que «algo les falta». Toleran muy mal la soledad. No tienen verdadero sentido de la identidad propia y se definen solo por sus relaciones. Un operario de una imprenta, de unos treinta años, extremadamente deprimido, vino a verme tres días después de haber sido abandonado por su mujer, quien se había llevado con ella a sus dos hijos. La mujer ya lo había amenazado anteriormente en tres ocasiones con abandonarlo, quejándose de la falta total de atención hacia ella y los hijos. En cada ocasión él le había rogado que no se marchara y le había prometido cambiar, pero el cambio no había durado más de un día; esta vez la mujer había cumplido su amenaza. Hacía dos noches que el hombre no dormía; se presentó tembloroso, derramando lágrimas de angustia y contemplando seriamente la posibilidad de suicidarse.

—No puedo vivir sin mi familia, los quiero mucho —me dijo sollozando.

—Me deja usted perplejo —le repliqué—. Me ha dicho que las quejas de su mujer son legítimas, que usted nunca ha hecho nada por ella, que regresa a su casa solo cuando se le antoja, que no está interesado por ella ni sexual ni emocionalmente, que pasa meses sin que usted hable siquiera con sus hijos, que nunca ha jugado con ellos ni los lleva de paseo. Usted no tiene ninguna relación con su familia, por eso no comprendo por qué está tan deprimido por la pérdida de una relación que nunca ha existido.

—Pero ¿no lo ve usted? —replicó—. Ahora no soy nada, ¡nada! No tengo mujer, no tengo hijos, no sé quién soy. Puedo no haberme preocupado por ellos, pero los quiero. Sin ellos no soy nada.

Como estaba gravemente deprimido —ya que había perdido la identidad que su familia le proporcionaba— le indiqué que volviera al cabo de dos días. Yo no esperaba una gran mejoría, pero cuando regresó entró precipitadamente en el consultorio, y con una sonrisa me dijo:

—Ya se ha solucionado todo.

—¿Ha vuelto a reunirse con su familia? —le pregunté.

—¡Oh, no! —repuso con aire feliz—, no he vuelto a saber nada de ellos desde que lo vi a usted. Pero anoche conocí a una chica en el bar. Me dijo que le gusto realmente. Ella también está separada, como yo. Hemos quedado para vernos otra vez esta noche. Ahora me siento de nuevo un ser humano. Supongo que no tengo que volver a verlo a usted.

Estos rápidos cambios son característicos de los individuos dependientes pasivos. Es como si no tuviera importancia la persona de quien dependen, siempre que haya alguien de quien depender. No les importa cuál es su identidad, siempre y cuando alguien se la dé. En consecuencia, sus relaciones, aunque aparentemente profundas por su intensidad, son en realidad muy superficiales. A causa de la intensidad de su sensación de vacío interno y debido a la necesidad que tienen de llenarlo, las personas dependientes pasivas no soportan dilación alguna a la hora de saciar su necesidad de otros. Una hermosa joven, brillante y en algunos aspectos muy saludable, había mantenido desde los diecisiete hasta los veintiún años una serie casi ininterrumpida de relaciones sexuales con hombres inferiores a ella en cuanto a inteligencia y capacidad. Pasaba de un «perdedor» a otro. El problema consistía en que la joven no era capaz de esperar lo suficiente hasta encontrar a un hombre adecuado para ella. A las veinticuatro horas de haber puesto término a una relación se prendaba del primer hombre que conocía en un bar y en la siguiente sesión terapéutica me cantaba sus elogios: «Sé que por ahora no trabaja y que bebe demasiado, pero tiene mucho talento y le importo verdaderamente. Sé que esta relación irá bien».

Pero esas relaciones nunca funcionaban bien, no solo porque la joven no había elegido bien, sino porque se apegaba excesivamente al hombre de turno, a quien exigía cada vez más y más pruebas de afecto y con quien trataba de estar constantemente, sin permitir que la dejase sola. «Es porque te amo tanto que no puedo estar separada de ti», le decía.

Tarde o temprano el hombre se sentía asfixiado y atrapado por su «amor», sin espacio para moverse. Inevitablemente estallaba un violento altercado, la relación terminaba y el ciclo recomenzaba al día siguiente. Aquella mujer solamente logró romper el ciclo después de tres años de terapia, durante los cuales llegó a apreciar su propia inteligencia y capacidad, a identificar su vacío interior y su ansia de llenarlo; se dio cuenta de que sus ansias no eran amor verdadero, y de que la empujaban a iniciar relaciones a las que ella luego se aferraba en detrimento propio; por fin, se dio cuenta de la necesidad de ejercer cierta disciplina sobre sus ansias, si pretendía aprovechar sus capacidades.

En el diagnóstico se emplea la palabra «pasivo» junto con la palabra «dependiente» porque a estos individuos les interesa lo que otras personas pueden hacer por ellos, sin tener en consideración lo que ellos mismos puedan hacer. Una vez, trabajando con un grupo de cinco pacientes, todos dependientes pasivos, les pedí que expresaran sus deseos sobre las situaciones en las que querrían encontrarse al cabo de cinco años. De un modo u otro, cada uno de ellos respondió: «Deseo casarme con alguien a quien le importe y que me cuide». Ninguno dijo que deseaba obtener un trabajo estimulante, crear una obra de arte, hacer una contribución a la comunidad o encontrarse en una situación de amor en la cual pudiera tener hijos. La idea del esfuerzo no entraba en sus ensoñaciones; solo contemplaban la posibilidad de un estado pasivo que no requiriese esfuerzos y en el que fueran objeto de cuidados. Les dije, lo mismo que a muchos otros: «Si lo que pretenden es ser queridos, nunca alcanzarán esa meta. La única manera de asegurarse de que uno será querido por otro es ser una persona digna de amor, y ustedes no pueden ser personas dignas de amor cuando la principal meta que se proponen es ser amados pasivamente». Esto no quiere decir que las personas dependientes pasivas jamás hagan nada por los demás, pero el motivo que las mueve a hacer algo es consolidar el apego de las otras personas para conseguir sus cuidados. Y cuando no existe la posibilidad de recibir cuidados de otros, este tipo de pacientes experimentan grandes dificultades para hacer cosas. Todos los miembros del grupo mencionado consideraban terriblemente difícil comprar por su cuenta una casa, separarse de sus padres, conseguir un trabajo, abandonar un trabajo insatisfactorio o dedicarse a una actividad de ocio.

En los matrimonios suele haber una diferenciación de los roles de los dos cónyuges, una división del trabajo normalmente eficaz. La mujer suele ocuparse de cocinar, de la limpieza de la casa, de hacer las compras y de cuidar a los hijos; el hombre suele desempeñar un empleo, lleva la contabilidad familiar, corta el césped y hace las reparaciones. Las parejas sanas intercambiarán instintivamente sus papeles de vez en cuando. El hombre puede preparar una comida alguna vez, pasar un día a la semana con los niños, limpiar la casa para sorprender a su esposa; la mujer puede obtener un trabajo de pocas horas, cortar el césped el día del cumpleaños del marido o hacerse cargo de las cuentas domésticas. A menudo la pareja ve en este cambio de papeles una especie de juego que agrega sabor y variedad al matrimonio. Este es un importante proceso (aunque se desarrolle inconscientemente) que disminuye la mutua dependencia de los cónyuges. Cada uno de ellos se está ejercitando, en cierto modo, para sobrevivir en el caso de la pérdida del otro. Pero para la persona dependiente pasiva, la posibilidad de perder a su pareja es una perspectiva tan horrenda que no concibe prepararse para ella ni empezar un proceso que pudiera disminuir la dependencia. Por consiguiente, una de las señales clave de las personas dependientes pasivas en el matrimonio es la diferenciación rígida de papeles; buscan aumentar en lugar de disminuir la dependencia recíproca, con lo cual convierten el matrimonio en algo parecido a una trampa. Al obrar de esa manera en nombre de lo que llaman amor (pero que en realidad es dependencia) reducen su propia libertad y también la del cónyuge. En ocasiones, y como parte de este proceso, las personas dependientes pasivas cuando se casan olvidan habilidades que tenían antes del matrimonio. Un ejemplo es el síntoma bastante común de la mujer que «no puede» conducir el coche. En estas situaciones la mitad de las veces la mujer no había aprendido a hacerlo, pero en los casos restantes y, según alegan, a causa de un accidente menor, la mujer presenta una «fobia» a conducir una vez casada y, efectivamente, deja de hacerlo. El efecto de esta «fobia» en zonas rurales y suburbanas es que la mujer se vuelve casi totalmente dependiente del marido y lo encadena a causa de su propia impotencia. Ahora será él quien tenga que hacer las compras para toda la familia o quien conduzca el coche cada vez que vayan de compras. Como esta conducta generalmente satisface las necesidades de dependencia de ambos cónyuges, casi nunca se considera enfermiza o un problema que convenga resolver. Cuando le sugerí a un banquero muy inteligente que su mujer (que había dejado de conducir a los cuarenta y siete años a causa de una «fobia») podría tener un problema que merecía atención psiquiátrica, el hombre exclamó: «¡Oh, no! El médico le ha dicho a mi mujer que esto se debe a la menopausia y que nada se puede hacer». La mujer estaba segura de que el marido no tendría una aventura amorosa porque estaba demasiado ocupado, después de las horas de trabajo, en las compras y en llevar a los hijos de un lado a otro. Él, por su parte, estaba seguro de que su esposa no tendría una aventura amorosa porque no disponía de la movilidad para encontrarse con otro hombre cuando él no estaba en casa. A causa de esta conducta, los matrimonios dependientes pasivos pueden llegar a ser seguros y duraderos, pero no puede considerárselos ni saludables ni resultado del amor, porque la seguridad es adquirida al precio de la libertad, de manera que la relación tiende a retrasar o impedir el desarrollo espiritual de los miembros de la pareja. Una y otra vez les decimos a las parejas que «un buen matrimonio solo existe entre dos personas fuertes e independientes».

La dependencia pasiva tiene su origen en la falta de amor. La sensación de vacío interno que experimenta el dependiente pasivo es el resultado directo de un defecto: el de los padres que no satisficieron las necesidades de afecto, de atención y de cuidados durante la niñez del individuo. En la primera sección de este libro hemos dicho que los niños tratados y cuidados con relativa coherencia durante la niñez entran en la vida adulta con un sentimiento bien afianzado de que son queridos e importantes y de que, por lo tanto, serán queridos y cuidados mientras ellos continúen siendo fieles a sí mismos. Los niños que crecen en una atmósfera en la que faltan el amor y los cuidados, entran en la vida adulta con una sensación de inseguridad interior y de «no tener lo suficiente»; el mundo les parece impredecible y mezquino. También dudan de que sean personas valiosas y dignas de ser amadas. No ha de asombrar, pues, que experimenten la necesidad de precipitarse sobre el amor, los cuidados y las atenciones donde puedan encontrarlos y, una vez que los encuentran, se aferren con tal desesperación que inicien una conducta maquiavélica, manipuladora y desagradable que destruye las relaciones mismas que ellos tratan de preservar. Como también hemos indicado en la sección anterior, el amor y la disciplina van juntos, de manera que los padres despreocupados y sin amor son personas a las que también les falta disciplina y, cuando no infunden en sus hijos la sensación de ser queridos, tampoco les dan la capacidad de la autodisciplina, de modo que la dependencia excesiva de los individuos dependientes pasivos es solo la manifestación principal del trastorno de su personalidad. A los dependientes pasivos les falta autodisciplina. Son incapaces de posponer la satisfacción de su sed de atención. En su desesperación por formar y conservar vínculos afectivos prescinden de toda sinceridad. Se aferran a relaciones ya desgastadas cuando deberían renunciar a ellas. Y, lo que es sumamente importante, les falta el sentido de la responsabilidad. Miran pasivamente a los demás, con frecuencia hasta a sus propios hijos, como la fuente de su felicidad y plena realización, de suerte que cuando no se sienten felices ni realizados, consideran a los demás culpables de ello. En consecuencia, están permanentemente airados porque siempre se sienten dejados en la estacada por los otros, que en realidad nunca pueden satisfacer todas sus necesidades ni hacerlos felices. Un colega mío suele decir a sus pacientes: «Mire usted, si se permite depender de otra persona, ese es el mayor mal que puede infligirse. Sería mejor ser dependiente de la heroína. Mientras usted tenga esta droga, siempre lo hará feliz, pero si usted espera que otra persona lo haga feliz, siempre quedará decepcionado». Como es evidente, no se debe a un accidente el hecho de que las personas dependientes pasivas, además de ser dependientes de sus relaciones con otros, lo sean también del alcohol y de las drogas. Son «personalidades adictas», individuos que chupan y engullen y, cuando no tienen a nadie a quien chupar y engullir, a menudo recurren a la botella, la jeringuilla o la píldora como sustitutivos de las personas.

En suma, la dependencia puede parecer amor porque provoca el apego extremo de una persona a otra, pero en realidad no lo es. Se trata de una forma de desamor que tiene su origen en un fallo parental que se perpetúa. El dependiente pasivo trata de recibir en lugar de dar. La dependencia fomenta el infantilismo, no el desarrollo espiritual. Atrapa y oprime en lugar de liberar. En definitiva, destruye las relaciones en lugar de construirlas, aniquila a las personas en lugar de elevarlas.

Catexis sin amor

Un aspecto característico de la dependencia es el hecho de que nada tiene que ver con el desarrollo espiritual. Las personas dependientes están únicamente interesadas en su propio bienestar; desean llenar su vacío interior, quieren ser felices, pero no desean evolucionar ni crecer, ni están dispuestas a tolerar el sufrimiento y la soledad que implica el desarrollo. Tampoco se preocupan por el progreso espiritual del otro, del objeto de su dependencia; solo les importa que el otro esté presente para satisfacerles. La dependencia no es más que una de las formas de conducta a las que indebidamente aplicamos la palabra «amor» cuando no hay preocupación por el desarrollo espiritual. Ahora consideraremos otras de estas formas y esperamos demostrar nuevamente que el amor nunca ofrece protección o permite establecer catexis si no va relacionado con el desarrollo espiritual.

Con frecuencia hablamos de personas que aman objetos inanimados o actividades. Decimos, por ejemplo: «Juan ama el dinero», o «ama el poder», o «ama su jardín», o «ama el golf». Ciertamente, un individuo puede extenderse mucho más allá de los límites personales corrientes, si trabaja sesenta, setenta u ochenta horas por semana para amasar una fortuna o acumular poder. Sin embargo, a pesar del incremento de la fortuna o de las influencias conseguidas, todo ese trabajo no necesariamente impulsa la personalidad. En realidad, hasta podemos decir de un magnate industrial: «Es una persona vil, mezquina y despreciable». Cuando decimos que una persona determinada ama el dinero o el poder, frecuentemente no le reconocemos la capacidad de amar. ¿Por qué? Porque la riqueza o el poder se han convertido para esa persona en un fin en sí mismo y no en un medio para llegar a una meta espiritual. El único fin verdadero del amor es el desarrollo o evolución espiritual del hombre.

Las aficiones son actividades que fomentan el desarrollo de la personalidad. Al amarnos —es decir, al fomentar nuestra evolución con miras al desarrollo espiritual— necesitamos proveernos de toda clase de cosas que no son directamente espirituales. Para nutrir el espíritu es preciso nutrir también el cuerpo. Necesitamos alimento y abrigo. Por dedicados que estemos a nuestro desarrollo espiritual, también necesitamos descanso, ejercicio y distracción. Los santos deben dormir y hasta los profetas deben jugar, de manera que los hobbies o aficiones pueden ser medios a través de los cuales nos amamos. Pero si una afición se convierte en un fin en sí mismo, pasa a ser un sustituto del autodesarrollo en lugar de ser un medio de desarrollo. Precisamente porque son sustitutos del autodesarrollo, las aficiones gozan de gran popularidad. En la actividad del golf, por ejemplo, podemos encontrar a hombres y mujeres de edad madura cuya principal meta en la vida es hacer hoyos con unos cuantos golpes menos. Este esfuerzo por mejorar su destreza les proporciona una sensación de progreso en la vida, ayudándolos a pasar por alto la realidad de que han dejado de progresar, de que han renunciado a todo esfuerzo por mejorar como seres humanos. Si se amaran más, no perseguirían una meta tan superficial y un futuro tan estrecho de miras.

Por otro lado, el poder y el dinero pueden ser medios para alcanzar una meta de amor. Por ejemplo, una persona puede abrazar la carrera política con el propósito principal de utilizar el poder político para mejorar el género humano. O una persona puede anhelar riquezas, no por el dinero mismo, sino para poder enviar a sus hijos a la universidad o para procurarse ella misma la libertad y el tiempo de estudiar o reflexionar con vistas a cuidar de su desarrollo espiritual. Lo que esas personas aman no es el poder ni el dinero, sino a la humanidad.

Entre los conceptos que desarrollo en esta sección del libro, deseo destacar que la acepción que damos a la palabra «amor» está tan generalizada y es tan vaga que constituye un obstáculo a nuestra comprensión del amor. No tengo grandes esperanzas de que el lenguaje vaya a cambiar en este sentido, pero mientras continuemos usando la palabra «amor» para designar nuestra relación con algo que es importante para nosotros, con algo que catectizamos, sin considerar la calidad de esa relación, continuaremos teniendo dificultades para distinguir la diferencia que hay entre lo sabio y lo necio, lo bueno y lo malo, lo noble y lo innoble.

Si aplicamos nuestra definición más específica, es evidente que solo podemos amar a seres humanos; en efecto, tal y como concebimos las cosas, solo los seres humanos poseen un espíritu capaz de un desarrollo sustancial.[13] Pensemos por otra parte en los animales domésticos. «Amamos» al perro de la familia. Lo alimentamos y lo bañamos, lo mimamos y acariciamos, lo adiestramos y jugamos con él. Cuando enferma, abandonamos lo que estamos haciendo y nos precipitamos en busca del veterinario. Cuando se escapa o muere nos afligimos profundamente. Lo cierto es que para muchas personas solitarias que no tienen hijos, sus animales pueden llegar a ser la única razón de su existencia. Si esto no es amor, ¿qué es entonces? Pero consideremos las diferencias que hay entre nuestra relación con un animal doméstico y con otro ser humano. En primer lugar, el grado de comunicación con nuestros animales queridos es extremadamente limitado en comparación con el grado en que podemos comunicarnos con otros seres humanos. No sabemos qué piensa el animal y esta falta de conocimiento nos permite proyectar en él nuestros pensamientos y sentimientos y, por lo tanto, sentir una afinidad emocional tal con el animal por el que sentimos afecto, que puede no corresponder en modo alguno a la realidad. En segundo lugar, consideramos satisfactorios a los animales domésticos solo en la medida en que su voluntad coincida con la nuestra. Por lo general, esta es la base sobre la que elegimos nuestros animales domésticos y, si su voluntad comienza a apartarse significativamente de la nuestra, nos desembarazamos de ellos. No conservamos mucho tiempo a los animales domésticos si nos molestan o no son dóciles. La única escuela a la que enviamos a nuestros animalitos para el desarrollo de su vida psíquica o espiritual es la escuela de la obediencia. Pero es posible que deseemos que otros seres humanos desarrollen una «voluntad propia»; ciertamente, este deseo de diferenciación constituye una de las características del amor genuino. Por último, en nuestra relación con los animales procuramos fomentar su dependencia. No deseamos que se desarrollen independientemente y abandonen nuestra casa. Queremos que permanezcan en ella, dependientes y junto al hogar. Lo que más valoramos en ellos es su apego a nosotros y no su independencia.

Esta cuestión del «amor» a los animales domésticos tiene enorme importancia porque muchas, muchas personas son capaces de «amar» solo a los animales e incapaces de amar de veras a otros seres humanos. Muchos soldados norteamericanos contrajeron idílicos matrimonios con «novias de guerra» alemanas, italianas o japonesas, con las cuales no podían comunicarse verbalmente. Fue cuando esas mujeres aprendieron inglés cuando los matrimonios comenzaron a disolverse. Los soldados ya no podían proyectar en sus mujeres sus pensamientos, sentimientos, deseos e ideales ni sentir la misma clase de afinidad que uno siente con un animalito al que se tiene apego. Por el contrario, cuando sus mujeres aprendieron inglés, los hombres comenzaron a darse cuenta de que aquellas mujeres tenían ideas, opiniones y sentimientos diferentes de los suyos propios. En algunos casos, allí comenzó a desarrollarse verdaderamente el amor, pero quizás en la mayoría de ellos el «amor» se acabó. La mujer liberada tiene razón al desconfiar del hombre que con afecto la llama «mi gatita». Es posible que se trate de un hombre cuyo afecto depende de que ella sea un animalito mimado, un hombre que carece de la capacidad de respetar su fuerza, su independencia y su individualidad. Probablemente, el ejemplo más triste de este fenómeno es el de las innumerables mujeres que son capaces de «querer» a sus hijos solo cuando estos son pequeños. Estas mujeres abundan en todos los medios. Son madres ideales hasta que los hijos llegan a los dos años: infinitamente tiernas, los amamantan con placer, los miman y juegan con ellos; están llenas de afecto, totalmente dedicadas a su cuidado y se sienten afortunadas y dichosas con su maternidad. Luego, casi de la noche a la mañana, este cuadro cambia. Apenas el pequeño comienza a afirmar su voluntad, a desobedecer, a lloriquear, a negarse a jugar, a rechazar ocasionalmente los mimos de que es objeto, a aficionarse a otra persona; es decir, a moverse en el mundo con un poco de independencia, el amor de la madre cesa. La mujer pierde interés por el hijo, deja de concentrar en él sus sentimientos, lo «descatectiza» y lo percibe solo como un fastidio. Al mismo tiempo, percibe con frecuencia una necesidad abrumadora de quedar de nuevo embarazada, de tener otro niño, otro animalito mimado. Generalmente lo logra y el ciclo vuelve a repetirse. Si no ocurre esto, la mujer suele buscar ávidamente la oportunidad de cuidar a los niños de las vecinas, mientras hace caso omiso de las necesidades de su propio hijo. Para los niños que llegan a los «terribles dos años» no es solo el final de la infancia, sino el final de la experiencia de ser amado por la madre. El dolor y la privación que experimentan estos niños son evidentes para todos menos para la madre, ocupada con la nueva criatura. Los efectos de esta experiencia generalmente se ponen de manifiesto cuando estos individuos llegan a la edad adulta, en la cual presentan un tipo de personalidad dependiente, pasiva o depresiva.

