Esa noche salí a la calle con un mal presentimiento, como si comenzara a sentir una piedra en el zapato o una basura en el ojo. Me encaminé hacia ese sótano oscuro que llaman Blackmount, a tres cuadras de mi casa. No me gusta la noche, porque no puedo encajar una costumbre en ella. No admite la repetición cadenciosa que llamamos rutina. Y no me gustan las sorpresas. Las luces de la noche en Cochabamba son apenas pequeños faros aquí y allá. Como la vida, no forman un camino, son solo señales dispersas en medio de la negrura infinita.
Adentro, los espejos detrás de las botellas devuelven una visión distorsionada y confusa, donde caras y vidrios conforman unos dibujos caprichosos. Miro a mis espaldas por el espejo y a duras penas la veo, tan contundente, tan negro su cabello, haciendo gestos con sus manos. No para de hablar. Su cuerpo es pequeño, delicado, su cintura sugerente, toda ella es una muñeca de esas que se ven en los escaparates. Me ha visto, pero cuando giro sobre mi butaca no parece notarme. Habla en tono fuerte, y aun así la música la opaca. Pasa Carlos con un bote de hielo, y Erik con una bandeja cargada con dos botellas, y Moisés anota y se refriega las manos. Ella sabe que la miro.
El hombre que la acompaña asiente con la cabeza, a veces niega, habla con monosílabos, mientras ella mueve las manos y señala, arriba, al costado, se toca el pecho, se balancea en su silla, sin parar de hablar.
Moisés me sirve otro vaso de cerveza y anota en su cuaderno. Es amable y nunca reconocerá haber visto nada. Es ciego y mudo para sus clientes. Es invisible, también.
El sótano está casi en la penumbra, apenas algunas luces amarillas en las paredes y los vidrios de colores detrás de la barra. La música parece jazz, pero es sonora y brillante. Las personas entran y salen con singular facilidad.
De repente Ana queda en silencio. Se miran. Ella baja la vista. Él se levanta y le da un beso en la mejilla, y sale por la escalera al piso de la acera. Se escabulle entre la noche brillosa de lluvia y frio. Ella se mira las manos y su vaso de vodka. Parece una chiquilla que espera a su madre a la salida del colegio. De repente se ha quedado sin nada que hacer.
- Puedo sentarme, si quieres… - digo inclinándome hacia ella. Es evidente que la he sorprendido.
- Estoy ocupada. - me dice.
No puedo verla desde arriba, las sillas son bajas. Moisés me mira curioso, nunca me ha visto caminar esos pasos que acabo de dar. Se restriega las manos.
- Él se ha ido. ¿Volverá?
- No.
- Entonces estás sola.
- No se ha ido.
Su perfume es una ola de flores, una caricia de lavanda y limón. Vista de cerca sus ojos parecen negros, sin pupilas. Su nariz, suave y elegante, se extiende un poco más allá de lo apropiado. Tiene un acento duro, como esas personas acostumbradas a pelear para vivir. Vista desde arriba, se adivinan unos pechos anchos.
- Puedo invitarte una copa. - arriesgo.
- No.
Eleva sus ojos para verme bien. Creo que intenta oler mi perfume. Me siento y baja la vista, como avergonzada. Le digo que no ha parado de llover, que si no va a volver ese fulano está sola, que la música es triste, y que una mujer no debe estar así, que cómo se llama, que Ana es un bonito nombre, muy simple y sencillo para no olvidarlo.
Unas lágrimas traicionan su rigidez y su disimulo, y toma una servilleta de papel y se seca sus ojos negros, sin que la pintura corra por las mejillas. Veo que Moisés eleva las cejas. No sé si lo veo o lo adivino.
- Perdón. - dice.
- ¿Por qué lloras?
- Estoy un poco nerviosa.
- ¿Por qué se fue?
- No... No se fue.
Terminó su vaso y se recompuso. Hice una seña a Moisés. Erik vino con otro trago y otra cerveza. La música ha cambiado, es más romántica, haciendo que el lugar parezca más oscuro. A veces se puede ver luz por los oídos, o escuchar la tiniebla. Bebe un sorbo de vodka.
- Estoy ebria. - me dice, como adelantándose a lo que pienso. O disculpándose.
- No. Estás triste.
- ¿Qué quieres?
- Hablar. Escucharte.
- Nada. Vete. No está bien que estés aquí. - me dice, y parece sincera.
- ¿Por qué llorabas?
En el acto tuve la sensación de que no debería haber preguntado eso.
- Tu novio te dejó.
- No es mi novio. Solo me cuida. Y yo le pago.
- Vamos a mi casa. - digo, con poca convicción.
Por primera vez me mira directo a los ojos.
- Si.
Existen las sorpresas porque nunca entendemos los motivos del otro. Muchas veces el miedo nos paraliza y, más allá, la promesa de lo desconocido. De todos modos, la sorpresa por la respuesta me volvió torpe y casi tropiezo al salir.
La calle esta fría y mojada como siempre en invierno. Caminamos por las veredas angostas. Nos sigue el cuidador, con sus zapatos antiguos y su pantalón corroído. Es extraño, me molesta. Ella no deja de mirar el piso, azotado de lluvia y viento su rostro. Le digo que él no entrará en mi casa, que no lo conozco, que no me inspira confiar en él.
