HACIA FRIO Y ESTABA OSCURO

Ese día, como tantos otros, era rastrero y traidor. No hay que fiarse de los días que empiezan distinto a lo habitual, porque suelen transformarse en momentos peligrosos. El gato me despertó maullando sin motivo; tenía leche y alimento balanceado, y las mantas limpias. Hacía bastante calor y yo sufría de resaca, lo recuerdo bien. Había dormido de a ratos, y soñado cosas tristes, aunque no las recordaba con claridad. Me despertó el timbre, y mientras me vestía, el puto cartero ya se había ido.

- No dejó nada. – me dijo la vecina cuando abrí la puerta.

- ¿Por qué no?

- No sé. Usted sabrá.

Siguió barriendo las hojas de la vereda. Gritarle otra vez que pienso que es una bruja y una mala persona, me pareció reiterativo. Preguntarle por qué no lo retuvo era inútil. Cerré la puerta.

A pesar del dolor de cabeza, no podía dejar de pensar que esto no había ocurrido jamás en tres años. La última carta que recibí era para avisarme que mi esposa Linda había vendido el auto (que era mío). El remitente era el Servicio de Propiedad Automotor. Luego de eso jamás llegó una carta, un telegrama, nada. Hasta ahora. Empecé a sentir una opresión en el pecho. Alguien estaba tras de mí. Dejé pasar un par de días, o tres, o cuatro, sin salir. Comía de mi almacén. Algo no andaba bien. Y que la culpa era mía, por detener el proceso. Había flaqueado, negociado conmigo mismo una salida intermedia. Estaba claro que ese no era el modo. Que debía retomar de una vez mi vía de escape.

La última vez que sonó el teléfono atendí con un resto de curiosidad. Una voz aburrida quiso saber si yo era el señor Linares. Contesté que no. Preguntó si lo conocía. ¡¿Y cómo putas voy a conocer yo al señor Linares?! El tipo se disculpó y me pidió que no me enojara. Me explicó que la señora Linares había olvidado de pagar su cuenta de peluquería. Le corté sin dejarlo despedirse. Omití mencionar que mi exesposa se llama Linda Linares. Desconecté el aparato y lo guardé en un cajón. Anoté la fecha, porque después suelo olvidar o confundir esos datos.

Seguía rondando en mi cabeza el cartero apurado que se marchó sin esperar. Nadie volvió con la carta, por lo tanto, comenzaba a abrirse una brecha. Es una raspadura o un tajo que presenta el tejido de la realidad y que nos suele traer disgustos o sufrimiento. Son grietas que pueden dejar que se filtren las desgracias. Un ojo entrenado las ve apenas aparecen, mucho antes de sufrir sus consecuencias. ¿Podría ser un error? Tal vez el cartero leyó mal la dirección y luego entregó el sobre donde debía. Miré el cuaderno una vez más. La vez anterior a la carta de la venta del automóvil, habían pasado dos años. Se trataba de una postal de Navidad de mi primo que vive en Escocia. Nunca más me escribió, no sé por qué.

Unos días después volví a salir. La vecina estaba lavando la vereda. Tenía puesto un gorro que ocultaba una forma rara en su cabeza. La vi otras veces con ese adefesio. Pensé que su marido le pegaba, pero luego recordé que había fallecido un año atrás. Cuando me vio pasar me dio los buenos días, y yo le respondí levantando una mano. Le pregunté por el tipo del correo, que era siempre el mismo en esa calle. Me dijo que lo había visto parado frente a mi casa, como dudando de tocar el timbre. Miraba la puerta, la anterior y la posterior, me dijo. El número faltaba. Ella venía a unos metros y apuró el paso, pero cuando llegó frente a mi puerta el hombre se había ido.

Todo sugería que la carta para mí aún estaba en el correo. Decidí ir a pedirla, aunque consciente de que era un movimiento arriesgado. La mujer que atendía era gorda, con dificultades para caminar. Estuve largo rato en la fila, no muy convencido de lo que hacía. Cuando me tocó el turno escribí mi nombre en un papel y se lo di. Al instante regresó.

- No hay nada. ¡El que sigue!

Sentí una mezcla de alivio y curiosidad creciente. Esa noche envié un correo electrónico al servicio de internet y lo cancelé. Llamé a la empresa de televisión por cable y di de baja la conexión. No podía cerrar la cuenta bancaria por la jubilación. Pero una gran calma me invadió esa noche.

Cuando mi esposa se fue, me propuse desaparecer, salirme del mundo. Nunca había sufrido un golpe semejante. El dolor casi me deja hecho un vegetal. Tanto sufrimiento actuó como un despertar en mí. Y tuve una epifanía: debía desaparecer. Ya que no hay ningún lugar adonde ir que no puedan encontrarte, pensé que lo mejor era quedarme acá y volverme invisible. ¿Dónde esconder un elefante?

No fue tan sencillo tampoco. Los primeros días los pasé en la cama, hecho un ovillo, mirando como la luz entraba por la ventana y se iba después. Cuando por fin me levanté, lleno de furia y de dolor por el abandono, corté la luz y el gas, arranqué el número de la puerta y cerré todas las persianas. Le puse algo de leche al gato y me volví a enrollar en la cama. A la madrugada me di cuenta de que había ido demasiado lejos: hacía frío y estaba oscuro. Entonces repuse la luz, y el gas, y encendí la estufa.

Pero me juré que con eso me bastaría y una a una fui cortando todas las ligazones con el mundo. Mis hijos me llamaron durante un tiempo y hablamos. Pero los temas se fueron agotando, y dejaron de insistir. Mi médico me recordaba los análisis y los exámenes anuales, hasta que corté el teléfono. Al celular le saqué la batería, y a veces la cargaba un poco para que no se arruine. Busqué todos los avisos de comida a domicilio y de inmobiliarias que dejan en la puerta de calle de mis vecinos y los pegué en la mía. Parecía una casa deshabitada desde hacía mucho tiempo.

Todo ese trabajo, esa enorme construcción de vacío, realizado con esmero y paciencia, ahora se venía abajo porque había alguien en el correo detrás de mí. Pero yo no iba a entregarme sin luchar. Entonces tomé una silla y me senté frente a la puerta de mi casa, en la vereda. Llevé mi botella de whisky y la puse a un costado. El cartero aparecería tarde o temprano. La gente que pasaba me miraba con simpatía, algunos saludaban, otros hacían un comentario sobre el clima o el tránsito. No me preocupaba, porque nadie sospechaba que yo, de a poco, iba dejando de existir.

Fue inútil: el cartero no llegó. Tampoco al día siguiente. Al tercer día, cuando estaba a punto de abandonar la lucha, algo extraño ocurrió. Sentí que me observaban. Permanecí con la vista baja hasta detectar desde donde me espiaban. Sí, era la mirilla de mi vecina. Miré hacia allí, porque sabía que ella estaba detrás de ese agujero. Pasaron unos segundos interminables. Sentí un ¡clac! Me puse de pie. Tomé la botella con una mano y la silla con la otra. Empujé mi puerta con el pie, pasé y la dejé abierta. Toneladas de resignación treparon a mi espalda cuando la vi entrar.