LAS DOS MONEDAS

Al amanecer luego de una noche de borrachera común y corriente, uno recuerda fragmentos. Es imposible recuperar los saltos en la memoria, por ejemplo, cómo pasamos del primer trago al cuarto, o cuando empezó la discusión sobre la crueldad de las carreras de caballos. Recuerdo apenas el bar El Nuevo Rayo con sus luces blanquecinas y atestado de bebedores; la mesa en la vereda, nosotros tres bebiendo como si el mundo acabara esa noche. El mozo de voz ronca gritando sus pedidos al chico que servía las copas a cuatro pasos de distancia. Y el viento frío de la noche.

Recuerdo el regreso, la sensación de caminar tambaleándome por calles oscuras y un olor nauseabundo y persistente. Uno de mis amigos acompañándome hasta la puerta, aunque bien podría haber sido el otro. Y ahora, cuando lo pienso y esfuerzo la memoria, creo recordar un tintineo al acostarme. Pero esto último podría ser un invento de mi mente.

A la mañana siguiente dos monedas brillaban en el piso entre mis zapatos y mis pantalones. Eran de distinto tamaño, pequeñas, plateadas, y aparentaban ser antiguas o estar muy gastadas. Siempre hay monedas en el piso del dormitorio, porque suelo sacarme los pantalones sentado en la cama y caen y ruedan haciendo círculos y espirales hasta encontrar su lugar. Pero estas no parecían comunes. Sin darles mayor importancia, me vestí como pude y bajé a desayunar. Hoy puedo ver el horror de aquel detalle.

Mi casa está vacía desde que mi esposa me abandonó y los domingos son silenciosos. A veces abro alguna ventana para escuchar los ruidos de la calle, a pesar del frío, y sentir que el mundo se mueve como siempre. Esa mañana, abotargado y descompuesto, preferí cerrar los postigos y avergonzarme de mí mismo en total aislamiento.

Por la tarde, subí a darme una ducha. En la penumbra de mi cuarto, las monedas parecían relucir. Seguían al costado de mi cama, como esperando. Las recogí y bajé para examinarlas. La más pequeña era casi del tamaño del botón de una camisa. La otra, un poco más grande. Ambas tenían un rostro humano de perfil, por un lado, muy gastado y casi indistinguible, y un extraño signo por el otro. La visión me inquietó: hace mucho tiempo que no veo rostros humanos en las monedas de uso corriente. Y el símbolo en el anverso le daba un carácter mitológico o religioso, o acaso demoníaco. Era un cuadrado con tres puntas en cada esquina y un círculo en el centro. También podía ser una cruz. No podría comprar pan con esas monedas. Sin embargo, pensé, puede que tengan un valor colosal y yo deje de ser pobre en poco tiempo.

Intrigado, intenté forzar la vista para ver el rostro en la moneda más grande. Tenía algo familiar, aunque indescifrable. Era alguien de mediana edad, pero no alcanzaba a distinguir las facciones por más que exigía la vista. Sentado en la mesa de la cocina, debo haberme quedado dormido porque comencé a soñar. Un calor extraño se apoderó de mis manos y mi rostro. De a poco la temperatura fue subiendo, mientras en mi mente surgían imágenes de animales con forma de perro y dientes de tigre que venían a despedazarme. Intentaba librarme de algo que me sujetaba y deseaba comenzar a correr. Los animales me arañaban la ropa con sus colmillos y yo gritaba en medio del calor sofocante y las mordeduras laceradas. Desesperado, lloraba y pedía y suplicaba que me liberaran y me dejaran correr, mientras mi rostro y mis manos se quemaban.

Desperté sobresaltado por el tintineo de las monedas en el piso de la cocina. Hacían círculos cada vez más pequeños hasta detenerse con un campanilleo nervioso. Ya era de noche. La pesadilla me había dejado una profunda tristeza, como la que siento ahora, y un convencimiento de estar en medio del horror. Mientras intentaba recordar lo que había vivido, mi teléfono comenzó a sonar. Era Jorge, compañero de borrachera, que pretendía preocuparse por mi resaca.

