LAS DOS HERENCIAS

La historia, o su reflejo incompleto, me fue contada repetidas veces por el mismísimo Dr. Orlando Fígari, antiguo abogado del fuero local, tan desprestigiado como siniestro, tan lúcido y rapaz. En todo caso, su veracidad proviene más de la condición de miserable del relator que de los hechos que trataré de reproducir sin la tentación de la (imposible) hazaña de explicarlos. Hace poco, los escasos amigos despidieron al Dr. Fígari en la Chacarita, aliviados.

Era invierno, creo que dijo del setenta, mucho antes de su relato, recién alquilado su estudio en Corrientes y Uruguay, aún despoblado de muebles y clientes. El hombre que llega y se sienta delante de él no parece abatido ni preocupado, apenas cierto nervio denota su cara color ceniza.

- Perdone, pero nunca vi a un abogado – dijo.

Mencionó llamarse Ernesto o Eduardo Suarez, y ser de Morón, mayorista de golosinas o algo así, la memoria de don Orlando no es muy clara; recuerda sí los ojos vacíos y las enormes manos, el día muy frío y sus cuentas sin pagar.

Explicó que descendía de los portugueses de la región del Torco, por si le importa. Su bisabuelo hubo sido el Conde de Rezende, él lo sabía, amigo de la familia de donde luego salió ese animal de Franco. Una carta reciente le había compelido a viajar a Portugal, a buscar la herencia de un tal Marco Prete Rezende, hacendado y militar, ignorada y cuantiosa, (según) escribe el albacea indiscreto.

- Se imagina la alegría, pero no sabemos qué hacer. Tenemos que vender la camioneta para pagar el pasaje. ¿Y después?

Siempre que uno intuye su suerte algún otro presiente su desgracia. Orlando no tenía otra intención que manipularlo, su cabeza era rápida y sus necesidades hartas. Le habló de Joachem Pribilla, de Manheim, un doctor que de estudiante había conocido en Bariloche y con quien se carteaba con frecuencia. Él podría aclarar el asunto. No le comentó del almacén de Comodoro Rivadavia donde sus compañeros abandonaron al germánico por motivos de una prostituta muerta; y de cómo él había conseguido que lo deportaran durante el onganiato.

- Herr Pribilla sabrá evaluar los riesgos – le dijo – es abogado y es alemán, ¿entiende? Pero necesito ver la carta.

Al día siguiente un tren lo depositaba cerca de la camioneta que lo llevaba hasta la casa que había sido de bloques y ahora paría una segunda planta a medio construir y que simbolizaba el progreso del comerciante ante sus vecinos.

Una mujer arreglaba el jardín con denodada actitud, roja de sudor, manos pequeñas, caderas grandes, bellísimo rostro. Orlando no pudo disimular el nervio en la voz cuando preguntó por Suarez, y mil ideas tramposas cruzaron su mente al tiempo que la mujer dejaba los retoños y le regalaba una sonrisa que no pudo valuar.

La carta destilaba portuñol, aunque parecía verídica, y el señor Suarez la trataba con sumo cuidado al ir y venir por la sala. Pactaron escribir a Pribilla y que testara la verdad de la situación; el abogado fijó sus honorarios en un gentil diez por ciento. El tren lo vomitó en Buenos Aires al anochecer mientras la mujer rondaba sus pensamientos más obscenos.

A partir de ese día y cada quince, un estudiante de leyes llamado Néstor Maciel, vago de vocación, escribía las cartas que Orlando le dictaba sobre las mesas del bar de Paseo Colón y Belgrano a cambio de promesas varias, y las firmaba con un simple tu amigo J. Pribilla. Las averiguaciones denotaban progresos importantes. En la tercera misiva, ya había viajado a Lisboa. En la cuarta mencionaba sus ingentes gastos que ya ascendían a ocho mil dólares. Siempre saludaba al lejano cliente y a su familia; en todas decía que lo esperaría en Frankfurt cuando los trámites estuvieran a punto.

Cada quince días Orlando Fígari tomaba el mismo tren. Llegaba al anochecer, culpa de tantas obligaciones, y cenaba con el matrimonio. La mujer servía el vermouth. Él leía la carta donde Pribilla mencionaba contactos importantes y gravosos artículos del Código Civil portugués. Con seguridad podían ser esquivados para bien de todos. Mientras tanto, acariciaba con los ojos a la mujer, de arriba abajo, romántico y lascivo. Ella no parecía asombrarse demasiado.

Suarez había puesto en venta su camioneta para ganar tiempo, pensando en el futuro que les esperaba. El doctor les ayudaba en los planes. La mujer sonreía y agradaba, simple y curiosa. El viaje se hacía inminente.

La vida nos regala golpes y algunos son de suerte, decía Orlando. Decidió verlos un domingo al mediodía, de puro aburrido o curioso, o para cambiar. Era verano, pesado y húmedo, y se encontró con que el hombre estaba pescando y no regresaría hasta la noche. Cumplió con el ritual de leer al ya experto Maciel, o Pribilla, mientras la mujer cocinaba y transpiraba y él impostaba la voz a sus espaldas, dándole realismo y magia al papel, mirando su cintura.

Un lector avispado me ahorrará relatar como terminó esa tarde, y las que siguieron, ya sin cartas ni vermouth, con el buen hombre pescando y el doctor disfrutando.

En los días siguientes, por fin, Orlando dio con el verdadero Pribilla, que acababa de salir de la cárcel de Stuttgart luego de cinco años y por motivos que todos desconocemos. Los datos del vuelo fueron claros; el procedimiento, también. El pago era abundante, el poder escrito por Suarez antes de partir serviría para imitar su letra prometiendo un dilatado regreso. Pero esas cartas debían llegar a la mujer, con matasellos de Portugal, mientras el doctor se instalaba en la casa del ausente y comenzaba una nueva vida.

En este apuro es necesaria una aclaración: nunca le pregunté a Orlando qué buscaba, cuánto tiempo podría durar aquello ni cómo lo había pensado resolver. Me limité a escuchar una y otra vez su relato, entre los ataques de tos y las ginebras. No me importaba entender, sino solo saber y conocer. El rapaz creía poder manejarlo.

Según dice, algo salió mal en Frankfurt y Suarez esquivó su suerte y no terminó apuñalado en el baño de un bar de la Banhoff como estaba previsto. Tomó un tren a Barcelona y, vía Madrid, llegó a Lisboa con Pribilla pisándole los talones, urgido por cumplir el convenio, persiguiéndolo hasta la mismísima escribanía frente a la cual había alquilado un departamento el alemán.

En este punto del relato, el rostro azulado del doctor Orlando Fígari, taimado fabulador, adquiere una sombra más; una pausa lo anima.

- Ese hijo de puta cobró la herencia, y no apareció más por Buenos Aires. Olvidó su casa y su mujer, y su negocio. Se evaporó, pero sin morir. Sabemos que vive en Madrid. Nunca conocí la suerte del alemán, aunque suponemos que cobró lo pactado, y mucho más, por no matarlo. – Hace una larga pausa. – Nosotros nos mudamos de Morón al año siguiente, cuando comenzaron a llegar los hijos.

Paga su café y sale caminando por Paseo Colón, entre la arboleda que se lo traga y los pensamientos sobre los oscuros designios de algún dios que quiso castigarlo dejándole una herencia.









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