EL CABALLO DE TROYA

 

Es sábado. Estamos en invierno. Las nubes cubren el cielo de la mañana y hacen descender un frío extraño. Son las diez, pero el aire parece el de las siete de la tarde. Estoy listo para comenzar. La empleada no ha venido hoy, por suerte, enferma como es su costumbre. Mi esposa está trabajando y los niños han salido con esas amables familias que saben disfrutar el fin de semana en zoológicos y parques, y a veces nos hacen ese favor. Como dije, estoy listo para comenzar a escribir.

La historia me fue obsequiada por mi amigo A.B.; no dudo de su veracidad, puesto que es un hombre en esencia concreto que no gusta de navegar entre inventos y fantasías y que disfruta de una admirable precisión al momento de poner ambos pies sobre la tierra. Acaso yo no podrá ser tan fiel al elegir las palabras; el hecho de que se trate de un delito cometido hace muy poco tal vez me obligue a distorsionar algunos detalles. La obsesión de un escritor aficionado es alcanzar la belleza a cualquier costo, pero no puedo defraudar demasiado a A.B. No tanto por lo mucho que se enojaría su mente veraz, sino porque no quiero privarme de recibir otras historias semejantes que él recolecta en bares y tugurios tan atroces que no puedo imaginar. El relato se denomina El Caballo de Troya, nombre que vino con la historia porque no hay otro que se ajuste mejor a los incómodos hechos que la pueblan.

Voy por el tercer café y aún no he comenzado. Mi esposa llegará en un rato más y todavía me resta cumplir algunos de sus encargos como comprar el pan y retirar sus sandalias de la zapatería que está cruzando la calle. Adoro que me deje tareas para hacer así cuando regresa puedo poner cara de estúpido y decir - Mm.... - Lo olvidaste. - avanza ella con desazón y cierta cuota de adrenalina adicional que cosechó a su paso por el centro de la ciudad. - Lo olvidé. - refrendo.

Entonces ella blande amenazadora el papel que dejó sobre la mesa antes de irse, mi estupidez adquiere carácter de epopeya y se vuelve pública provocando que los niños rían divertidos y la anécdota pase a integrar una vez más la galería de cuentos que les hacen reír después de la cena. Debo concentrarme en la historia y comenzarla antes que ella llegue. Según A.B., la escuchó de boca de su protagonista, un hombre alto y hermoso, de buena figura, aunque luego fue confirmada por testigos oficiosos que nunca faltan en un barrio como este. Mi amigo vive cruzando nuestra calle, en una zona arbolada del punto central de la ciudad, justo donde la urbe comienza a perder su señorío europeo y las casas se vuelven bajas, como aplastadas por su propia mediocridad. En este escenario ocurrieron los hechos que involucraron al apuesto señor y a ella. Gloria es una típica mujer de ciudad, con sus veinte años gastados en busca de un marido que la llevara a vivir más al norte, a esa zona elegante donde la ciudad se arruga por la presión del río y de los bosques. Su padre, policía retirado y viudo, prestaba servicios de vigilancia en un frigorífico en Paternal. Este dato es crucial, como veremos, pero nadie lo relacionó hasta muy tarde. Recuerdo haberla visto alguna vez, en la panadería o en el mercado, con unos blue jeans oscuros y apretados, los ojos negros muy pintados, discutiendo el precio de la cebolla o las bondades de que hubieran ocupado la casa de al lado porque eso le ahuyentaba las ratas. Su cabello rojo, que en otro momento podía ser rubio, era una marca de pertenencia a un grupo difuso. Parecía una de esas niñas mal alimentadas que lucen mientras pasan, que se notan porque no están, que se apagan. Pero ahora que lo pienso, quizás era solo una imagen más de nuestro barrio engañoso. Raquel despreciaba ese tipo de mujeres.

Alguna vez la cruzamos juntos en la calle, y ella hizo un comentario de muy mal gusto, que no alcanzo a recordar. Y cuando le mencioné la historia de A.B. me miró con lástima por mi futuro inevitable - Escribiendo esas tonterías... - dijo, abatida.

