RAVEN

Por aquellos días comencé a frecuentar el tarot. Celina leía mi destino en forma de unos grandes naipes gastados. Era una anciana que tenía un ojo casi cerrado y hundido, y el otro celeste y amplio, con lo cual parecía poseer dos medios rostros escindidos; dos personas distintas me miraban detrás de una mesa forrada en terciopelo azul. Una era ciega y esquiva, algo torva, y la otra bondadosa y afable. Al atardecer, en un primer piso de la calle México, Celina hacía sus predicciones.

Pero lo más admirable era que no solo adivinaba el futuro sino el pasado y el presente. Sostenía que no había diferencia entre ellos, que los tres eran segmentos de una misma rueda que giraba sin descanso y molía el pasado, el presente y el futuro y de ese material creaba los sueños.

No le costó demasiado trabajo saber que yo había sido un niño reprimido y frustrado, que tenía problemas con las mujeres de mi edad y que nunca pude dominar mis vicios. También supo de mis pesadillas y de los atormentados amaneceres que eran parte de mi vida diaria.

En esas tardes yo buscaba saber si lograría que algún editor publicara mi primer libro de relatos. No tenía otro interés ni otra motivación que saber cuándo y cómo recibiría mi ansiado (y merecido) reconocimiento. Le pagaba cincuenta pesos por sesión, lo que me parecía más caro y menos útil que el costo de dos kilos de pan.

- Gardiner piensa que tus cuentos son muy buenos. El problema es Haden, que sostiene que las historias deben tener un final aleccionador, una esperanza. Y las tuyas le parecen horrendas.

- ¿Sugieres que vaya a conversar con Haden? – pregunté.

- Hay otra persona ahí, pero no puedo ver. Alguien que tiene las manos delgadas bastante sucias. – Celina fumaba y arrojaba la ceniza en un tarro de salsa de tomates, y contestaba cuando quería. Yo debía vérmelas con sus imágenes y tratar de prosperar con ellas sin pedir muchos detalles.

Esa tarde hube de superar todos mis miedos y vergüenzas y subirme al ómnibus 127 rumbo a Villa Crespo. El edificio parecía una fortaleza. La oficina de Haden era un cubículo de tres paredes de cristal desde donde se vigilaba todo el piso lleno de escritorios repletos a su vez de papeles y personas ocupadas. La secretaria, Nidia, me hizo pasar y me dijo que esperara, que el Dr. Haden estaba en su hora de almuerzo. Me acomodé en un sillón. Sentí que todos me observaban, aunque nadie me miraba. Pasaron unos minutos y un señor de camisa arremangada y corbata roja se presentó sonriente,

- ¡Hola! – dijo con aire juvenil, aunque superaba los setenta años – Soy Marcos Haden. Pase. Gracias por venir. ¡Siéntese, hombre!

La oficina era grande y antigua, recubierta en madera. Le dije mi nombre y con rapidez le indiqué el motivo de mi visita. Titubeando, le expliqué que había enviado mi libro de cuentos hacía ya tiempo, más de dos meses, y me extrañaba que la Editorial no hubiera respondido. Me parecían serios, por algo les había escrito a ellos y no a otros. Llevado por los nervios me enredé en disquisiciones sobre la tarea y las inseguridades, de donde no podía salir. Por suerte el Dr. Haden vino en mi auxilio.

- Sí, sí, entiendo. – me interrumpió con soltura. – Tenemos su manuscrito aquí, claro que sí. ¡Nidia, ven por favor!

La secretaria entró tan rápido que se diría que había estado detrás de la puerta. Antes que el Dr. Haden pudiera decir alguna cosa, ella se le acercó y le habló al oído. El hombre hizo un esfuerzo por controlar sus repentinos nervios mientras la miraba y yo intentaba adivinar qué ocurría.

Haden se levantó y se dirigió a la caja fuerte que estaba sobre la única pared de concreto de la oficina. Hizo girar la rueda hacia adelante y atrás varias veces y abrió la pesada puerta.

- Aquí está.

