10

LAS DECISIONES DE MAESE SAMSAGAZ

Frodo yacía de cara al cielo, y Ella-Laraña se inclinaba sobre él, tan dedicada a su víctima que no advirtió la presencia de Sam ni lo oyó gritar hasta que lo tuvo a pocos pasos. Sam, llegando a todo correr, vio a Frodo atado con cuerdas que lo envolvían desde los hombros hasta los tobillos; y ya el monstruo, a medias levantándolo con las grandes patas delanteras, a medias a la rastra, se lo estaba llevando.

Junto a Frodo en el suelo, inútil desde que se le cayera de la mano, centelleaba la espada élfica. Sam no perdió tiempo en preguntarse qué convenía hacer, o si lo que sentía era coraje, o lealtad, o furia. Se abalanzó con un grito y recogió con la mano izquierda la espada de Frodo. Luego atacó. Jamás se vio ataque más feroz en el mundo salvaje de las bestias, como si una alimaña pequeña y desesperada, armada tan sólo de dientes diminutos, se lanzara contra una torre de cuerno y cuero, inclinada sobre el compañero caído.

Como interrumpida en medio de una ensoñación por el breve grito de Sam, Ella-Laraña volvió lentamente hacia él aquella mirada horrenda y maligna. Pero antes de que llegara a advertir que la furia de este enemigo era mil veces superior a todas las que conociera en años incontables, la espada centelleante le mordió el pie y amputó la garra. Sam saltó adentro, al arco formado por las patas, y con un rápido movimiento ascendente de la otra mano, lanzó una estocada a los ojos arracimados en la cabeza gacha de Ella-Laraña. Un gran ojo quedó en tinieblas.

Ahora la criatura pequeña y miserable estaba debajo de la bestia, momentáneamente fuera del alcance de los picotazos y las garras. El vientre enorme pendía sobre él con una pútrida fosforescencia, y el hedor le impedía respirar. No obstante, la furia de Sam alcanzó para que asestara otro golpe, y antes de que Ella-Laraña se dejara caer sobre él y lo sofocara, junto con ese pequeño arrebato de insolencia y coraje, le clavó la hoja de la espada élfica, con una fuerza desesperada.

Pero Ella-Laraña no era como los dragones, y no tenía más puntos vulnerables que los ojos. Aquel pellejo secular de agujeros y protuberancias de podredumbre estaba protegido interiormente por capas y capas de excrecencias malignas. La hoja le abrió una incisión horrible, mas no había fuerza humana capaz de atravesar aquellos pliegues y repliegues monstruosos, ni aun con un acero forjado por los Elfos o por los Enanos, o empuñado por Beren o Túrin. Se encogió al sentir el golpe, pero en seguida levantó el gran saco del vientre muy por encima de la cabeza de Sam. El veneno brotó espumoso y burbujeante de la herida. Luego, abriendo las patas, dejó caer otra vez la mole enorme sobre Sam. Demasiado pronto. Pues Sam estaba aún en pie, y soltando la espada tomó con ambas manos la hoja élfica, y apuntándola al aire paró el descenso de aquel techo horrible; y así Ella-Laraña, con todo el poder de su propia y cruel voluntad, con una fuerza superior a la del puño del mejor guerrero, se precipitó sobre la punta implacable. Más y más profundamente penetraba cada vez aquella punta, mientras Sam era aplastado poco a poco contra el suelo.

Jamás Ella-Laraña había conocido ni había soñado conocer un dolor semejante en toda su larga vida de maldades. Ni el más valiente de los soldados de la antigua Gondor, ni el más salvaje de los orcos atrapado en la tela, había resistido de ese modo, y nadie, jamás, le había traspasado con el acero la carne bienamada. Se estremeció de arriba abajo. Levantó una vez más la gran mole, tratando de arrancarse del dolor, y combando bajo el vientre los tentáculos crispados de las patas, dio un salto convulsivo hacia atrás.

Sam había caído de rodillas cerca de la cabeza de Frodo; tambaleándose en el hedor repelente, aún empuñaba la espada con ambas manos. A través de la niebla que le enturbiaba los ojos entrevió el rostro de Frodo, y trató obstinadamente de dominarse, y no perder el sentido. Levantó con lentitud la cabeza y la vio, a unos pocos pasos, y ella lo miraba; una saliva venenosa le goteaba del pico, y un limo verdoso le rezumaba del ojo lastimado. Allí estaba, agazapada, el vientre palpitante desparramado en el suelo, los grandes arcos de las patas, que se estremecían, juntando fuerzas para dar otro salto, para aplastar esta vez, y picar a muerte; no una ligera mordedura venenosa destinada a suspender la lucha de la víctima; esta vez matar y luego despedazar.

Y mientras Sam la observaba, agazapado también él, viendo en los ojos de la bestia su propia muerte, un pensamiento lo asaltó, como si una voz remota le hablase al oído de improviso, y tanteándose el pecho con la mano izquierda encontró lo que buscaba: frío, duro y sólido le pareció al tacto en aquel espectral mundo de horror la redoma de Galadriel.

—¡Galadriel! —dijo débilmente, y entonces oyó voces lejanas pero claras: las llamadas de los Elfos cuando vagaban bajo las estrellas en las sombras amadas de la Comarca, y la música de los Elfos tal como la oyera en sueños en la Sala de Fuego de la casa de Elrond.

Gilthoniel A Elbereth!

Y de pronto, como por encanto, la lengua se le aflojó, e invocó en un idioma para él desconocido:

A Elbereth Gilthoniel
o menel palan-diriel,

le nallon sí dinguruthos!
A tiro nin, Fanuilos!

Y al instante se levantó, tambaleándose, y fue otra vez el hobbit Samsagaz hijo de Hamfast.