Debo decir que me decidí por esa trama por lo que tiene de policial, como se verá, pero en realidad me gustaba más la anécdota que me contara mi esposa, y que ella escuchara en el subterráneo. Raquel suele alimentarme de pequeños trozos de historias, pareceres, chismes y reflejos para que yo pueda crear algo aceptable. Trataba de una madre abandonada por su hija en un hospicio. Hablaba, entre empujones y frenadas del último vagón del subterráneo, la tía de la muchacha que venía de visitar a su hermana. Pensé en los dulces sentimientos que implica el abandono, aún para la joven atroz, liberada por fin. Podría haber recorrido los laberintos de la relación entre una madre desequilibrada y una hija demasiado práctica. Se pueden investigar trazos de carácter en los hechos más insulsos o corrientes de la vida, aunque nunca podremos asimilar todo el compendio infinito que origina un lugar como este, esta ciudad patética y cruel. Eso fue unos días atrás, mientras Raquel dejaba su bolso, cansada y excitada, y adornaba un poco la historia para mí. La mujer anciana deambuló varias noches por nuestra calle y otras más allá, yo la debía haber visto. No, no la vi, ensimismado recordando su historia. La joven la hostigaba. La espiaba y la seguía, oculta entre los árboles y las sombras, pretendiendo ante los vecinos que la cuidaba. La anciana fingía caminar sin rumbo para evitar la opresión. Se defendía como su mente perturbada se lo aconsejaba. La ajada mujer del subterráneo no entendía esto, y pensaba presentar cargos de abandono contra su sobrina. Supuse que sería una buena idea dejar esta historia para más adelante, pero las fantasías no ceden. Raquel va a querer saber en qué he desperdiciado la mañana, y debo tener algo que mostrarle, aunque sea unos papeles ilegibles. Espero que haya viajado bajo tierra, pero hoy es sábado y la concurrencia será menor y no creo que encuentre a la hermana de la desquiciada. Vengo de la zapatería. Mi esposa encargó un tipo de trabajo que no es sencillo, y el señor zapatero me ha dicho que vuelva el lunes. Sin importarle en lo más mínimo el escándalo que padeceré cuando ella llegue. - No fuiste... -dirá, mirándome - Sí, fui, pero me dijo... - y de nuevo la explicación que se me cae de los labios sin muchas ganas. - Perdiste toda la mañana encerrado en tu estudio. SI por lo menos pudieras descifrar la historia que te conté... Es buena, da para mucho. ¿Con qué zapatos iré a la fiesta esta noche? - ¿Fiesta? - No te hagas el tonto... - ¿Qué fiesta?

Otra vez los niños comienzan a murmurar sonrientes y yo corro en busca de mis papeles para mostrarle que he pasado toda la mañana con su historia. Aunque un poco de suerte me permitirá que los vea a la distancia y no notará que se trata de El Caballo de Troya y olvidará que yo no recordaba la fiesta de esta noche en el colegio de los niños. - Bueno, por lo menos has trabajado. Llamaré a mi prima para que me preste unos zapatos que se compró cuando ascendieron a su marido. - Dice, con bien estudiada intención, y se encierra en nuestro cuarto. Yo regreso a mis papeles y a la historia, en paz.

Gloria conoció al protagonista, que llamaremos López, en una de esos bailes que los sábados pueblan la calle Rivadavia antes de llegar a Caballito. Conoció es un decir, porque él provocó el encuentro. Bailaron y bebieron. Tal vez se dieron unos besos en la esquina más oscura del local. La invitó para una salida al día siguiente en los bosques de Palermo, helado de por medio. Allí disfrutaron del sol y se tomaron de la mano. Gloria pensaba más en la cama que en el césped que aplastaban. Él continuó su farsa, inmutable. De regreso, le confesó que nunca se había sentido así con una mujer de las muchas que tuvo. Sabía que eso le molestaba, pero también que las mujeres admiran, aunque lo nieguen, a los hombres mujeriegos. Pasaron días y noches de encuentros cada vez más sinceros y entregados, más calientes y enamorados. El galán tenía su estrategia y su objetivo. Un día desapareció. Al segundo día sin saber de él, Gloria enloqueció, pero tuvo su recompensa cuando llegó de sorpresa inundándola de regalos y besos. Esto la convenció que era hora de presentarlo a la familia, lo que tal vez merecería una ocasión especial, tal vez una fiesta en su casa con el pretexto del cumpleaños de la abuela, total la excusa es lo de menos en estos casos. El padre de ella pidió un día de descanso especial en el frigorífico para el día siguiente, y lució su mejor traje sin dejar de lado su revólver calibre 38 en la cintura, por las dudas. López estaba muy elegante, y ella encaró por fin las doce cuotas del vestido que había temido comprar para Navidad. Él fue el centro de las miradas y ella su reflejo inconsciente. Fueron felices y todo terminó en paz.

