El Señor Doctoroff tenía un problema. Algunos lo considerarían grave, pero otros ni siquiera lo notarían. Desde hacía años no podía recordar lo que había hecho el día de ayer. Así, su vida empezaba cada día con toda la novedad que poseen las cosas a estrenar. Nunca recordaba cómo había terminado el día anterior y se veía obligado a anotar lo que ocurría y los asuntos pendientes, de lo contrario los perdería. Un pequeño papel siempre habitaba su bolsillo y se renovaba cada día.
Ciertas cosas básicas permanecían en su mente, en su consciencia. Recordaba a su familia, a su esposa y a los dos hijos que eran su mayor alegría y satisfacción, y para ellos no necesitaba anotar nada más que lo esencial, cumpleaños o visitas. Eran el esqueleto de su vida. El resto, lo iba armando como podía.
Cada día, al despertar, su primer pensamiento era hacia su familia, confirmar que aún estaban ahí. Luego, se preguntaba qué cosas habría olvidado ya, y qué debería recordar hoy para que su vida tuviera un sentido, una continuidad. Ese esfuerzo era vano: buscaba el papelito en su bolsillo, y armaba el día tratando de completar las anotaciones con más imaginación que recuerdos.
Algunos de los hechos del día le traerían los pensamientos que había olvidado, y otros se perderían; el pequeño papel en su bolsillo haría el resto. Así, componía su día y sus actividades como un rompecabezas entre lo anotado, lo no recordado e imaginado, y las sugerencias que le daban los sucesos diarios.
Un día el Sr. Doctoroff decidió contratar una secretaria. La soledad de su oficina, de la cual era único habitante, y la posibilidad de tener alguien que le recordara los detalles cotidianos de su propia existencia, lo impulsaron a poner un aviso en el periódico. Llegó Silvia, agraciada, rubia y de buen cuerpo, con mucha experiencia. Doctoroff no dudó y ella pasó a ser su memoria andante y su secretaria.
No conocía el defecto congénito de su jefe, pero eso tampoco hubiera hecho diferencia alguna. Era eficiente en su trabajo, y registraba los detalles de lo que pasaba en la oficina. Así, a cada momento estaba recordándole sus compromisos, sus pendientes, y hasta las ideas que él solía compartir en voz alta.
Un día, Doctoroff percibió la animal sexualidad de Silvia brotando en el ambiente, como un perfume. Ella estaba sentada al otro lado del escritorio, con una falda corta, mientras él trataba de concentrarse en la carta que dictaba. Cuando él se levantó y pasó detrás de ella, pudo sentir, oler, palpar en su piel y en el ambiente la sensación de esas piernas torneadas y sus caderas firmes como una colina. Debajo de la falda adivinaba su ropa interior, acaso negra, o blanca, la tierra prometida. Turbado, sabía que perdería esa sensación al final del día. Le dijo que anotara entre los pendientes la palabra “piernas”. Siguió dictando como pudo. Al finalizar, le pidió que saliera y se desparramó en su cómoda silla mirando el techo y tratando de mantener esa sensación, ese recuerdo que se le evaporaba. Ella entró y dejó la carta terminada sobre el escritorio.
Al día siguiente, él estaba mirando por la ventana cuando ella llegó, empapada y con un paraguas destruido que intentaba cerrar. El Sr. Doctoroff tenía la mente en blanco, como cada bendito día, y miraba las palomas que porfiaban por mantener su nido bajo la lluvia y el viento. Silvia lo saludó mientras entraba con su agenda y el café de cada día. La reunión con el abogado, pospuesta a las once, el regalo para su hija que cumplía veinte años, la llamada pendiente al mecánico, eran los temas que su agenda registraba. Ocultó el último: “piernas”, sin poder evitar cierta turbación.
Doctoroff preguntó con qué abogado debía reunirse, puesto que no lo recordaba. Era el de la herencia de su madre. Ah, sí, dijo en voz baja.
La mañana transcurrió con el tintinear de la lluvia en los vidrios. El abogado llegó puntual, le explicó los trámites en curso, repasó los ya realizados y los pendientes, fue cortés y educado, sin quitar los ojos de Silvia y de sus ajustados jeans que le marcaban unas piernas perfectas y unos glúteos asombrosos. Él se sintió envidiado y eso le resultó reconfortante, aunque no pudo evitar cierta desazón por no haber visto esa cintura antes. No podía ser tan descuidado, se dijo. Sacó su pequeño papel del bolsillo y escribió: “cintura”. El papelito estaba en blanco, puesto que ahora todos los registros los hacía Silvia.
Al mediodía bajó a comprar el regalo para su hija. La calle estaba sucia por la lluvia incesante y los autos que removían todo ese barro en el pavimento. Entró en el negocio de la señora Carric y eligió unos pendientes y una cadena de plata. A su hija le gustaban las joyas, aunque fueran baratas. Al retornar subió las escaleras y encontró a Silvia comiendo una ensalada que había traído en una bolsa. Su cintura se dibujaba contra la luz gris de la ventana, apenas iluminada por el brillo celeste de la cocina, dando la espalda a la puerta. Se preguntó cómo se sentiría tomar esa cintura con las dos manos. Otra vez el aura de su sexualidad manifiesta invadiendo el pequeño ambiente de la cocina, donde todo estaba tan cerca.
