Ese gesto era normal. Era tan común que, de no haberlo hecho, cualquier persona como yo parada a cuatro mesas de distancia en el pulido bar del aeropuerto o mirando los enormes aviones por encima del hombro de los que pasan, debería haberlo notado o al menos habría detectado una pequeña ausencia. Colocarse los anteojos y sacárselos, una y otra vez, era una rutina que podría ejecutar unas doscientas veces al día. Tengo un amigo que puede calcular la cantidad exacta, dependiendo de que sea un día de trabajo o no; aún cree en las matemáticas y sostiene que nuestro destino son números y que la Geometría de Cheever es poco precisa.
Hacerlo apenas se levantaba para tomar su cepillo de dientes entre los de Marta, Toni y Patty, podía sugerir que dormía con esos adminículos en el bolsillo del pijama, cosa por lo demás ridícula. Y, por ello, no perteneciente a su mundo. Odiaba lo que estuviera fuera de lugar, el desorden. Había puesto tanto empeño esa mañana en etiquetar su equipaje como el que utilizó veinte años antes para preparar su tesis de ingeniería en la universidad. Poseía el don de la prolijidad sin límites, evitando siempre que los cubos de hielo se encimaran en el vaso de whisky.
Pero las personas que le rodeaban no le merecían el mismo cuidado. Olvidaba con frecuencia que Patty, su hija de veinte años, ya no vivía con ellos; él mantenía su cepillo y lo renovaba cada tres meses, esperándola. Negaba los desacuerdos con facilidad; pretendía que su vida fuera perfecta, obligando a los demás a aceptarlo de regreso las veces necesarias. Distanciada de su padre a causa de su novio y sus costumbres extrañas que incluían drogas y desapariciones prolongadas, Patty enseñaba francés en un suburbio modesto con lo cual mantenía su propia independencia. La última vez que se vieron él le gritó una grosería y ella lloró, jurándose odiarlo. Pero él no se daba por vencido y esperaba que volviera, como siempre.
En cambio, Toni encarnaba sus sueños y anhelos con singular precisión y puntualidad. Era un alumno ejemplar de la universidad, joven educado y simpático hasta la perfección. Solo defraudaba a su padre por un indisimulado amaneramiento, una femineidad tan notoria que le ganaba un cierto pesar de conciencia; tal vez fuera otra venganza de la madre.
Se colocaba los anteojos durante el desayuno que Marta preparaba y él dejaba casi intacto al tiempo que su vista corría por las páginas del periódico. Ella le hablaba acerca de la necesidad de renovar el seguro de la casa de la playa y de los perros que requerían la visita del veterinario y de las calificaciones ejemplares de Toni.
- Supongo que no me estás escuchando, querido. — Un toque como ese le bastaba para ponerse de mal humor.
- Tu hijo necesita que le hables. Está regresando algo tarde por las noches y ha perdido el grupo de teatro.
- Es grande. — contestaba ausente, mientras entraba al living a buscar su portafolios y su bolso de viaje. Otra vez el gesto, cuando separaba los papeles que lo torturarían durante la jornada. El banco debía prestarle dinero a su empresa y así evitaría la quiebra, los despidos, el fin de su sueño y el desgarrado dolor de sentirse desechado, apartado del sistema que había defendido toda su vida. Recorrer los amigos pidiendo una limosna, desenterrar viejas relaciones, olvidar los rencores una vez más. No, eso no iba a pasarle a él. Los hombres construyen empresas como una aventura, un divertimento liviano, lleno de entusiasmo, cuando no quieren ser dependientes, o servir mesas en un bar, o conducir un taxi. Y luego esa aventura esclaviza a todos al punto de sentir que su desgracia equivale a la noche final.
Marta había dejado de hablar; recostada en un sillón del living miraba en TV las noticias de la mañana. Era de esas mujeres muy bellas hasta los treinta, pero que habían perdido la gracia, como si el fluido que hace brillar los ojos se hubiera escapado por algún poro oculto. Abandonó sus estudios de arquitectura y una posible carrera como modelo para casarse, y desde un tiempo atrás se torturaba pensando que había regalado su vida.
Toma con dos dedos el vidrioso objeto en el bolsillo alto de su chaqueta, ahora que el mozo pone la cuenta en su mesa, me mira, o más bien pasa sus ojos vacíos sobre el lugar que ocupo, deja caer la patilla, los sube hasta la nariz y, entrecerrando apenas los ojos, vuelve a ver los números, las letras y lo demás. Ahora lo observo desde un lugar un poco más elevado, me he movido hacia el gran espacio abierto donde allá abajo se disponen las boleterías, en el nivel en que estacionan los autos. Cincuenta años, el pelo rubio cortado con precisión de orfebre, y unas cuantas arrugas a los lados de los ojos y del mentón, era el retrato clásico de un hombre que supo ser galán en otra época. La ropa elegida por Marta, ni tan informal ni tan seria, no reflejaba el desprecio que ella depositaba en él; cubriendo todos sus detalles con gran cuidado, velando por su presencia, su atildamiento y hasta su perfume, ella se vengaba serena, días tras día. En la última fiesta de los Ruipers, los vecinos médicos, cuando la hija mayor del dueño de casa anunció que dejaría la universidad, ella rompió en un llanto desconsolado que perturbó la noche y los tragos y los escotes elegantes de las mujeres.
