El sol se hundía detrás del largo brazo occidental de las montañas cuando Gandalf y sus compañeros, y el Rey y los Jinetes partieron de Isengard. Gandalf llevaba a Merry en la grupa del caballo, y Aragorn llevaba a Pippin. Dos de los hombres del rey se adelantaron a galope tendido, y pronto se perdieron de vista en el fondo del valle. Los otros continuaron a paso más lento.
Una solemne fila de Ents, erguidos como estatuas ante la puerta, con los largos brazos levantados, asistía silenciosa a la partida. Cuando se hubieron alejado un trecho por el camino sinuoso, Merry y Pippin volvieron la cabeza. El sol brillaba aún en el cielo, pero las sombras se extendían ya sobre Isengard: unas ruinas grises que se hundían en las tinieblas. Ahora Bárbol estaba solo, como la cepa de un árbol distante: los hobbits recordaron el primer encuentro, allá lejos en la asoleada cornisa de los lindes de Fangorn.
Llegaron a la columna de la Mano Blanca. La columna seguía en pie, pero la mano esculpida había sido derribada y yacía rota en mil pedazos. En el centro mismo del camino se veía el largo índice, blanco en el crepúsculo, y la uña roja se ennegrecía lentamente.
—¡Los Ents no descuidan ningún detalle! —observó Gandalf.
Continuaron cabalgando, y la noche se cerró en la hondonada.
—¿Piensas cabalgar toda la noche, Gandalf? —preguntó Merry al rato—. No sé cómo te sentirás tú con este forajido que llevas a la rastra prendido a los faldones, pero el forajido está cansado y le alegraría dejar de ir a la rastra y echarse a descansar.
—¿Así que oíste eso? —dijo Gandalf—. ¡No lo tomes a pecho! Alégrate de que no te hayan dedicado palabras más lisonjeras. Nunca se había encontrado con un hobbit y no sabía cómo hablarte. No te sacaba los ojos de encima. Si esto puede de algún modo reconfortar tu amor propio, te diré que en este momento tú y Pippin le preocupáis más que cualquiera de nosotros. Quiénes sois; cómo vinisteis aquí; y por qué; qué sabéis; si fuisteis capturados, y en ese caso cómo escapasteis cuando todos los orcos perecieron... Éstos son los pequeños enigmas que ahora perturban esa gran mente. Un sarcasmo en boca de Saruman, Meriadoc, es un cumplido, y puedes sentirte honrado por ese interés.
—¡Gracias! —dijo Merry—. ¡Pero prefiero la honra de ir prendido a tus faldones, Gandalf! Ante todo, porque así es posible repetir una pregunta. ¿Piensas cabalgar toda la noche?
Gandalf se echó a reír.
—¡Un hobbit insaciable! Todos los magos tendrían que tener uno o dos hobbits a su cuidado, para que les enseñaran el significado de las palabras y los corrigieran. Te pido perdón. Pero hasta en estos detalles he pensado. Seguiremos viaje aún algunas horas, sin fatigarnos, hasta el otro lado del valle. Mañana tendremos que cabalgar más de prisa.
”Cuando llegamos, nuestra intención era volver directamente de Isengard a la morada del Rey en Edoras, a través de la llanura, una cabalgata de varios días. Pero hemos reflexionado y cambiado los planes. Hemos enviado mensajeros al Abismo de Helm, a anunciar que el Rey regresará mañana. De allí partirá con muchos hombres hacia El Sagrario, por los senderos que pasan entre las colinas. De ahora en adelante es preciso evitar que más de dos o tres hombres cabalguen juntos, tanto de día como de noche.
—Tú, como de costumbre, ¡no nos das nada o nos das doble ración! —dijo Merry—. ¡Y yo que no pensaba en otra cosa que en un lugar donde dormir esta noche! ¿Dónde está y qué es ese Abismo de Helm y todo lo demás? No sé absolutamente nada de este país.
—En ese caso harías bien en aprender algo, si deseas comprender lo que está sucediendo. Pero no en este momento, ni de mí: tengo muchas cosas urgentes en qué pensar.
—Está bien, se lo preguntaré a Trancos, cuando acampemos: él es menos quisquilloso. Pero, ¿por qué tanto misterio? Creía que habíamos ganado la batalla.
—Sí, hemos ganado, pero sólo la primera victoria, y ahora el peligro es mayor. Había algún vínculo entre Isengard y Mordor que aún no he podido desentrañar. Intercambiaban noticias, es evidente, pero no sé cómo. El Ojo de Barad-dûr ha de estar escudriñando con impaciencia el Valle del Mago, creo; y las tierras de Rohan. Cuanto menos vea, mejor que mejor.
