EL ASALTO AL BANCO

Esta es una historia menor como muchas de las que ocurren cada día alrededor nuestro. Refiero con ello a un relato que no posee grandes hechos heroicos en su desarrollo o desenlaces milagrosos o aleccionadores. Es aquella que no nos hace pensar en el destino del hombre o en la entropía del Universo. Por el contrario, una historia menor es la casualidad de tomar el mismo tren que la que años más tarde sería mi esposa o la sonrisa provocadora de la vendedora de zapatos que hace dos días bajaba la persiana de la tienda mientras yo pasaba.

Las cosas comunes. Como era Benjamín, apodado Ben, que andaba por los veinte años cuando estos hechos ocurrieron. Huérfano de padre desde muy pequeño y con una madre demasiado posesiva y obsesiva, Ben terminó la escuela secundaria y decidió evitar la universidad. Trabajó unos meses como dependiente en una farmacia y luego entró en la distribuidora de vinos, lejos de la ciudad. Ganaba poco, y el esfuerzo de diez o doce horas voleando cajas, algunos días resultaba agobiante. Sin embargo, procuraba ayudar a su madre con algo de dinero cada mes. Ella era empleada en una tienda de comestibles y vivía siempre corta, aunque su orgullo jamás le permitía reconocerlo.

Usando su exagerada dignidad, sostenía que comer en restoranes era malo para la salud, aunque las veces que Ben la invitaba a salir lo disfrutaba sin culpa. Cuando él le sugería que tomara a una muchacha para ayudarla con la limpieza de la casa o de la ropa, argumentaba que todas las domésticas eran ladronas. Y si Ben comentaba que compraría unos pantalones nuevos, lo reprendía diciendo que tenía un guardarropa lleno, cosa que ambos sabían que no era cierto. Ben exhibía sin pudor los remiendos de sus pantalones, quizás como una forma de sostener el espíritu derrotado de su madre.

Era una mujer demasiado madura, de carácter duro y áspero. La viudez prematura le marcó la tristeza en el rostro y la acidez en el humor. A menudo las personas creemos ser castigados por un designio divino y condenadas a sufrir por el resto de nuestro camino. Y ese era el caso de Beatriz.

Ben era retraído y tenía pocos amigos. Subía y bajaba de la pila de cajas de vino con la agilidad de un gato entrenado, pero jamás haría gala de aquello. Tuvo una novia que llegó a visitar la casa alguna vez. Ben creía que Beatriz la había espantado usando un código que solo entendían las mujeres. Pudo ser una mirada, una palabra secreta, un gesto. Pero desde ese día la joven dejó de responder sus llamados. "Son todas iguales" sentenció Beatriz, "solo buscan un marido que las mantenga". Y añadió "y que no gane mucho dinero para que no las abandone cuando se pongan viejas y gordas". A Ben le pareció excesivo el comentario, pero dejó de insistir con la joven. Jamás podría abandonar a su madre, eso era seguro.

Los dueños de la distribuidora lo apreciaban, por servicial y bien dispuesto para el trabajo duro, y por callado y humilde. Y Ben disfrutaba de saberse querido. Amaba también a su madre, e ignoraba su carácter como modo de agradecimiento hacia ella.

Una noche, mientras esperaba el tren de regreso a casa, se quedó dormido en un banco del andén. El cansancio lo había vencido. Soñaba que su madre le daba un ramo de flores muy bellas. Al tomarlo en sus manos y acercarlo a su rostro veía que estaban marchitas. El silbato del tren lo despertó. No recordaba el silbido. Miró el reloj en la pared: había dormido más de media hora.

Al subir, notó que el vagón era nuevo. La pintura relucía en la noche, los asientos estaban limpios como nunca, las luces brillaban y un perfume agradable lo envolvía todo. Le llamó la atención, en la puerta del vagón, el número recién pintado en blanco sobre negro: 348.