Abro la puerta y corro a encender la estufa. Ella dice algo al joven en un idioma que no entiendo. Quizás es ruso, en alguna de sus variantes. Él se detiene en el umbral. Saco de mi gaveta una botella de vodka, dos vasos, mejor tres, y los sirvo. Le paso uno al joven, que está en la baranda de la escalera.
- Alguien quiere hacerme daño. - me dice. – Estuve escondida, hasta que encontré al vigilador. Él me protege.
Parecía tan pequeña y débil que daban ganas de abrazarla. Sentada en una silla, con el vaso de vodka en la mano, era como esas ancianas que asisten a un sepelio de alguien que no conocen y no se atreven a preguntar el nombre del muerto.
- ¿Sabes quién te persigue?
- Sí.
Inclinó su espalda en la silla, hasta que su rostro casi tocaba sus rodillas.
- La novia del vigilador. Él cree que no lo sé. Y que la trampa es perfecta.
Ahora yo fingía no entender. Era una historia increíble.
- Ella te amenaza y él te cuida...
- Quieren sacarme mi dinero.
Unos suaves golpecitos la interrumpieron.
- ¿Ana, está todo bien?
- Sí - alza la voz apenas.
- ¿Ana, puedo entrar?
- Abre la puerta. - me ordena. La noche parece hacerse demasiado larga. Curiosidades que nunca se terminan de cerrar, de aprender, de verificar.
El joven de los pantalones gastados y los zapatos ruinosos aún tiene el vaso en la mano, vacío.
- Vámonos. - le dice, como una orden. - Es peligroso.
- No, quiero quedarme un rato más. Déjame. Voy a dormir con él. Ana suplica, aunque una mirada férrea disiente de sus palabras, mientras me señala levantando la barbilla.
- Quiero dormir con él.
- Pero Ana…
- Puedes irte. - Su voz sigue firme, igual que sus ojos, hirientes y fríos.
El vigilador mira a un lado y a otro de la amplia estancia que es casi toda mi casa. Parece a punto de decir algo. Camina unos pasos hacia ella. Se vuelve y se dirige a la mesa, y sirve más vodka en su vaso.
- Estaré detrás de la puerta. - dice.
Ana me mira, con esos ojos profundos de toda negrura, casi como un extraterrestre. Pone su mano sobre mi pierna.
- Vamos a la cama. – me dice, con una media sonrisa y una voz más dulce.
Otras veces tuve esa misma sensación, como si las cosas comenzaran a ponerse en su lugar. Vivimos fuera de nuestro centro, siempre empujados a la periferia del ser, y nada ocurre como debe. Falta algo o sobra. Hasta que, en algún momento, a veces, la situación encaja en su lugar. Fit, dicen los ingleses.
Pero esta vez el riesgo parece alto, demasiado. La posibilidad de hacer el amor con un guardia en la puerta es algo nuevo, pero no deja de atemorizarme su aspecto miserable y su apariencia mafiosa. La niña pequeña y delgada, de cintura atractiva y pechos anchos y firmes, aparece en esta escena como la mujer dominante, madura, casi insolente, intempestiva.
La lluvia ha barrido a las gentes de la calle. Mi amplísima ventana es un espejo que permite ver dentro de él lo que pasa, como si el mundo fueran las bambalinas y la realidad toda estuviera concentrada en esta habitación. Mientras ella se levanta de su silla y se dirige a la única puerta que permanece cerrada, yo no puedo atinar a mover los pies, pensando en alguna trampa, un mal presentimiento. Ella apenas hace un gesto hacia atrás, sin mirar, moviendo sus dedos delgados. Mis pies caminan.
Se desnuda con rapidez y elegancia. Su piel es blanca y su cuerpo parece cuidado. Está tendida boca arriba, con las manos sobre el pecho. Yo estoy a su lado. Tiene los ojos abiertos y mira la luz del cielo raso.
- Cuando mi padre se suicidó me dejó una fortuna en dinero, empresas, propiedades y muchas otras cosas. Ella dijo que era mi hermana, pero nadie le creyó, ni el juez. Quería que yo la ayudara... Después comenzaron las llamadas, las amenazas, cartas, mensajes. La policía entró en mi casa varias veces, de noche, a los golpes, me rompieron las cosas, me robaron. Me siguen en la calle. Hasta que encontré al vigilador. Va conmigo a todos lados, me protege.
Hizo una pausa.
- La semana pasada se peleó con un policía que quería revisar mi casa. Forcejearon y le rompieron la nariz. Luego supe que era su primo...
Su voz se apagaba por momentos. Era una letanía casi incomprensible, como en medio de un templo. Hizo una pausa. Creí escuchar que lloraba.
- Y hoy apareciste tú… Pensé que tú… y él… pero me di cuenta de que eras solo un viejo que quiere sexo.
- Eres rara. - atiné a decir.
La beso y bebo sus lágrimas. Ella comienza a acariciarse. Los pechos. Luego el resto. Se agita y sacude de placer. Solo puedo mirarla. Es un espectáculo. De repente balbucea.
- Hazme el amor…
La apreté contra mi cuerpo mientras me mordía la oreja.
- ... Antes de que él entre y te mate.