—¡A ver, acércate bestia inmunda! —gritó—. Has herido a mi amo y me las pagarás. Seguiremos adelante, te lo aseguro, pero primero arreglaremos cuentas contigo. ¡Acércate y prueba otra vez!

Como si el espíritu indomable de Sam hubiese reforzado la potencia del cristal, la redoma de Galadriel brilló de pronto como una antorcha incandescente. Centelleó, y pareció que una estrella cayera del firmamento rasgando el aire tenebroso con una luz deslumbradora. Jamás un terror como este que venía de los cielos había ardido con tanta fuerza delante de Ella-Laraña. Los rayos le entraron en la cabeza herida y la terrible infección de luz se extendió de ojo a ojo. La bestia cayó hacia atrás agitando en el aire las patas delanteras, enceguecida por los relámpagos internos, la mente en agonía. Luego volvió la cabeza mutilada, rodó a un costado, y adelantando primero una garra y luego otra, se arrastró hacia la abertura del acantilado sombrío.

Sam la persiguió, vacilante, tambaleándose como un hombre ebrio. Y Ella-Laraña, domada al fin, encogida en la derrota, temblaba y se sacudía tratando de huir. Llegó al agujero y se escurrió dejando un reguero de limo amarillo verdoso, y desapareció en el momento en que Sam, antes de desplomarse, le asestaba el último golpe a las patas traseras.

Ella-Laraña había desaparecido; y la historia no cuenta si permaneció largo tiempo encerrada rumiando su malignidad y su desdicha, y si en lentos años de tinieblas se curó desde adentro y reconstituyó los racimos de los ojos, hasta que un hambre mortal la llevó a tejer otra vez las redes horribles en los valles de las Montañas de la Sombra.

Sam se quedó solo. Penosamente, mientras la noche del País Sin Nombre caía sobre el lugar de la batalla, se arrastró de nuevo hacia su amo.

—¡Mi amo, mi querido amo! —gritó. Pero Frodo no habló. Mientras corría hacia adelante en plena exaltación, feliz al verse en libertad, Ella-Laraña lo había perseguido con una celeridad aterradora y de un solo golpe le había clavado en el cuello el pico venenoso. Ahora Frodo yacía pálido, inmóvil, insensible a cualquier voz.

”¡Mi amo, mi querido amo! —repitió Sam, y esperó durante un largo silencio, escuchando en vano.

Luego, lo más rápido que pudo, cortó las cuerdas y apoyó la cabeza en el pecho y en la boca de Frodo pero no descubrió ningún signo de vida, ni el más leve latido del corazón. Le frotó varias veces las manos y los pies y le tocó la frente, pero todo estaba frío.

—¡Frodo, señor Frodo! —exclamó—. ¡No me deje aquí solo! Es su Sam quien lo llama. No se vaya a donde yo no pueda seguirlo. ¡Despierte, señor Frodo! ¡Oh, por favor, despierte, Frodo! ¡Despierte, Frodo, pobre de mí, pobre de mí! ¡Despierte!

Y entonces la cólera lo dominó, y levantándose corrió frenéticamente alrededor del cuerpo de su amo, y hendió el aire con la espada, y golpeó las piedras dando gritos de desafío. Luego se volvió, e inclinándose miró a la luz crepuscular el rostro pálido de Frodo. Y de pronto descubrió que ésta era la imagen que se le había revelado en el espejo de Galadriel en Lórien: Frodo de cara pálida dormido al pie de un risco grande y oscuro. Profundamente dormido, había pensado entonces. —¡Está muerto! —dijo—. ¡No está dormido, está muerto! —Y mientras lo decía, como si las palabras hubiesen activado el veneno, le pareció que el rostro de Frodo cobraba un tinte lívido y verdoso.

Y entonces la desesperación más negra cayó sobre él, y se inclinó hasta el suelo y se cubrió la cabeza con la capucha gris, mientras la noche le invadía el corazón, y no supo nada más.

Cuando al fin las tinieblas se disiparon, Sam levantó la cabeza y vio sombras en torno; pero no hubiera sabido decir durante cuántos minutos o cuántas horas el mundo había continuado arrastrándose. Estaba en el mismo lugar, y aún allí junto a él yacía su amo muerto. Ni las montañas se habían desmoronado ni la tierra había caído en ruinas.

—¿Qué haré, qué haré? —se preguntó—. ¿Habré recorrido con él todo este camino para nada? —Y en ese preciso instante oyó su propia voz diciendo palabras que al comienzo del viaje él mismo no había comprendido: Tengo que hacer algo antes del fin, y está ahí adelante, tengo que buscarlo, señor, si usted me entiende.

”¿Pero qué puedo hacer? No por cierto abandonar al señor Frodo muerto y sin sepultura en lo alto de las montañas, y volverme para casa. O continuar. ¿Continuar? —repitió, y por un momento lo sacudió un estremecimiento de miedo y de incertidumbre—. ¿Continuar? ¿Es eso lo que he de hacer? ¿Y abandonarlo aquí?

Entonces por fin rompió a llorar; y volviendo junto a Frodo le estiró el cuerpo, y le cruzó las manos frías sobre el pecho, y lo envolvió en la capa élfica, y luego puso a un lado su propia espada y al otro el bastón que le había regalado Faramir.

—Si voy a continuar, señor Frodo —dijo—, tendré que llevarme su espada, con el permiso de usted, pero le dejo esta otra al lado, así como estaba junto al viejo rey en el túmulo; y usted tiene además la hermosa cota de mithril del viejo señor Bilbo. Y el cristal de estrella, señor Frodo, usted me lo prestó, pero voy a necesitarlo, pues de ahora en adelante andaré siempre en la oscuridad. Es demasiado precioso para mí, y la Dama se lo regaló a usted, pero ella tal vez comprendería. Usted lo comprende, ¿verdad, señor Frodo? Tengo que seguir.

