TUNISIA, 1936

Creí encontrar una historia increíble cuando Waldemar Pessoa me introdujo en los misterios de Tunisia y de su amigo Astor Cummings en una noche de copas de 1929, desolado por la maltratada esposa que se iba y aturdido por el fuego del hachís. Me contaba de las muertes y los fantasmas que velaban a Osh'oshah mientras bebíamos en el único hotel de Jabah, al sur del país. Yo no sabía que parte era auténtica y que parte venía de la droga y el alcohol. Pero nada era verosímil. Se pueden escribir mil historias fantasiosas. Y muchos dirán que estuvieron ahí, que fueron testigos.

Transcurrió el tiempo. Algo quedó en mi memoria hasta que, intrigado por el futuro, que siempre se encuentra en el pasado, provoqué que mi periódico me enviara a Tunisia, capital de los misterios.

En el Hotel Huschges el conserje me entregó un folletín de una exposición de acuarelas que se exhibirían en el lobby al día siguiente. El cuadro presentación era un retrato de Astor Cummings hecho al óleo con singular calidad. Firmaba Eva Herzegova.

La exposición se cerraba con un brindis en medio de muchos retratos de hombres. La tal Eva me pareció una viejecita muy vívida, muy gastada, que disfrutaba estar decorada por sus cuadrados novios. Luego de varias copas me dirigí a la anciana. Su pelo gris me inspiraba confianza y lealtad, desprotegida entre diplomáticos negros y marchands franceses.

- Cántame una canción y te diré a qué amanecer pertenece… - dejé caer al pasar a su lado.

- Eso es de A. Cummings. - respondió la anciana.

- ¿No cree Ud. que se adapta a esta noche?

- Tonto… - agregó cariñosa - ¿Sabía Ud. que Astor no conoció la Sorbona ni la Legión Extranjera? Pobre hombre, si fuera más inteligente…

La pequeña viejita se hundía bajo sus palabras y se me iba.

- … Hubiera conocido Francia.

- Lo pintó en lugares íntimos, donde solo entra el pincel una vez que entró uno mismo… en soledad…

La anciana me tomó del brazo y me condujo, sin fuerza, pero sin titubear, hacia una pequeña sala contigua. Sin cerrar la puerta me invitó a sentarme en un mullido sofá francés.

- Me llamo Eva.

Le dije mi nombre al tiempo que tomaba su mano extendida, huesuda y manchada. Los sonidos del gran salón llegaban moribundos.

- Astor era un explorador increíble, compulsivo, me costaba que se quedara quieto. Incluso hube de retratarlo leyendo porque era la única de sus pasiones que lo dejaba inmóvil.

- ¿Le contó de Osh? - indagué al tiempo que sus ojos se velaban de tristeza.

- Nunca le creímos.

- ¿Y de los beduinos que se comían a su jefe? - me asombré de la pregunta que acababa de escupir sobre su Martini. Eva suspiró con gesto doloroso.

La leyenda de Osh, la gigantesca ciudad en las arenas y sus guerras subterráneas que se sienten bajo los pies solo si uno posee ese don. Y los errantes que emergen de vez en cuando buscando gentes que llevarse y eligen a su dios entre los que saben hacer los milagros más poderosos. Y al primer error se lo comen en una orgía de alcohol y mujeres. Todo detallado en un tedioso, aunque bien redactado volumen de mil páginas que Cummings solventó de su ya casi evaporada fortuna.

- Eran delirios del calor. Aunque una noche en que bebimos harto, a solas, me confió que creía que lo habían elegido y no le quedaba mucho tiempo. - la anciana hizo una pausa - Hicimos el amor al lado de la fogata que siempre encendía en el patio. Nunca dormía bajo techo. Me pareció una despedida anticipada.

- Él buscaba la entrada de Osh, el Gran portal. - acoté.

- Estaba regresando de El Cairo donde recibía una vez por mes el correo desde Inglaterra. Usted sabe que los ingleses son muy tontos, nunca creyeron en el cielo. Astor se detuvo en un paraje llamado Ahkbar. Alguien se acercó mientras dormía y dejó entre las manos del vigía recién degollado un envoltorio con tres trozos de papel que contenían extraños símbolos. El joven adoraba a Astor, que lloró y tembló todo el viaje sin reparar en los papeles, más apenado que asustado, cargando el cadáver del muchacho.

- Él hablaba de los tres soles que encenderían las piedras del Gran Portal. - dije casi recitando una de las últimas frases de su libro.

- Cambió, se volvió hosco y temeroso. Comenzó a sentirse perseguido y observado. No lograba encajar los tres trozos de papel en un orden que le dijera algo, una pista. Creíamos que enloquecía de a poco. Había comenzado a desilusionarme de él.

La anciana se apagaba al ritmo de su relato. Ya estábamos solos, como velando a un muerto.

- Ya no pude retratarlo más. No era justo, los huesos de su rostro parecían querer perforar la piel y perdía el cabello. Una noche me invitó a dormir con él, pero me llevó dentro de la casa, en un rincón oscuro donde había improvisado un catre. A la madrugada desperté y lo vi mirando a la luz de una vela tres papeles superpuestos, haciendo combinaciones, como un juego. Sonreía desorbitado.

- Los tres soles…

- Me dijo - Vete mientras puedas. - Pero no lo escuché, lo pensó, lo deseó, lo irradió… no sé… le hice caso, como impulsada por su voz…

Los ojos de la anciana se llenaron de agua.

- Caminé, odiándolo por no poder amarlo, mientras me vestía bajo las estrellas. Cuando estaba llegando a la colina un ruido sordo y macizo me sacudió, mientras su casa se desplomaba sobre sí misma y entraba en un pozo que imaginé infinito.

- El portal - dije.

- Solo encontraron arena. Astor Cummings ya no estaba.

Me puse de pie, con respeto, pensando que el relato había terminado y mi búsqueda también. La viejecita se apresuró a decir:

- Pero regresa cada tanto, en las noches estrelladas, cuando no puedo dormir.

Me detuve en la puerta.

- Quiere llevarme a Osh, lejos de Tunisia, dice que me ama y que está con su dios, que lo envía a buscarme. Yo creo que bromea.

No quise escuchar más. Salí al enorme salón vacío y gélido. Traspasado por un viento delgado, atravesé la estancia. Al llegar al pasillo de entrada me crucé con un botones alto y rubio, enfundado en su brillante chaqueta. Giró y me sonrió antes de entrar en la sala.

Nunca volvieron a ver a Eva Herzegova. Sus cuadros fueron devueltos a su familia en París, que los conserva con natural indiferencia. Del libro de Astor Cummings tengo tres ejemplares.

Es todo cuanto le puedo informar para su reportaje.



En Tunisia, el 18 de septiembre de 1936.