QUIERO que saltéis de la avioneta.
A Dexter Kane se le habían taponado los oídos cuando la avioneta llegó a máxima altura. Por eso estaba seguro de haber oído mal.
—¿Qué has dicho, abuelo?
Amos Kane sonrió.
—Quiero que saltéis de la avioneta.
Dexter miró a su hermano pequeño, que estaba tonteando con una chica por el móvil. Incorregible playboy, Sam siempre estaba ligando por tierra, mar y aire.
—Cuelga, Sam.
Él le hizo un gesto con la mano, como diciendo que estaba a punto de hacerlo.
Dexter se volvió entonces hacia su abuelo.
—¿Has olvidado tomar tus medicinas esta mañana?
Amos negó con la cabeza.
—Llevo un mes sin tomar las pastillas, me dan sueño. Pero veo que estás un poco confuso, así que te lo explicaré desde el principio.
—Buena idea —murmuró su nieto, apoyando los brazos en el asiento.
No le gustaba volar. No le gustaba dejar su destino en manos de otro. Por eso planeaba su vida meticulosamente. Después de crecer con unos padres que pasaban más tiempo disfrutando en la Riviera francesa que con sus hijos, Dexter sabía exactamente qué quería de la vida.
Y, a sus veintiocho años, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para heredar la millonaria empresa que su abuelo había creado cuarenta años atrás; un negocio dedicado a los juegos de mesa.
Dexter empezó a trabajar a los catorce años como conserje en las oficinas principales de la empresa Kane. Después, cuando terminó sus estudios en la universidad, consiguió llegar a jefe de jefe de departamento y trabajó día y noche hasta llegar al consejo de administración.
Amos siempre había dejado claro que sus nietos heredarían la empresa Kane, pero que dejaría el resto de sus posesiones a una organización benéfica. Quería que Dexter y Sam aprendieran a ganarse la vida, al contrario que su padre, que había vivido siempre de las rentas.
Y la semana anterior, Amos Kane anunció su decisión de retirarse. Pero no había dicho quién sería su sucesor. Un hecho que ponía a Dexter muy, pero que muy nervioso.
—Vamos a jugar al «Camaleón» —dijo su abuelo entonces, refiriéndose a uno de los juegos más populares de la compañía.
Sam apagó el móvil y lo guardó en el bolsillo.
—¿Qué me he perdido?
—El abuelo quiere que juguemos al «Camaleón» —explicó Dexter, sin mencionar el asunto del salto en paracaídas.
Al menos, esperaba que fuera en paracaídas.
—Vale —sonrió Sam—. ¿Jugamos a la versión original o a la versión milenium?
—La versión real —contestó Amos, sacando dos sobres del bolsillo.
—No te entiendo —murmuró Dexter.
Aunque el nudo que tenía en el estómago contradecía aquella afirmación. El «Camaleón» era un juego que consistía en que los jugadores eligieran una carrera profesional diferente de la suya. Las decisiones que tomasen los llevaban al triunfo o a la derrota.
Dexter y Sam habían jugado mucho cuando eran pequeños, aunque solían terminar a puñetazos. Él seguía las reglas al pie de la letra, mientras que su hermano pequeño siempre intentaba hacer trampas.
—Es muy sencillo —dijo Amos, colocando los sobres encima de la mesa—. En estos sobres hay una lista con diferentes ocupaciones. El que consiga hacerse pasar por un profesional del tema que le toque, gana el juego. Y la empresa Kane.
—¿Y si ganamos los dos? —preguntó Dexter.
Aunque sabía que tenía cierta ventaja sobre su hermano. A Sam no le gustaban los compromisos, ni con las mujeres ni con el trabajo. Siempre perdía el interés después de unos días… aunque debía admitir que con la empresa de su abuelo hacía un gran esfuerzo.
Sin duda, la libertad de la que disfrutaba dirigiendo el equipo creativo tenía algo que ver.
—Si empatáis le pediré a vuestros jefes que me den un informe —explicó Amos—. El que consiga mejor nota, gana.
De modo que no solo tenían que hacer un trabajo, sino hacerlo bien. Sin problemas, se dijo Dexter. Él había sido un trabajador nato desde que estaba en el colegio.
—Espera un momento, abuelo —dijo Sam entonces—. Dexter y yo tenemos muchas cosas que hacer en la empresa. ¿Por qué tenemos que trabajar en otro sitio?
Amos se apoyó en el respaldo del asiento.
—El propósito del juego es comprobar lo importante que es el negocio familiar para vosotros. Además, podéis pasarlo muy bien.
Dexter no quería trabajar en otro sitio. Llevaba diez años en la empresa Kane y conocía todos los resortes. Pero él no tenía el encanto de Sam, ni el talento para triunfar en sociedad de sus padres. Había dejado de intentarlo a los dieciocho años, cuando se concentró en el negocio.