Sin embargo no pudo seguir, todavía no. Se arrodilló, tomó la mano de Frodo y no la pudo soltar. Y el tiempo pasaba y él seguía allí, de rodillas, estrechando la mano de Frodo, mientras en su corazón se libraba una batalla.

Trató de reunir las fuerzas necesarias para arrancarse de allí y partir en un viaje solitario: el viaje vengador. Si al menos pudiera partir, la furia lo llevaría por todas las rutas del mundo detrás de Gollum, hasta dar por fin con él. Y entonces Gollum moriría en un rincón. Pero no era eso lo que él pretendía. Abandonar a su amo sólo por eso no tenía ningún sentido. No le devolvería la vida. Nada ahora le devolvería la vida. Hubiera sido preferible que murieran juntos. Y aun así sería también un viaje solitario.

Miró la punta reluciente de la espada. Pensó en los lugares que habían dejado atrás, la orilla negra, el precipicio que se abría al vacío. Por ese lado no había salida posible. Sería como no hacer nada, no valía la pena. No era eso lo que él pretendía.

—Pero entonces, ¿qué he de hacer? —gritó de nuevo, y ahora le pareció conocer exactamente la dura respuesta: seguir adelante. Otro viaje solitario, y el peor.

”¿Cómo? ¿Yo, solo, ir hasta la Grieta del Destino y todo lo demás? —Titubeaba aún, pero la resolución crecía.— ¿Cómo? ¿Yo sacarle a él el Anillo? El Concilio se lo entregó a él.

Pero al instante le llegó la respuesta:

—Y el Concilio le dio compañeros, a fin de que la misión no fracasara. Y tú eres el último que queda de la Compañía. La misión no puede fracasar.

”¡Por qué me habrá tocado ser el último! —gimió—. ¡Cuánto daría porque estuviese aquí el viejo Gandalf, o algún otro! ¿Por qué me habrán dejado solo para que yo decida? Me equivocaré, estoy seguro. Y no me corresponde a mí sacarle el Anillo, y ponerme por delante.

”Pero no eres tú quien se pone por delante, te han puesto. Y en cuanto a no ser la persona adecuada, tampoco lo era el señor Frodo, se podría decir, ni el señor Bilbo. Tampoco ellos eligieron.

”Pues bien, tengo que decidirlo, y lo decidiré. Aunque estoy seguro de equivocarme: qué otra cosa puede hacer Sam Gamyi.

”A ver, reflexionemos un poco: si nos encuentran aquí, o si encuentran al señor Frodo, y con esa cosa encima, bueno, el Enemigo se apoderará de él. Y será el fin de todos nosotros, de Lórien y de Rivendel, y de la Comarca y todo lo demás. Y no hay tiempo que perder, pues entonces será el fin, de todas maneras. La guerra ha comenzado, y es muy probable que todo vaya ahora a favor del Enemigo. Imposible regresar con la cosa en busca de permiso o consejo. No, se trata de quedarse aquí hasta que ellos vengan y me maten sobre el cuerpo de mi amo, y se apoderen de la cosa, o de tomarla y partir. —Respiró profundamente.— ¡Tomémosla, entonces!

Se agachó. Desprendió con delicadeza el broche que cerraba la túnica alrededor del cuello de Frodo, e introdujo la mano; luego, levantando con la otra la cabeza, besó la frente helada y le sacó dulcemente la cadena. La cabeza yació otra vez, descansando. No hubo ningún cambio en el rostro sereno, y más que todos los otros signos esto convenció por fin a Sam de que Frodo había muerto y había abandonado la Misión.

—¡Adiós, amo querido! —murmuró—. Perdone a su Sam. Él regresará en cuanto haya llevado a cabo la tarea... si lo consigue. Y entonces nunca más volverá a abandonarlo. Descanse tranquilo hasta mi regreso: ¡y que ninguna criatura inmunda se le acerque! Y si la Dama pudiese oírme y concederme un deseo, desearía volver, y encontrarlo otra vez. ¡Adiós!

Luego, inclinándose, se pasó la cadena por la cabeza y al instante el peso del Anillo lo encorvó hasta el suelo, como si le hubiesen colgado una piedra enorme. Pero poco a poco, como si el peso disminuyera, o una fuerza nueva naciera en él, irguió la cabeza y haciendo un gran esfuerzo se levantó y comprobó que podía caminar con la carga. Y entonces alzó un momento la redoma para mirar por última vez a su amo, y la luz ardía ahora suavemente, con el débil resplandor de la estrella vespertina en el estío, y a esa luz la lividez verdosa desapareció del rostro de Frodo, y fue hermoso otra vez, pálido pero hermoso, con una belleza élfica, el rostro de alguien que ha partido hace mucho tiempo del mundo de las sombras. Y con el triste consuelo de esta última visión, luego de haber escondido la luz, Sam se internó con paso vacilante en la creciente oscuridad.

No tuvo mucho que caminar. La boca del túnel se abría atrás, no lejos de allí; pero adelante, a unas doscientas yardas o quizá menos, corría el Desfiladero. El sendero era visible en la penumbra del crepúsculo, un surco profundo excavado a lo largo de los siglos, que ascendía en una garganta larga flanqueada por paredes rocosas. La garganta se estrechaba rápidamente. Pronto Sam llegó a un tramo de escalones anchos y bajos. Ahora la torre de los orcos se erguía justo encima, negra y hostil, y en ella brillaba el ojo incandescente. Las sombras de la base ocultaban al hobbit. Llegó a lo alto de la escalera y se encontró por fin en el Desfiladero.