Esto indica que el «amor» a los niños, a los animales domésticos y hasta a los cónyuges obedientes y dependientes es un esquema instintivo de conducta al que propiamente se aplica la expresión de «instinto materno» o, de forma más genérica, «instinto parental». Podemos compararlo con la conducta instintiva de «enamorarse»: no se trata de una forma auténtica de amor porque no requiere grandes esfuerzos, ni es enteramente un acto de voluntad o de decisión; ese instinto favorece la supervivencia de la especie, pero no estimula su mejora o desarrollo espiritual; está cerca del amor, pues se trata de una tendencia hacia los demás y sirve para iniciar vínculos interpersonales de los cuales podría nacer el verdadero amor; pero se necesita mucho más para desarrollar un matrimonio saludable y creativo, para criar hijos sanos, capaces de un desarrollo espiritual o para contribuir a la evolución de la humanidad.

El hecho es que la crianza puede ser, y normalmente debería ser, mucho más que la simple alimentación. Promover el desarrollo espiritual es un proceso infinitamente más complicado que el que puede dirigir el instinto. La madre que hemos mencionado al comienzo de esta sección, la que no permitía que su hijo fuera solo en autobús a la escuela, es un claro ejemplo. Al acompañarlo ella misma a la escuela estaba cuidándolo en cierto sentido, pero se trataba de cuidados que el hijo no necesitaba y que retrasaban claramente su desarrollo espiritual en lugar de fomentarlo. Los ejemplos abundan: madres que atiborran de alimentos a sus hijos ya excedidos de peso; padres que llenan de juguetes las habitaciones de sus hijos o de vestidos los guardarropas de sus hijas; padres que no ponen límites a los deseos de sus hijos y no les niegan nada. El amor no es solo dar, es dar atinadamente, juiciosamente, y también negar del mismo modo. Amar significa alabar y criticar juiciosamente; significa discutir, luchar, exhortar, apretar y aflojar juiciosamente, además de reconfortar. Amar es guiar. La palabra «juiciosamente» indica que se requiere juicio, y el juicio es algo más que el instinto porque requiere tomar decisiones reflexivas y a menudo dolorosas.

«Autosacrificio»

Los motivos que subyacen en los actos de dar sin cordura y de prodigar cuidados desordenadamente son muchos, pero todos estos casos tienen un rasgo en común: el que da, a guisa de amor, está satisfaciendo sus propias necesidades sin atender a las necesidades espirituales del receptor. En una ocasión acudió a mí, a regañadientes, un pastor religioso porque su mujer sufría de depresión crónica y sus hijos, que habían abandonado los estudios, vivían en la casa paterna y recibían tratamiento psiquiátrico. A pesar de la circunstancia de que toda la familia estaba «enferma», el hombre al principio se mostró completamente incapaz de comprender que él mismo podría estar desempeñando un papel en la enfermedad familiar. «Hago todo lo que puedo por cuidarlos y resolver sus problemas —decía—. No hay momento en que no me preocupe por ellos.» El análisis de la situación revelaba que aquel hombre se esforzaba mucho para satisfacer las exigencias de su mujer y de sus hijos. Había comprado un coche nuevo a sus hijos y pagaba las pólizas del seguro, aun cuando reconocía que los muchachos deberían hacer algo para valerse por sí mismos. Todas las semanas llevaba a su mujer a la ópera o al teatro, aunque le fastidiaba trasladarse a la ciudad y no soportaba la ópera. Por más ocupado que estuviera, pasaba la mayor parte de su tiempo libre atendiendo a la mujer y a los hijos, que eran muy desordenados en las cuestiones domésticas. «¿No se cansa usted de ir siempre detrás de ellos?», le pregunté. «Por supuesto, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Los quiero y no puedo dejar de cuidarlos. Mi preocupación por ellos es tan grande que nunca permaneceré indiferente mientras tengan alguna necesidad. Puedo no ser un hombre brillante, pero por lo menos profeso amor y dedicación.»

Fue interesante saber luego que su propio padre había sido un brillante estudioso, de considerable renombre, pero también un alcohólico y un donjuán que no mostraba el menor interés por su familia, a la que en general descuidaba. Poco a poco, mi paciente se fue dando cuenta de que de niño había jurado ser lo más diferente posible de su padre y procuraba ser cariñoso y ocuparse de su familia, en oposición a la frialdad y desatención de su progenitor. Después de un tiempo, llegó a comprender que daba una importancia excesiva a su apariencia afectuosa y sentimental, y que buena parte de su conducta, incluso en su labor eclesiástica, estaba dedicada a mantener esta imagen de sí mismo. Lo que más le costó admitir fue el que tratase a su familia de una forma tan pueril. Continuamente se refería a su mujer llamándola «mi gatita», y cuando hablaba de sus hijos, ya adultos y robustos, decía «mis pequeños». Alegaba: «¿De qué otra manera puedo comportarme? Tal vez sea cariñoso por reacción a mi padre, pero eso no significa que tenga que volverme arisco o ser un cabrón». Había que enseñarle que amar es una actividad bastante complicada que requiere la participación de todo el ser: tanto de la cabeza como del corazón. A causa de esa necesidad de ser lo más diferente posible de su padre, no había logrado desarrollar un sistema flexible de respuesta para expresar su amor. Debía aprender que no dar en el momento oportuno revela más cariño que dar en el momento inoportuno, y que fomentar la independencia de los demás es una señal de amor más grande que cuidar a personas que, por otro lado, pueden cuidar de sí mismas. Debía aprender que expresar sus propias necesidades, su indignación y sus esperanzas, era tan necesario para la salud mental de su familia como su propio autosacrificio y que, por lo tanto, el amor debe manifestarse no solo en una beatífica aceptación, sino también en la confrontación.

Poco a poco, el hombre llegó a comprender que trataba puerilmente a su familia, y comenzó a hacer algunos cambios. Dejó de preocuparse en exceso por ellos y manifestó abiertamente su enfado cuando los hijos no ponían cuidado en el mantenimiento del orden del hogar. Se negó a continuar pagando las pólizas de seguro de los coches de sus hijos y les dijo que, si querían conducirlos, debían pagarlas ellos mismos. Sugirió que su mujer fuera sola a la ópera de Nueva York. Al hacer estos cambios corrió el riesgo de parecer «malo» y debió renunciar a la omnipotencia de su anterior papel como proveedor de todas las necesidades de la familia. Pero aun cuando su anterior conducta había estado motivada principalmente por la necesidad de mantener una imagen de sí mismo que lo mostrara como persona cariñosa, el paciente poseía la capacidad del amor sincero y, a causa de dicha capacidad, logró realizar estas modificaciones en sí mismo. Al principio la mujer y los hijos reaccionaron con disgusto a estos cambios, pero pronto uno de los hijos reinició sus estudios y el otro encontró un trabajo que le permitió instalarse solo en un apartamento. La esposa comenzó a gozar de su nueva independencia y desarrolló su propia forma de ser. En cuanto a él, comprobó que su actividad como religioso era más efectiva y, al mismo tiempo, que su vida se hacía más agradable.

La concepción errónea que tenía este pastor sobre el amor rayaba en la perversión más seria que se da en este sentimiento: el masoquismo. Los legos suelen asociar el sadismo y el masoquismo a actividades puramente sexuales, y piensan que se trata del goce sexual provocado por el hecho de infligir dolor físico o de recibirlo. En realidad, el verdadero sadomasoquismo sexual es una forma relativamente insólita de psicopatología. Mucho más común y, en última instancia, más grave, es el fenómeno de sadomasoquismo social en el cual las personas desean inconscientemente herir y ser heridas a través de sus relaciones interpersonales. Es típico que una mujer busque atención psiquiátrica para una depresión provocada por el abandono de su marido. Le confiará al psiquiatra un interminable relato de fechorías cometidas por el marido: no le prestaba atención, tenía infinidad de amantes, se jugaba el dinero destinado a la manutención del hogar, desaparecía durante días cuando se le antojaba, regresaba a casa borracho y la golpeaba, y ahora, por último, la había abandonado a ella y a sus hijos en vísperas de Navidad... ¡antes de Nochebuena! El terapeuta principiante tiende a pensar: «pobre mujer» y acoge el relato con simpatía instantánea, pero este sentimiento no tarda mucho en evaporarse cuando surgen ulteriores conocimientos. Primero, el terapeuta descubre que aquellos malos tratos se prolongaron durante veinte años y que aunque la pobre mujer se divorció dos veces, encadenó innumerables separaciones con innumerables reconciliaciones. Después de trabajar con la paciente durante uno o dos meses para ayudarla a adquirir independencia, y cuando, aparentemente, todo parece marchar bien y la mujer manifiesta que goza de la tranquilidad de la vida una vez separada del marido, el terapeuta observa que el ciclo comienza de nuevo. Un día la mujer se presenta en el consultorio y anuncia: «Bueno, Henry ha vuelto. La otra noche me llamó por teléfono para decirme que deseaba verme y entonces lo vi. Me rogó que volviera con él y parece realmente cambiado. Por eso hemos vuelto a unirnos». Cuando el terapeuta le hace notar que todo aquello no parece sino una repetición de un esquema de conducta que ambos habían convenido en considerar destructivo, la mujer declara: «Pero lo amo. Una no puede negar el amor». Si el terapeuta intenta examinar ese «amor» con alguna tenacidad y energía, entonces la paciente abandona la terapia.

¿Qué ocurre? Al tratar de comprender lo sucedido, el terapeuta recuerda la evidente fruición con que aquella mujer volvía a contarle la larga historia de brutalidades y malos tratos. De pronto vislumbra una extraña idea: tal vez esa mujer soporta los malos tratos del marido y hasta los busca por el placer de poder hablar de ellos. Pero ¿de qué naturaleza es ese placer? El terapeuta recuerda la santurronería de aquella mujer. ¿No será que lo más importante en su vida es tener una sensación de superioridad moral y que para conservarla necesita ser maltratada? Ahora se aclara la naturaleza de ese placer: al permitir que se la trate vilmente, puede sentirse superior. En última instancia, puede experimentar el sádico placer de ver cómo su marido le ruega que vuelva con él, reconociendo momentáneamente la superioridad de ella desde su humilde posición, en tanto que ella decide si será o no magnánima accediendo a recibirlo de nuevo. En ese momento, la mujer logra su venganza. Cuando se examina a mujeres de este tipo, generalmente se descubre que cuando eran niñas sufrieron humillaciones de las que luego se desquitan valiéndose de una sensación de superioridad moral, que exige repetidas humillaciones y malos tratos. Si el mundo nos trata bien, no tenemos necesidad de vengarnos de él. Si vengarnos es nuestra meta en la vida, tendremos que procurar que el mundo nos trate mal a fin de justificar nuestro objetivo. Los masoquistas consideran que someterse a malos tratos es una prueba de amor, cuando en realidad es una necesidad creada para su incesante búsqueda de venganza, necesidad motivada sobre todo por el odio.

La cuestión del masoquismo también clarifica otro concepto erróneo del amor: la creencia de que el amor es autosacrificio. Basándose en esta idea, un masoquista prototípico podría considerar su indulgencia hacia los malos tratos como una forma de autosacrificio, y por lo tanto, como una forma de amor que le impediría reconocer su odio. El pastor religioso también interpretaba como amor su conducta de autosacrificio, aunque esta no estaba motivada por las necesidades de su familia, sino por su propio afán de conservar cierta imagen de sí mismo. Ya al comienzo del tratamiento hablaba continuamente sobre las cosas que hacía por su mujer y por sus hijos, pudiéndose incluso creer que él mismo no obtenía provecho alguno de sus actos, y sin embargo, esto no era así. Cuando pensamos que estamos haciendo algo por alguien, en cierto modo estamos negando nuestra propia responsabilidad. Lo que hacemos, lo hacemos porque así lo hemos decidido, y tomamos esa decisión porque es la que nos satisface más. Del mismo modo, cuando llevamos algo a cabo por otra persona, el motivo no es otro que complacernos a nosotros mismos. Los padres que dicen a su hijo: «Deberías estar agradecido por todo lo que hemos hecho por ti», no están expresando un amor real. Quien ama de verdad conoce el placer de amar. Si amamos sinceramente es porque deseamos amar. Tenemos hijos porque deseamos tenerlos, y si somos padres afectuosos, es porque queremos serlo. Es verdad que el amor implica un cambio en la persona, pero este cambio es más una trascendencia del propio yo que un autosacrificio. Como volveremos a ver más adelante, el amor puro es una actividad que se colma a sí misma. En realidad es algo más, pues ensancha los límites de la persona en lugar de reducirlos; llena a la persona en lugar de vaciarla. En un sentido real, el amor es tan egoísta como el desamor. Aquí tenemos de nuevo una paradoja ante el hecho de que el amor es tan egoísta como altruista. El egoísmo y el altruismo no son aspectos que distingan el amor del desamor; lo que diferencia estos dos conceptos entre sí es el objetivo que persigue cada uno de ellos. En el caso del amor auténtico la meta es siempre el desarrollo espiritual. En el caso del no amor, la meta es siempre otra cosa.

El amor no es un sentimiento

Ya he mencionado que el amor es una acción, una actividad. Esta premisa cuestiona el principal concepto falso que hay acerca del amor y que es preciso rectificar: el amor no es un sentimiento. Muchas personas tienen un sentimiento amoroso y, aun comportándose con respecto a este sentimiento, actúan de manera destructiva y nada afectuosa. Por otro lado, un individuo que ama con sinceridad, a menudo procede de manera constructiva con respecto a una persona que conscientemente le disgusta y por la que, no solo no siente ningún amor, sino que puede llegar a sentir hasta repugnancia.

El sentimiento amoroso es la emoción que acompaña la experiencia de la catexis. Como se recordará, la catexis es el resultado de un proceso por el cual invertimos nuestra propia energía a un objeto al que previamente hemos concedido gran importancia, convirtiéndolo en lo que suele llamarse «objeto de amor». Una vez «catectizado», el objeto —al que comúnmente nos referimos como «objeto de amor»— se carga con nuestra energía y establecemos una relación subjetiva y unilateral de íntima identificación con él como si fuese parte de nosotros mismos, y es precisamente esta relación entre nosotros y el objeto lo que llamamos catexis. Dado que es posible tener muchas relaciones de este tipo al mismo tiempo, es lícito referirse a nuestras catexis. El hecho de retirar nuestra energía de un objeto de amor, de forma que este pierda su importancia para nosotros, es el proceso contrario al que nos hemos referido. El concepto erróneo de que el amor es un sentimiento se debe a la confusión entre la noción de catexis y la de amor. La confusión es comprensible, puesto que se trata de procesos semejantes, aunque también presentan notables diferencias. En primer lugar, como ya hemos señalado, podemos catectizar cualquier objeto, animado o inanimado, con espiritualidad o sin ella; por ejemplo, una persona puede concentrar sus emociones en las acciones de una compañía o una joya, llegando a sentir amor por ellas. En segundo lugar, el hecho de catectizar a otro ser humano no significa que nos importe su desarrollo espiritual, ya que, precisamente, la persona independiente suele temer el desarrollo espiritual de un cónyuge al que haya catectizado. Aquella madre que insistía en llevar a su hijo adolescente a la escuela, evidentemente concentraba sus emociones en el chico; es decir, este era importante para ella, pero no su desarrollo espiritual. En tercer lugar, la intensidad de estas transmisiones de sentimientos a menudo no tiene nada que ver con la sabiduría o la dedicación. Un hombre y una mujer pueden conocerse en un bar y establecer entre sí un proceso catéctico de tal manera que, a pesar de no haber entre ellos ni citas previas ni promesas, ni siquiera estabilidad familiar, lo que más les importe en ese momento sea la consumación de un acto sexual. Así pues, podemos concluir que nuestras catexis pueden ser momentáneas y fugaces. Inmediatamente después de haber consumado el acto sexual, los miembros de esta pareja pueden percibirse mutuamente como seres indeseables y poco atractivos. Podemos «descatectizar» las cosas con la misma rapidez con que las catectizamos.

Por otro lado, el verdadero amor implica dedicación y ejercicio de la sabiduría. Cuando estamos interesados en impulsar el desarrollo espiritual de alguien, sabemos que una falta de dedicación puede resultar dañina y que es muy probable que la otra persona sienta la necesidad de que nosotros le manifestemos nuestro interés. Por esta razón, la dedicación es la piedra angular de la relación psicoterapéutica. A un paciente le resulta casi imposible llevar a cabo un desarrollo significativo de su personalidad sin una «alianza terapéutica» con el terapeuta. En otras palabras, para que el paciente pueda experimentar un cambio, ha de tener la seguridad de que el terapeuta es su aliado constante y estable. Esta alianza entre ambos solo puede darse si el terapeuta le demuestra al paciente, una vez transcurrido cierto tiempo, un interés permanente y coherente que se manifestará siempre en función de su capacidad de dedicación. Esto no significa que al terapeuta le guste siempre escuchar al paciente. Dedicación significa escuchar al paciente, se encuentre o no satisfacción en ello. En un matrimonio, las cosas no son diferentes, pues en un matrimonio constructivo, de igual manera que en una terapia constructiva, los participantes deben prestarse una sistemática atención el uno al otro y, al mismo tiempo, velar por su relación. Como ya hemos dicho, tarde o temprano las parejas dejan de estar enamoradas, y es en ese momento cuando empieza a surgir la ocasión de encontrar el amor de verdad. Su amor va poniéndose a prueba y podrá establecerse si existe o no cuando los cónyuges ya no sientan la necesidad de estar siempre juntos, cuando sean capaces de pasar algún tiempo separados.

Esto no significa que los miembros de una relación estable y constructiva como el matrimonio o la psicoterapia intensiva no catecticen entre sí y, de alguna manera, también con la relación que los une, pues lo hacen. Lo que quiero decir es que el verdadero amor trasciende la catexis. Cuando hay amor, lo hay con catexis o sin ella, con sentimientos cariñosos o sin ellos. Es mejor —y ciertamente más placentero— amar de esta manera, pero es posible amar sin catexis y sin sentimientos cariñosos. Es en este caso cuando el amor sincero y trascendente se distingue de la simple catexis. La palabra clave es entonces «voluntad». He definido el amor como la voluntad de extender nuestro ser con el fin de promover el desarrollo espiritual propio o ajeno. El amor puro es antes volitivo que emocional. La persona que ama, si lo hace de verdad es porque así lo ha decidido; se ha comprometido a amar, con independencia de sus sentimientos amorosos. Siempre es mejor que los experimente, pero si no es así, el compromiso y la voluntad de amar aún permanecen y pueden ser aplicados. Por el contrario, no solo es posible, sino también necesario, que una persona que ama evite actuar movida por sentimientos de amor. Puedo conocer a una mujer que me atraiga poderosamente y a la que me gustaría amar, pero como una aventura amorosa en ese momento destruiría mi matrimonio, diré en mi fuero interno y en el silencio de mi corazón: «Me gustaría amarte, pero no lo haré». Del mismo modo, puedo negarme a aceptar a una nueva paciente muy atractiva y con un cuadro clínico muy sencillo, porque mi tiempo ya está comprometido con otras pacientes mucho menos atractivas y más difíciles de tratar. Mis sentimientos amorosos pueden ser ilimitados, pero mi capacidad de amar es limitada. Por lo tanto, debo elegir a la persona en quien concentraré mi capacidad de amar, hacia quien dirigiré mi voluntad de amar. El verdadero amor no es un sentimiento que nos sobrecoja. Es una decisión reflexiva, de dedicación.

La tendencia habitual a confundir el amor con el sentimiento de amor hace que la gente se engañe de múltiples maneras. Un alcohólico cuya mujer e hijos necesiten desesperada y urgentemente de su atención, puede estar sentado en un bar diciéndole al camarero con lágrimas en los ojos: «Quiero de verdad a mi familia». Las personas que descuidan a sus hijos de manera tan inaceptable, generalmente se consideran padres amantísimos. Claro está que puede haber un interés personal en la tendencia a confundir el amor con el sentimiento de amor; es fácil y no del todo desagradable encontrar la prueba del amor en los sentimientos que uno experimenta, mientras que puede ser difícil y doloroso buscarla en las propias acciones, pero como el verdadero amor es un acto de voluntad que trasciende con frecuencia los efímeros sentimientos de amor o la catexis, podemos afirmar que «amor es proceder con amor». El amor y el desamor, como el bien y el mal, son fenómenos objetivos y no puramente subjetivos.