Le mostró los pendientes y la cadena, que Silvia elogió. Había llamado el abogado, le dijo, para que no se olvide de traer el testamento de su madre. Él le pidió que se lo recordara antes de irse, al tiempo que le pedía que anotara, “caderas”.
Ella obedeció sin preguntar. Doctoroff terminó su día viendo como Silvia se iba, y siendo presa de una singular excitación, sentado en su escritorio, oyendo las palomas al otro lado de la ventana, sintiéndose un despojo. Silvia le dijo que no olvidara el testamento y cerró la puerta tras de sí.
El día siguiente amaneció soleado y fresco, con los árboles rebosantes de vida en gestación. Antes de subir a su oficina, caminó hasta el bar de la esquina y se sentó en una mesa de la terraza. Pidió un café. Las palomas iban y venían de su ventana, hacia las pequeñas ramas abatidas por la lluvia. Su nuevo día lucía flamante, sin nada que recordar ni algo de qué preocuparse. Todo yacía perdido. Cavilaba sobre las palomas cuando pasó el sastre que tenía su negocio en la calle siguiente. Lo saludó con un apretón de manos y le recordó que le debía el último traje. Le dijo que le enviaría un cheque hoy mismo, apenas terminara su café.
Al empujar la puerta de la oficina lo recibió Silvia con una sonrisa, enfundada en un minúsculo vestido que dejaba adivinar su busto sin sostén, sus piernas firmes, su cintura perfecta, todo apenas cubierto de una tela suave. Los pechos se notaban duros y flexibles, jóvenes y maduros, amables y desafiantes. Pensó en decirle que anotara “busto” pero se detuvo.
Silvia lo siguió hasta su oficina con su café en la mano, al tiempo que le preguntaba por el testamento. Sin mirarla, le entregó el portafolio. Ella buscó y sacó una carpeta. Doctoroff le pidió que le leyera su agenda. Debía llamar al abogado, citar al señor Dressler, recoger el auto en el taller. Él preguntó qué más había. Silvia parecía ruborizada. Le dijo “caderas”, con voz tenue. Doctoroff levantó la vista hacia la pared. No podía recordar la palabra. Su mente confundida daba vueltas. ¿Acaso había dictado un código desconocido?
Silvia pareció animarse, y dijo “piernas”. "Caderas"
Repetía las palabras en voz baja. Ella mostraba su cuerpo en la luz del sol, con algunas transparencias, y se adivinaba el vello rubio en los muslos, como en los brazos, las formas voluptuosas atravesadas por la luz radiante. La turbación de Doctoroff iba en aumento. Intuía que una sola palabra como recordatorio era signo de un secreto imposible de explicar. Miraba a la mujer bella y sensual, de pie delante de él y no lograba asociar esas palabras a ese cuerpo deseable, amable, joven. Toleraba no conocer el pasado. Pero tener un testigo de sus deseos escondidos, que ni él podía recordar, era embarazoso. "Caderas, piernas", repitió Silvia como una letanía, acentuando las palabras.
En un instante, Doctoroff se dejó caer en su silla y comprendió. Más bien, adivinó lo que estaba sucediendo. La miró sonriente y le dijo:
- Anote, pechos. Así, en plural - insistió.
Silvia tomó su agenda y escribió.
Abrió el primer cajón de su escritorio donde adivinaba que estaría la chequera. Firmó un cheque en blanco y se lo extendió. Vaya a la sastrería que está dos cuadras más allá y pregunte cuánto debo. Y llénelo. - Sonó el teléfono. Ella atendió y dijo que tenía el testamento. Luego salió. Doctoroff sonreía. Las palomas continuaban armando su nido en el balcón.
La media hora que siguió fue, para él, de profunda exploración, como si el anticipo del placer lo volviera más prohibido y, por tanto, más deseable. Recordó todos sus deseos incumplidos, los deleites clandestinos fracasados, las oportunidades de disfrutar que quedaron en sueños. Intentaba imaginar cuantos placeres había perdido. Como de grandes eran los gozos sepultados en su memoria. Lo que creemos que somos, lo que olvidamos y lo que nunca seremos.
Enseguida entró Silvia.
Él le dijo
- Ven. Acércate.
La muchacha dejó su bolso y caminó a paso lento. Sabía que no debía pronunciar palabra alguna, o algo se rompería en el aire.
- Quiero hacerte el amor sobre esta mesa. - dijo él, sin dejar de mirarla a los ojos. - Sé que lo harás, porque el secreto será solo tuyo.
La luz parecía haberse ido.
Ella dijo
- Lo recordarás. - y sonrió, al tiempo que comenzaba a desabrocharse ese suave y liviano vestido.