—Lo he decidido —se repetía a menudo. Pero no era verdad. Pese a que lo había pensado muchas veces, lo que estaba haciendo era del todo contrario a su naturaleza—. ¿Me habré equivocado? —murmuró—. ¿Qué hubiera tenido que hacer?

Mientras las paredes casi verticales del Desfiladero se cerraban alrededor de él, antes de llegar a la cima misma, y antes de mirar por fin el sendero que descendía al País Sin Nombre, dio media vuelta. Por un momento, paralizado por la duda intolerable, miró hacia atrás. La boca del túnel era todavía visible, una mancha borrosa y pequeña en la penumbra; y creyó ver o adivinar el lugar donde yacía Frodo. Y de pronto le pareció que allá abajo en el suelo ardía un leve resplandor, o tal vez fuese tan sólo un efecto de las lágrimas que le empañaban los ojos, mientras escudriñaba aquella cumbre pedregosa donde su vida entera había caído en ruinas.

—Si al menos pudiera cumplir mi deseo —suspiró—, mi único deseo: ¡volver y encontrarlo! —Luego, por fin, se volvió hacia el camino que se extendía ante él y avanzó unos pocos pasos: los más pesados y más penosos que hubiera dado nunca.

Apenas unos pocos pasos; y ahora sólo unos pocos más, y luego descendería y ya nunca más volvería a ver aquellas alturas. Y entonces, de improviso, oyó gritos y voces. Sam esperó inmóvil, como petrificado. Voces de orcos. Adelante y atrás de él. Un fuerte ruido de pisadas y voces roncas: los orcos subían al Desfiladero desde el otro lado, tal vez desde alguna de las puertas de la torre. Pasos precipitados y gritos detrás. Dio media vuelta y vio unas lucecitas rojas, antorchas que parpadeaban a lo lejos a la salida del túnel. La cacería había comenzado al fin. El ojo de la torre no era ciego. Y Sam estaba atrapado.

La temblorosa luz de las antorchas y el retintín de los aceros se iban acercando. Un momento más, y llegarían a la cima, y caerían sobre él. Había perdido un tiempo precioso en decidirse, y ahora todo era inútil. ¿Cómo huir, cómo salvarse, cómo salvar el Anillo? El Anillo. No fue ni un pensamiento ni una decisión; de pronto se dio cuenta de que se había sacado la cadena y de que tenía el Anillo en la mano. La vanguardia de la horda de orcos apareció en el Desfiladero, justo delante de él. Entonces se puso el Anillo en el dedo.

El mundo se transformó, y un solo instante se colmó de una hora de pensamiento. Advirtió en seguida que oía mejor y que la vista se le debilitaba, pero no como en el antro de Ella-Laraña. Aquí todo cuanto veía alrededor no era oscuro sino impreciso; y él, en un mundo gris y nebuloso, se sentía como una pequeña roca negra y solitaria, y el Anillo, que le pesaba y le tironeaba en la mano izquierda, era como un globo de oro incandescente. No se sentía para nada invisible, sino por el contrario, horrible y nítidamente visible; y sabía que en alguna parte un Ojo lo buscaba.

Oía crujir las piedras, y el murmullo del agua a lo lejos en el Valle de Morgul; y en lo profundo de la roca la bullente desesperación de Ella-Laraña, extraviada en algún pasadizo ciego; y voces en las mazmorras de la torre; y los gritos de los orcos que salían del túnel; y ensordecedor, rugiente, el ruido de los pasos y los alaridos de los orcos. Se acurrucó contra la pared de roca. Pero ellos seguían subiendo, un ejército espectral de figuras grises distorsionadas en la niebla, sólo sueños de terror con llamas pálidas en las manos. Y pasaron junto al hobbit. Sam se agazapó, tratando de escabullirse y esconderse en alguna grieta.

Prestó oídos. Los orcos que salían del túnel y los que ya descendían por el Desfiladero se habían visto, y apurando el paso hablaban entre ellos a voz en cuello. Sam los oía claramente, y entendía lo que decían. Tal vez el Anillo le había dado el don de entender todas las lenguas (o simplemente el don de la comprensión), en particular la de los servidores de Sauron, el artífice, de modo tal que si prestaba atención entendía y podía traducir los pensamientos de los orcos. Sin duda los poderes del Anillo aumentaban enormemente a medida que se acercaba a los lugares en que fuera forjado; pero de algo no cabía duda: no transmitía coraje. Por el momento Sam no pensaba en otra cosa que en esconderse, en pegarse al suelo hasta que retornase la calma, y escuchaba con ansiedad. No hubiera sabido decir a qué distancia hablaban, ya que las palabras le resonaban casi dentro de los oídos.

—¡Hola! ¡Gorbag! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? ¿Aún no estás harto de guerra?

—Órdenes, imbécil. ¿Y qué estás haciendo tú, Shagrat? ¿Cansado de estar ahí arriba, agazapado? ¿Tienes intenciones de bajar a combatir?

—Las órdenes te las doy yo a ti. Este paso está bajo mi custodia. De modo que cuida lo que dices. ¿Tienes algo que informar?

—Nada.

—¡Hai! ¡Hai! ¡Yoi!

Un griterío interrumpió la conversación de los cabecillas. Los orcos que estaban más abajo habían visto algo. Echaron a correr. Y de pronto todos los demás los siguieron.

—¡Hai! ¡Hola! ¡Hay algo aquí! En el medio del camino. ¡Un espía! ¡Un espía! —Hubo un clamor de cuernos enronquecidos y una babel de voces destempladas.