Ejercitar la atención

Hemos considerado algunos de los aspectos de lo que no es amor; examinemos ahora algunos de los que sí lo son. En la introducción a esta sección hemos señalado que el amor implica un esfuerzo. Cuando nos extendemos, cuando damos un paso adicional o caminamos un kilómetro de más, lo hacemos en oposición a la inercia de la pereza o en oposición al temor. Trascender nuestro propio ego o vencer la pereza son formas de trabajo. Cuando superamos el miedo, decimos que hemos tenido valor. El amor es, pues, una forma de trabajo o una forma de valentía dirigida a impulsar nuestro propio desarrollo espiritual o el de otra persona. Podemos trabajar o ejercitar nuestra valentía en direcciones que no sean las que conducen al desarrollo espiritual, motivo por el que no todo trabajo ni todo acto de valor es amor. Pero, como el amor exige trascendernos a nosotros mismos, siempre representa trabajo o valor. Si una acción no es un acto de valentía, tampoco es un acto de amor. No hay excepciones. El objetivo principal del trabajo del amor es la atención. Cuando amamos a alguien le dedicamos nuestra atención; atendemos a su desarrollo. Cuando nos amamos a nosotros mismos, atendemos a nuestro propio desarrollo. Cuando prestamos atención a alguien, significa que nos importa. El acto de prestar atención nos exige el esfuerzo de apartar nuestras preocupaciones presentes (según hemos dicho al tratar sobre la disciplina) y de activar nuestra conciencia. La atención es un acto de voluntad, de trabajo contra la inercia de nuestra mente. Como dice Rollo May: «Cuando analizamos la voluntad con todos los instrumentos modernos que nos ofrece el psicoanálisis, comprobamos que el nivel de la atención o intención es la base de la voluntad. El esfuerzo que requiere el ejercicio de la voluntad es, en realidad, un esfuerzo de atención; la tensión volitiva es el esfuerzo de mantener clara la conciencia, es decir, el esfuerzo de mantener concentrada la atención».[14]

Sin la menor duda, el modo más común e importante de ejercitar nuestra atención consiste en el acto de escuchar. Pasamos una enorme cantidad de tiempo escuchando, y malgastamos la mayor parte de ese tiempo porque en general escuchamos prestando muy poca atención. Un psicólogo industrial me indicó una vez que la cantidad de tiempo dedicado a enseñar ciertas materias en la escuela es inversamente proporcional a la frecuencia con que los chicos harán uso de tales conocimientos cuando lleguen a la edad adulta. Por ejemplo, el ejecutivo de una empresa pasará una hora de su tiempo leyendo, dos horas hablando y ocho horas escuchando. Pero en las escuelas, dedicamos mucho tiempo a enseñar a leer a los niños, muy poco tiempo a enseñarles a hablar y generalmente no invertimos ni un minuto en enseñarles a escuchar. No creo que sea buena idea que lo que se haga en la escuela sea idénticamente proporcional a lo que se hace fuera de ella, pero pienso que sería sensato dar a nuestros hijos alguna instrucción sobre el proceso de escuchar, no para que ello les resulte fácil, sino más bien para que comprendan hasta qué punto es difícil hacerlo bien. Escuchar bien es un ejercicio de atención y, por lo tanto, un trabajo duro. La mayoría de la gente no sabe escuchar, ya sea porque no asume lo que acabo de exponer o porque no está dispuesta a llevar a cabo ese trabajo.

No hace mucho tiempo, asistí a una conferencia que daba un hombre famoso sobre un aspecto de la relación entre la psicología y la religión, aspecto que me interesaba desde hacía mucho tiempo. Como consecuencia de ese interés, tenía ciertos conocimientos sobre el tema e inmediatamente me di cuenta de que el conferenciante era un gran sabio. También percibí amor en el enorme esfuerzo que el hombre realizaba para comunicar, con toda clase de ejemplos, conceptos tan abstractos que nos resultaban difíciles de comprender; por este motivo lo escuché con la mayor atención de que fui capaz. Al cabo de una hora y media de conferencia, el sudor manaba literalmente de mi rostro a pesar del aire acondicionado de la sala. Tenía un agudo dolor de cabeza, los músculos del cuello estaban rígidos por mi esfuerzo de concentración y me sentía completamente vacío y agotado. Aunque consideraba que solo había comprendido la mitad de lo que había dicho aquel gran hombre esa tarde, quedé deslumbrado por la cantidad de brillantes sugerencias que me había proporcionado. Después de la conferencia, a la que asistieron muchos miembros del ámbito cultural, me puse a escuchar los comentarios del público mientras tomábamos café. En general, todos estaban decepcionados. Conociendo su reputación, habían esperado más del conferenciante, pero les había resultado tan difícil seguirlo que su disertación les había parecido confusa; no era el orador competente que habían imaginado. Una mujer proclamó, expresando el sentir general: «Realmente, no nos ha dicho nada».

A diferencia de los demás, yo logré captar mucho de lo que dijo aquel hombre, precisamente porque estaba dispuesto a tomarme el trabajo de escucharlo. Y lo estaba por dos razones: primero, porque reconocía su grandeza y sabía que lo que diría, seguramente, tendría gran valor, y, segundo, como consecuencia de mi interés por el tema, estaba ansioso por asimilar lo que el conferenciante dijera, a fin de acrecentar mi comprensión y desarrollo espiritual. Mi forma de escucharlo era en sí misma un acto de amor. Yo lo amaba porque me daba cuenta de que era una persona con mucho mérito, digna de que se le prestara atención; y me amaba a mí mismo porque estaba dispuesto a realizar un trabajo en pro de mi desarrollo. Como él era el maestro y yo el alumno, como él era el que daba y yo el que recibía, mi amor estaba fundamentalmente dirigido a mi propia persona, motivado por lo que yo podría obtener de nuestra relación, y no por lo que yo podría darle a él. No obstante, es muy posible que el conferenciante sintiera, en medio de su público, la intensidad de mi concentración, de mi atención, de mi amor; y que esa sensación hubiera representado para él una recompensa. El amor, como veremos una y otra vez, es siempre un fenómeno en dos direcciones; un fenómeno de reciprocidad en el cual se da y se recibe a partes iguales.

De este ejemplo de escuchar como forma de recibir, pasemos a considerar ahora la circunstancia más común que se nos brinda para convertirnos en dadores: la oportunidad de escuchar a nuestros hijos. El proceso de escuchar a los niños depende de la edad de estos. Consideremos el caso de un niño de seis años que está en primer curso. Si se le da ocasión, ese niño hablará casi incesantemente. ¿Cómo deberán afrontar los padres esa interminable charla? Tal vez la manera más fácil sea prohibirla. Créase o no, hay familias en las que los niños tienen la virtual prohibición de hablar y en las que se aplica durante las veinticuatro horas del día el consabido: «A los niños habría que verlos pero no oírlos». Esos niños nunca conectan con los demás, miran silenciosamente a los adultos desde los rincones, como mudos espectadores en la sombra. Otra opción consiste en permitir la charla pero sin escucharla; en este caso, el niño no estará relacionándose con nadie, sino hablando al aire o consigo mismo, lo cual crea un ruido de fondo que puede resultar molesto. Una tercera alternativa es fingir escuchar mientras uno prosigue con lo que está haciendo o continúa enfrascado en sus propios pensamientos, aparentando, no obstante, que está prestando atención al niño, mientras exclama de vez en cuando «¡Oh, oh!», o «Eso está bien», sonidos más o menos oportunos en respuesta al monólogo del niño. Una cuarta posibilidad es escuchar de forma selectiva, lo cual constituye un modo particularmente atento de fingir que se escucha; en este contexto, los padres podrán aguzar el oído si les parece que el hijo está diciendo algo importante y esperan poder separar el grano de la paja con un mínimo esfuerzo. El problema de este modo de actuar estriba en que la capacidad de la mente humana para filtrar selectivamente no es muy eficiente y, por lo tanto, puede quedar gran cantidad de paja mientras se pierde gran cantidad de trigo. La quinta y última opción es escuchar al niño prestándole completa atención, sopesando cada una de sus palabras y comprendiendo cada una de sus afirmaciones.

Estos cinco modos de responder a la charla de los niños se han presentado en orden creciente de esfuerzo; la quinta posibilidad, la de escuchar de verdad, exige de los padres una considerable energía en comparación con las demás alternativas, que requieren menos esfuerzo. El lector puede suponer ingenuamente que recomendaré a los padres que sigan siempre esta quinta opción. ¡De ninguna manera! Ante todo, la propensión a hablar que tiene el niño de seis años es tan grande que un padre que siempre lo escuchara no tendría tiempo para hacer ninguna otra cosa. Segundo, el esfuerzo que exige escuchar de verdad es tan grande, que el padre quedaría agotado para realizar cualquier otra actividad. Por último, sería enormemente aburrido, porque, ciertamente, la charla de un niño de seis años suele serlo. Lo que se necesita es conseguir un equilibrio entre todas las posibilidades que hemos dado. A veces, es necesario decirles a los niños sencillamente que se callen: cuando, por ejemplo, su charla puede distraer al adulto en situaciones que requieren su máxima atención, o cuando está interrumpiendo bruscamente a otra persona, o cuando no es más que un intento de dominio sobre los demás. A menudo, los niños de seis años hablan por el puro placer de hablar y nada se gana prestándoles atención, ya que ellos ni siquiera la piden y se sienten felices charlando consigo mismos. Otras veces, el niño no se contenta con hablar consigo mismo, sino que desea captar el interés de los padres; esta necesidad puede quedar adecuadamente satisfecha si los padres fingen escuchar. En esos momentos, lo que el niño desea no es comunicarse, sino simplemente sentir intimidad, de modo que si se finge escucharlo, bastará para satisfacer su pretensión de «estar con los padres». Además, dado que los niños a menudo establecen una comunicación que luego interrumpen, comprenden que sus padres los escuchen selectivamente, pues ellos mismos están comunicándose también selectivamente. Comprenden, en definitiva, que esta es la regla del juego, porque cuando un niño de seis años habla, solo una pequeña proporción del tiempo que invierte en ello es para que se le preste atención. Una de las muchas tareas extremadamente complejas de los padres es tratar de acercarse lo más posible al equilibrio ideal entre los diferentes modos de escuchar y de no escuchar, a fin de responder con el estilo apropiado a las variables necesidades del hijo.

Con frecuencia, los padres no alcanzan este equilibrio, pues muchos (la mayoría) no están dispuestos a dedicar la energía necesaria a escuchar a sus hijos, o quizá, no son capaces de hacerlo. Los padres podrán pensar tal vez que están escuchando, cuando lo que hacen es fingir que escuchan; este es, sin embargo, un engaño destinado a ocultarse su propia pereza. En efecto, escuchar verdaderamente, aunque solo sea por unos instantes, requiere un tremendo esfuerzo. Ante todo, exige una absoluta concentración. Uno no puede escuchar a alguien y hacer al mismo tiempo otra cosa. Si un padre desea realmente escuchar a su hijo, deberá posponer cualquier otra tarea. El tiempo destinado a escuchar debe estar absolutamente dedicado al hijo. Si uno no está dispuesto a aplazar todo lo demás, incluidas sus preocupaciones, no está verdaderamente dispuesto a escuchar al hijo. El esfuerzo que exige una intensa concentración en las palabras del niño de seis años es considerablemente mayor al que requiere escuchar a un gran conferenciante. Los esquemas de discurso del niño son desiguales —esporádicos borbotones de palabras interrumpidas por pausas y repeticiones—, lo cual hace difícil la concentración. Además, el niño hablará de cosas que no tienen el menor interés para el adulto, mientras que quien escucha a un gran conferenciante tiene un interés especial en el tema de la disertación. En otras palabras, resulta molesto escuchar a un niño de seis años, lo que hace doblemente difícil mantener la concentración. En consecuencia, escuchar con total atención a un niño de esta edad es, sin lugar a dudas, un acto de amor. Si el amor no lo motivase, el padre no podría hacerlo.

Pero ¿por qué molestarse? ¿Por qué hacer todo ese esfuerzo para concentrarse en la aburrida cháchara de un niño de seis años? Primero, la decisión de hacerlo es la mejor prueba concreta que pueda darse a un niño de que se lo tiene en estima. Si se es capaz de considerar al hijo del mismo modo que a un gran conferenciante, el hijo sabrá que es valorado y, por lo tanto, se sentirá valioso. Valorar a los niños es la mejor manera de enseñarles que son personas importantes. Segundo, cuanto más valiosos se sienten los hijos, con mayor frecuencia empezarán a decir cosas importantes, elevándose a lo que se espera de ellos. Tercero, cuanto más escucha uno a su hijo, más comprenderá que, en medio de las pausas y los tartamudeos de la charla aparentemente inocente, el niño expresa ideas inteligentes. El dicho de que «la boca de los niños es fuente de sabiduría» es reconocido como un hecho consumado por todo aquel que realmente escucha a sus hijos. Si uno escucha suficientemente a su hijo, llegará a darse cuenta de que es un individuo extraordinario, y cuanto más extraordinario considere uno a su hijo, más dispuesto estará a escucharlo y más aprenderá de él. Cuarto, cuanto más conozcamos a nuestro hijo, más podremos enseñarle. Si uno sabe poco sobre sus hijos, generalmente les enseñará cosas que ellos no están preparados para aprender o que, en todo caso, ya saben e incluso comprenden mejor que el padre. Por último, cuanto más se dé cuenta el niño de que lo valoran y de que lo tienen en gran consideración, más predispuesto estará a escuchar lo que se le diga y a deparar al otro la misma estima que se le tiene a él. Cuanto más apropiada y adecuada a ellos sea nuestra enseñanza, más ávidos estarán de aprender de nosotros y, cuanto más aprendan, se convertirán en seres todavía más excepcionales. Si el lector repara en el carácter cíclico de este proceso, observará la reciprocidad del amor. En lugar de ser un círculo vicioso hacia abajo, es un ciclo creativo hacia arriba, un ciclo de evolución y desarrollo. Los valores crean valores, el amor engendra amor. Y así, padres e hijos avanzan juntos, cada vez a mayor velocidad, en el pas de deux del amor.

Hasta ahora me he referido a un niño de seis años. Con niños menores o mayores, el equilibrio apropiado entre escuchar y no escuchar es diferente, aunque el proceso sigue siendo fundamentalmente el mismo. Con niños menores, la comunicación es sobre todo no verbal, pero lo ideal es que exija también períodos de absoluta concentración. Uno puede jugar muy bien al corro de la patata mientras piensa en cualquier otra cosa y si solo es capaz de jugar fría e indiferentemente, corre el riesgo de que su hijo sea frío e indiferente. Los adolescentes requieren menos tiempo para ser escuchados que el niño de seis años, pero se les debe escuchar mejor porque, por lo general, los adolescentes no hablan sin tener una finalidad concreta, y cuando se comunican desean que sus padres les presten una atención completa.

La necesidad de ser escuchado por los padres no desaparece con la edad. Un profesional capacitado de treinta años, sometido a tratamiento por una angustia causada por su escasa autoestima, recordaba numerosos casos en los que sus padres, también profesionales calificados, no habían estado dispuestos a escucharlo o habían considerado poco interesante y sin importancia lo que él tenía que decir. Pero de todos estos recuerdos, el más vivo y doloroso era uno que se remontaba a cuando tenía veintidós años y redactó una tesis extensa y estimulante que le permitió salir de la universidad con los más altos honores. Sus padres, que ambicionaban un gran futuro para él, se mostraron encantados con los resultados obtenidos, pero a pesar de que el joven dejó durante todo el año una copia de la tesis en el salón, a la vista de la familia, y a pesar de sus frecuentes insinuaciones a los padres para que «le echaran un vistazo», ninguno encontró el tiempo necesario para leerla. «Creo que la habrían leído —me dijo hacia el final de la terapia—. Creo que me habrían felicitado si yo les hubiera dicho a bocajarro: “Por favor, ¿queréis leer mi tesis? Quiero que conozcáis y apreciéis lo que yo pienso”. Pero ¿qué objeto hubiera tenido el perseguirlos para que se interesaran por mí? A los veintidós años no habría mendigado en absoluto su atención, porque de haberlo hecho, me habría sentido insignificante y desprovisto de toda dignidad.»

Escuchar de verdad y concentrarse por entero en la otra persona es siempre una manifestación de amor. Una parte esencial de este proceso es la disciplina de «poner cosas entre paréntesis»; es decir, abandonar momentáneamente nuestros propios prejuicios, puntos de referencia y deseos para aproximarnos al máximo al mundo del que nos habla, instalándonos en su interior. Esta identificación entre hablante y oyente representa una extensión, un crecimiento de nosotros mismos, ya que en situaciones de esta índole, siempre obtenemos nuevos conocimientos. Además, dado que escuchar verdaderamente implica «poner cosas entre paréntesis», dejando a un lado nuestra propia persona, encierra también una aceptación transitoria del otro. Al advertir esta aceptación, el hablante se sentirá cada vez menos vulnerable y más inclinado a abrir las zonas más recónditas de su espíritu al oyente. Cuando esto ocurre, ambos comienzan a apreciarse de manera creciente, y la danza del dúo de amor empieza de nuevo. La energía necesaria para ejercitar la disciplina de «poner entre paréntesis», concentrando toda la atención en el otro es tan grande, que solo puede alcanzarla el amor, la voluntad de extender el propio yo para llegar a un mutuo desarrollo. La mayoría de las veces nos falta esta energía. A pesar de que nos parezca que en nuestras relaciones profesionales o sociales estamos escuchando con gran atención, lo que realmente hacemos es escuchar selectivamente, teniendo en mente diversos propósitos y preguntándonos mientras escuchamos cómo podremos alcanzar los resultados deseados y finalizar la conversación lo más pronto posible o reorientarla de la manera más satisfactoria para nosotros.

Dado que el hecho de escuchar representa un acto de amor, en ningún ámbito resulta más apropiado que en el del matrimonio. Sin embargo, la mayoría de las parejas nunca se escuchan de verdad, de modo que cuando acuden a nosotros en busca de asesoramiento o de terapia, una de las principales misiones que debemos cumplir para que el proceso tenga éxito es enseñarles a escucharse. No pocas veces fracasamos, pues la energía y la disciplina que se necesitan son más de lo que los miembros de una pareja están dispuestos a dedicarse. A menudo, las parejas se sorprenden y hasta se horrorizan cuando les sugerimos que, entre otras cosas, deberían conversar según un programa fijo. Esto les parece rígido, poco romántico y nada espontáneo. Sin embargo, solamente se llega a escuchar de verdad cuando se destina el tiempo conveniente para ello y cuando las circunstancias son favorables. No es posible prestar la máxima atención cuando se está conduciendo o cocinando, cuando se está cansado y se desea dormir, o cuando se tiene prisa. El «amor» romántico no requiere esfuerzos, y las parejas con frecuencia se muestran reacias a realizar el esfuerzo de someterse a la disciplina del amor verdadero y a escuchar, pero cuando por fin lo hacen, los resultados son enormemente satisfactorios. Una y otra vez hemos tenido la experiencia de oír cómo un cónyuge, una vez iniciado el proceso de escuchar con seriedad, le decía al otro con regocijo: «Hemos estado casados durante veintinueve años y ahora me entero de esta característica tuya». Cuando esto ocurre, significa que se ha iniciado un proceso de desarrollo en ese matrimonio.

Aunque es cierto que la capacidad de escuchar verdaderamente puede mejorar de manera gradual con la práctica, nunca se trata de un proceso sin esfuerzo. Quizás el primer requisito de un buen psiquiatra sea la capacidad de escuchar adecuadamente; sin embargo, media docena de veces durante la «hora de cincuenta minutos» me sorprendo a mí mismo no prestando verdadera atención a lo que el paciente me dice. A veces, pierdo el hilo de las asociaciones del paciente y entonces tengo que decir: «Lo siento, pero me he distraído por un instante y no he escuchado lo que me acaba de decir. ¿Puede volver a repetirme su última frase?». Es interesante comprobar que, normalmente, los pacientes no se enfadan cuando se da esta situación. Por el contrario, parecen comprender de forma intuitiva que un elemento vital de la capacidad de escuchar con atención está en guardia en esos breves períodos en que uno se distrae; además, el hecho de que yo reconozca que me he desentendido por unos instantes, les da la seguridad de que la mayor parte del tiempo los estoy escuchando con interés. El saber que alguien está escuchando tiene con frecuencia un notable efecto terapéutico. Alrededor de la cuarta parte de nuestros pacientes, independientemente de que sean adultos o niños, experimentan considerables y hasta espectaculares mejorías durante los primeros meses de psicoterapia, incluso antes de haber llegado a las raíces ocultas de los problemas o de haber realizado interpretaciones significativas. Hay varias razones que explican este fenómeno, pero creo que la principal es que el paciente siente que se lo escucha de verdad, a lo mejor por primera vez durante años o quizá por primera vez en toda su vida.