Además, estaba a punto de conseguir su objetivo y tenía muchas más cualificaciones que su hermano para dirigir la empresa.
Para empezar, en cuanto Sam tuviera el poder, seguro que instauraba la semana laboral de cuatro días. No era justo. Su hermano siempre lo había tenido todo: atractivo, carisma, mujeres… Lo único que él quería era la empresa familiar.
Pero para conseguirla tenía que jugar a aquel estúpido juego.
Dexter miró a su hermano, disgustado. Siempre habían competido, desde pequeños. Él organizaba los juguetes por colores y tamaños, mientras Sam se dedicaba a amedrentar a la niñera para que le diese más galletas.
Y no habían cambiado mucho desde entonces. A él le gustaba trabajar, mientras que Sam prefería pasarlo bien. Aunque tenían una cosa en común: los dos deseaban dirigir la empresa Kane. Y su abuelo era de los que creían que el ganador se lo lleva todo.
—El juego terminará exactamente dentro de treinta días —siguió Amos—. Nos veremos en mi despacho para coronar al ganador. Solo tenéis que seguir tres reglas: la primera, no decirle a nadie que estáis jugando ni cuál es vuestra verdadera ocupación. La segunda, no poneros en contacto durante todo ese tiempo. Y la tercera, seguir al pie de la letra las indicaciones de las tarjetas que vayáis recibiendo. De modo, que podéis esperar un par de sorpresas.
—¡Yo me apunto! —exclamó Sam—. ¿Puedo abrir mi sobre?
—Cuanto antes lo hagas, antes tendrás que empezar a jugar.
Su hermano abrió el sobre y leyó las instrucciones.
—¡Esto es buenísimo!
—¿Vendedor de lencería femenina? —leyó Dexter, incrédulo.
—Eso es lo que yo llamo un trabajo de ensueño —rio Sam.
Dexter abrió su sobre y leyó con atención. Pero debía de haber leído mal.
—No puede ser.
—¿Cuál es tu trabajo? —le preguntó su hermano.
Él tragó saliva.
—Acompañante masculino.
Sam soltó una carcajada.
—¿Que mi hermano va a convertirse en gigoló?
Dexter se volvió hacia su abuelo, atónito. Tenía que ser una broma. Aquello no era un trabajo; seguramente ni siquiera era legal.
Pero al ver los paracaídas que Amos tenía en las manos la protesta murió en sus labios.
—Cuanto antes empecéis, mejor.
Sam frunció el ceño.
—¿Para qué es eso?
—Para que no os hagáis daño cuando saltéis de la avioneta —contestó su abuelo.
Sam y Dexter se miraron. Con razón todo el mundo llamaba a Amos «el maniático Kane».
—¿Se te ha olvidado tomar las medicinas, abuelo?
—Ya le he dicho a tu hermano que no. Creo que saltar de la avioneta es la mejor forma de empezar el juego.
Dexter miró por la ventanilla.
—¿Dónde estamos?
—A las afueras de Pittsburg. Muchos campos verdes, no te preocupes. No os haréis daño.
—¿Y cómo volveremos a la ciudad? —preguntó Sam.
—Eso es parte del juego. Así, ninguno tiene ventaja. Los dos empezáis en el mismo punto.
El copiloto salió entonces de la cabina para ayudarlos a ponerse el paracaídas, dándoles unos consejos de última hora. Mientras Dexter escuchaba palabras como «altímetro» y «caída libre», se preguntó, angustiado, si estaría teniendo una pesadilla.
Pero unos minutos después, se abría la portezuela de la avioneta y el piloto anunciaba por el altavoz que estaban a diez mil pies de altura y podían saltar cuando quisieran.
—Tú primero, Dexter —gritó Sam para hacerse oír entre el ruido de los motores—. Eres el mayor.
Él habría querido discutir sobre el asunto, pero su orgullo se lo impedía. Nervioso, sujetó las cuerdas del paracaídas y se acercó a la puerta abierta. Toda su vida pasó por delante de sus ojos en un segundo: horas y horas en la biblioteca, horas y horas delante del ordenador. No había trabajado tanto para nada, se dijo.
—Vamos, Dexter —lo animó su abuelo.
—¿Necesitas un empujón, hermanito? —bromeó Sam.
Él lo ignoró, con el corazón latiendo a mil por hora. Era el momento que había esperado durante toda su vida.
Lo único que debía hacer era dar un paso.
Dexter se inclinó hacia delante, sujetándose a la puerta. Por un momento sintió pánico: él solo sabía estudiar y trabajar. No conocía el mundo, ni siquiera tenía novia. Pero, ¿eso qué importaba?
Entonces, cerrando los ojos, saltó al vacío.