Sam tuvo un terrible sobresalto, y la cobardía que lo dominaba se disipó como un sueño. Habían visto a su amo. ¿Qué le irían a hacer? Se contaban acerca de los orcos historias que helaban la sangre. No, era inadmisible. De un salto estuvo de pie. Mandó a paseo la Misión, todas sus decisiones y junto con ellas el miedo y la duda. Ahora sabía cuál era y cuál había sido siempre su lugar: junto a su amo, aunque ignoraba de qué podía servir estando allí. Se lanzó escaleras abajo y corrió por el sendero en dirección a Frodo.

—¿Cuántos son? —se preguntó—. Treinta o cuarenta por lo menos los que vienen de la torre, y allá abajo hay muchos más, supongo. ¿Cuántos podré matar antes que caigan sobre mí? Verán la llama de la espada ni bien la desenvaine, y tarde o temprano me atraparán. Me pregunto si alguna canción mencionará alguna vez esta hazaña: De cómo Samsagaz cayó en el Paso Alto y levantó una muralla de cadáveres alrededor del cuerpo de su amo. No, no habrá canciones. Claro que no las habrá, porque el Anillo será descubierto, y acabarán para siempre las canciones. No lo puedo evitar. Mi lugar está al lado del señor Frodo. Es necesario que lo entiendan... Elrond y el Concilio, y los grandes Señores y las grandes Damas, tan sabios todos. Los planes que ellos trazaron han fracasado. No puedo ser yo el Portador del Anillo. No sin el señor Frodo.

Pero los orcos ya no estaban al alcance de la debilitada vista del hobbit. Sam no había tenido tiempo de pensar en sí mismo. De pronto se sintió cansado, casi exhausto: las piernas se negaban a responder. Avanzaba con increíble lentitud. El sendero le parecía interminable. ¿A dónde habrían ido los orcos en medio de semejante niebla?

¡Ah, ahí estaban otra vez! A bastante distancia todavía. Un grupo de figuras alrededor de algo que yacía en el suelo; unos pocos correteaban de aquí para allá, encorvados como perros que han husmeado una pista. Sam intentó un último esfuerzo.

—¡Coraje, Sam! —se dijo—, o llegarás otra vez demasiado tarde. —Aflojó la espada. Dentro de un momento la desenvainaría, y entonces...

Se oyó un clamor salvaje, gritos, risas cuando levantaron algo del suelo.

—¡Ya hoi! ¡Ya harri hoi! ¡Arriba! ¡Arriba!

Entonces una voz gritó: —¡De prisa ahora! ¡Por el camino más corto a la Puerta de Abajo! Parece que Ella ya no nos molestará esta noche. —La pandilla de sombras se puso en marcha. En el centro, cuatro de ellos cargaban un cuerpo sobre los hombros.— ¡Ya hoi!

Se habían marchado y se llevaban el cuerpo de Frodo. Sam nunca podría alcanzarlos. Sin embargo, no se dio por vencido. Los orcos ya estaban entrando en el túnel. Los que llevaban el cuerpo pasaron primero, los otros los siguieron, a codazos y empujones. Sam avanzó algunos pasos. Desenvainó la espada, un centelleo azul en la mano trémula, pero nadie lo vio. Avanzaba aún, sin aliento, cuando el último orco desapareció en el agujero oscuro.

Sam se detuvo un instante, jadeando, apretándose el pecho. Luego se pasó la manga por la cara, y se enjugó la suciedad, y el sudor, y las lágrimas. —¡Basura maldita! —exclamó, y saltó tras ellos hundiéndose en la sombra.

Esta vez el túnel no le pareció tan oscuro; tuvo más bien la impresión de haber pasado de una niebla más ligera a otra más densa. El cansancio aumentaba, pero se sentía cada vez más decidido. Le parecía vislumbrar, no lejos de allí, la luz de las antorchas, pero por más que se esforzaba no conseguía llegar hasta ellas. Los orcos se desplazaban veloces por los subterráneos, y este túnel lo conocían palmo a palmo: no obstante las persecuciones de Ella-Laraña estaban obligados a utilizarlo a menudo, pues era el camino más rápido entre las montañas y la Ciudad Muerta. En qué tiempos inmemoriales habían sido excavados el túnel principal y el gran foso redondo en que Ella-Laraña se había instalado siglos atrás, los orcos lo ignoraban, pero ellos mismos habían cavado a los lados muchos otros caminos a fin de evitar el antro de la bestia mientras iban y venían cumpliendo órdenes. Esa noche no tenían la intención de descender muy abajo, sólo querían encontrar cuanto antes un pasadizo lateral que los llevara de vuelta a su propia torre. Casi todos estaban contentos, felices con lo que habían visto y hallado, mientras corrían y parloteaban y gimoteaban a la manera de los orcos.

Sam oyó las voces ásperas y opacas en el aire muerto, y distinguió dos en particular, más fuertes y cercanas. Al parecer los cabecillas marchaban a la retaguardia, y discutían.

—¿No puedes ordenarle a tu chusma que no arme ese alboroto, Shagrat? —gruñó uno de ellos—. No tenemos interés en que nos caiga encima Ella-Laraña.

—¡Vamos, Gorbag! Tu gente es la que grita más —respondió el otro—. ¡Pero deja que los muchachos jueguen! Si no me equivoco, por algún tiempo no tendremos que preocuparnos de Ella-Laraña. Al parecer se ha sentado sobre un clavo, y no vamos a llorar por eso. ¿No viste el reguero de podredumbre a lo largo de la galería que lleva al antro? Ordenarles que se callen sería tener que repetirlo un centenar de veces. Déjalos pues que se rían. Por fin hemos tenido un golpe de suerte: hemos encontrado algo que le interesa a Lugbúrz.

—Le interesa a Lugbúrz, ¿eh? ¿Qué se te ocurre que puede ser? Parece un Elfo, pero de talla más pequeña. ¿Qué peligro puede haber en una cosa así?

—No lo sabremos hasta que le hayamos echado una ojeada.

