Me senté en el primer banco que encontré, temblando, aunque seguro de mí mismo y de los irrefrenables pensamientos que esperaba surgieran en mi memoria apenas la viera aparecer. Ya no sentía miedo, porque este es hijo de la ignorancia, y ahora sé todo lo que debo saber.
Dos días antes había sido una mañana demasiado fría en que dudaba de salir a barrer las colillas de la vereda de mi viejo bar, cuando la campanilla del teléfono me sobresaltó. Su voz se mantenía inconfundible.
- ¿Esti? - preguntó, usando un apodo que solo ella conocía.
- Si…
- Soy Silvia, quisiera verte.
Apenas si pude ponerme en situación de saber quién hablaba, porque sonaba apurada e imperiosa. Pactamos un encuentro en la plaza del barrio para dos días después, a las tres de la tarde. Un viernes.
Habían pasado más de quince años. En realidad, la situación no me parecía del todo normal. Volver a ver a una mujer que fue mi primer encantamiento, a la que por primera vez le juré amor eterno, quince años después. Y sin que mediara un motivo.
Solo porque se le ocurrió llamarme luego de tanto tiempo, como cuando la dejé una terminal de un pueblo lejano mientras me maldecía a mí mismo por ser tan terco.
Colgué y vi a Trevis que entraba presuroso y pálido. Es propenso a exagerar todo y para él nada es de este mundo.
- Ana te estaba llamando! ¡Tu casa! ¡Entraron ladrones!
Me contó que su mujer encontró mi puerta abierta, pero no había sido violentada, como si hubieran entrado con la llave. Corrí.
Cuando llegué al patio delantero me salió al encuentro mi perro Tito. Su alegría me convenció de que la visita no había sido un extraño, de lo contrario hubiera estado nervioso y exaltado, pero en cambio brincaba con ese ímpetu que tiene cuando me quiere contar algo.
Recorrí la casa con cierto miedo de encontrar al visitante aún dentro. Fui a mi cajón donde el revolver convive con unos miles de pesos de reserva. Todo estaba en su lugar. Tito entró olfateando como si nos dijera que el intruso había recorrido la casa.
Consideré superado el episodio y regresé al bar. Tal vez olvidé cerrar la puerta. Y punto. En estos pensamientos estaba cuando recordé el llamado de Silvia. Estaría un poco gorda, dos hijos como mínimo y un marido médico o arquitecto, viviendo en un cómodo departamento y soñando recordar viejos tiempos.
¡Cómo había amado yo a esa mujer cuando era una niña! ¡Cuantos días gloriosos de cariño y qué profundos sentimientos nos unían! Y siempre pensé que la separación era una cosa natural, una bifurcación de los caminos simple y llana. Sin ruptura, sin ecos, como si nuestros corazones supieran que todo debía terminarse cuando empezara la vida real, el crecimiento. Con dieciocho años habíamos conocido el primer amor y ahí lo dejábamos, como una etapa cumplida.
Decidí que yo no podía recibirla sin saber más de ella. A la mañana siguiente llame a Oliver, un muchacho pequeño, rubio y torpe que aún vivía en el pueblo y que tenía una tienda heredada de su padre.
- Silvia, mm… no la he vuelto a ver hace como diez años… - dijo con voz dormida - desde que se fue del pueblo… un inglés, eso, un inglés se la llevó… - se escuchó que empujaba a su mujer en la cama. - Negra, ¿qué sabemos de Silvia?, la hija del médico, sí que te acuerdas… dime, alguien pregunta por ella…
Hube de esperar que despertaran para confirmar que un inglés de paso por el pueblo se la llevó con promesas de casamiento, aunque eso le costó la maldición de toda su familia, la de ella. Y no se escuchó nada más de su suerte en aquel pueblo.
Llamé a Gaspar, pero solo regresaría por la tarde. Era mi amigo y confidente desde la niñez. Él sabría algo. El día prometía frío y lluvia, como siempre en el invierno citadino. Luego de los enseres de rutina decidí que no podía esperar hasta la tarde y llamé a Greeves. Había sido nuestro profesor de historia en el colegio, evadido cuando supieron que sus ideas no eran como las del gobierno. Estaba en la Universidad, en el pabellón ocho, su segundo hogar. No tenía mucho tiempo así que me dirigí a allí.
- ¿Silvia Westberg? - pregunto con extrañeza. Su cabeza cana y huesuda, recortada sobre los vidrios empañados del gran salón, parecía mirarme desde un monasterio medieval. Vestía un saco de mil años, pero sus anteojos despatillados aún brillaban.
Me tomo de un brazo y me llevó hasta la puerta.
- Pobre niña…
- Usted la vio. - afirmé.
- La recuerdo. Vino a verme. Yo no podía ayudarla, mire, apenas si puedo conmigo… le expliqué como era esto. Y bueno.