Cuando la llevaron al dormitorio entre lágrimas, él no quiso entrar a verla. Prefirió ir despacio a sentarse en el jardín a escuchar los detalles de la última inversión del rector del colegio en tres bebederos nuevos, mezclada con los avances en jardinería del señor Ruiper. Durante años había negado esa realidad, la clara visión de su esposa, obligada por él a no tener una vida, a no respetarse y cuidarse, a abandonar sus íntimos gustos y su carrera promisoria, para reemplazarlos por el enorme placer de verlo satisfecho. Perseguir su aprobación tanto en el sexo como en la cocina, en las reuniones o cuando él revisaba las camisas nuevas que ella le dejaba sobre la cama. Y él le pagaba administrando ese reconocimiento, para que nunca se agotara.
Ahora intenta leer la cuenta y nota que los vidrios están sucios. Una rubia pasa a su lado vestida como para una gala. Se pregunta por qué alguien sube a un avión con ropas de etiqueta. Tal vez quieran morir elegantes, tal vez piensan que es la última vez; tal vez se preparan para una cita con El más grande, se dice, limpiando con una franela los anteojos que brillan y me miran sin ojos desde sus manos blancas. Pero el hombre se queda observando esa cintura que se aleja. Lo invade una sensación de tiempo perdido, de haberse gastado la vida sin recorrer sus pasadizos, sus lujos, sin tomar nunca ese licor. No se animó a aprender saxo, no hizo ese viaje por Europa, no se decidió a llamar a la señora Ruiper. ¿Por qué nunca compró ese velero que veía pasar cuando niño, el mismo con el que sueña desde que hace quince años subió a toda su familia a uno para pasear por el Delta?
Los vidrios juegan entre sus dedos y la cadencia de las caderas que se van.
Deja caer una patilla dando tiempo a que desaparezcan esos pensamientos perturbadores. Otra vez los marcos se posan en su nariz un poco arqueada. No sin dificultad mira el pequeño papel; yo lo observo desde mi lugar de privilegio, un tanto elevado. Lo veo sacar la billetera del bolsillo, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Nunca pensó demasiado en serio en el dinero, en las cosas que podría hacer con él, pero un súbito sentimiento de haberlo ganado sin saber gastarlo le recorre el estómago de abajo hacia arriba, entrándole por la garganta. ¿O no es eso?
Marta quiere desde hace tiempo una casa nueva. Podría habérsela comprado; al fin y al cabo, mantiene un buen ahorro, por más que la empresa estuviera en serias dificultades. Pero gastarlo era una idea descabellada, y menos en cosas innecesarias como un velero, algo fuera de lugar. Deja el dinero exacto y vuelve a pasar sus ojos un poco más vidriosos por donde estoy al tiempo que se saca los anteojos y parece que quisiera ensayar una sonrisa. El aire está limpio. Tengo ganas de sonreírle y hablarle, gritarle, hacerle señas, cualquier cosa que impida que se levante de esa silla. En ese instante, para siempre imperturbable, que demore ese gesto de mover el índice hacia el mozo, que permanezca un poco más, porque veo que su pecho se está cargando de un líquido espeso. Algo me atrae hacia él a la vez que me empuja a descender, mientras un poco de confusión le invade el cerebro y sus manos comienzan a temblar, al tiempo que un frío se le instala en los riñones. Su rostro toma un tono rosado, ahora más rojo, hasta casi volverse el color del agua del Delta. Deja caer los anteojos que se deslizan por el pulido piso hacia mí, que voy a su encuentro desde arriba a abajo empujado por la fuerza de mil tifones. Su corazón deja de latir y el hombre rubio cae hacia adelante entre un desparramo de mesas y sillas, ante la mirada atónita de las otras personas que detienen su café.
En ese momento comprendo la verdad, un doloroso fogonazo de conciencia, como aquella vez que el reflejo del sol del atardecer oblicuo sobre el río me dio en los ojos, me golpeó, me cegó, y me hizo volver a la realidad y sentir el buen momento que estábamos pasando. Un hecho tan casual para que olvidara la oficina y los problemas y sintiera el enorme privilegio de estar ahí, inserto en el hermoso paisaje y disfrutándolo junto a Marta y los niños pequeños, navegando por el Delta.