—¡Oho! De modo que no te han dicho qué era, ¿eh? No nos dicen todo lo que saben, ¿verdad? Ni la mitad. Pero pueden equivocarse, sí, hasta los de Arriba pueden equivocarse.

—¡Calla, Gorbag! —La voz de Shagrat bajó de tono, y Sam, aunque ahora tenía un oído extrañamente fino, a duras penas alcanzaba a distinguir las palabras.— Pueden, sí, pero tienen ojos y oídos por todas partes; y algunos entre mi propia gente, sospecho. Pero es indudable que algo les preocupa. Por lo que me dices, los Nazgûl están inquietos; y también Lugbúrz. Al parecer, algo estuvo a punto de escabullirse.

—¡A punto, dices! —observó Gorbag.

—Está bien —dijo Shagrat—, pero dejemos esto para más tarde. Esperemos a estar en el camino subterráneo. Allí hay un lugar donde podremos conversar tranquilos, mientras los muchachos siguen adelante.

Poco después las antorchas desaparecieron de la vista de Sam. Oyó un fragor, y en el momento en que aceleraba el paso, un golpe seco. Sólo pudo imaginar que los orcos habían dado vuelta al recodo, entrando en el túnel que Frodo encontrara obstruido. Seguía obstruido.

Una gran piedra parecía interceptarle el paso, y sin embargo los orcos habían salvado el obstáculo de algún modo, ya que Sam los oía hablar del otro lado. Continuaban corriendo, adentrándose cada vez más en el corazón de la montaña hacia la torre. Sam estaba desesperado. Algún propósito maligno abrigaban sin duda al llevarse el cuerpo de Frodo, y él no podía seguirlos. Se abalanzó contra el peñasco y empujó, pero la piedra no se movió. Entonces le pareció oír no lejos de allí, dentro, las voces de los dos capitanes. Por un instante permaneció inmóvil, escuchando, esperando tal vez enterarse de algo útil. Quizá Gorbag, que evidentemente pertenecía a Minas Morgul, volviera a salir, y entonces él podría escabullirse y entrar.

—No, no lo sé —decía la voz de Gorbag—. En general los mensajes llegan más rápidos que el vuelo de los pájaros. Pero yo no pregunto cómo. Más vale no arriesgarse. ¡Grr! Esos Nazgûl me ponen la carne de gallina. Te desuellan sin siquiera mirarte, y te dejan afuera en el frío y la oscuridad. Pero a Él le gustan; en estos tiempos son sus favoritos. Así que de nada sirven las protestas. Te lo aseguro. No es ningún juego servir abajo, en la ciudad.

—Tendrías que probar lo que es estar aquí, en compañía de Ella-Laraña —dijo Shagrat.

—Quisiera más bien probar algún sitio donde no tuviera que encontrarme ni con ella ni con los otros. Pero ya la guerra ha comenzado, y cuando concluya tal vez las cosas anden mejor.

—Parece que andan bien, por lo que dicen.

—¿Qué otra cosa quieres que digan? —gruñó Gorbag—. Ya veremos. De todos modos, si en verdad termina bien, habrá mucho más espacio. ¿Qué te parece?... Si tenemos una oportunidad de escapar tú y yo por nuestra cuenta, con algunos de los muchachos de confianza, a algún lugar donde haya un botín bueno y fácil de conseguir, y ninguno de esos grandes patrones.

—¡Ah! —dijo Shagrat—, como en las viejas épocas.

—Sí —dijo Gorbag—. Pero no contemos con eso. Yo no estoy nada tranquilo. Como te decía, los Grandes Patrones, sí —y la voz descendió hasta convertirse casi en un susurro—, sí, hasta el Más Grande, pueden cometer errores. Algo estuvo a punto de escabullirse, dijiste. Y yo te digo: algo se escabulló. Y tenemos que estar alertas. A los pobres Uruks siempre les toca remediar entuertos, y sin ninguna recompensa. Pero no lo olvides: a nosotros los enemigos no nos quieren más que a Él, y si Él cae, también nosotros estaremos perdidos. Pero dime una cosa: ¿cuándo te dieron a ti la orden de salir?

—Hace alrededor de una hora, justo antes de que tú nos vieras. Llegó un mensaje: Nazgûl inquieto. Se temen espías en Escaleras. Redoblen la vigilancia. Patrullen arriba en Escaleras. Y vine en seguida.

—Fea historia —dijo Gorbag—. Escucha... nuestros Centinelas Silenciosos estaban inquietos desde hacía más de dos días, eso lo sé. Pero mi patrulla no recibió orden de salir hasta el día siguiente, y no se envió a Lugbúrz ningún mensaje: a causa de la Gran Señal y la partida para la guerra del Alto Nazgûl, y todas esas cosas. Y luego no pudieron conseguir que Lugbúrz los atendiera en seguida, según me han dicho.

—Supongo que el Ojo habrá estado ocupado en otros asuntos —dijo Shagrat—. Dicen que allá abajo, en el oeste, acontecen grandes cosas.

—Me imagino —dijo Gorbag—. Pero mientras tanto los enemigos han llegado hasta las Escaleras. ¿Y tú qué hacías? Se suponía que estabas allí vigilando, con órdenes especiales o sin ellas. ¿En qué andas pensando?

—¡Basta ya! No me enseñes a mí lo que tengo que hacer. Estábamos bien despiertos y alertas. Sabíamos que estaban sucediendo cosas extrañas.

—¡Muy extrañas!

—Sí, muy extrañas: luces y gritos y todo. Pero Ella-Laraña andaba en una de sus diligencias. Mis muchachos la vieron, a ella y al Fisgón.

—¿El Fisgón? ¿Qué es eso?