- ¿Cuándo fue eso?
- Necesitaba trabajo, algo. - prosiguió sin escuchar la pregunta - me dijo lo del marido, que no tenía tiempo, todo eso. Le prometí… bueno, no pude hacer nada, lo lamenté mucho.
Mi desconcierto crecía a la par que Greeves hablaba, así que decidí cortar las incoherencias y lo miré casi con enojo, impaciente.
- ¿Dónde está ahora?
- En el cementerio Sur.
Tal vez notó el espanto y el temblequeo de mis manos, poseídas por un frío extraño. La expresión de mi cara debía mostrar terror, porque intentó aclarar alguna cosa.
- Era una buena chica… muy desgraciada, no merecía eso. La encontraron colgada.
No recuerdo haberme despedido. Salí del pabellón hecho un autómata, mirando el piso y pensando en la nada, con mi cerebro detenido, como si estar aturdido me salvara de la conciencia y del sufrimiento de entender y no saber.
Faltaban tres horas para que volviera Gaspar, una eternidad. Entré al bar con paso dubitativo, explorando las razones de una posible confusión, los motivos por los cuales me llegaría la muerte no muerta.
Recordé, ya entre mis papeles, a mi viejo amigo César, un hombre al que yo veía como aquel niño granujiento y sombrío que cuidaba mis espaldas mientras yo amaba a Silvia. Era uno de esos amigos fieles que me adoraba en su parquedad. Apenas compartíamos el gusto por caminar las calles registrando personajes tenebrosos y la admiración por los poetas malditos. El peligroso placer de cruzar por debajo de los trenes en movimiento. César padecía mi ascendiente y lo disfrutaba, mientras mi timidez habitual se transformaba en carisma frente a él. Y él solía vigilar en la esquina cuando yo besaba a Silvia en el baldío. No pude localizar su teléfono entre mis papeles, así que llamé a su padre, un viejo inmigrante demasiado charlatán para tomarlo en serio.
- César no está. Fue a entregar la mercadería. Si es que pudiera llamarse trabajar, lo haría, pero prefiero decir que anda vagando. ¿Quién lo busca?
Pregunté banalidades y el italiano contestó con más de lo mismo. De repente lo interrumpí, sobresaltado, con mi mente trabajando en una premonición.
- ¿Y la esposa?
- La mujer se fue con otro. - dijo.
- Con el inglés… - aseveré en voz baja.
- Ese pirata… esa rata de barco… ese ladrón.
- ¿Y ella?
- Pobre infeliz, cuando se dio cuenta… bueno, por lo menos mi hijo está vivo.
Pasé las horas siguientes en mi escritorio con una botella de whisky. La pequeña claraboya de vidrio sucio me permitía ver sombras que recorrían el ventanuco de un lado a otro, recortadas contra el sol del mediodía en el ajetreo de la ciudad. Mis ojos solo detenían su recorrido cuando su paso era tan rápido que me mareaba. El whisky era suave y gentil, pero era mucho. Y las figuras trazaban una sombre en la pared, que la barría de punta a punta como si el radar del sol quisiera atraparme.
Fue ahí que ocurrió el milagro. La botella había ido dejando los recuerdos uno a uno en mis manos y en todo mi cuerpo. Más reales a medida que se obnubilaba mi razón para dar paso a esa otra realidad, la de los sueños imposibles. Guiado por el convencimiento de que todo sentimiento puede transformarse en una magia, me entregué a lo que la suerte de Dios dictara para mi destino.
Y sentí que Silvia estaba a mi lado. Sus labios frescos y húmedos jugueteaban graciosos contra mi boca. Sus manos tocaban mi pantalón, emergiendo de entre las profundidades como un par de pájaros que venían a despertarme al mundo. Su cabello tejía una seda contra mi boca y mis ojos. Y ese perfume, que nunca me abandonaría. Regresé a amarla por primera vez con profundos dolores y ganas de escapar para volver a empezar, como siempre.
Ya no quería llamar a Gaspar, ya había comprendido que no hacía diferencia con entender, con saber. Nadie podía decirme algo distinto, ni explicarme nada. Todas las mujeres estaban ahí.
Me perturbó el sonido del teléfono.
- ¿Esteban? Soy yo. Preguntaste por Silvia.
- Está bien, Gaspar, supe que murió. - dije, sonriendo.
Encaminé mis pasos como pude hacia la plaza, eran las tres de la tarde. Entre los transeúntes y bicicletas apareció ella, con aquel vestido que le agregaba años. Yo seguía sin poder esconder la sonrisa.
Como no la puedo disimular cada vez que ella me pide que le cuente la anécdota y se ríe. Y ríe, sabedora de sus travesuras, mientras batallamos contra las olas en esta luminosa plaza que se ha convertido en nuestro hogar, ahora que por fin estoy con ella.