Aunque escuchar es, sin duda, la forma más importante de prestar atención, también son necesarias otras formas en casi todas las relaciones de amor, especialmente con los niños. Hay una gran variedad de ellas. Una son los juegos. Mientras que con el pequeño se jugará a «palmas palmitas» y a hacer aparecer y desaparecer objetos, con el niño de seis años se harán trucos de magia y prestidigitación, se irá a pescar o se jugará al escondite; con chicos de doce años se practicará algún deporte, se jugará a las cartas, etc. Leer cuentos a los pequeños es prestarles atención, al igual que ayudar a los mayores en sus tareas escolares. Las actividades familiares son importantes: el cine, las meriendas campestres, las excursiones, los viajes, las ferias, las fiestas de carnaval. Algunas formas de atención se hacen estrictamente en favor del niño; por ejemplo, cuando uno está sentado en la playa vigilando a un niño de cuatro años o cuando un adolescente necesita que le enseñen a conducir. Pero lo que todas estas formas de atención tienen en común —y lo tiene también el acto de escuchar— es que implican compartir tiempo con el niño. Fundamentalmente, atender a alguien es dedicarle tiempo, y la calidad de la atención es proporcional a la intensidad de concentración durante ese tiempo. El tiempo pasado con los niños en actividades de esta índole, si se emplea bien, proporciona a los padres incontables oportunidades de observar a sus hijos y conocerlos mejor. Sabrán si los hijos son malos o buenos perdedores, cómo realizan sus trabajos escolares, cómo aprenden y estudian, qué les atrae y qué no les atrae, cuándo son valientes y cuándo se muestran miedosos ante ciertas actividades... Todas estas informaciones son muy válidas para los buenos padres. El tiempo compartido con el hijo en estas actividades les ofrece también innumerables oportunidades de enseñarles habilidades de destreza física, así como los principios básicos de la disciplina. La utilidad de estas actividades, a través de las cuales hay ocasión de observar e instruir al hijo, es, desde luego, el principio básico de la terapia de juegos. Los terapeutas experimentados suelen ser partidarios de aprovechar el tiempo que han de pasar con sus pequeños pacientes, jugando con ellos y descubriendo así su personalidad, a la vez que aplicándoles la terapia más adecuada.

Vigilar con un ojo al pequeño de cuatro años en la playa, concentrarse en la incoherente e interminable historia que cuenta un niño de seis, enseñar a un adolescente a conducir un coche, escuchar con detenimiento lo que dice el cónyuge sobre el día que ha tenido en la oficina o lo que le ha ocurrido en la lavandería... Comprender estos problemas situándonos en el interior del que nos habla, tratar de ser pacientes y relegar nuestras propias preocupaciones en favor suyo, son cosas a menudo aburridas, con frecuencia inconvenientes y siempre agotadoras, puesto que implican esfuerzo. Si fuéramos más perezosos no podríamos llevarlas a cabo, y si lo fuéramos menos, las cumpliríamos mejor y más a menudo. Dado que el amor requiere trabajo, la esencia del desamor es la pereza. El tema de la pereza es muy importante. Aparece de manera encubierta en la primera sección, donde hemos analizado la disciplina en el amor. Lo veremos de manera más específica en la sección final, cuando hayamos alcanzado una perspectiva más clara.

Los riesgos de la pérdida

El acto de amor —el extender los propios límites— exige, tal como he indicado, actuar contra la inercia de la pereza (trabajo) o contra la resistencia engendrada por el temor (valentía). Dejemos ahora a un lado el esfuerzo de amar y consideremos la valentía de amar. Cuando nos extendemos, nuestro yo entra, por así decirlo, en territorios nuevos, desconocidos. Nuestro ser se convierte en otro nuevo y diferente. Hacemos cosas que no estamos acostumbrados a hacer. Cambiamos. La experiencia del cambio, de una actividad no habitual, la vivencia de encontrarse en un terreno no familiar, de hacer cosas de manera diferente, suscita temores. Siempre fue así y siempre será así. La gente afronta su temor al cambio de diferentes maneras, pero este es ineludible si la persona cambia. El valor no es la ausencia de temor; significa llevar a cabo una acción a pesar del miedo, actuar en contra de la resistencia engendrada por el temor y adentrarse en lo desconocido y en el futuro. En cierto nivel, el desarrollo espiritual y, por lo tanto el amor, requieren valor y supone riesgos. Hemos de considerar ahora los riesgos de amar.

Si el lector acude regularmente a la iglesia, tal vez advierta la presencia de alguna mujer que todavía no ha llegado a los cincuenta años y que todos los domingos, exactamente cinco minutos antes de que comience el servicio religioso, ocupa el mismo banco al fondo de la iglesia, sin llamar la atención. Cuando termina la ceremonia, la mujer, silenciosa pero con paso rápido, se dirige a la puerta y se marcha antes que ningún otro fiel, antes incluso de que el pastor salga a la escalinata para reunirse con su rebaño. Si se consigue abordarla —lo cual es improbable— y se la invita a que participe en el momento social que sigue al servicio religioso, la mujer lo agradecerá con cortesía, apartará nerviosamente la mirada y dirá que tiene un compromiso urgente; se marchará presurosa. Si el lector la siguiera, descubriría que la mujer regresa directamente a su casa, un piso pequeño con las persianas siempre cerradas, que abre la puerta, entra, la cierra inmediatamente con llave, y ya no volvería a verla hasta el domingo siguiente. Si se la pudiera observar más, se comprobaría que trabaja de simple mecanógrafa en una gran oficina, en donde recoge las hojas que se le asignan y, sin decir una palabra, las copia a máquina sin cometer faltas, devolviendo luego el trabajo terminado sin hacer ningún comentario. Come sin levantarse del escritorio y no tiene amigos. Regresa a pie a su casa, se detiene siempre en el mismo supermercado impersonal para comprar unas pocas provisiones y después desaparece tras su puerta hasta el día siguiente, en que sale a trabajar. Los sábados por la tarde va sola a un cine de barrio que cambia semanalmente de programa. La mujer tiene un televisor, pero no teléfono. Casi nunca recibe cartas. Si se le pudiera decir que su vida parece solitaria, ella replicaría que, por el contrario, goza de su soledad. Al preguntársele si alguna vez ha tenido animales de compañía, ella contestaría que tuvo un perro al que quiso mucho, pero que había muerto ocho años atrás y que ningún otro perro podría ocupar su lugar.

¿Quién es esta mujer? No conocemos los secretos de su corazón. Lo que sabemos es que toda su vida está dedicada a evitar riesgos y que, en semejante empeño, lejos de extender su yo, lo ha encogido y estrechado casi hasta el punto de no existir. La mujer no establece catexis con ningún ser vivo. Ahora bien, hemos dicho que la simple catexis no es amor y que este, a su vez, trasciende la catexis. Un requisito del amor incipiente es, precisamente, la catexis. Solo podemos amar aquello que de una manera u otra tiene importancia para nosotros. Sin embargo, con la catexis existe siempre el riesgo de la pérdida o el rechazo. Si uno pretende acercarse a otro ser humano, siempre corre el riesgo de que la persona en cuestión se aparte de él y lo deje más solo de lo que estaba. Ama a cualquier ser vivo —una persona, un animal, una planta— y este ser perecerá; confía en alguien y es posible que lo hiera; depende de alguien y ese alguien puede dejarlo en la estacada. El precio de la catexis es el dolor. Si una persona está decidida a no correr el riesgo del dolor, debe vivir prescindiendo de muchas cosas: de tener hijos, de casarse, del éxtasis del sexo, de la esperanza, de la ambición, de la amistad... cosas que hacen de la vida algo intenso e importante. El desarrollo, en cualquier dimensión, implica tanto dolor como alegría. El dolor es un requisito más de la existencia vivida con plenitud. Pero la única alternativa es no vivir plenamente o, simplemente, no vivir.

La esencia de la vida es el cambio. Un proceso de desarrollo y decadencia. Si uno escoge la vida y el desarrollo, escoge el cambio y las perspectivas de la muerte. Un factor probablemente determinante de la vida aislada y estrecha de la mujer que acabo de describir fue, sin duda, una experiencia de la muerte o una serie de experiencias de la muerte que le resultaron tan dolorosas que decidió no volver a experimentarlas nunca más, asumiendo el precio de sacrificar su vida. Al evitar la experiencia de la muerte debía sacrificar el desarrollo y el cambio. La mujer eligió una vida monótona, libre de todo lo nuevo, de todo lo inesperado, una muerte en vida sin riesgos ni desafíos. Ya he dicho que el intento de evitar el legítimo sufrimiento está en la raíz de toda enfermedad emocional. No sorprende que la mayoría de los pacientes psicoterapéuticos (y, probablemente, la mayor parte de las personas que no acuden al psiquiatra, puesto que la neurosis es norma antes que excepción), jóvenes o ancianos, tengan el problema de afrontar clara y directamente la realidad de la muerte. Lo que sorprende es el hecho de que la bibliografía psiquiátrica esté apenas empezando a examinar el significado de este fenómeno. Si logramos vivir con la conciencia de que la muerte es nuestra eterna compañera, con la que vamos «hombro con hombro», la muerte puede convertirse, según las palabras de don Juan, en nuestra «aliada», y aunque nos resulte aterradora es también una continua fuente de sabio consejo.[15] Si pensamos en la muerte como en la consejera constante que nos señala el límite del tiempo en que hemos de vivir y amar, siempre nos guiará para que hagamos buen uso de nuestro tiempo y vivamos la vida con total plenitud. Pero si nos resistimos a afrontar plenamente su espeluznante presencia, nos perderemos sus consejos y posiblemente no podremos vivir ni amar con tranquilidad. Cuando nos arredramos ante la muerte, ante la naturaleza siempre cambiante de las cosas, inevitablemente nos arredramos ante la vida.

Los riesgos de la independencia

La vida misma representa un riesgo, y cuanto más amemos en la vida más riesgos correremos. De los miles y acaso millones de riesgos que podemos correr en la vida, el mayor de todos es el de crecer. Crecer es el acto de pasar de la niñez a la edad adulta. En realidad, más que de un paso, se trata de un temido salto que muchas personas no llegan a dar en su vida, pues aunque externamente parezcan adultos e incluso adultos con éxito, quizá la mayoría de las personas «mayores» siguen siendo hasta su muerte psicológicamente niños que nunca se separaron por completo de sus padres y que continuaron sufriendo el poder que estos ejercían sobre ellos. Para mí fue una experiencia punzante el paso gigantesco que di para entrar en la edad adulta poco antes de los dieciséis años, por fortuna en un estadio muy temprano de mi vida. Mi caso puede ilustrar bien la esencia del desarrollo y el enorme riesgo que este implica. Aunque dicho paso fue una decisión consciente, en aquel momento no me di cuenta de que lo que me sucedía era que estaba creciendo. Solo sabía que estaba dando un salto hacia lo desconocido.

A los trece años me marché de casa para ingresar en la Phillips Exeter Academy, una escuela preparatoria para chicos que gozaba de excelente reputación y a la cual mi hermano había asistido antes. Sabía que era afortunado por ingresar en esa institución, pues ser alumno de Exeter era parte de una estrategia muy bien definida que posteriormente me llevaría a las mejores facultades de la Ivy League, y de allí pasaría a las más altas esferas de una sociedad que me abriría sus puertas de par en par debido a mi formación y a mi educación. Me sentía muy feliz por ser hijo de padres acomodados que podían permitirse el lujo de darme «la mejor educación que puede procurar el dinero», y experimentaba una sensación de gran seguridad por el hecho de formar parte de lo que evidentemente era una estructura organizada. El único problema fue que casi inmediatamente después de comenzar mi vida en Exeter me sentí muy desdichado. En aquel momento desconocía las razones de mi infelicidad, y aún hoy me resultan bastante misteriosas. Sencillamente, no me adaptaba al ambiente. No podía adaptarme a la facultad, a los estudiantes, a los cursos, a la arquitectura, a la vida social, al ambiente en su conjunto. Sin embargo, no podía hacer otra cosa que tratar de ajustarme en lo posible a todo eso y corregir mis imperfecciones para sentirme más cómodo dentro de esa estructura que se me había asignado y que evidentemente era la indicada. Y en efecto, traté de adaptarme durante dos años y medio. Sin embargo, mi vida me parecía cada día más carente de sentido y me sentía desdichado. El último año no hice casi nada más que dormir, pues solo en el sueño me encontraba a mis anchas. Ahora pienso, retrospectivamente, que al dormir, de manera inconsciente, me estaba preparando para dar el salto decisivo. Lo di cuando regresé a casa en las vacaciones de primavera de mi tercer año de estudios y anuncié que no volvería al colegio. Mi padre dijo:

—Pero no puedes abandonar así los estudios... es la mejor educación que puede obtenerse. ¿Te das cuenta de lo que estás despreciando?

—Sé que es un buen colegio —contesté—, pero no volveré allí.

—¿Por qué no puedes adaptarte? ¿Por qué no haces otro esfuerzo? —me preguntaron mis padres.

—No lo sé —respondí—. Ni siquiera sé por qué lo odio tanto, pero lo cierto es que odio ese colegio y no volveré a él.

—Muy bien. ¿Qué harás entonces? Puesto que parece que deseas jugarte con tanta ligereza tu futuro, ¿cuáles son tus planes?

—No lo sé. Lo que sé es que no volveré allí.

Mis padres estaban comprensiblemente alarmados e inmediatamente me enviaron a un psiquiatra, quien declaró que yo estaba deprimido y recomendó un mes de hospitalización; me dio un día de plazo para que decidiera si deseaba o no internarme en el hospital. Aquella fue la única vez en mi vida en que consideré la posibilidad del suicidio. Me parecía natural que me internaran en un hospital psiquiátrico. Como el psiquiatra había dicho, estaba deprimido. Mi hermano se había adaptado a la vida en Exeter; ¿por qué no podía adaptarme yo? Sabía que el hecho de no adaptarme era culpa mía, de forma que me sentía incapaz, incompetente e insignificante. Y lo peor es que creía que posiblemente estuviera loco. ¿No había dicho mi padre «Debes de estar loco para despreciar una educación tan buena»? Si volvía a Exeter, ¿me encontraría otra vez con todo lo que era seguro, bueno, indicado, constructivo, conocido y probado? Pero eso no era para mí; en las profundidades de mi ser sabía que aquel no era mi camino. Pero ¿cuál era mi camino? Si no regresaba al colegio, todo lo que se abría ante mí era desconocido, incierto, inseguro, impredecible. El que eligiera semejante camino debía de estar loco. Me asusté. Pero luego, en el momento de mi mayor desesperación, desde mi subconsciente afloraron ciertas palabras a modo de insólito oráculo pronunciado por una voz que no era la mía: «La única seguridad verdadera en la vida está en saborear la inseguridad de la vida». Aunque esto significara estar loco y romper con todo lo que parecía sagrado, decidí ser yo mismo y no volver al colegio. Por la mañana fui a ver al psiquiatra y le comuniqué que nunca volvería a Exeter, pero que estaba decidido a internarme en su hospital. De esa manera di el gran salto hacia lo desconocido. Había tomado mi destino en mis manos.

El proceso de desarrollo avanza por lo general muy gradualmente, con múltiples saltos hacia lo desconocido, como cuando un niño de ocho años se lanza cuesta abajo en bicicleta por primera vez o cuando un adolescente de quince sale por primera vez con una chica. Si el lector duda de que estos hechos entrañen verdaderos riesgos es porque no recuerda la inquietud que sintió en circunstancias semejantes. Si observamos al más sano de los niños, vemos no solo su avidez por arriesgarse a nuevas actividades propias del adulto, sino también, junto con esa avidez, cierta vacilación, un movimiento de retroceso que lo mantiene aferrado a lo seguro y familiar, a la dependencia y a la niñez. Además, en niveles más o menos sutiles, uno puede encontrar esa misma ambivalencia en un adulto, en sí mismo, esa tendencia particular a aferrarse a lo viejo, a lo conocido y a lo familiar. Casi diariamente, hoy, a los cuarenta años, se me presentan oportunidades de actuar, oportunidades de desarrollo, que no son las habituales. Todavía estoy en proceso de desarrollo, aunque este no es tan rápido como podría ser. Además de todos los pequeños saltos que es posible dar, hay también algunos que son enormes, como cuando rechacé, al abandonar el colegio, toda una estructura de vida y de valores en los que había sido educado. Muchas personas nunca dan uno de estos saltos potencialmente enormes y, en consecuencia, no crecen realmente. A pesar de su apariencia exterior, muchas personas continúan siendo psicológicamente los hijos de sus padres, viviendo según los valores que ellos les inculcaron, motivados sobre todo por la aprobación o la desaprobación de los padres (aun cuando estos hayan muerto hace mucho tiempo), sin atreverse nunca a tomar el destino en sus propias manos.

Aunque los grandes saltos se dan comúnmente durante la adolescencia, pueden darse a cualquier edad. Una mujer de treinta y cinco años, madre de tres hijos y casada con un hombre dominante, inflexible y ególatra, empieza a comprender poco a poco que depende absolutamente de su marido y que su matrimonio es una muerte en vida. El hombre anula todos los intentos que ella hace para modificar la naturaleza de sus relaciones. Con increíble valentía, la mujer se divorcia, soporta las recriminaciones del marido y las críticas de los vecinos y se arriesga a afrontar un futuro desconocido sola con sus hijos, pero por primera vez en su vida es libre para ser ella misma.

Un empresario de cincuenta y dos años, deprimido después de sufrir un ataque cardíaco, considera retrospectivamente su vida de frenética ambición, consagrada solo a ganar cada vez más dinero y a ascender cada vez más en la jerarquía de su empresa y comprueba que su vida carece de sentido. Después de largas reflexiones, se da cuenta de que ha actuado siempre condicionado por obtener la aprobación de una madre dominante que constantemente lo criticaba; se había matado trabajando para poder mostrarle a ella sus méritos. Arriesgándose a la desaprobación de su madre, por primera vez en su vida y desafiando la ira de su mujer y de sus hijos, acostumbrados a un gran nivel de vida, el hombre se traslada al campo y abre un pequeño taller donde repara muebles antiguos. Estos cambios importantes, estos saltos hacia la independencia y la autodeterminación son enormemente dolorosos a cualquier edad, requieren un enorme valor y suelen ser el resultado de la psicoterapia. A causa de los riesgos que entrañan, estos saltos a menudo requieren un tratamiento de psicoterapia, no porque la terapia disminuya los riesgos, sino porque le proporciona apoyo y valentía al individuo.

Pero ¿qué tiene que ver el desarrollo personal con el amor, aparte de que amar supone extender el propio yo, conduciéndolo a nuevas dimensiones? Ante todo, los ejemplos de cambio que hemos descrito y otros de parecida índole son actos de amor hacia uno mismo. Precisamente porque me valoraba, no estaba dispuesto a seguir sintiéndome infeliz en el colegio y en aquel ambiente social que no satisfacía mis necesidades. Precisamente porque el ama de casa pensaba en sí misma, se negó a continuar tolerando un matrimonio que limitaba su libertad y reprimía su personalidad. Y como el empresario también pensó en sí mismo, ya no quiso continuar trabajando a un ritmo tan brutal solo para satisfacer las exigencias de su madre. En segundo lugar, el amor no solo proporciona motivos de cambio tan importantes; el amor es también la base del valor que se necesita para arriesgarse a realizar estos cambios. Solo porque mis padres me habían amado y valorado cuando era niño me sentí suficientemente seguro de mí mismo para desafiar sus expectativas y apartarme radicalmente del esquema de vida que habían preparado para mí. Aunque me sentía incapaz, insignificante y posiblemente loco al obrar como lo hice, logré soportar estos sentimientos porque al mismo tiempo, a un nivel más profundo, sabía que yo era una buena persona, por más que fuera diferente de los demás. Al arriesgarme a ser diferente, aun cuando esto significara estar loco, yo estaba respondiendo a anteriores mensajes amorosos de mis padres, a centenares de mensajes que me decían: «Eres una persona atractiva y apreciada. Te querremos sin importarnos lo que hagas, siempre que seas tú mismo». Sin la seguridad que me proporcionaba el amor de mis padres al revertir en mi autoestima, seguramente habría elegido lo conocido en lugar de lo desconocido, siguiendo el esquema preferido por mis padres, a costa de sacrificar el carácter intransferible de mi yo. Por último, solo cuando se avanza hacia lo desconocido y se llega al auténtico desarrollo de la propia personalidad, de la independencia psicológica y de la individualidad única, se tiene la libertad de elevarse espiritualmente y de manifestar el amor en sus máximas dimensiones. Cuando alguien se casa, se inicia en una profesión o tiene hijos únicamente para satisfacer a sus padres, a cualquier otra persona o a la sociedad en general, tanto su dedicación como su compromiso son superficiales. Cuando los padres quieren a sus hijos sobre todo porque esperan de ellos un comportamiento afectuoso, serán insensibles a las necesidades más íntimas de ellos e incapaces, por tanto, de expresar amor de una manera más sutil, pero también más importante. Las formas más elevadas de amor son elecciones enteramente libres y no actos de conformidad.