—Tienes que haberlo visto: uno pequeñito, flaco y negro; también él se parece a una araña, o quizá más a una rana famélica. Y había estado antes por aquí. Hace años salió de Lugbúrz la primera vez, y tuvimos orden de Arriba de dejarlo pasar. Desde entonces volvió un par de veces a subir por las Escaleras, pero nosotros lo dejábamos en paz: al parecer se entiende con la Señora. Supongo que no será un bocado muy apetitoso, pues a ella no le preocupan las órdenes de Arriba. Pero, ¡vaya la guardia que montáis en el valle: él estuvo aquí arriba un día antes de que se armase toda esa tremolina! Anoche, temprano, lo vimos. De todos modos mis muchachos informaron que la Señora se estaba divirtiendo, y con eso fue suficiente para mí, hasta que llegó el mensaje. Suponía que el Fisgón le había llevado algún juguete, o que quizá vosotros le habíais mandado un regalito, un prisionero de guerra o algo por el estilo. Yo no me meto cuando ella juega. Nada se le escapa a Ella-Laraña cuando sale de caza.

—¡Nada, dices! ¿Para qué tienes ojos? Te repito que no estoy nada tranquilo. Lo que subió por las Escaleras, ha escapado. Cortó la telaraña y huyó por el agujero. ¡Eso da qué pensar!

—Ah, bueno, pero a fin de cuentas ella lo atrapó, ¿no?

—¿Lo atrapó? ¿Atrapó a quién? ¿A esta criatura insignificante? Pero si hubiera estado solo, ella se lo habría llevado mucho antes a su despensa, y allí se encontraría ahora. Y si a Lugbúrz le interesaba, te hubiera tocado a ti ir a rescatarlo. Buen trabajo. Pero había más de uno.

A esta altura de la charla, Sam se puso a escuchar con más atención, el oído pegado a la piedra.

—¿Quién cortó las cuerdas con que ella lo había atado, Shagrat? El mismo que cortó la telaraña. ¿No se te había ocurrido? ¿Y quién le clavó el clavo a la Señora? El mismo, supongo. ¿Y ahora dónde está? ¿Dónde está, Shagrat?

Shagrat no respondió.

—Te convendría usar la cabeza de vez en cuando, si la tienes. No es para reírse. Nadie, nadie jamás, antes de ahora, había pinchado a Ella-Laraña con un clavo, y tú tendrías que saberlo mejor que nadie. No es por ofenderte, pero piensa un poco... Alguien anda rondando por aquí y es más peligroso que el rebelde más condenado que se haya conocido desde los malos tiempos, desde el Gran Sitio. Algo se ha escabullido.

—¿Qué, entonces? —gruñó Shagrat.

—A juzgar por todos los indicios, Capitán Shagrat, diría que se trata de un gran guerrero, probablemente un Elfo, armado sin duda de una espada élfica, y quizá también de un hacha: y anda suelto en tu territorio, para colmo, y tu nunca lo viste. ¡Divertidísimo en verdad! —Gorbag escupió. Sam torció la boca en una sonrisa sarcástica ante esa descripción de sí mismo.

—¡Bah, tú siempre lo ves todo negro! —dijo Shagrat—. Puedes interpretar los signos como te dé la gana, pero también podría haber otras explicaciones. De cualquier modo, tengo centinelas en todos los puntos claves, y pienso ocuparme de una cosa por vez. Cuando le haya echado una ojeada al que hemos capturado, entonces empezaré a preocuparme por alguna otra cosa.

—Me temo que no encontrarás mucho en ese personajillo —dijo Gorbag—. Es posible que no haya tenido nada que ver con el verdadero mal. En todo caso el gran guerrero de la espada afilada no parece haberle dado mucha importancia... dejarlo allí tirado: típico de los Elfos.

—Ya veremos. ¡En marcha ahora! Hemos hablado bastante. ¡Vamos a echarle una ojeada al prisionero!

—¿Qué te propones hacer con él? No olvides que yo lo vi primero. Si hay diversión, a mí y a mis muchachos también nos toca.

—Calma, calma —gruñó Shagrat—. Tengo mis órdenes, y no vale la pena arriesgar el pellejo, ni el mío ni el tuyo. Todo merodeador que sea encontrado por los guardias será recluido en la torre. Habrá que desnudar al prisionero. Una descripción detallada de todos sus avíos, vestimenta, armas, carta, anillo, o alhajas varias tendrá que ser enviada inmediatamente a Lugbúrz y solamente a Lugbúrz. El prisionero será conservado sano y salvo, bajo pena de muerte para todos los miembros de la guardia, hasta tanto Él envíe una orden, o venga en Persona. Todo esto es bien claro, y es lo que haré.

—¿Desnudarlo, eh? —dijo Gorbag—. ¿También los dientes, las uñas, el pelo y todo lo demás?

—No, nada de eso. Es para Lugbúrz. Ya te lo he dicho. Lo quieren sano e intacto.

—No te será tan fácil como supones —rió Gorbag—. A esta altura es sólo carroña. No me imagino qué podrá hacer Lugbúrz con una cosa semejante. Bien podrían echarlo en la cazuela.

—¡Pedazo de imbécil! —ladró Shagrat—. Te crees muy astuto, pero ignoras un montón de cosas, que conoce casi todo el mundo. Si no te cuidas, serás tú el que terminará en una cazuela, o en la panza de Ella-Laraña. ¡Carroña! Entonces conoces bien poco a la Señora. Cuando ella ata con cuerdas, lo que busca es carne. No come carne muerta ni chupa sangre fría. ¡Éste no está muerto!