Reconocí la carpeta azul. El Dr. Haden estaba nervioso. Ojeaba los papeles una y otra vez. Por momentos me observaba como si no me viera.

- Mire, joven, nosotros no podemos publicar esto. Lamento que no le hiciéramos una esquela o un llamado. Hacerlo venir hasta aquí no está bien. Sucede que… que… – El hombre parecía a punto de quebrarse.

- ¡Cálmese! – dije perdiendo la paciencia.

- Si, si, Usted tiene razón, está bien. ¡Nidia, tráeme un té por favor! Debo calmarme.

Antes de terminar la frase la secretaria estaba entrando por la puerta con un té humeante. Evitó mirarme y salió.

- Esperábamos un libro de cuentos, pero su manuscrito tiene uno solo. Y otras cosas, además, que parecen… Suponemos que nos envió una muestra, no sabemos, es largo y… bueno, en fin, no quiero hacerle perder su tiempo.

El rostro otrora rozagante del Dr. Haden transpiraba. Desde mi asiento alcanzaba a ver millones de gotas de sudor en su frente y en sus mejillas, que casi parecían llanto. Yo dudaba si era un pusilánime o un idiota, pero no estaba dispuesto a rendirme ahora.

- Comprendo – dije en tono afable – Puede usted decirme la verdad. Al fin y al cabo, no es la primera vez que me rechazan. ¿Nada hay ahí que le parezca rescatable? ¿Debo quemar esos papeles? – pregunté sonriendo.

El Dr. Haden me miró como si eso le hubiera parecido una buena idea.

- ¡No! Yo no dije eso, no, por favor. Me gusta esa parte en la cual el anciano rememora sus años de juventud. Los recuerdos, muy vívidos, parecen salidos de una película de... Pero en fin…

- Por favor, continúe. – Insistí – Aunque sea hágame esa gracia.

- Recuerdo esa parte cuando el joven protagonista habla con el anciano y le está contando sus andanzas y él le dice lo mucho que extraña sus años jóvenes. El clima que usted crea de intimidad entre el hombre y el anciano, Raven se llama, y este le dice que él también quisiera volver a ser joven y dejar de estar lamentándose todo el tiempo por miedo a no poder satisfacer a su esposa.

- ... Yo temo por usted, Raven. - murmuré.

Siguió sin escucharme,

- Y ambos miran por la ventana hacia los edificios de la ciudad y el hombre joven le dice que ama a Lidia.

- Así es. – insistí.

- Y que se la quitará, que son amantes y se irán esa noche y que él no podrá detenerlos, y se ríe.

- Usted lo sabe, Raven. – dije.

- ¡Lidia! ¡Lidia ven acá! – gritó el anciano.

La mujer apareció como de la nada. Pensé que nunca había salido de la estancia.

- ¿Escuchas a este pedante? ¿Qué pasa? ¡¿Qué dices?! ¡Habla, Lidia!

La mujer comenzó a llorar con un gemido destemplado y se dejó caer en un sillón, el rostro entre las palmas de ambas manos. Él se puso de pie y dio unos pasos hacia mí, amenazante.

- Te he querido como un hijo.

Y continuó,

- Hace un instante tan solo, mientras mirábamos juntos la ciudad en la ventana, agradecí en silencio tener el hijo que ya jamás tendré... con esta mujerzuela…

Ella continuaba llorando.

- Cállese, Raven. - dije.

- Y ahora te vas, hijo, y me partes el alma.

Tomé a la mujer de un brazo con fuerza, la levanté de un empujón y salimos corriendo. Caminamos en silencio hasta llegar a la calle México. Ninguno dijo palabra.

Tiempo después supimos que Tadeo Gardiner se hizo cargo de la editorial, pero desechó cualquier idea de continuar publicando cuentos. Sostiene que no tienen nada de inocentes. Ahora solo edita la guía de hoteles y restaurantes de la ciudad. Yo sigo creyendo que la vida, como me insistía Celina, es una rueda de piedra que muele los sueños hasta transformarlos en visiones alucinadas.