Los riesgos de comprometerse

Sea superficial o no, el compromiso es el fundamento en que se basa toda relación de amor verdadero. Comprometerse profundamente no garantiza el éxito de la relación, pero ayuda más que cualquier otro factor a asegurarla. Compromisos que al principio son superficiales pueden llegar a ser más profundos con el tiempo; en caso de no ocurrir así, es probable que la relación se deshaga, se vuelva inevitablemente enfermiza o sea crónicamente endeble. A menudo no advertimos el enorme riesgo que implica asumir un compromiso profundo. He sugerido ya que una de las funciones que cumple el fenómeno instintivo de enamorarse es la de proporcionar a los amantes una capa mágica de omnipotencia que no les permita ver los riesgos que corren cuando deciden casarse. En cuanto a mi caso personal, yo estaba bastante tranquilo hasta el momento en que mi mujer se unió a mí ante el altar; entonces todo mi cuerpo comenzó a temblar. Me sentía tan atemorizado que casi no recuerdo nada de la ceremonia ni de la fiesta que le siguió. En todo caso, es nuestro sentido de la obligación y del compromiso lo que hace posible el tránsito de estar enamorado a amar realmente. Y después de concebir un hijo, es nuestro sentido del compromiso lo que nos transforma de padres biológicos en padres psicológicos.[16] Comprometerse es algo inherente a la verdadera relación de amor. Quien está verdaderamente interesado en el desarrollo espiritual de otro sabe, consciente o instintivamente, que puede fomentar ese desarrollo solo en virtud de una relación constante. Los niños no pueden alcanzar la madurez psicológica en una atmósfera insegura, impredecible, amenazada por el espectro del abandono. Las parejas no pueden resolver serenamente las cuestiones universales del matrimonio —por ejemplo, dependencia e independencia, dominio y sumisión, libertad y fidelidad— si no tienen la seguridad de que este debate no destruye la relación.

Los problemas relacionados con el hecho de comprometerse son una parte inherente a la mayoría de los trastornos psiquiátricos, y asuntos como el compromiso y la obligación son cruciales en el curso de la psicoterapia. Individuos con trastornos de personalidad tienden a hacerse cargo solo de compromisos leves y, cuando sus trastornos revisten mayor gravedad, pierden por completo la capacidad de asumir alguno. No es tanto el temor al riesgo del compromiso como la más absoluta incomprensión de lo que este concepto significa. Como sus padres no se sintieron seriamente obligados ni comprometidos con ellos cuando eran niños, crecieron sin la experiencia de lo que es la obligación. Para ellos, un compromiso es algo abstracto, más allá de su alcance, un fenómeno que no pueden concebir. Por otro lado, aunque los neuróticos en general son conscientes de la naturaleza del compromiso, a menudo los paraliza el temor a comprometerse. Por lo general, durante la niñez han percibido que sus padres se sentían obligados y comprometidos con ellos, y ellos, a su vez, les han respondido de la misma manera. Sin embargo, una interrupción del amor parental causada por la muerte o por el abandono determina que el niño afronte el compromiso con dolor, con lo cual teme contraer nuevos compromisos. La única curación posible es vivir una experiencia más satisfactoria en el futuro que le permita afrontar nuevos compromisos. Esta es, entre otras, la razón por la que el compromiso es la base de la relación psicoterapéutica. A veces me estremezco ante el desafío que supone aceptar a otro paciente para llevar a cabo una terapia a largo plazo. Para que se produzca la curación, es necesario que el psicoterapeuta aporte a su relación con un paciente nuevo el mismo compromiso que los padres que aman de verdad a sus hijos contraen con ellos. El sentido de obligación y de interés constante del terapeuta se hará patente para el paciente durante los meses o años de terapia.

Rachel, una mujer de veintisiete años, fría y distante, acudió a verme después de que su marido, Mark, la abandonara a causa de su frigidez tras un breve matrimonio.

—Sé que soy frígida —reconoció Rachel—. Pensaba que con el tiempo sería más cálida con Mark, pero no ha sido así. No creo que él tenga la culpa. Nunca he experimentado goce sexual con nadie y, si le digo la verdad, no estoy segura de desearlo. Una parte de mí misma lo desea, porque me gustaría tener alguna vez un matrimonio feliz y porque me gustaría ser normal, pues parece que las personas normales encuentran algo maravilloso en la sexualidad. Pero otra parte de mí acepta perfectamente seguir siendo como soy. Mark siempre me decía: «Relájate y abandónate»; tal vez no desee hacerlo, aunque pueda.

Al tercer mes de nuestro trabajo conjunto, le hice notar a Rachel que siempre me decía por lo menos dos veces, incluso antes de empezar la sesión: «Muchas gracias», palabras que pronunció cuando fui a buscarla a la sala de espera y que repitió cuando entró en el consultorio.

—¿Hay algo de malo en ser atenta? —me preguntó.

—No hay nada de malo en ello —le repliqué—, pero en este caso particular parece completamente innecesario. Usted actúa como si fuera una visita, como si ni siquiera estuviera segura de ser bien recibida.

—Pero si aquí soy una visita. Esta es su casa.

—Es verdad. Pero también es cierto que usted me paga cuarenta dólares por hora mientras está aquí. Usted ha adquirido este tiempo y este espacio de mi consultorio y, como lo ha adquirido, tiene derecho a ellos. Usted no es una visita. Usted tiene derecho a este consultorio, a esta sala de espera y al tiempo que pasamos juntos. Son suyos. Usted me paga por ese derecho. ¿Por qué agradecerme entonces lo que es suyo?

—No puedo creer que usted piense realmente eso —exclamó Rachel.

—Entonces debe de creer que yo puedo echarla a puntapiés de aquí en cualquier momento que se me antoje —le repliqué—. Usted debe de pensar en la posibilidad de que alguna mañana entre aquí y yo le diga: «Rachel, trabajar con usted se me ha hecho muy aburrido; he decidido no volver a verla. Adiós y buena suerte».

—Es exactamente lo que pienso —convino Rachel—. Nunca se me ocurrió que se tratara de un derecho, por lo menos no en relación con otra persona. ¿Quiere usted decirme que podría echarme?

—Supongo que podría, pero no lo haré. Ni siquiera lo deseo. Entre otras cosas, no sería ético. Mire, Rachel, cuando acepto un caso como el suyo e inicio una terapia a largo plazo, asumo un compromiso con ese caso, con esa persona. De modo que tengo una obligación con usted. Trabajaré con usted mientras sea necesario, aunque tarde un año, o cinco años, o diez años o lo que sea. No sé si usted abandonará nuestro trabajo cuando se sienta bien o antes de sentirse bien. Pero de cualquier manera, será usted la que ponga término a nuestra relación. Salvo en el caso de que me muera, mis servicios estarán siempre a su disposición mientras usted necesite de ellos.

No me resultó difícil comprender el problema de Rachel. Al inicio de la terapia, su exmarido, Mark, me había dicho: «Creo que la madre de Rachel tiene mucho que ver con todo esto. Es una mujer bastante notable. Sería un gran presidente del consejo de administración de la General Motors, pero no estoy seguro de que sea muy buena madre».

Y efectivamente, eso era cierto. Rachel había sido criada o, mejor dicho, gobernada con la sensación de que en cualquier momento podía ser expulsada de la casa si no se ajustaba a las normas. Su madre, en lugar de hacer que se sintiera segura en su casa —sensación que solo pueden procurar los padres que se sienten obligados con los hijos—, había hecho todo lo contrario, como si Rachel fuera una empleada a la que se podía despedir. Su permanencia en el hogar dependía de su acatamiento a todo lo que le habían impuesto. Si su situación en casa de su madre era tan frágil, ¿cómo podía estar segura en su relación conmigo?

Los daños causados por la falta de dedicación y compromiso de los padres no se curan con unas cuantas palabras tranquilizadoras; hay que ahondar en niveles cada vez más profundos para trabajar en casos de estas características. Uno de los resultados se manifestó más de un año después. Habíamos estado considerando el hecho de que Rachel nunca lloraba en mi presencia; esta era otra situación en la que ella no se permitía «abandonarse». Un día, cuando me describía la terrible sensación de soledad que la invadía por no poder bajar nunca la guardia, advertí que Rachel se encontraba al borde del llanto, pero que necesitaba un ligero empujón de mi parte para romper a llorar; hice entonces algo fuera de lo habitual: me acerqué al diván en el que estaba recostada y le di unos golpecitos suaves en la cabeza, mientras murmuraba:

—¡Pobre Rachel! ¡Pobre Rachel!

Aquel movimiento fracasó. Ella se puso inmediatamente rígida, con los ojos secos y se incorporó.

—No puedo hacerlo —dijo—. No puedo abandonarme.

Esto ocurría hacia el final de la sesión. En la sesión siguiente, Rachel entró en el consultorio y fue a sentarse en el diván en lugar de recostarse en él.

—Bueno, ahora le toca a usted hablar —anunció.

—¿Qué quiere usted decir?

—Va usted a explicarme qué es lo que funciona mal en mí.

Me quedé desconcertado y le contesté:

—Continúo sin comprender lo que quiere decir, Rachel.

—Esta es nuestra última sesión. Va usted a resumirme todas las cosas que funcionan mal en mí, todos los motivos por los que usted ya no puede continuar tratándome.

—No tengo la menor idea de lo que le está ocurriendo.

Esta vez fue Rachel la que se quedó desconcertada. Luego dijo:

—Bueno, en la última sesión usted deseaba que yo llorara. Hace tiempo que desea que llore. En la última sesión hizo todo lo posible para ayudarme a llorar y a pesar de ello no pude hacerlo. Ahora usted quiere abandonar mi tratamiento porque no puedo hacer lo que usted quiere que haga. Por eso, hoy será nuestra última sesión.

—¿Cree realmente que la rechazo, Rachel?

—Sí. Cualquiera lo creería.

—No, Rachel, cualquiera no. Su madre tal vez, pero yo no soy su madre. Y nadie en este mundo es como su madre. Usted no es mi empleada. Usted no está aquí para hacer lo que yo quiera. Usted está aquí para hacer lo que quiera usted y cuando usted quiera. Puedo darle un pequeño empujón, pero no tengo ningún poder sobre usted. Nunca la echaré y usted continuará aquí mientras lo desee.

Uno de los síndromes de los adultos que no han recibido por parte de sus padres la firmeza del compromiso es: «Te abandonaré antes de que lo hagas tú». Este síndrome puede adoptar muchas formas, y una de ellas es, como en el caso de Rachel, la frigidez, que aunque nunca se daba en un plano consciente, lo que denotaba era: «No voy a entregarme a ti cuando sé muy bien que me dejarás uno de estos días». Para Rachel «abandonarse», sexualmente o de otra manera, representaba adquirir un compromiso, y no estaba dispuesta a comprometerse cuando el mapa de su experiencia previa le mostraba como un hecho seguro el que los demás no asumirían ningún compromiso con ella.

El síndrome «Te abandonaré antes de que lo hagas tú» se agudiza cuanto más estrecha se hace la relación con una persona como Rachel. Al cabo de un año de terapia, desarrollada en dos sesiones semanales, Rachel me anunció que ya no podía permitirse gastar ochenta dólares semanales en ella. Dijo que desde su divorcio había tenido dificultades para llegar a fin de mes y que o bien dejaría de verme o bien reduciría el tratamiento a una sesión por semana. Desde un punto de vista realista, esto resultaba ridículo. Yo sabía que Rachel tenía una herencia propia de cincuenta mil dólares, además del modesto sueldo que ganaba con su trabajo; era reconocida como miembro de una antigua y acaudalada familia. En otras condiciones, la habría reprendido, haciéndole notar que podía permitirse mis servicios con más facilidad que muchos otros pacientes y que era evidente que estaba utilizando la cuestión del dinero como una excusa para huir de la creciente intimidad que tenía conmigo. Pero, por otro lado, también sabía que aquella herencia representaba para Rachel algo más que el dinero. Era algo suyo, algo que no la abandonaría, era como una especie de baluarte seguro en un mundo que no se comprometía con ella. Aunque hubiera sido razonable que yo le sugiriera recurrir a esa herencia para pagar mis honorarios, supuse que la propuesta sería arriesgada pues Rachel no estaba todavía preparada para correr ese riesgo, de modo que si yo insistía, abandonaría definitivamente la terapia. Considerando sus ingresos, me había dicho antes que podía permitirse pagar cincuenta dólares por semana y me ofreció esa suma por una sesión semanal. Le repliqué que reduciría mis honorarios a veinticinco dólares por sesión y que continuaría viéndola dos veces por semana. Se quedó mirándome con una mezcla de temor, incredulidad y júbilo.

—¿Realmente haría eso? —preguntó. Yo asentí. Siguió un largo momento de silencio; por fin, al borde de las lágrimas como nunca había estado antes, Rachel declaró—: Como pertenezco a una familia rica, los comerciantes de la ciudad siempre me cobran los precios más altos que pueden. Y usted me está ofreciendo una rebaja. Nadie me había ofrecido nunca una rebaja.

Lo cierto es que Rachel interrumpió varias veces la terapia durante el año siguiente, a causa de su continuo debate interno acerca de si debía dejar o no que nuestro mutuo compromiso aumentara. Mediante una combinación de cartas y llamadas telefónicas, logré persuadirla cada una de esas veces para que retomara el tratamiento. Por fin, al terminar el segundo año de terapia conseguimos tratar de manera más directa los problemas del caso. Me enteré de que Rachel escribía poesía y le pedí que me mostrara algún poema. Al principio se negó. Luego estuvo de acuerdo pero, semana tras semana, «se olvidaba» de traerme los poemas. Le hice notar que negarme la lectura de sus poemas tenía la misma connotación que negar su sexualidad a Mark y a otros hombres. ¿Por qué pensaba que mostrarme sus poemas equivalía a un gran compromiso? ¿Por qué pensaba que compartir su sexualidad representaba también un compromiso? ¿Tal vez si no me gustaban los poemas significaría que yo la rechazaba? ¿Pondría yo término a nuestra relación porque ella no fuera una gran poetisa? Tal vez el hecho de mostrarme sus poemas estrecharía más nuestra relación. ¿Por qué temía este acercamiento?

Finalmente, cuando durante el tercer año de terapia Rachel ya había aceptado su compromiso conmigo, comenzó a «abandonarse». Por fin corrió el riesgo de mostrarme sus poemas, de llorar cuando estaba triste y también de reír y bromear. Nuestra relación, que antes había sido rígida y formal, se tornó cálida, espontánea y a menudo alegre y jovial.

—Nunca supe con otra persona lo que era estar relajada —me dijo—. Este es el lugar en el que por primera vez en mi vida me siento segura.

Partiendo de la seguridad que le infundían el consultorio y el tiempo que pasábamos juntos, rápidamente se aventuró a entablar otras relaciones. Se dio cuenta de que el sexo no era una cuestión de compromiso sino que era autoexpresión, juego, exploración y gozoso abandono. Sabía que si quedaba dolida siempre podía contar conmigo, como la buena madre que nunca tuvo. A partir de entonces se sintió libre para gozar plenamente de su sexualidad. Desapareció la frigidez y, en el momento de terminar la terapia en el cuarto año, Rachel se había convertido en una persona vivaz y apasionada que gozaba con todo lo que pueden ofrecer las relaciones humanas.

Tuve la suerte de poderle brindar el grado de dedicación y de compromiso suficientes para vencer los efectos nocivos que su falta había determinado durante la niñez. No siempre he tenido tanta suerte. Aquel técnico de ordenadores al que me he referido en la primera sección del libro al hablar sobre la transferencia fue uno de esos casos. Su necesidad de que yo comprometiera mi dedicación era tan grande que no pude (o no quise) satisfacerla. Si el compromiso asumido por el terapeuta es insuficiente y no logra prevalecer frente a las vicisitudes de la relación terapéutica, no se producirá una curación efectiva. Pero cuando ese compromiso del terapeuta es lo suficientemente profundo, en general —aunque no siempre— el paciente responderá tarde o temprano, asumiendo a su vez un compromiso con el terapeuta y con la terapia misma. El momento en que el paciente empieza a mostrar señales de querer comprometerse es el punto decisivo de la terapia. Creo que en el caso de Rachel, este momento llegó cuando por fin me dejó leer sus poemas. Es extraño que muchos pacientes nunca lleguen a ese punto, aunque hayan acudido asiduamente a las sesiones dos o tres veces por semana durante años. Otros pueden alcanzarlo en los primeros meses de tratamiento. Pero es necesario llegar al momento decisivo para que se produzca la curación. Para el terapeuta es un momento maravilloso de alivio y alegría, pues sabe que el paciente ha asumido realmente el compromiso de curarse y que, por lo tanto, la terapia tendrá éxito.

El riesgo de comprometerse con la terapia no es solo el riesgo del propio compromiso, sino también el del enfrentamiento con uno mismo y con el cambio. En la sección anterior, al hablar de la dedicación a la verdad, nos hemos referido a las dificultades que supone cambiar el mapa de la realidad que uno se ha trazado, su concepción del mundo y sus transferencias. Pero el cambio debe verificarse si uno aspira a una vida de amor con frecuentes extensiones a nuevas dimensiones y territorios. En el proceso de desarrollo espiritual (con ayuda terapéutica o sin ella) hay muchos momentos en los que se deben emprender acciones nuevas y acordes con una nueva visión del mundo. Emprender estas nuevas líneas de acción —comportarse de manera diferente— puede representar un extraordinario riesgo personal: el joven y pasivo homosexual que por primera vez toma la iniciativa de citarse con una chica; la persona que nunca ha confiado en nadie y ahora se encuentra tendida por primera vez en el diván del psicoanalista, siempre oculto a su vista; el ama de casa antes dependiente que anuncia a su dominante marido que, tanto si le gusta como si no, buscará un trabajo y vivirá su propia vida; el cincuentón mimado en la infancia que le dice a la madre que deje de llamarlo con un apelativo infantil; el hombre «fuerte», aparentemente frío y autosuficiente, que por primera vez se permite llorar en público, o Rachel, que se «abandona» y llora por primera vez en mi consultorio. Estos actos y muchos otros entrañan un riesgo personal, con frecuencia más temible que el que corre cualquier soldado que participa en una batalla. El soldado no puede huir porque las armas le apuntan desde todos los frentes, pero el individuo que trata de evolucionar siempre puede vivir de acuerdo a unos esquemas fáciles que le son familiares porque provienen de un pasado limitado.

Se ha dicho que el psicoterapeuta que obtiene éxito debe aportar a la relación psicoterapéutica el mismo vigor y el mismo sentido de compromiso que el paciente. El terapeuta debe arriesgarse también al cambio. De todas las reglas útiles de psicoterapia que me enseñaron, hay muy pocas que yo no haya decidido transgredir en un momento u otro, no por pereza o por falta de disciplina, sino más bien porque la terapia de mi paciente parecía exigir que me apartara de las prescripciones acerca del papel del psicoanalista y apelara a medios diferentes y no convencionales. Cuando considero retrospectivamente aquellos casos en que obtuve éxito, compruebo que en algún momento y en cada caso, me tocó sufrir a mí también. Que el terapeuta esté dispuesto a sufrir en momentos así es, quizá, la esencia de la terapia, y cuando el paciente lo percibe, como ocurre generalmente, los efectos son siempre beneficiosos. Los propios terapeutas evolucionan y cambian precisamente porque están dispuestos a sufrir con sus pacientes. Cuando vuelvo a examinar los casos en los que obtuve éxito, veo que todos ellos conllevaron cambios muy significativos, a menudo radicales, en mis actitudes y perspectivas. Y esto debe ser así. Es imposible comprender de verdad a otra persona sin darle cabida dentro de uno mismo. Este proceso, que implica ejercitar la disciplina de «poner entre paréntesis» las propias preocupaciones, requiere una extensión del yo y, por lo tanto, implica un cambio.

Es algo que podemos verificar tanto en los buenos padres como en los buenos psicoterapeutas. «Poner entre paréntesis» y extender nuestros propios límites están implícitos en el acto de escuchar a nuestros hijos. Para responder a sus sanas necesidades, debemos cambiar nosotros mismos. Solo cuando estamos dispuestos a sufrir el cambio, podemos llegar a ser los padres que nuestros hijos necesitan. Y como los niños están en constante evolución y sus necesidades son cambiantes, estamos obligados a cambiar y a evolucionar con ellos. Todo el mundo conoce, por ejemplo, a padres que actúan eficazmente con sus hijos hasta que estos llegan a la adolescencia; a partir de esa fase resultan, sin embargo, totalmente ineficaces porque no tienen capacidad de cambiar ni de ajustarse a sus hijos, ya mayores y diferentes. Sería injusto (como en otros casos de amor) considerar el sufrimiento y el cambio que exige una buena paternidad, como una especie de autosacrificio o martirio; por el contrario, los padres tienen que ganar más que sus hijos en este proceso. Los padres que no quieren correr el riesgo de sufrir a causa del cambio, el desarrollo y la enseñanza que pueden obtener de sus hijos, empiezan a mostrar signos de senilidad —lo sepan o no—, y tanto sus hijos como el mundo, los dejan atrás. Aprender de los hijos es la mejor oportunidad que la gente tiene para asegurarse una edad madura con sentido. Es una lástima que la mayoría de las personas no aprovechen esta oportunidad.