Sam se estremeció, aferrándose a la piedra. Tenía la impresión de que todo aquel mundo oscuro se daba vuelta y se ponía al revés. La conmoción fue tan fuerte que estuvo a punto de desmayarse, y mientras luchaba por no perder el sentido, oía dentro de él un comentario: «Imbécil, no está muerto, y tu corazón lo sabía. No confíes en tu cabeza, Samsagaz, no es tu mejor parte. Lo que ocurre contigo es que nunca tuviste en realidad ninguna esperanza. ¿Y ahora qué te queda por hacer?». Por el momento nada más que apoyarse contra la piedra inamovible y escuchar, escuchar las horribles voces de los orcos.

—¡Garn! —dijo Shagrat—. Ella tiene más de un veneno. Cuando sale de caza, le basta dar un golpecito en el cuello, y las víctimas caen tan fofas como peces deshuesados, y entonces ella se da el gusto. ¿Recuerdas al viejo Ufthak? Lo habíamos perdido de vista durante varios días. Por último lo encontramos en un rincón: colgado, sí, pero bien despierto, y echando fuego por los ojos. ¡Cómo nos reímos! Quizá ella se había olvidado de él, pero nosotros no lo tocamos... no es bueno meterse en los asuntos de Ella. No... esta basura despertará dentro de un par de horas; y aparte de sentirse un poco mareado durante un rato, no le pasará nada. O no le pasará si Lugbúrz lo deja en paz. Y aparte, naturalmente, de preguntarse dónde está y qué le ha sucedido.

—¿Y qué le va a suceder? —rió Gorbag—. En todo caso, si no podemos hacer nada más, le contaremos algunas historias. No creo que haya estado jamás en la bella Lugbúrz, de modo que quizá le guste saber lo que allí le espera. Esto va a ser más divertido de lo que yo pensaba. ¡Vamos!

—No habrá ninguna diversión, te lo aseguro yo —dijo Shagrat—. Hay que conservarlo sano e intacto, pues de lo contrario todos nosotros podríamos darnos por muertos.

—¡Bueno! Pero si yo fuera tú atraparía al grande que anda suelto antes de enviar ningún mensaje a Lugbúrz. No les hará mucha gracia enterarse de que has atrapado al gatito y has dejado escapar al gato.

Las voces se apagaron. Sam oyó el sonido de las pisadas que se alejaban. Empezaba a recobrarse y ahora se sentía furioso. —¡Lo hice todo mal! —gritó—. Sabía que iba a pasar. ¡Ahora ellos lo tienen, los demonios! ¡Los inmundos! Nunca abandones a tu amo, nunca, nunca, nunca: ésa era mi verdadera norma. Y en el fondo de mi corazón lo sabía. Quiera el cielo perdonarme. Pero ahora tengo que volver a él. De cualquier manera.

Desenvainó otra vez la espada y golpeó la piedra con la empuñadura, pero sólo obtuvo un sonido sordo. Sin embargo, la espada resplandecía tanto que ahora él podía ver alrededor. Sorprendido, descubrió que el peñasco tenía la forma de una puerta pesada, y casi el doble de la altura de él. Arriba, un espacio oscuro separaba la parte superior del arco bajo de la puerta. Probablemente estaba destinado a impedirle la entrada a Ella-Laraña, y se cerraba por dentro con algún mecanismo invulnerable a la astucia de la bestia. Con las fuerzas que le quedaban, Sam dio un salto y se aferró a la parte superior de la puerta, trepó, y se dejó caer del otro lado; luego echó a correr como un loco, la espada incandescente en la mano, dando la vuelta en un recodo y subiendo por un túnel sinuoso.

La noticia de que su amo estaba aún con vida le daba el ánimo necesario para hacer un último esfuerzo. No veía absolutamente nada, pues este nuevo pasadizo consistía en una larga serie de curvas y recodos; pero tenía la impresión de estar ganando terreno: las voces de los orcos volvían a sonar más cerca, quizás a unos pocos pasos.

—Eso es lo que haré —dijo Shagrat—. Lo llevaré en seguida a la cámara más alta.

—¿Pero por qué? —gruñó Gorbag—. ¿Acaso no tienen mazmorras ahí abajo?

—No tiene que correr ningún riesgo, ya te lo dije —respondió Shagrat—. ¿Has entendido? Es muy valioso. No confío en todos mis muchachos, y en ninguno de los tuyos; ni en ti, cuando te entra la locura de divertirte. Lo llevaré donde me plazca, y donde tú no podrás ir, si no te comportas como es debido. A lo alto de la torre, he dicho. Allí estará seguro.

—¿Eso crees? —dijo Sam—. ¡Te olvidas del gran guerrero élfico que anda suelto! —Y al decir estas palabras dio vuelta el último recodo para descubrir, no supo si a causa de un truco del túnel o al oído que el Anillo le había prestado, que había estimado mal la distancia.

Las siluetas de los orcos estaban bastante más adelante. Y ahora los veía, negros y achaparrados, contra una intensa luz roja. El túnel, recto por fin, se elevaba en pendiente; y en el extremo había una puerta doble, que conducía sin duda a las cámaras subterráneas bajo el alto cuerno de la torre. Los orcos ya habían pasado por allí con el botín, y Gorbag y Shagrat se acercaban ahora a la puerta.

Sam oyó un estallido de cantos salvajes, un estruendo de trompetas y el tañido de los gongos: una algarabía horripilante. Gorbag y Shagrat estaban ya en el umbral.

Sam lanzó un gritó y blandió a Dardo, pero la vocecita se ahogó en el tumulto. Nadie la había escuchado.

La gran puerta se cerró con estrépito. Bum. Del otro lado golpearon sordamente las grandes trancas de hierro. Bam. La puerta estaba cerrada. Sam se arrojó contra las pesadas hojas de bronce, y cayó sin sentido al suelo. Estaba afuera y en la oscuridad. Y Frodo vivía, pero prisionero del Enemigo.