Yo acababa de cumplir mis diecisiete años y había ingresado a la universidad sin muchas esperanzas de salir alguna vez de ahí. Las cosas no iban bien y cada día que pasaba estaba más lejos de llegar al final. Me sentía frustrado por no poder alcanzar el rendimiento que mi padre quería. Su sueño de tener un hijo profesional parecía imposible de cumplir.
Vivía pleno de dificultades, además, por la poca cantidad de dinero que él me enviaba. Había intentado conseguir un trabajo, pero mi padre me lo prohibió: mi única preocupación debía ser graduarme. Y lo antes posible.
El cartero golpeó por tercera vez con la fuerza de la impaciencia. La pobre puerta de madera, como toda mi casa, parecía abrirse con cada golpe. La carta decía, en un papel que provenía de una pequeña libreta, que me visitaría el lunes siguiente.
Estar frente a mi padre era intimidante. Su gigantesca bondad, su alma pura como un niño y su desafiante optimismo eran el castigo más firme que podía imponerme. A veces deseaba gritarle que, por favor, tuviera reacciones de dolor, de despecho o de envidia como tenemos todos. Pero no, él era casi un santo. El hambre me visitaba a menudo y esa semana no había sido de las mejores en ese aspecto. Así que decidí que el lunes estaría todo limpio y ordenado, aunque no hubiera nada de comer. Apenas unas galletas sin sal, que eran más baratas, y un poco de café.
El lunes amaneció con una lluvia torrencial, como hacía tiempo no recordaba. La avenida era muy ancha, a tal punto que los altos cipreses de las aceras parecían de juguete, sacudidos por el viento y el agua. Entré a la estación de ferrocarril con ganas de estar en cualquier lado menos ahí. Lo vi descender del último vagón, con sus movimientos lentos y un poco torpes. Vino hacia mí con paso gastado. Nos dimos un beso y comenzamos a caminar con su brazo en mi hombro, un bastón demasiado alto. Ese gesto me hacía sentir poderoso, como ninguna otra cosa en el mundo.
Salimos a la calle. La lluvia se había vuelto violenta, aplastante. Caminábamos con dificultad, con los pantalones levantados hasta las rodillas. Las calles inundadas nos daban la sensación de un mundo ancho, plano y sin gracia. Quiso entrar en el primer bar que encontramos y pedimos algo de comer, no recuerdo qué. Me miraba. Ni una palabra, nada que yo pudiera cuestionar o disentir. Sus ojos pequeños y claros estaban sonrientes, feliz de estar ahí conmigo, sin decir palabra. Su rostro transmitía verdad y generosidad, amor y compasión.
Comíamos en silencio, casi en una ceremonia. Su sonrisa permanente, sincera, era la de un ángel que se maravillara de ver lo tonto y lo pretencioso, lo superfluo y lo banal. Pero muy generoso para mencionarlo. Al pagar la cuenta, sacó unos billetes arrugados y los contó. Esperó que se fuera el mozo y vio lo que le quedaba, que era poco. Me tomó la mano y los puso todos en ella, cerrando mis dedos. Hizo una mueca de un gesto adusto y tierno.
Dijo - Sé bueno. - Y su mano acarició mis dos mejillas como lo hacía desde que yo era un niño.
Al verlo irse caminando algo encorvado, su cintura inclinada, casi rengueando, sentí ganas de irme con él, de abrazarlo y decirle lo mucho que lo amaba. No lo hice. Algo dentro mío marcaba que él pertenecía a otra vida, y que yo debía construir la mía. Lograr que, algún día, mis hijos sintieran por mí lo que yo siento por él.
Pero hoy lo pienso y me gustaría volver atrás. Ya no quiero tener mi propio mundo, sino pertenecer al suyo, sentir su brazo en mi hombro. Quisiera retornar a aquel momento y decirle que tengo el presentimiento que algún día, como hoy, lo voy a extrañar mucho. Que no podré recordar de qué hablamos aquella tarde, pero que mientras viva ese será uno de los días más tristes y hermosos de mi vida.