Los riesgos de la confrontación

El último riesgo de amar, y posiblemente el mayor de todos, es el de ejercer poder con humildad. El caso más común es la confrontación afectuosa. Cuando reprendemos a alguien, solemos decirle: «Estás equivocado; yo tengo razón». Cuando un padre reprocha a su hijo «Eres hipócrita», ese padre está diciéndole en realidad: «Tu hipocresía es mala y tengo derecho a criticarla porque yo no soy hipócrita». Cuando un marido confronta a su mujer con su frigidez, le está diciendo: «Eres frígida y es malo que no me respondas sexualmente con más ardor, pues yo, en ese aspecto y en otros, soy normal y estoy bien; tú tienes un problema sexual, yo no». Cuando una mujer se encara con su marido para decirle que no pasa suficiente tiempo con ella y con los hijos, le está diciendo en realidad: «El interés que pones en tu trabajo es excesivo y nocivo para nosotros. Aunque yo no hago tu trabajo, puedo ver las cosas más claramente que tú y sé muy bien que sería mejor que pusieras tu atención en otras cosas». La capacidad de encararse con otro y decirle: «Yo tengo razón, tú estás equivocado y deberías ser diferente» es una facultad que mucha gente no tiene problema en llevar a la práctica. Padres, cónyuges y personas que adoptan otros papeles lo hacen rutinaria y superficialmente, criticando a diestro y siniestro. Casi todas estas críticas y confrontaciones, hechas por lo general de forma impulsiva en momentos de ira o de impaciencia, no hacen más que aumentar la confusión en el mundo en lugar de proyectar luz sobre él.

En el caso de la persona que realmente ama, no es fácil ni la crítica ni la confrontación, pues comprende que estos actos entrañan potencialmente una gran arrogancia. Enfrentarse a la persona amada significa adoptar una posición de superioridad moral e intelectual, por lo menos con respecto a la cuestión tratada. Pero el verdadero amor reconoce y respeta la individualidad intrínseca y la identidad diferencial del otro. La persona que realmente ama, que valora el carácter único y diferente de la persona amada, se resistirá a suponer «Yo tengo razón, tú estás equivocado; sé mejor que tú lo que te conviene». Pero la realidad de la vida demuestra que a veces una persona sabe mejor que otra lo que le conviene a esta última, porque su conocimiento de la cuestión tratada es superior. En estas circunstancias, el más sabio de los dos tiene la obligación (movido por el interés afectuoso de promover el desarrollo espiritual del otro) de encararlo con el problema. Por este motivo, la persona que ama se encuentra a menudo con el dilema de decidir entre respetar el estilo de vida de la persona amada y la responsabilidad de aconsejarla cuando esta parece necesitarlo.

El dilema solo puede resolverse mediante un escrupuloso examen de uno mismo, en el cual el que ama analiza rigurosamente su «sabiduría» y los motivos reales que le incitan a guiar al otro. «¿Realmente veo las cosas con claridad o estoy obrando movido por oscuras razones? ¿Comprendo realmente a la persona que amo? ¿Y si el camino que sigue es el correcto y yo me estoy equivocando porque me falta visión de futuro? ¿Tengo motivos personales para creer que la persona a la que amo necesita una reorientación?» Estas son preguntas que debe hacerse continuamente el que ama. El autoexamen es la esencia de la humildad. Por decirlo con las palabras de un anónimo monje y maestro espiritual británico del siglo XIV: «La mansedumbre es saberse y sentirse tal como uno es. Todo hombre que se percibe y se siente como es realmente, será con toda seguridad un hombre manso».[17]

Así pues, llegamos a la conclusión de que hay dos maneras de enfrentarnos con otro ser humano: con la certeza instintiva y espontánea de que se tiene razón y con la suposición de estar en lo cierto, después de haberlo dudado y examinado rigurosamente. La primera opción es la de la arrogancia; es la más común entre padres, cónyuges, profesores y en el trato cotidiano en general; decantarse por esta opción no suele dar resultados positivos, ya que provoca reacciones de enfado. La segunda es la opción de la humildad, que es mucho menos común y exige una trascendencia de la propia personalidad; puede dar resultados positivos y, según mi experiencia, nunca es destructiva.

Hay muchos individuos que, por una razón u otra, han aprendido a contener su instintiva tendencia a criticar o a enfrentarse con espontánea arrogancia. Sin embargo, no trascienden esta fase y se ocultan en la seguridad moral de la mansedumbre, sin atreverse nunca a ejercer su poder. Una de estas personas era un pastor protestante, padre de una paciente en la cuarentena que sufría una neurosis depresiva crónica. La madre de mi paciente era una mujer colérica, violenta, que dominaba a su familia con sus arrebatos de ira y sus manipulaciones, llegando a veces incluso a castigar físicamente a su marido en presencia de la hija. El pastor nunca replicaba ni devolvía los golpes y aconsejaba a su hija que también ella respondiera a la madre presentándole la otra mejilla. En nombre de la caridad cristiana, era un ser infinitamente sumiso y respetuoso. Cuando mi paciente comenzó a tratarse, reverenciaba a su padre por su suavidad y ternura, pero no pasó mucho tiempo antes de que se diera cuenta de que aquella mansedumbre no era más que debilidad y que, con su pasividad, la había privado a ella de los cuidados adecuados, mientras que la madre había impuesto su mezquino egocentrismo. Por último, la paciente comprendió que el padre no había hecho nada para protegerla de las manipulaciones de la madre; ni siquiera las había censurado, de manera que no le quedaba otra alternativa que tomar como modelo a su madre, con sus mezquinas manipulaciones, frente al ejemplo de pseudohumildad del padre. No enfrentarse cuando es necesario, ya que la finalidad que se persigue es impulsar el desarrollo espiritual, es una falta de amor; como lo son también la crítica y la condena absolutas y otras formas de no ofrecer una atención esmerada. Si aman a sus hijos, los padres deben (quizá de forma moderada y solícita, pero también enérgicamente) hacerles frente y criticarlos de vez en cuando, pero deben permitir también que sus hijos los censuren y se enfrenten a ellos. Del mismo modo, los cónyuges que se aman deben enfrentarse entre ellos si pretenden que su relación cumpla la función de impulsar el mutuo desarrollo espiritual. Ningún matrimonio puede considerarse verdaderamente feliz si marido y mujer no son cada uno los mejores críticos del otro. Lo mismo cabe decir de la amistad. Hay un concepto tradicional según el cual la amistad es una relación libre de conflictos, un esquema que responde a «Hoy por ti, mañana por mí» y que se basa solo en un intercambio de favores y detalles, tal como establecen las buenas costumbres. Estas relaciones son superficiales, carecen de intimidad y no merecen el nombre de amistad que comúnmente se les aplica. Por fortuna, hay señales de que nuestro concepto de amistad comienza a ser más profundo. La confrontación basada en el amor es una parte importante de todas las relaciones humanas que tienen éxito y sentido. Sin este elemento, la relación fracasa o es superficial.

Afrontar o criticar es una forma de ejercer poder o liderazgo. El ejercicio del poder no es ni más ni menos que el intento de influir en el curso de los hechos, humanos o no humanos, por medio de las acciones, de manera consciente o inconscientemente determinada. Cuando afrontamos o criticamos a alguien, lo hacemos porque deseamos modificar la vida de esa persona. Es evidente que existen muchos otros modos, a menudo superiores, de influir en el curso de los acontecimientos; por ejemplo, la sugerencia, la parábola, la recompensa, el castigo, el cuestionamiento, la prohibición, el permiso, el crear experiencias, etcétera. Se pueden escribir volúmenes enteros sobre el arte de ejercer el poder. Pero para nuestros fines, basta con decir que los individuos que aman deben preocuparse por este arte, pues si uno desea promover el desarrollo espiritual de alguien, debe conocer el modo más eficaz de lograrlo en cualquier circunstancia. Los padres afectuosos, por ejemplo, deben examinarse primero ellos mismos y analizar rigurosamente sus propios valores antes de determinar que saben lo que más le conviene a su hijo. Una vez hecha esta determinación, deben prestar también una gran atención al carácter y a las facultades del hijo para decidir si este responderá mejor al reproche que a la alabanza. Censurar a una persona por algo que no puede dominar será, en el mejor de los casos, una pérdida de tiempo y probablemente tendrá efectos nocivos. Si deseamos ser escuchados, debemos hablar un lenguaje que pueda comprender el que nos oye y hacerlo a un nivel en que este sea capaz de actuar. Si amamos, debemos extender nuestro ser y ajustar nuestro discurso a las aptitudes de la persona amada.

Ciertamente, ejercer el poder combinándolo con el amor exige un gran trabajo, pero ¿qué decir del riesgo que supone? El problema está en que cuanto más amamos, más humildes somos, pero cuanto más asumimos esta humildad, más nos asusta la potencial arrogancia que supone ejercer el poder. ¿Quién soy yo para influir en el curso de los acontecimientos humanos? ¿En virtud de qué autoridad decido sobre lo que le conviene a mi hijo, a mi cónyuge, a mi país o al género humano? ¿Quién me da el derecho a atreverme a creer en mi propia sabiduría y pretender ejercer mi voluntad sobre el mundo? ¿Quién soy yo para ejercer de Dios? Ese es el riesgo. En cualquier circunstancia en la que ejercemos poder, intentamos influir en el curso del mundo, de la humanidad y, por lo tanto, desempeñamos el papel de Dios. La mayoría de los padres, maestros, dirigentes políticos —en definitiva, los que ejercemos algún poder—, no nos damos cuenta de ello. En la arrogancia de ejercer el poder sin la autoconciencia que exige el amor, pasamos por alto el hecho de que estamos desempeñando el papel de Dios. Pero aquellos que aman de verdad y que, por lo tanto, obran con la sabiduría que exige el amor, saben que obrar es hacer de Dios. Sin embargo, también saben que la alternativa es la inacción y la impotencia. El amor nos empuja a desempeñar el papel de Dios con plena conciencia de la enormidad que ello representa. Con esa plena conciencia, la persona que ama asume la responsabilidad de intentar ser Dios y no de desempeñar con negligencia Su papel, realizar Su voluntad sin equivocarse. Llegamos así a otra paradoja: solo a causa de la humildad del amor, los seres humanos pueden atreverse a ser Dios.

El amor es disciplinado

Ya he indicado que la energía para realizar el trabajo de la autodisciplina deriva del amor, que es una forma de voluntad, de lo cual podemos colegir que la autodisciplina suele ser amor traducido en acción y que quien ama de verdad se comporta con autodisciplina. Además, toda relación de verdadero amor es una relación disciplinada. Si realmente amo a otra persona, encauzaré mi conducta de forma que contribuya lo máximo posible a impulsar su desarrollo espiritual. Una pareja joven, inteligente, artística y «bohemia» con la que traté de trabajar una vez, llevaba cuatro años de unión con riñas violentas casi a diario en las que se lanzaban platos, se gritaban y se arañaban la cara; prácticamente no pasaba una semana sin que hubiese alguna infidelidad y casi todos los meses sobrevenía una separación. Poco después de haber empezado a trabajar conmigo, los dos miembros de la pareja se dieron cuenta de que la terapia los llevaría a un aumento de autodisciplina y, por consiguiente, a una relación menos desordenada.

—Pero usted quiere eliminar la pasión en nuestras relaciones —decían—. La idea que usted tiene del amor y el matrimonio no deja ningún lugar para la pasión.

Casi inmediatamente abandonaron la terapia. Con el tiempo supe que, a los tres años, después de haber acudido a otros terapeutas, continuaban riñendo diariamente según su esquema caótico del matrimonio. No hay duda de que la unión de aquellos jóvenes era en cierto sentido muy colorida. Pero los colores de su relación son como los colores primarios de las pinturas de los niños que, distribuidos descuidadamente sobre el papel, en general carecen de encanto y exhiben siempre esa uniformidad y monotonía que caracteriza el arte infantil. En los matices bien controlados de un Rembrandt también encontramos color, aunque este es infinitamente más rico y de una calidad única. La pasión es un sentimiento de gran profundidad. El hecho de que un sentimiento sea incontrolado no indica que sea más profundo que un sentimiento disciplinado. Por el contrario, los psiquiatras conocen muy bien la verdad que encierran los antiguos refranes norteamericanos: «Los arroyos de poca agua son ruidosos» y «Las aguas mansas corren en lo profundo». No debemos suponer que no es una persona apasionada aquella cuyos sentimientos están templados o controlados.

Aunque no debemos ser esclavos de nuestros sentimientos, la autodisciplina no implica que debamos ahogarlos hasta el punto de anularlos. A menudo digo a mis pacientes que sus sentimientos son sus esclavos y que el arte de la autodisciplina es como el arte de gobernar a los esclavos. Ante todo, los sentimientos son la fuente de nuestra energía; nos suministran la fuerza o la energía de los esclavos, posibilitándonos la realización de las tareas de la vida. Puesto que ellos trabajan para nosotros, deberíamos tratarlos con respeto. Hay dos errores comunes en los que pueden incurrir los propietarios de esclavos, y que representan dos formas extremas y opuestas de tratarlos: una clase de propietarios no impone disciplina a sus esclavos, no les da ninguna estructura, no les fija límites, no les marca direcciones y no les hace ver claramente quién es el amo. Lo que ocurre en este caso es que, desde luego, siempre llega el momento en que los esclavos dejan de trabajar y se dedican a recorrer la casa para saquear la bodega y forzar los muebles; pronto el amo comprueba que él se ha convertido en esclavo de sus esclavos y que vive en el mismo caos en que vivía aquella pareja «bohemia» tan desordenada.

Pero el estilo contrario de gobierno, que el neurótico atribulado por la culpa con frecuencia ejerce sobre sus sentimientos, es igualmente destructivo. El propietario está aquí tan obsesionado por el temor de que los esclavos (los sentimientos) puedan escapar a su control y está tan resuelto a que no le causen ninguna molestia, que los azota sistemáticamente para someterlos y los castiga severamente ante la primera señal de rebeldía. Esta otra modalidad hace que, en un tiempo relativamente breve, los esclavos sean menos productivos conforme su voluntad quede reducida por el duro trato al que son sometidos. Puede ocurrir también que su voluntad los lleve cada vez más a la decisión de rebelarse. Si este proceso continúa el tiempo suficiente, los temores del amo terminarán por ser ciertos y los esclavos se sublevarán y quemarán la casa con el amo dentro. Esta es la génesis de ciertas psicosis y neurosis graves. El gobierno apropiado de nuestros sentimientos es un camino intermedio, equilibrado y complejo (y, por lo tanto, ni sencillo ni fácil) que exige una reflexión permanente y ajustes constantes. Según esta primera clasificación, el amo trata a sus sentimientos (los esclavos) con respeto, los alimenta con buena comida, les da abrigo, les procura cuidados médicos, los escucha y responde a sus voces, los alienta, les pregunta por su salud; pero también los organiza, les fija límites, los reorienta y les enseña, haciéndoles ver claramente quién es el amo. Este es el modo de la autodisciplina saludable.

El sentimiento amoroso es uno de los sentimientos que hay que someter a disciplina. Como ya he mencionado, este sentimiento no es en sí mismo amor verdadero, sino que tiene que ver con la catexis. Hay que respetarlo a causa de la energía creadora que aporta, pero si se le da rienda suelta, el resultado no será el amor sincero, sino la confusión y la infructuosidad. Como el amor de verdad implica extender los propios límites, se necesitan grandes cantidades de energía y, nos guste o no, el depósito de nuestras energías es tan limitado como las horas de nuestros días. Sencillamente, no podemos amar a todo el mundo. Es verdad que podemos tener un sentimiento de amor por la humanidad y ese sentimiento puede ser también útil al proveernos de la energía suficiente para manifestar verdadero amor por unos pocos individuos determinados. Pero el amor verdadero hacia esos pocos individuos es todo lo que está a mi alcance. Intentar ir más allá de los límites de nuestra energía significa ofrecer más de lo que podemos dar, y hay un punto más allá del cual, el intento de amar a todo el mundo se convierte en fraudulento y dañino para aquellos mismos a quienes deseamos ayudar. En consecuencia, si tenemos la suerte de encontrarnos en una situación en la que muchas personas piden nuestra atención, debemos elegir a aquellos a quienes hemos de amar verdaderamente. La elección no es fácil; puede ser muy dolorosa, como lo es asumir un poder semejante al de Dios.

Pero es preciso elegir y deben tenerse en cuenta múltiples factores. En primer término, la capacidad del presunto objeto de nuestro amor para responder a este sentimiento con desarrollo espiritual. Esta capacidad es diferente según las personas, aspecto del cual luego nos ocuparemos más extensamente. Sin embargo, es incuestionable que muchas personas tienen el espíritu tan cerrado, escondido tras una impenetrable armadura, que hasta los mayores esfuerzos por fomentar su desarrollo están condenados seguramente al fracaso. Amar a alguien que no puede beneficiarse con nuestro amor desarrollándose espiritualmente es malgastar energías, sembrar en tierra árida. El verdadero amor es algo muy preciado, y quienes son capaces de amar de verdad, saben que su amor debe ser lo más productivo y fértil posible mediante la autodisciplina.

También debemos examinar el problema inverso de amar a demasiadas personas. A algunos, por lo menos, les es posible amar a más de una persona al mismo tiempo y mantener simultáneamente una serie de relaciones de amor verdadero, lo cual es un problema por varias razones. Una de ellas es el mito occidental del amor romántico, según el cual ciertas personas están destinadas a otras, de suerte que, por eliminación, no pueden estar destinadas a ninguna otra. Por eso, el mito prescribe la exclusividad en las relaciones amorosas, en particular la exclusividad sexual. Probablemente el mito resulte útil por cuanto contribuye a la estabilidad de las relaciones humanas, puesto que la mayoría de los seres humanos se ven de esta forma llevados al límite de su capacidad para extenderse y desarrollar relaciones de verdadero amor solo con sus cónyuges y sus hijos. Lo cierto es que si uno puede afirmar que ha construido relaciones de amor sincero con su cónyuge y sus hijos, ha logrado realizar más de lo que consigue realizar la mayor parte de la gente. A menudo hay algo patético en el individuo que no ha logrado construir con su familia una unidad de amor y que incansablemente busca relaciones amorosas fuera de la familia. La primera obligación de una persona que ama de verdad será siempre su relación conyugal y su relación parental. No obstante, hay algunas personas con una capacidad de amar suficientemente grande para establecer relaciones de amor felices en el seno de la familia y aún les quedan energías para otras relaciones. Para esas personas, el mito de la exclusividad es no solo una evidente falsedad, sino que también representa una limitación innecesaria a su capacidad de darse a otros fuera de la familia. Es posible superar esta limitación, pero se necesita una gran autodisciplina a fin de no «dividirse de manera demasiado dispersa». A esta cuestión extraordinariamente compleja (que aquí solo mencionamos) se refería Joseph Fletcher, el teólogo episcopaliano y autor de The New Morality, cuando le dijo a un amigo mío: «El amor libre es un ideal. Desgraciadamente es un ideal del cual muy pocos de nosotros somos capaces». Lo que quería expresar era que muy pocos tenemos una capacidad de autodisciplina tan grande para mantener relaciones de amor constructivas tanto en el seno de la familia como fuera de ella. Libertad y disciplina son criadas que están a nuestro servicio; sin la disciplina del amor auténtico, la libertad es invariablemente destructiva.

Al llegar a este punto algunos lectores podrán sentirse saturados del concepto de la disciplina y llegar a la conclusión de que estoy abogando por un estilo de vida de sobriedad calvinista. ¡Constante autodisciplina! ¡Constante autoexamen! ¡Deber! ¡Responsabilidad! Podrán llamarlo neopuritanismo, llámeselo como se quiera, el verdadero amor, con toda la disciplina que requiere, es la única senda de esta vida que lleva a la esencia del gozo. Si se va por otro camino, rara vez se encontrarán momentos de tan extático deleite, y si se encuentran, serán momentos fugaces, progresivamente engañosos. Cuando amo sinceramente estoy extendiendo mi persona, gracias a lo cual estoy evolucionando. Cuanto más amo, más profundo me vuelvo. El verdadero amor se alimenta a sí mismo. Cuanto más promuevo el desarrollo espiritual de otros, más fomento el mío propio. Soy un ser humano enteramente egoísta. Nunca hago nada por otro, sino que lo hago por mí mismo. Y a medida que crezco, por mediación del amor, me siento cada vez más exultante. Tal vez yo sea un neopuritano, pero soy también un alegre extravagante. Como canta John Denver:

El amor está en todas partes, lo veo.

Eres todo lo que puedes ser, sigue siéndolo.

La vida es perfecta, creo yo.

Ven y juega conmigo la partida.[18]

El amor respeta la individualidad

Aunque fomentar el desarrollo espiritual de otro tiene el efecto de inspirar el nuestro, una característica importante del verdadero amor es la de mantener y preservar la distinción entre uno mismo y el otro. El que ama sinceramente siempre percibe a la persona amada como alguien que posee una identidad separada de la suya. Además, el que ama sinceramente siempre respeta e incluso alienta ese carácter personal y esa individualidad única. No percibir ni respetar esa individualidad es, sin embargo, algo muy común y es causa de enfermedad mental y de innecesarios sufrimientos.