La fiesta en el colegio fue aburrida, como es costumbre, y Raquel llegó cansada y subió a acostarse sin despedirse. Yo rejunté mis papeles desordenados y encontré alguna anotación de la otra historia, que podría llamarse El Abandono o La Vejez en la Ciudad, pero mi fuente se encontraba cuatro metros por encima de mi cabeza, dormida, y no tenía cómo seguir. Preparé un abundante whisky. Sonó el teléfono. Era mi suegra con un montón de problemas que no quise escuchar. Me deshice de ella. Raquel bajó. Preguntó qué estaba haciendo y cuando le dije me contó que encontró a la sufrida tía en el subterráneo y se decidió a encararla. - Miremos la cantidad de cosas que hago por tu escritura - dice. - Pero yo pensaba escribir sobre... - No me digas nada, necesitas más datos. Estas cosas no pueden ser solo ficción. La realidad siempre supera a la invención más prolija y creativa. Vayamos a la vieja... - su rostro estaba espléndido - Yo no podía decirle que había escuchado su conversación de unos días antes, así que encaré por el lado del tiempo y el frío. Luego pasamos a las diferentes formas de calefacción de la casa y de ahí a la suerte de tener una familia pequeña y enseguida llegamos a la sobrina, porque ella es solterona. Mira los trabajos que me tomo... - Gracias. - atiné a decir. - La cosa es que los doctores dicen que la pobre mujer no está para el loquero. Apenas un poco de esclerosis, natural a esa edad. Reconocen cierta tendencia al pánico, lo que es inusual en personas tan maduras, y una manía persecutoria que la tía adjudica a las actitudes de la sobrina y el médico a una sobredosis de Sofrenol. Yo sospecho que debe haber algo de herencia por algún lado. - Sí - dije - muchas veces los genes influyen. - No, tonto, de dinero, de cosas por cobrar o propiedades, algo por lo cual la quieren declarar loca a la vieja. - ¡Ah! - dije, desconectado. Comenzaba a deprimirme por el espectáculo de esa miseria que nos hace odiar, relegar o matar a aquellos que antes amamos y solo por unas pocas monedas. Para deprimirme no necesito a mi esposa. Agradecía que me dijera tonto y no estúpido. Ella se dio por vencida y retornó a la cama. Yo retomé con esfuerzo El Caballo de Troya en la parte en que López invita a Gloria a cenar a la costanera. Para ella eso era acercarse al norte, al río, a los bosques. A su sueño de joven de oscuros jeans ajustados, que vive en la parte pobre de la ciudad, en los confines. A.B. daba su versión, que tal vez favorecería al hombre. Supongamos que hicieron el amor en los bosques, en el auto, en la noche. Eran detalles en los que mi amigo abundaba para hacerme más llevadera la historia, aunque mi objetivo natural le pasaba desapercibido. Gloria supo de su galantería, y él de su ardoroso amor. Hubo chocolates y un anillo, baratija conseguida a precio de liquidación. Como siempre, las historias se desencadenan en unas pocas horas. Había declarado que su cumpleaños era el dos de mayo; hasta el cansancio machacaba que cuando tuviera hijos no iba a transigir en cambiar la fecha de los festejos de cumpleaños porque es incómoda o poco apropiada. Y ese dos de mayo la casa de Gloria era una fiesta. Por todos lados aparecían los amigos que querían compartir un trago con el futuro marido, con el próximo señor de la casa, al que por fin ella había dado el sí definitivo, aunque hubiera que celebrar un martes, día incómodo si los hay. El padre se negaba a beber porque mañana era día de pago y de transporte de caudales importantes. Le bastaron dos tragos para tomar el revólver del viejo y cambiarle las balas por unas de fogueo. En un rato le hizo el amor hasta dejarla agotada en el zaguán. En minutos atracó el camión del frigorífico y se llevó unos cuantos cientos de miles. Le bastó una mirada para ver como su futuro suegro le disparaba, intentaba matarlo sin suerte, aunque nunca lo reconocería. Así termina El Caballo de Troya. Mientras agoto con rapidez el whisky me someto al juicio de la hermosa mujer que baja las escaleras. Viene con dolor de cabeza producto de mi falta de creatividad o de mi poco apego a la constancia y a la dedicación, que han hecho de mi carrera un desastre. Me dispongo a escuchar cómo termina su cuento El Abandono o La Vejez en la Ciudad. Prepara un té y sus manos finas recorren mi espalda y se disponen a regalarme muchas caricias, no sin antes recordarme lo que aún debo hacer. Mañana encontrará la ocasión para hablarle a la mujer del subterráneo, utilizando el aumento de los combustibles que ha hecho que la gente se amontone en los vagones. Le preguntará qué tanto dinero posee su hermana de ella, así como los detalles de la vida sentimental de la sobrina, que le traerán más luz a la situación. Yo escribiré lo que Raquel me diga. No tengo otra posibilidad.