Cuando llegó a su casa, las luces estaban apagadas. Caminó por el pasillo y al abrir la puerta de su cuarto escuchó la voz de Beatriz que le pedía un vaso de agua. Fue hasta la cocina sin encender las luces. Su madre le dijo "Llegas tarde". "Perdí el tren de las ocho" contestó Ben y cerró la puerta de su cuarto. A la mañana siguiente desayunó café solo, como siempre, y salió a la calle. Mientras caminaba hasta el ómnibus que lo dejaría en la estación de trenes, un fuerte estruendo lo sobresaltó. Giró y vio un auto aplastado contra el transporte, con la parte delantera destruida, vidrios rotos por todos lados, el motor humeante. Un hombre bajó del auto y gesticulaba y maldecía al chofer del ómnibus. Algunos vecinos se asomaban a las ventanas, otros se reunían alrededor de los coches. Una voz a su lado preguntó "¿Qué pasó?". Otro dijo "Siempre es así en esta esquina, el ómnibus nunca frena, el chofer cree que conduce un tren...". Esa palabra resonó como una campanada en la cabeza de Ben. Cruzó la calle y entró en un negocio de lotería y apuestas. El dueño estaba de pie en la puerta observando el alboroto.

"Quiero apostar a las quinielas" le dijo. El otro lo miró y entró al local. "¿Cómo es?" preguntó Ben. "Elige un número. El sorteo es esta noche. Puedes oírlo en la radio" contestó el otro. Ben dijo "Tres, cuatro, ocho" y extendió un billete de diez sobre el mostrador. Recogió el ticket y salió. El alboroto había cesado.

Esa noche, mientras cenaban un pedazo de carne muy seca y dura, su madre dijo: "debemos cambiar el refrigerador, todo se pone feo, amargo. Mañana iré a preguntar cuánto cuesta uno nuevo, pero más grande." Ben pensó que no necesitaban comprar un refrigerador. Apenas era necesario llamar al técnico para que lo revise, casi seguro algo andaba mal. Su madre dijo: "Y no me digas de arreglar esa chatarra. Ya te lo he dicho. En cualquier caso, lo compraremos en cuotas."

Al día siguiente Ben terminó de despertarse caminando sobre los vidrios molidos y recordó el accidente y el tren. Cruzó la calle y entró a la casa de loterías. Al entrar escuchó un grito y vio al dueño que corría hacia él con los brazos abiertos. "¡Este es mi muchacho! ¡Yo sabía!" Y lo palmeaba. "Tienes el ticket, ¿no?". Ben hurgó entre sus ropas y sacó el papel. "¡Has ganado siete mil pesos!". Ben salió del negocio apretando los fajos de billetes en sus bolsillos y una gran sonrisa. "Debo disimular", pensó, "o todos se darán cuenta."

Subió al tren sintiéndose feliz acaso por primera vez. Esa mañana la ciudad era más bonita, bella, todo era alegría, los ruidos de las bocinas parecían música, las personas que se cruzaban en su camino eran más bonitas, más elegantes, e iban más despreocupadas. Hasta el mismo bamboleo del tren parecía un arrullo diseñado por un designio divino que lo explicaba todo.

Sus compañeros lo notaron alegre y disipado, como distraído y se lo dijeron. Ben lo atribuyó al buen clima de esos días. Escondió el dinero en su gaveta y por primera vez le echó llave.

Al salir de la estación de trenes compró un ramo de flores rojas y amarillas. Su madre apenas si lo miró cuando entró. Ben dejó sus cosas sobre la mesa de la cocina y le contó la historia, mientras Beatriz freía unas papas con huevos. Metió la mano en su bolsillo y sacó los siete fajos de dinero. Temblaba. Beatriz quitó las papas del fuego y se sentó en un taburete mirando el piso. "¿Qué has hecho? ¿Cuántas veces te he dicho que no debes jugar?". Ben se puso serio: "Pero madre..." Balbuceaba “¡mira el dinero! ¡Son seis meses de mi sueldo!".