La forma más extrema de no percibir la autonomía y la individualidad de los demás se denomina narcisismo. Los narcisistas son ciertamente incapaces de percibir a sus hijos, a sus cónyuges o a sus amigos como seres independientes de ellos mismos, en el plano emocional. La primera vez que llegué a comprender íntegramente lo que significaba el narcisismo fue durante la entrevista que tuve con los padres de una paciente esquizofrénica a quien llamaré Susan X. En aquel momento, Susan tenía treinta y un años. Desde los dieciocho había intentado suicidarse varias veces y durante los trece años anteriores había estado casi continuamente internada en diversos hospitales y clínicas. Sin embargo, debido en gran medida a los excelentes cuidados psiquiátricos que había recibido de otros terapeutas durante esos años, comenzaba por fin a mejorar. Durante algunos meses de trabajo, Susan había demostrado una creciente capacidad de confiar en personas dignas de confianza; de distinguir entre personas que le inspiraban seguridad y personas que no se la inspiraban; de aceptar que padecía una enfermedad esquizofrénica y que debía ejercer una buena dosis de autodisciplina durante el resto de su vida para afrontar esa enfermedad; para respetarse a sí misma y para hacer todo cuanto fuera necesario sin tener que contar con otros que la sostuvieran continuamente. A causa de este gran progreso, me pareció que pronto llegaría el momento en que Susan podría salir del hospital y que por primera vez en su vida podría llevar una existencia independiente y normal. Fue en ese momento cuando me reuní con sus padres, dos personas atractivas de alrededor de cincuenta y cinco años. Me sentía muy contento de poder informarles de los enormes progresos que había hecho Susan y explicarles con detalle las razones de mi optimismo. Pero, con gran sorpresa por mi parte, poco después de haber empezado a hablar, advertí que la madre de Susan lloraba silenciosamente y continuó llorando a medida que yo les exponía mi esperanzado mensaje. Al principio pensé que eran lágrimas de alegría, pero por la expresión de su cara me di cuenta de que estaba muy triste. Por fin dije:

—Me deja usted perplejo, señora X. Le estoy dando noticias esperanzadoras y, sin embargo, usted parece triste.

—Desde luego que estoy triste —replicó la señora—. Solo puedo llorar cuando pienso en todo lo que está sufriendo la pobre Susan.

Entonces les di una prolongada explicación diciéndoles que aunque Susan había sufrido mucho en el curso de su enfermedad, también era cierto que había aprendido mucho de ese sufrimiento, que lo había superado y que, a mi juicio, era improbable que en el futuro pudiera padecer más que cualquier otro adulto. En realidad, hasta podría sufrir considerablemente menos que cualquiera de los que estábamos allí a causa de los conocimientos que había adquirido en su lucha contra la esquizofrenia. Pero la señora X continuaba llorando silenciosamente.

—Francamente, sigo estando perplejo, señora X —le dije—. En los últimos trece años usted tiene que haber participado por lo menos en una docena de entrevistas como esta con los psiquiatras de Susan y, por lo que sé, ninguna de ellas fue tan optimista como esta. ¿No siente un poco de alivio, además de tristeza?

—Solo puedo pensar en lo difícil que es la vida para Susan —replicó la señora X en medio de sus lágrimas.

—¿No puedo decirle nada sobre Susan que la aliente a usted y la haga sentirse más tranquila?

—La vida de la pobre Susan está llena de dolores —sollozó la señora X.

De pronto me di cuenta de que la señora X no estaba llorando por Susan, sino por ella misma. Lloraba por su propio dolor y sufrimiento. Sin embargo, la entrevista era sobre Susan, no sobre la señora X, que lloraba en nombre de su hija. Me pregunté por qué se lo estaría tomando de esa manera, aunque luego comprendí que su problema era una incapacidad para distinguir entre Susan y ella misma: sus sentimientos eran los que le suponía a Susan. Usaba a su hija como un vehículo para expresar sus propias necesidades. No lo hacía consciente ni maliciosamente; en realidad, en el plano emocional no podía percibir a Susan como a una persona de identidad separada de la suya. Susan era ella misma. En su pensamiento, Susan, sencillamente, no existía como un ser único y diferente, con una vida única y diferente... y probablemente ninguna otra persona existía para ella. Intelectualmente, la señora X podía reconocer a otras personas como seres diferentes a ella misma. Pero a un nivel más profundo, los demás no existían. En las profundidades de su mente, la totalidad del mundo era ella, la señora X.

En experiencias posteriores comprobé a menudo que las madres de hijos esquizofrénicos son personas muy narcisistas, como la señora X. Esto no quiere decir que siempre lo sean ni que las madres narcisistas no puedan tener hijos no esquizofrénicos. La esquizofrenia es un trastorno sumamente complejo, con evidentes factores genéticos y ambientales. Pero puede imaginarse la profunda confusión que produjo en la niñez de Susan el narcisismo de su madre. Es posible apreciar objetivamente dicha confusión cuando se observa la interacción de las madres narcisistas con sus hijos.

Una tarde cualquiera, si la señora X hubiera estado apesadumbrada por alguna razón, Susan podría haber vuelto a su casa después de la escuela llevando algunos dibujos que había hecho y que la maestra había premiado con una buena nota. Si Susan le hubiera hablado orgullosamente a su madre sobre los progresos que estaba haciendo en el campo del arte, la señora X podría haberle respondido: «Susan, vete a dormir la siesta. Lo que haces en la escuela te cansa demasiado. De todos modos, el sistema escolar no es bueno. En las escuelas ya no se cuida a los niños». Si en cambio, otra tarde, la señora X se encontrara de muy buen humor y Susan hubiera llegado a casa llorando porque varios chicos la habían molestado en el autocar, la señora X podría haberle dicho: «¿No es una suerte que el señor Jones conduzca tan bien el autocar? Es tan paciente con los chicos y con sus peleas... Deberías hacerle un bonito regalo para Navidad». Puesto que no perciben a los demás como otras personas, sino que solo los ven como extensiones de ellos mismos, los individuos narcisistas carecen de la capacidad de la empatía, que es la capacidad de sentir lo que otro está sintiendo. Faltos de empatía, los padres narcisistas, por regla general, responden de manera impropia a sus hijos en el plano emocional y no reconocen ni controlan los sentimientos de sus hijos. No debe asombrar, pues, que estos niños crezcan con graves dificultades para reconocer sus propios sentimientos, aceptarlos y enfrentarse a ellos.

Aunque no tan narcisistas como la señora X, la gran mayoría de los padres no logra reconocer de manera adecuada o apreciar plenamente la individualidad única de sus hijos. Los ejemplos son abundantes. Los padres suelen decir de un hijo «De tal palo, tal astilla» o «Eres el vivo retrato de tu tío Jim», como si los hijos fueran una copia genética de los padres o de los miembros de la familia, cuando en realidad las combinaciones genéticas son tantas que todos los niños son extremadamente diferentes, tanto de sus padres como de todos sus antepasados. Padres deportistas impelen a sus hijos estudiosos a que jueguen al fútbol, y padres estudiosos incitan a sus hijos deportistas a convertirse en intelectuales, con lo cual siembran sentimientos innecesarios de culpa e intranquilidad en los chicos. La mujer de un general se quejaba de su hija de diecisiete años:

—Cuando está en casa, Sally se encierra en su cuarto y se pasa el rato escribiendo poemas tristes. Esto es pernicioso, doctor, porque, además, siempre se niega a salir e ir a fiestas. Temo que esté seriamente enferma.

Después de entrevistar a Sally, una chica encantadora y vivaz, muy apreciada en su escuela y que tenía muchos amigos, les dije a los padres que me parecía que Sally estaba perfectamente sana y sugerí que aflojaran un poco la presión que ejercían sobre ella con el único objetivo de tener una copia en papel carbón de ellos mismos. Los padres salieron del consultorio en busca de otro psiquiatra que estuviera dispuesto a diagnosticar algún trastorno a Sally.

Los adolescentes se quejan frecuentemente de que se les riñe, no por auténtico interés de los padres, sino porque estos temen que los hijos den una mala imagen de la familia.

—Mis padres no paran de decir que me corte el pelo —solían decir los adolescentes hace años—. No pueden explicarme qué tiene de malo llevar el pelo largo, ni por qué motivo resulta inconveniente. Lo que les molesta es que los demás vean que su hijo lleva el pelo largo. Realmente no les importa nada de mí. En el fondo, solo les preocupa su propia imagen.

En general, la irritación de estos adolescentes está justificada. Los padres, habitualmente, no aprecian la individualidad de sus hijos, sino que los miran como extensiones de sí mismos, más o menos del mismo modo que miran sus elegantes vestimentas, sus bien cuidados jardines y sus brillantes coches, objetos que también consideran como prolongaciones de sí mismos y que revelan su posición social en el mundo. A estas formas suaves pero destructivas del narcisismo paterno se refiere Kahlil Gibran con las palabras quizá más perspicaces que se hayan escrito sobre la educación de los niños:

Vuestros hijos no son hijos vuestros.

Son los hijos y las hijas de lo que anhela la Vida para sí.

Vienen a través de vosotros, pero no de vosotros.

Y aunque están con vosotros, no os pertenecen.

Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque ellos tienen los suyos.

Podéis dar refugio a sus cuerpos, pero a sus almas no,

porque sus almas viven en el mañana, y esta morada

no podéis visitarla, ni siquiera en vuestros sueños.

Podéis esforzaros para ser como ellos, pero no tratéis

de hacerlos semejantes a vosotros.

Porque la vida no camina hacia atrás ni se detiene en el ayer.

Vosotros sois los arcos de los que vuestros hijos

han salido, como flechas vivas.

El arquero ve el blanco en el camino infinito,

y Él os doblegará con su poder para que Sus flechas

vuelen, veloces, a lo lejos.

Dejad, con deleite, que os doblegue la mano del arquero;

pues así como Él ama la flecha que vuela,

ama también el arco que está en tensión.[19]

La dificultad habitual que parecen tener las personas para apreciar el carácter individual y autónomo de los que están cerca de ellas pone trabas, no solo a sus funciones como padres, sino también a todas las relaciones íntimas, incluso la del matrimonio. No hace mucho tiempo, en un grupo de parejas, oí a uno de los miembros declarar que la «finalidad y función» de su mujer era mantener la casa en orden y tenerlo a él bien alimentado. Me quedé estupefacto ante lo que me pareció de un machismo repulsivo. Pensé que podría demostrárselo pidiendo a los demás miembros del grupo que explicaran sus ideas acerca de la finalidad y la función de sus parejas. Para mi horror, los otros seis, hombres y mujeres por igual, dieron respuestas análogas. Todos ellos definieron la finalidad y la función de sus maridos o mujeres en relación con ellos mismos; nadie se daba cuenta de que su consorte podía tener una existencia separada de la suya o un destino ajeno al de su matrimonio.

—¡Por Dios! —exclamé—. No me sorprende que todos ustedes tengan dificultades en sus matrimonios, y continuarán teniéndolas hasta que reconozcan que cada uno de los miembros de la pareja tiene una misión diferente que cumplir.

Los miembros del grupo se sintieron no solo ofendidos sino profundamente confundidos por mi declaración. Con un tono un tanto belicoso me pidieron que definiera la finalidad y las funciones de mi mujer.

—La función y finalidad de Lily —respondí— es desarrollarse y evolucionar todo lo que pueda, no para provecho mío, sino para el de ella misma y para gloria de Dios.

Sin embargo, estas ideas les resultaron extrañas durante algún tiempo.

El problema de la individualidad y de su carácter independiente en las relaciones íntimas ha atormentado a la humanidad en todas las épocas. Sin embargo, se le ha prestado mayor atención desde un punto de vista político que desde un punto de vista conyugal. El comunismo puro, por ejemplo, manifiesta una filosofía no muy diferente de la de las parejas a las que acabo de referirme; el postulado del comunismo es que la finalidad y la función del individuo es servir al grupo, a la colectividad, a la sociedad. Aquí solo se considera el destino del Estado y se piensa que el del individuo no tiene importancia. El capitalismo puro, por otro lado, aboga por el destino del individuo, aunque sea a expensas del grupo, de la colectividad, de la sociedad. Viudas y huérfanos pueden morirse de hambre, pero esto no impide que los empresarios gocen de los frutos de su iniciativa individual. Para un espíritu equilibrado, es evidente que en ninguna de estas soluciones la individualidad es fructífera. La salud del individuo depende de la salud de la sociedad, y la salud de la sociedad depende de la salud de sus individuos. Cuando tratamos a parejas, mi mujer y yo recurrimos a la analogía que hay entre el matrimonio y la base de un campamento para escalar montañas. Si uno desea escalar una montaña, debe disponer de un buen campamento como base de operaciones, un lugar en el que haya abrigo y provisiones, en el que pueda alimentarse y descansar antes de aventurarse de nuevo a escalar otro pico. Los buenos escaladores saben que deben invertir tanto o más tiempo en preparar su campamento como en escalar las montañas, pues su supervivencia depende de que su base de operaciones esté sólidamente construida y bien provista.

Un problema conyugal masculino común y tradicional es el que provoca el marido que una vez casado dedica todas sus energías a escalar montañas y ninguna a atender a su matrimonio (o campamento), dando por hecho que allí todo estará en orden cuando se le ocurra regresar para descansar, sin asumir ninguna responsabilidad en su mantenimiento. Tarde o temprano este enfoque «capitalista» del problema fracasa y el hombre regresa para comprobar que su descuidada base de operaciones está en ruinas, que su mujer ha tenido que ser hospitalizada a causa de un colapso nervioso, o que se ha fugado con otro hombre, o que, sencillamente, ha renunciado a su función como cuidadora del campamento. Un problema conyugal también muy típico y tradicionalmente femenino es el que causa la mujer que una vez casada piensa que ya ha llegado a la meta de su vida. Para ella, el campamento es la cumbre. No puede comprender las necesidades del marido, ni coincidir con ellas; el marido desea alcanzar objetivos y experiencias que traspasan el ámbito del matrimonio; la mujer reacciona con celos y exigencias interminables para que él dedique cada vez más esfuerzos al hogar. Al igual que otras soluciones «comunistas» del problema, esta conduce a una relación asfixiante y frustrante, pues el marido, sintiéndose atrapado, probablemente huya del hogar cuando intuya la «crisis de los cincuenta». El movimiento de liberación de la mujer ha sido útil porque ha señalado la única solución ideal: el matrimonio es una institución cooperativa que exige contribuciones por ambas partes y cuidados mutuos, además de tiempo y energía, y cuya principal finalidad es impulsar el progreso de la pareja en su peregrinación hacia las cimas individuales del desarrollo espiritual. El hombre y la mujer, además de cuidar del hogar, deben lanzarse en busca de su futuro.

De adolescente, solían emocionarme las palabras de amor que la poetisa norteamericana Ann Bradstreet dirigió a su marido: «Si alguna vez dos fueron uno, esos fuimos nosotros».[20] Pero cuando crecí, me di cuenta de que lo que enriquece la unión es la individualidad de cada miembro de la pareja. Las personas que buscan la unión con otras porque se sienten acobardadas ante su soledad no pueden formar matrimonios sólidos. El verdadero amor no solo respeta la individualidad del otro, sino que tiende a cultivarla, aun corriendo el riesgo de la separación o de la pérdida. La última meta de la vida es siempre el desarrollo espiritual del individuo, su periplo solitario hacia los picos a los que únicamente puede llegar si está solo. No es posible llevar a cabo grandes odiseas sin el sustento de un matrimonio feliz o de una sociedad feliz. Matrimonio y sociedad existen con la finalidad fundamental de fomentar estas peregrinaciones individuales. Pero, como ocurre con todo amor sincero, los «sacrificios» realizados para inspirar el desarrollo del otro redundan en igual o mayor desarrollo de uno mismo. Es el retorno desde las cimas alcanzadas por el individuo al matrimonio o a la sociedad que lo nutrió lo que eleva ese matrimonio o esa sociedad a nuevas alturas. De esta forma, el desarrollo del individuo y el desarrollo de la sociedad son interdependientes, aunque siempre e inevitablemente hay una fase solitaria en el proceso de desarrollo.

Al referirse al matrimonio, el profeta de Kahlil Gibran nos habla desde la soledad de su sabiduría:

Pero dejad que haya espacios en vuestra unión,

dejad que los vientos de los cielos dancen entre vosotros.

Amaos el uno al otro, pero no hagáis del amor una atadura:

dejad más bien que sea como un mar que se agita entre las orillas de vuestras almas.

Llenaos mutuamente la copa, pero no bebáis solo de una.

Compartid el pan, pero no comáis de la misma rebanada.

Bailad y cantad juntos y estad alegres,

pero que cada cual se sienta aparte

así como las cuerdas de un laúd están separadas

aunque vibren con la misma música.

Entregaos vuestros corazones, pero no para conservároslos mutuamente,

pues solo la mano de la Vida puede contener vuestros corazones.

Permaneced juntos, pero no excesivamente:

pues las columnas del templo se yerguen separadas

y el roble y el ciprés no crecen

uno bajo la sombra del otro.[21]

Amor y psicoterapia

Me resulta difícil recordar ahora los motivos y pensamientos que me llevaron a abrazar hace quince años la psiquiatría. Ciertamente deseaba «ayudar» a la gente. Ayudar a la gente en otras ramas de la medicina requería aplicar técnicas que no me gustaban y que, por otro lado, me parecían demasiado mecánicas para coincidir con mis gustos. Además, comprobé que hablarle a la gente era más interesante que palparla y pincharla y también me parecían más interesantes los extravíos de la mente humana que las dolencias del cuerpo y los gérmenes que lo infectaban. No tenía la menor idea de cómo ayudaban los psiquiatras a la gente, a excepción de fantasías como que los psiquiatras poseían palabras y técnicas mágicas para estar en interacción con los pacientes, recursos que ponían mágicamente en orden los trastornos de la psique. A lo mejor, lo que yo deseaba era ser un mago. No presentía que la psiquiatría tenía que ver con el desarrollo espiritual de los pacientes y tampoco vislumbraba que ese desarrollo entrañaría también mi propio crecimiento espiritual.

Durante mis primeros diez meses de formación trabajé con pacientes internos muy perturbados que parecían mejorar mucho más con píldoras, tratamientos de choque o buenos cuidados de los enfermeros que con mi actuación, pero llegué a aprender las tradicionales palabras mágicas y las técnicas de interacción. Después de ese período, pasé a tratar a mi primera paciente neurótica en una psicoterapia de largo plazo. La llamaré Marcia. Marcia iba a verme tres veces por semana. El tratamiento fue una verdadera lucha. Marcia no hablaba sobre las cosas que yo deseaba y, si hablaba de ellas, no lo hacía como yo lo deseaba; a veces, sencillamente, no hablaba. Nuestros valores eran muy diferentes; en la pugna que entablamos, ambos llegamos a modificarlos en parte, pero la lucha continuó y, a pesar de mis palabras técnicas y mis actitudes mágicas, no se percibía señal alguna de que Marcia mejorara. Poco después de haber iniciado la terapia, se entregó a una abyecta conducta de promiscuidad, y durante meses me contó con toda naturalidad innumerables incidentes de «mala conducta». Por fin, después de un año me preguntó en medio de una sesión:

—¿Me considera usted repugnante?

—Me parece que me está pidiendo que le dé mi opinión sobre usted —repliqué tratando de ganar tiempo.

Me comunicó que deseaba conocer mi opinión exacta.

¿Qué hacía yo entonces? ¿Qué palabras o técnicas mágicas podrían ayudarme? Cabía decirle: «¿Por qué me pregunta eso?» o «¿Qué se imagina que pienso de usted?» o «Lo importante, Marcia, no es lo que yo piense de usted, sino lo que usted piensa de sí misma». Sin embargo, tenía la profunda sensación de que estas respuestas no eran más que escapatorias y que después de todo un año de verla tres veces por semana, Marcia tenía derecho a recibir una respuesta sincera por mi parte. Sin embargo, yo no disponía de precedentes; espetarle a alguien con toda sinceridad lo que se piensa de él no formaba parte de las palabras y técnicas mágicas que mis profesores me habían enseñado, más aún, ni siquiera era algo que hubieran mencionado, lo cual me inclinaba a creer que se trataba de una situación en la que ningún psiquiatra sensato se encontraría jamás y que incluso la desaprobaría. ¿Qué hacer? Con el corazón palpitante recurrí a lo que me pareció un recurso muy precario.

—Marcia —le dije—, hace más de un año que la estoy tratando. Durante este largo período las cosas no han sido fáciles para nosotros. Hemos pasado buena parte del tiempo discutiendo, y esta lucha ha sido a veces aburrida, a veces enervante y siempre exasperante para los dos. Pero, a pesar de todo, usted ha seguido viniendo con considerables esfuerzos y superando inconvenientes, sesión tras sesión, semana tras semana, mes tras mes. Usted no habría podido hacerlo de no haber estado dispuesta a mejorar y a trabajar seriamente para ser una persona mejor. Yo no podría pensar que es repugnante alguien que desea mejorar con tanta intensidad como lo hace usted. Por este motivo, mi respuesta es no. No creo que sea usted repugnante. En realidad, la admiro mucho.

