EL VALOR DEL TIEMPO

No tiene más tiempo, había prometido el trabajo para ayer y aún le falta terminar de fijar la carcasa con los diminutos contrapesos y sujetar y apretar el espiral. Fue un día negro, que no va a querer recordar nunca, encorvado sobre su mesón de relojero, soportando los gritos de Ángel parado en la galería, debajo del retrato de madre, tan bella y elegante, y su hijo insultándolo, maldiciéndolo.

Y a Macías le estruja el pecho que lo llame loco, como la gente del pueblo, aunque al menos ellos tratan de que no los oiga. Tanto amor y promesas puestas en Ángel… te quiero, hijo… he peleado por ti, desde la época en que madre se fue quién sabe dónde, que por pura locura se fue… y me dejó solo.

- Más te vale que me consigas ese dinero… – dijo Ángel parado en la puerta con gesto desafiante. – Qué viejo inútil.

- Hijo…

El pelo enmarañado y los ojos terroríficos del joven transido de drogas y alcohol podían dar miedo a cualquiera, menos a él.

- Si no, deberé robar de nuevo… Y no queremos eso, ¿no?

- ¿Por qué haces esto?

La pobre luz de la mañana sin sol se mete por las grietas de los postigos. Ya estará por llegar el hombre, madre. Podré darle algo de dinero, tal vez se calme…

Ángel era su hijo adoptivo, obtenido del Instituto de Adopción ante la incredulidad de todo el pueblo. Ellos decían que un loco no debe tener permitido criar un niño, pero su tenacidad y ganas de amar a alguien pudieron más. Y el loco confía en que el tiempo pondrá las cosas en su lugar… madre.

Y ahora reflexiona sobre el trabajo: creo que el precio es bajo… pero el hombre me inspira cierto miedo, desconfianza.

- Me dijeron que es el mejor relojero del pueblo. – le había dicho el extraño, parado en el umbral que olía a perros, mientras bajaba su sombrero de las alturas de su cabeza cana, como de cincuenta años.

Vestía una chaqueta larga y unas botas que repicaban en el piso de ladrillos. De haberlo visto en la calle y de noche se diría que era un proxeneta, o un jugador, o un personaje de un cuento de terror. Los ojos negros demostraban una inusual frialdad. Se invitó a pasar.

- Necesito un reloj. Es urgente.

- Tengo varios.

- No, lo fabricará. – Su voz cascada y antigua resonaba por el pasillo.

- ¿Por qué?

- Debe funcionar al revés. Le traje este, es de mi familia. – Sacó una cadena de la que pendía y brillaba la redonda antigüedad.

Macías ni lo miró.

- Debe usted reformarlo.

Pensó en preguntar, pero desistió. No sabía si podría hacerlo, si su acabado conocimiento de la forma en que se tejen y engarzan los engranajes le permitiría lograr que aquella máquina hiciera lo que no debía, que se rebelara a su origen y sentido, a su diseño. – Pensó.

Usted, madre, que siempre me ayudaba, que me guiaba, ya no está. Por qué se metió en esa caja olorosa con esos ojitos tan cerrados y quietos. Si acaso espero que en cualquier momento los abra y me sonría, como cuando su mente se había perdido en estos, los esponjosos laberintos.

Dijo un precio ridículo y el hombre desapareció, dejando el repique de sus botas flotando en el pasillo.

Y ahora ya no sabe cómo poner los ojos sobre la lupa, delante de la corona que se resbala de la anciana pinza, aunque su pulso es bueno todavía, y los casi invisibles tornillos parecen no querer encajar en los contrapesos. Lleva desde las cinco de la mañana y el hombre, como si supiera, no vino ayer, que era el día. Vendrá hoy, madre, y deberé cumplirle.

Era el mediodía cuando por fin pudo cerrar las tapas y ajustó la misma hora que los cuarenta y cuatro relojes que poblaban el taller, empujó la cuerda para que la máquina plateada empezara a andar. O a desandar. Lo confundió un poco el sutil parpadeo de la luz del ambiente, como si el sol tan débil se hubiera detenido un instante y llenara todo el cuarto, pero fue solo un momento.

Macías no podía dejar de mirar el extraño objeto, conocido y raro al mismo tiempo, aún sujeto a la prensa, girando al revés, hacia el pasado. Sus ojos irritados estaban presos de ese cuadrante sin segundero y sin marcas. A las tres de la tarde miró la hora en los cuarenta y cuatro, pero no en aquel. Se sintió extraño, sentado en su taburete, esperando al forastero.

En ese momento Ángel irrumpió en el taller, afeitado y peinado. Le hizo un gesto en silencio y salió.

Ángel es así, madre, no creo que sea malo, me enseñaste que eso no existe. Solo debo educarlo, cuidarlo, mostrarle el camino, como tú lo hiciste… es apenas un niño…

La luna empezaba a crecer desde abajo mientras los abetos del patio se violentaban en aras de una noche tormentosa. De repente descubrió que tenía hambre. La cocina lo recibió helada, deshabitada por culpa del estúpido encargo, aunque un viejo olor conocido lo sorprendió. Parece que madre hubiera fritado buñuelos de azúcar.

Apenas acababa de poner los huevos a hervir cuando escuchó los golpes del aldabón. En la puerta, la tarde iluminaba a un joven que se despojaba del sombrero. Vestía un chaquetón negro.

- Vengo por el encargo. – dijo.

- Macías caminó apurado por el pasillo en busca de la joya que acababa de inventar. Madre, tanto tiempo esperando y por fin he hecho algo diferente, que parece único, estarías orgullosa…

- Su… padre… me pidió esto. – dijo, suponiendo, mientras dejaba flotar el disco plateado, abierto, genial, distorsionado, entre sus manos huesudas. Los ojos negrísimos del joven lo penetraron.

- Sí, gracias. El dinero… - la tormenta arreciaba.

El muchacho exhibía una gran premura, como si se lo llevara el viento que empujaba los postigos con desesperación, y extendió un fajo de dinero hacia Macías.

- Espero le sirva. – dijo el relojero, a modo de despedida. El otro lo miró y sonrió, mientras su rostro se animaba y se volvía dulce, suave, agradecido, girando hacia una femenina sonrisa.

Es extraño, madre, he hecho algo distinto, valioso, como tú querías, y sin embargo me siento mal…- Pensó, mientras escuchaba bullir los huevos en el hornillo y las botas del muchacho repicando y se abría la puerta de calle por la que entraba su hijo para toparse con el forastero en medio del pasillo.

- Ángel… – dijo el joven mientras guardaba el reloj en su chaquetón.

- Ana… mi amor… te he estado buscando…

- Ángel… – repetía, y le acariciaba la mejilla.

- … Desesperadamente…

- … Ven, vamos afuera …

- … Si, un minuto…

Fue un instante donde otra vez el extraño parpadeo casi cegó a Macías, petrificado en el pasillo, en la oscuridad de la tarde, mientras los huevos bulliciosos olían a buñuelos de azúcar.