Beatriz se levantó y fue a su encuentro. La bofetada sonó fuerte y clara. Los billetes se desparramaron por todo el piso de la cocina. "¡Me desobedeces porque no está tu padre!" Gritó Beatriz. "¡Eres mala! Nunca te importó ni él, ni yo, ni nada." Otra bofetada sonó en el aire húmedo de la cocina. Ben se arrodilló a recoger los billetes. "Te lo diré una sola vez", dijo ella intentando recuperar la calma, "devolverás eso. No quiero tener que repetirlo. Y jamás hablarás de esto con nadie." Beatriz arrojó las flores al cubo de la basura, sacó las papas del sartén, las puso en un plato y se sentó a comer.

Ben fue a su cuarto y cerró la puerta. La noche parecía desierta, todas las personas del mundo se habían ido de viaje a algún lugar remoto.

A la mañana siguiente el muchacho entró en la cocina y se sirvió un café. Su madre lavaba ropa en el patio. Ben separó un poco de dinero y lo dejó en la caja de latón donde siempre lo guardaban, entre los fideos y el azúcar. "Lleva eso" dijo su madre con voz firme. Ben no le contestó. Su semblante era serio y triste a la vez. Se sentó a beber el café. "No quiero eso. Dios nos castigará. Somos esto, lo que Él ha querido que seamos. Hay que saber aceptarlo, darse cuenta. El viejo sastre, don Petruk, encontró un reloj de oro en un traje y lo vendió. Su tienda se incendió. Y su casa. Puedes verlo, ahora vive de la caridad. Su esposa se fue" hablaba como para sí misma. "Hay que saber ver el demonio agazapado." Ben quiso contestarle, pero las palabras no brotaron de su boca.

Salió a la calle y caminó por el recorrido de cada día. No soportaba la idea de estar enojado con su madre. Había crecido en la tristeza y la pobreza, en las privaciones y la escasez, pero Beatriz y sus profecías eran todo lo que tenía. Y lo que le importaba. No había caminado más de dos calles y algo lo detuvo. Sin pensarlo volvió sobre sus pasos. Entró a la casa y fue a la cocina. Beatriz lo escuchó entrar y dijo desde el patio: "Has vuelto". "He olvidado algo" contestó. "Ya me voy". Recogió el dinero de la caja de latón y salió.

Al llegar al negocio de quinielas, el dueño miraba un televisor colgado en la pared del fondo. "Estamos en las noticias" le dijo. "Han intentado robar el banco a tres calles de aquí" Ben miró el televisor. "Hubo un tiroteo. Dos muertos. Siempre lo mismo. Dos delincuentes menos... ¿En qué puedo ayudarte?". "Quiero jugar" dijo Ben.

"Muy bien, andas con suerte y hay que aprovecharla. Sí, eso es. ¿Qué número?" "Tres, cuatro, ocho". El tipo lo miró, dudando "¿Estás loco?". "No, eso es" La voz de Ben era firme. "Como quieras, no me importa" resopló. "¿Y cuánto vas a apostar?" Ben respondió: "Seis mil novecientos setenta pesos, señor". "¡Ah, pero qué idiota eres!" Gritó el dueño y continuó maldiciéndolo mientras contaba los billetes y los separaba para ponerlos en la caja. Cuando terminó, dejó el ticket sobre el mostrador.

"¿Me presta su teléfono?" preguntó Ben. El tipo le pasó el aparato sin decir palabra. "Hola, soy Benjamín, no iré a trabajar hoy. Mi madre enfermó. Sí, mañana iré. Gracias." Colgó y salió a la calle.

Beatriz estaba sentada en la cocina remendando una camisa. Lo miró llegar con gesto extrañado. "Ya está." Dijo Ben "He devuelto el dinero" y caminó hacia su cuarto.