De la docena de amantes que tenía Marcia, eligió a uno con el que entabló una sólida relación que terminó en un matrimonio muy satisfactorio. Ya no se entregó más a la promiscuidad y enseguida empezó a considerar los aspectos positivos de su persona. Súbitamente se esfumó la esterilidad de nuestra lucha, y nuestro trabajo no solo se volvió fluido y animado, sino que, además, obtuvimos unos progresos increíblemente rápidos. Por extraño que parezca, mi arranque de franqueza, con el que revelé mis verdaderos sentimientos hacia la paciente, en lugar de herirla suscitó en ella un enorme efecto terapéutico y representó el momento decisivo de nuestro trabajo conjunto.

¿Significa esto que el precepto esencial de la psicoterapia es decirles a nuestros pacientes que nuestra opinión de ellos es buena? De ninguna manera. En primer lugar, la terapia requiere sinceridad en todo momento. Marcia me gustaba y la admiraba de verdad. En segundo lugar, mi admiración fue trascendente para ella precisamente por el largo tiempo transcurrido desde que nos conocíamos y por la profundidad de nuestras experiencias en la terapia. En realidad, la esencia de este cambio no tenía que ver con mis sentimientos hacia Marcia, sino con la naturaleza de nuestra relación.

Un momento decisivo, con resultados igualmente espectaculares, se produjo en la terapia de una muchacha a quien llamaré Helen. La estuve viendo dos veces por semana durante nueve meses, sin que se apreciara ningún éxito en el tratamiento; era una paciente por la que no tenía sentimientos positivos. A decir verdad, al cabo de todo aquel tiempo ni siquiera sabía bien quién era Helen. Nunca antes había tratado a un paciente durante tanto tiempo sin haberme formado alguna idea sobre su personalidad y la naturaleza del problema que había que resolver. Me sentía completamente desorientado y me pasé varias noches tratando de encontrar algún sentido a aquel caso. Lo que me resultaba evidente era que Helen no confiaba en mí. Se quejaba de mi desinterés hacia ella y de que solo me importaba su dinero. Durante una sesión, al cabo de nueve meses de iniciar el tratamiento, me dijo:

—No puede usted imaginarse, doctor Peck, hasta qué punto me siento frustrada en mis intentos por comunicarme con usted, la verdad es que ni le importo yo ni le afectan mis sentimientos.

—Helen —repuse—, me parece que es frustrante para los dos. No sé qué le parecerá esto, pero le diré que el suyo es el caso que más frustración me ha aportado en los diez años que llevo ejerciendo la psicoterapia. Nunca he conocido a nadie con quien haya hecho menos progresos en un período tan largo. Tal vez usted tenga razón en creer que yo no soy la persona indicada para trabajar con usted. No sé. No deseo abandonar su caso, pero lo cierto es que usted me desconcierta y no dejo de preguntarme constantemente qué diablos marcha mal en nuestro trabajo conjunto.

Al tiempo que sonreía abiertamente, Helen me dijo:

—Veo que a pesar de todo le importo.

—¿Qué? —pregunté.

—Si realmente yo no le importara nada, no sentiría tanta frustración —me replicó, como si todo fuera perfectamente evidente.

En la sesión siguiente, Helen fue explicándome cosas que antes me había ocultado o sobre las que me había mentido, y al cabo de una semana pude hacerme una idea clara de su problema fundamental, pude formular un diagnóstico y supe, en términos generales, cómo debía desarrollar la terapia.

Mi reacción ante Helen tenía sentido y era significativa para ella, precisamente por la profundidad de mi participación y por la intensidad de la pugna que habíamos entablado. Ahora podemos comprender el elemento esencial que determina la eficacia y el éxito de una psicoterapia. No es «la mirada positiva incondicional» ni las palabras y técnicas mágicas; son la participación y el interés humanos: el terapeuta debe estar dispuesto a extender sus límites a fin de fomentar el desarrollo del paciente, y debe estar preparado para enfrentarse con el paciente y consigo mismo. En definitiva, llegamos a la conclusión de que el factor primordial para alcanzar el éxito en la psicoterapia, es el amor.

Hay que resaltar, aunque parezca casi increíble, que la voluminosa bibliografía publicada en Occidente sobre el tema de la psicoterapia pasa por alto la cuestión del amor. Los maestros hindúes no suelen andar con rodeos para reconocer que el amor es la fuente de su poder.[22] En la bibliografía occidental, en cambio, la mayor aproximación a esta cuestión la constituyen los artículos que tratan de analizar las diferencias entre los psicoterapeutas que obtienen éxito y los que no lo obtienen, y que concluyen mencionando como características de los psicoterapeutas que triunfan, la «empatía» y el «calor» personales.

Parece que el tema del amor nos resulta embarazoso y, de hecho, existen una serie de razones que lo justifican: una de ellas, típica de nuestra cultura, es la confusión entre los conceptos de amor verdadero y amor romántico. Otra es nuestra tendencia a lo racional, lo tangible y lo mensurable en la «medicina científica», y de esta «medicina científica» es de donde en buena medida ha evolucionado la psicoterapia. Como el amor es inconmensurable, intangible y suprarracional, no se presta al análisis científico. Otra de las razones es la fuerza que en el campo de la psiquiatría tiene la tradición psicoanalítica. Según esta disciplina (de la que parecen más responsables los discípulos de Freud que él mismo), el psicoanalista debe distanciarse del paciente. Cualquier sentimiento de amor que el paciente experimente hacia el terapeuta se designa con el término «transferencia», y cualquier sentimiento de amor del terapeuta hacia el paciente se denomina «contratransferencia». Esta clasificación implica que el sentimiento en cuestión se considera anormal y debe ser evitado, lo cual constituye parte del problema más que su solución. Es completamente absurdo. La palabra «transferencia», como dijimos en la sección anterior, designa sentimientos, percepciones y reacciones impropios. No es impropio que algunos pacientes sientan amor por un terapeuta que les presta atención hora tras hora, sin juzgarlos y aceptándolos como probablemente nunca fueron aceptados antes; que se abstiene de utilizarlos y que los ha ayudado a aliviar sus sufrimientos. En muchos casos, el carácter de la transferencia consiste en la imposibilidad, por parte del paciente, de desarrollar una relación amorosa con el terapeuta. La curación a esta incapacidad consiste, precisamente, en modificar esta transferencia a fin de que el paciente pueda experimentar, quizá por primera vez en su vida, una relación amorosa estable. De igual manera, no es en absoluto impropio que un terapeuta sienta amor por su paciente cuando este se somete a la disciplina de la psicoterapia, coopera en el tratamiento, está dispuesto a aprender del terapeuta e inicia su evolución personal a partir de su relación con él. En muchos aspectos, la psicoterapia intensiva es un proceso de nueva paternidad. No es más impropio el amor que siente un terapeuta hacia su paciente que el que une a un padre con su hijo. Al contrario, este sentimiento hacia el paciente es esencial para el buen desarrollo de la terapia y para que esta acabe convirtiéndose en una relación de amor mutuo.

La falta de amor o cualquier anomalía en su desarrollo son la causa de la mayoría de las enfermedades mentales. Cualquier niño necesita que sus padres lo quieran para poder madurar y progresar espiritualmente. Evidentemente, si una persona no ha recibido amor durante la infancia, el psicoterapeuta, a fin de lograr su curación, deberá darle ese amor del que se vio privado. En caso de que el psicoterapeuta no pueda ofrecerle su sentimiento más sincero, no habrá una auténtica curación.

Por más títulos y experiencia que tenga, si el psicoterapeuta no es capaz de extender su propio yo para aproximarse a los pacientes, los resultados de su práctica psicoterapéutica serán insatisfactorios. Lo mismo ocurre a la inversa: un terapeuta inexperto, con un mínimo adiestramiento y sin título alguno, pero con una gran capacidad de amar, logrará resultados psicoterapéuticos iguales a los de los mejores psiquiatras.

Puesto que amor y sexo están tan estrechamente relacionados, conviene mencionar la cuestión de las relaciones sexuales entre los psicoterapeutas y sus pacientes, asunto del que a menudo se ha ocupado la prensa. A causa de la naturaleza íntima y afectuosa de la relación psicoterapéutica, es inevitable que tanto pacientes como terapeutas sientan una fuerte atracción sexual. Sospecho que los psicoterapeutas que atacan a los colegas que mantienen relaciones sexuales con sus pacientes carecen del sentimiento del amor, tan necesario para ejercer esta profesión, y sin cuya presencia difícilmente pueden juzgarse las implicaciones derivadas de una situación que no se comprende. Personalmente, si en alguna ocasión me surgiera un caso en el que, tras un concienzudo análisis, yo llegara a la conclusión de que a mi paciente le beneficiaría espiritualmente tener una experiencia sexual conmigo, no dudaría en ofrecérsela. Pero en mis quince años de ejercicio no me he encontrado todavía en una situación de este tipo y me resulta difícil imaginar que alguna vez se me pueda plantear algo así, porque ante todo, como ya he señalado, la labor del buen terapeuta es fundamentalmente la del buen padre, y los buenos padres no mantienen relaciones sexuales con sus hijos por varias razones muy concretas. La misión de un padre es ser útil al hijo y no utilizarlo para su satisfacción personal; del mismo modo que el cometido de un terapeuta es ser útil a su paciente y no servirse de él para su propio deleite. La tarea de un padre, como la de un psicoterapeuta, es encaminar al hijo o al paciente por la senda de la independencia. Es difícil delimitar cuándo un terapeuta se relaciona sexualmente con una paciente por satisfacer sus propias necesidades o por ayudar a esta paciente a evolucionar.

Muchos pacientes, en especial los más seductores, mantienen un apego sexual a sus padres que les impide evolucionar libremente. Tanto la teoría como la mínima praxis de la que disponemos, demuestran que una relación sexual entre terapeuta y paciente probablemente contribuiría a potenciar la dependencia inmadura de este. Aun cuando no llegue a consumarse el acto sexual, es perjudicial que el terapeuta «se enamore» de su paciente, puesto que, según vimos, enamorarse entraña una caída de los límites del yo y una disminución del sentido de autonomía entre los individuos.

El terapeuta que se enamora de un paciente no puede ser objetivo con las necesidades de este ni puede separarlas de las suyas propias. Precisamente por amor a sus pacientes, los terapeutas no deben enamorarse de ellos. Como el verdadero amor exige respeto por la identidad de la persona amada, el buen terapeuta aceptará siempre esta autonomía y reconocerá como diferentes de las suyas la intrínseca identidad y la libertad de su paciente. Para muchos terapeutas esto significa que no deben verse jamás con el paciente fuera de la consulta y de las horas de visita establecidas. Respeto esta opinión, aunque me parece excesivamente rígida. A pesar de que tuve una experiencia en la que mi relación con una expaciente resultó perjudicial para ella, en otros casos, las relaciones sociales con expacientes han sido beneficiosas tanto para ellas como para mí. En relación a este punto, he tenido también la suerte de analizar a varios amigos muy íntimos, cuyas experiencias al respecto han sido muy positivas. Sin embargo, el contacto social con los pacientes fuera de la consulta, incluso después de haber terminado el tratamiento, es una cuestión que deberá abordarse con grandes precauciones y un riguroso autoexamen, para establecer si el contacto solo satisface las necesidades del terapeuta y va en detrimento del paciente.

Hemos señalado que la psicoterapia debe ser un proceso de amor verdadero, pero esta es una idea que en los círculos psiquiátricos tradicionales es considerada una herejía. La otra cara de la misma moneda es igualmente herética: si la psicoterapia entraña amor verdadero, ¿es siempre terapéutico el amor? Si amamos de verdad a nuestra pareja, a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros amigos, si, en definitiva, nos preocupa su desarrollo espiritual, ¿practicamos psicoterapia con ellos? Mi respuesta es: por supuesto. De vez en cuando, en reuniones sociales, alguien me dice:

—Debe resultarle difícil, doctor Peck, separar su vida social de su vida profesional. Después de todo, uno no puede estar analizando continuamente a sus familiares y amigos, ¿no?

Por lo general, mi interlocutor está haciendo una observación ociosa y no tiene interés en obtener una respuesta seria. Pero en ocasiones, la situación me da la oportunidad de enseñar aquí y allá, de practicar psicoterapia en el momento, lo cual explica por qué ni siquiera intento separar mi vida profesional de mi vida personal. Si me doy cuenta de que mi mujer, mis hijos, mis padres o mis amigos están engañados, creen en una falsedad, ignoran algo o encuentran algún tipo de impedimento, me siento obligado a extender mis propios límites y a acercarme para enderezar la situación, en la medida de lo posible. Lo mismo hago con los pacientes que me pagan por mis servicios. ¿He de negar mis servicios, mi saber y mi amor a mi familia y a mis amigos porque no me han pagado para que atendiera a sus necesidades psicológicas? Rotundamente, no. ¿Cómo puedo ser un buen amigo, un buen padre, un buen marido o un buen hijo, si no aprovecho las oportunidades que se me ofrecen para intentar, con las técnicas que domino, enseñar a las personas que amo lo que sé y prestarles ayuda en su desarrollo espiritual? Además, espero la misma ayuda por parte de mis amigos y mi familia, dentro de los límites de su capacidad. Aunque sus críticas hacia mi persona sean a veces ingenuas y no tan reflexivas como las de un adulto, aprendo muchas cosas de mis hijos. Mi mujer me guía, al igual que yo la guío a ella. No llamaría amigos a mis amigos si no tuvieran la sinceridad de expresar su desaprobación por determinados asuntos y su interés afectuoso por mi vida. ¿No evoluciono más rápidamente con su ayuda que sin ella? Toda relación de verdadero afecto es una relación de psicoterapia mutua.

No siempre he visto las cosas de este modo. Años atrás, apreciaba más la admiración de mi mujer que sus críticas, al tiempo que hacía todo lo posible por aumentar su dependencia. La imagen que me había forjado como marido y como padre era la del proveedor: mi responsabilidad era solamente la de llevar el pan a casa. Deseaba que el hogar fuera un sitio acogedor y cómodo, no un lugar de combate. En aquella época habría estado de acuerdo con la opinión de que es peligroso, inmoral y destructivo que un terapeuta ejerza entre sus amigos y los miembros de su familia, pero en mi caso esa idea estaba motivada tanto por la pereza como por el temor a abusar de mi profesión, ya que la psicoterapia, lo mismo que el amor, es trabajo y, como tal, resulta más llevadero desarrollarlo durante ocho horas al día que durante dieciséis. También es más fácil amar a una persona que busca tu sabiduría, que se molesta en visitarte para obtener ayuda, que te paga por tu interés y cuyas exigencias están estrictamente limitadas a cincuenta minutos por sesión, que amar a alguien que considera un derecho que le prestes atención, que te exige sin tener en cuenta el tiempo que inviertes en escucharla, que no te considera una autoridad y que, además, no solicita los consejos que puedes brindarle. Practicar la psicoterapia en casa o con amigos exige los mismos esfuerzos y la misma autodisciplina que en el consultorio, pero en condiciones mucho menos ideales. En pocas palabras, el trabajo realizado en casa exige aún más esfuerzos y amor. Espero, en consecuencia, que otros psicoterapeutas no tomen estas palabras como una exhortación a practicar la psicoterapia con sus parejas y sus hijos. Aunque nos encaminemos hacia el desarrollo espiritual y nuestra capacidad para amar crezca cada vez más, siempre es limitada, con lo cual, no debe intentar practicarse la psicoterapia fuera de los márgenes del amor, puesto que esta disciplina, aplicada sin amor, es infructuosa e incluso perniciosa. Si alguien es capaz de amar durante seis horas al día, debe contentarse por el momento con eso, pues su capacidad ya es mucho mayor que la de la mayoría de la gente; la jornada es larga e incrementar la capacidad para amar requiere tiempo. Practicar la psicoterapia con los amigos y los miembros de la familia, amándolos permanentemente, es un ideal al que se puede aspirar, pero al que no es fácil llegar.

Según he indicado anteriormente, las personas que carecen de formación específica en el campo de la psicoterapia pueden cultivar esta ciencia siempre y cuando sus cualidades humanas y afectivas se lo permitan, de manera que las observaciones que acabo de hacer no se limitan exclusivamente a los terapeutas profesionales, sino que son extensivas a todo el mundo. De vez en cuando, algún paciente me pregunta cuándo considero que podría finalizar la terapia, a lo que yo le respondo: «Cuando usted mismo sea un buen terapeuta», respuesta que con frecuencia resulta sumamente útil en terapia de grupo, en la que los pacientes practican la psicoterapia entre sí y en la que se les pueden señalar sus errores cuando no desempeñan bien su papel de psicoterapeutas. A muchos pacientes, sin embargo, no les gusta esta respuesta y algunos incluso alegan: «Es demasiado trabajo. Tener que pensar continuamente en mis relaciones con la gente es muy laborioso y yo solo quiero estar tranquilo».

Algunos pacientes suelen responder de la misma manera cuando les advierto que todas las relaciones humanas implican enseñanza y aprendizaje (en este caso, de dar o de recibir terapia) y que despreciar esta capacidad para dar o recibir supone desperdiciar una gran oportunidad. La mayor parte de la gente está en lo cierto cuando dice que no desea alcanzar metas tan elevadas ni trabajar tanto en la vida. La mayoría de los pacientes, aun cuando sean tratados por terapeutas hábiles y afectuosos, terminan su terapia antes de haber desarrollado todas sus posibilidades. Recorren, unos más y otros menos, el camino hacia su desarrollo espiritual, pero llevar esta evolución hasta el límite les resulta demasiado difícil. Se contentan con ser hombres y mujeres corrientes que no aspiran en absoluto a ser como Dios.

El misterio del amor

Hemos hablado de este tema páginas atrás, al referirnos a la condición misteriosa del amor, pasando por alto, hasta ahora, esta condición. Hemos dado respuesta a todas las preguntas formuladas hasta el momento, pero hay otras cuestiones a las que no resulta fácil responder. Unas cuantas han sido ya aclaradas; por ejemplo, hemos explicado que el desarrollo de la autodisciplina parte del concepto de amor, pero no hemos dilucidado la procedencia del amor ni las causas de su ausencia. Aunque hemos dicho que la falta de amor es la causa principal de ciertas enfermedades mentales y que, en consecuencia, el amor es el elemento curativo esencial en psicoterapia, ¿cómo se explica que individuos criados en ambientes de desamor, descuido y brutalidad, lleguen a ser personas maduras, saludables e incluso santas, sin recibir siquiera ayuda terapéutica? Y a la inversa, ¿cómo se explica que haya pacientes que, sin aparentar trastornos más graves que los que aquejan a otros, dejen de responder parcial o totalmente al tratamiento psicoterapéutico aplicado por el terapeuta más eficaz y afable?

En la sección final, que trata sobre la gracia, intentamos dar respuesta a estas preguntas. El intento no satisfará por completo a nadie, ni siquiera a mí mismo, pero espero que clarifique un poco la cuestión.

Hay otros aspectos que tienen que ver con asuntos que hemos omitido deliberadamente al tratar el amor: cuando mi amante se encuentra ante mí desnuda por primera vez, me recorre todo el ser un hondo sentimiento de pavor. ¿Por qué? Si el sexo no es más que un instinto, ¿por qué no sentir solo excitación o deseo? La simple excitación bastaría para asegurar la perpetuación de la especie. ¿Por qué entonces el pavor? ¿Por qué ha de complicarse el sexo con un sentimiento de reverencia? Y, ¿qué determina la belleza? Ya he dicho que el objeto del verdadero amor debe ser una persona, pues solo las personas tienen la capacidad de desarrollar su espíritu. Pero ¿qué decir de la más delicada creación de un artista?, ¿o de las esculturas de vírgenes medievales?, ¿o de la estatua de bronce del auriga griego de Delfos? ¿No amaron sus creadores estos objetos inanimados? ¿No está relacionada la belleza de estas obras de arte con el amor de sus creadores? ¿Y qué decir de la belleza de la naturaleza, a la que a veces damos el nombre de «creación»? ¿Y por qué ante la belleza tenemos tan a menudo la extraña reacción de la tristeza o de las lágrimas? ¿Por qué nos conmueve cierta melodía o un determinado modo de cantar una canción? ¿Por qué se me llenan los ojos de lágrimas cuando mi hijo de seis años, que acaba de regresar del hospital después de haber sufrido una amigdalitis, se acerca a mí y me acaricia suavemente la espalda?

Ciertamente, hay dimensiones del amor que no hemos tratado y que son muy difíciles de comprender. No creo que estas preguntas (ni muchas más) puedan ser respondidas por la sociobiología. La psicología, con sus conocimientos sobre los límites del yo, puede ayudar un poco... pero solo un poco. Quienes conocen mejor estos temas son los teólogos, por lo que si deseamos tener algún atisbo acerca de estos interrogantes, debemos volver nuestra mirada hacia la religión.

El resto de este libro versará sobre ciertas facetas de la religión. En la sección siguiente se analizará de manera muy limitada la relación entre los procesos de desarrollo y la religión. La última sección se centrará en el fenómeno de la gracia y en el papel que esta desempeña en dichos procesos. El concepto de gracia, relacionado durante milenios a la religión, es, sin embargo, ajeno a la ciencia e, incluso, a la psicología. Creo, no obstante, que la comprensión del fenómeno de la gracia es esencial para entender el proceso de desarrollo de los seres humanos. Espero que lo que sigue represente una contribución al lento proceso de acercamiento entre la religión y la ciencia de la psicología.