– Apenas si logro recuperarme de a poco. – le dije – Ya no estamos para estos excesos. – Le pregunté si recordaba algo de unas monedas.

– Claro que sí. – Fue la respuesta. – Cuando te caíste, cruzando la plaza, fuiste a parar de narices en el pasto sobre ellas. Estabas feliz. Dijiste que era un signo de los nuevos tiempos. Que simbolizaban la riqueza que te llegaría.

Recogí las monedas del piso de la cocina. En ese momento sentí, sobresaltado, una presencia detrás de la puerta de calle. Mi casa tiene un pasillo muy largo hasta la entrada, pero yo sabía que había alguien ahí, esperando que le abra. Comencé a sentir miedo, petrificado bajo la lámpara de la cocina. Pasó el tiempo y la presencia seguía allí. Recién entonces escuché los golpes en la puerta. Mi casa estaba a oscuras, salvo la cocina. Decidí que no abriría.

Volvieron llamar. Había cruzado el nivel del terror y comencé a temblar. Me asomé por la ventana de la cocina y distinguí una figura humana que entraba por el largo pasillo. No podía ser, nadie había abierto la puerta. Pero la silueta avanzaba a paso lento por la penumbra directo hacia mí. El terror se convirtió en pánico. Era una mujer de baja estatura y regordeta, vestida con una falda larga hasta los tobillos, el cabello muy negro. Entró a la cocina, al tiempo que yo abría el cajón de los cubiertos y tomaba un cuchillo. La mujer me miraba con unos pequeños ojos encendidos en sangre. Su rostro era andino, muy arrugado, boliviana o peruana, pensé. Dos largas trenzas negras colgaban una a cada lado sobre su pecho.

– Vengo por las chacanas*. – dijo. Su voz era segura, como si acostumbrara mandar.

Tomé las monedas de la mesa, una por vez, y se las deposité en la mano abierta. Mi pulso era titubeante y el terror hacía una mueca en mi rostro como de sonreír. La mujer cerró el puño y al mismo tiempo los ojos. Por un instante pareció sentir algo que iba desde su mano a su cuerpo todo, y se estremeció. Exhaló el aire y una sonrisa. Luego me miró y se me acercó un par de pasos. Preguntó:

– ¿Ya vio la figura?

– No, no… no se ve nada.

Eligió la moneda más pequeña y la elevó a la altura de mis ojos. La redondez brilló delante de mi nariz. Lo que vi me llenó de pavura y me hizo trastabillar. Di un paso atrás. Mi rostro estaba en la moneda plateada. Era mi cara, mi perfil, estampado con nitidez. Mi cabello descuidado y más largo, mi nariz prominente y hasta la cicatriz en la mejilla que llevo desde niño. Aún en la desesperación y el terror, pude adivinar que tenía unos cuantos años menos. La mujer sonrió satisfecha.

– Poder, amor, dinero, belleza, juventud, placer, todo está en la chacana. – dijo mientras las echaba al bolsillo de su largo vestido. – Solo hay que saber mirar.

Giró y salió de la cocina. Caminaba con el mismo ritmo cansino que al entrar. Me di cuenta de que atravesaría la puerta de calle sin abrirla. La valentía, que muchas veces es hija de la desesperación, me llevó a gritarle:

– ¡¿Y por qué son dos?!

Adiviné que sonreía en la oscuridad del pasillo. Me contestó sin darse vuelta y en voz baja:

– Una es buena, la otra mala.

Dejé el cuchillo en la mesa y me senté. La noche traía olores de humos y cenizas por la ventana. Por un instante me engañé pensando que había entendido el milagro de la suerte y de la vida. Luego, y con algo de frustración, comencé a encender todas las luces de mi casa. Desde ese día arrojo las monedas en las alcantarillas.



* Tiempo después de esta historia, y sin sorprenderme, aprendí que la chacana es un símbolo andino con cuatro escaleras (tawa) y tres puntas para referirse al mundo, al inframundo y al cielo. También se dice que es la tranca que detiene el eterno correr del agua.