El camino proseguía lentamente, serpenteando por el valle. Ahora distante, ahora cercano, el Isen fluía por un lecho pedregoso. La noche descendía de las montañas. Las nieblas se habían desvanecido. Soplaba un viento helado. La luna, ya casi llena, iluminaba el cielo del este con un pálido y frío resplandor. A la derecha, las estribaciones de las montañas parecían lomas desnudas. Las vastas llanuras se abrían grises ante ellos.
Por fin hicieron un alto. Desviándose del camino principal, cabalgaron otra vez tierra adentro por las largas estribaciones herbosas. Luego de haber recorrido una o dos millas hacia el oeste llegaron a un valle. Se abría hacia el sur, recostado sobre la pendiente del redondo Dol Baran, la última montaña de la cordillera septentrional, de verdes laderas y coronada de brezos. En las paredes del valle, erizadas de helechos del año anterior, apuntaban ya en un suelo levemente perfumado las enmarañadas frondas de la primavera. Allí, en los bajíos cubiertos de espesos zarzales, levantaron campamento, una o dos horas antes de la medianoche. Encendieron la hoguera en una concavidad junto a las raíces de un espino blanco, alto y frondoso como un árbol, encorvado por la edad, pero de miembros todavía vigorosos: las yemas despuntaban en todas las ramas.
Organizaron turnos de guardia, de dos centinelas. Los demás, luego de comer, se envolvieron en las capas, y cubriéndose con una manta se echaron a dormir. Los hobbits se acostaron juntos sobre un montón de helechos secos. Merry tenía sueño, pero Pippin parecía ahora curiosamente intranquilo. Daba vueltas y vueltas, y el camastro de helechos crujía y chirriaba.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Merry—. ¿Te has acostado sobre un hormiguero?
—No —dijo Pippin—. Pero estoy incómodo. Me pregunto cuánto hace que no duermo en una cama.
Merry bostezó.
—¡Cuéntalo con los dedos! —dijo—. Pero no habrás olvidado cuándo partimos de Lórien.
—Oh, ¡eso! —dijo Pippin—. Quiero decir una cama verdadera, en una alcoba.
—Bueno, entonces Rivendel —dijo Merry—. Pero esta noche yo podría dormir en cualquier lugar.
—Tuviste suerte, Merry —dijo Pippin en voz baja, al cabo de un silencio—. Tú cabalgaste con Gandalf.
—Bueno, ¿y qué?
—¿Conseguiste sacarle alguna noticia, alguna información?
—Sí, bastante. Más que de costumbre. Pero tú las oíste todas, o la mayoría; estabas muy cerca y no hablábamos en secreto. Pero mañana podrás cabalgar con él, si consigues sacarle alguna otra cosa... y si él te acepta.
—¿De veras? ¡Magnífico! Pero es poco comunicativo, ¿no te parece? No ha cambiado nada.
—¡Oh, sí! —dijo Merry, despertándose un poco, y empezando a preguntarse qué preocupaba a su compañero—. Ha crecido, o algo así. Es al mismo tiempo más amable y más inquietante, más alegre y más solemne, me parece. Ha cambiado. Pero aún no sabemos hasta qué punto. ¡Piensa en la última parte de la conversación con Saruman! Recuerda que Saruman fue en un tiempo el superior de Gandalf: jefe del Concilio, aunque no sé muy bien qué significa eso. Era Saruman el Blanco. Ahora Gandalf es el Blanco. Saruman acudió a la llamada y perdió la vara, y luego Gandalf lo despidió, ¡y él acató la orden!
—Bueno, si en algo ha cambiado, como dices, está más misterioso que nunca, eso es todo —replicó Pippin—. Esa... bola de vidrio, por ejemplo. Parecía contento de tenerla consigo. Algo sabe o sospecha. ¿Pero nos dijo qué? No, ni una palabra. Y sin embargo fui yo quien la recogió, e impedí que rodase hasta un charco. Aquí, muchacho, yo la llevaré... Eso fue todo lo que dijo. Me gustaría saber qué era. Parecía tan pesada... —La voz de Pippin se convirtió casi en un susurro, como si hablara consigo mismo.
—¡Ajá! —dijo Merry—. ¿Así que es eso lo que te tiene a mal traer? Vamos, Pippin, muchacho, no olvides el dicho de Gildor, aquel que Sam solía citar: No te entrometas en asuntos de Magos, que son gente astuta e irascible.
—Pero si desde hace meses y meses no hacemos otra cosa que entrometernos en asuntos de magos —dijo Pippin—. Además del peligro, me gustaría tener alguna información. Me gustaría echarle una ojeada a esa bola.
—¡Duérmete de una vez! —le dijo Merry—. Ya te enterarás, tarde o temprano. Mi querido Pippin, jamás un Tuk le ganó en curiosidad a un Brandigamo; ¿pero te parece el momento oportuno?
—¡Está bien! ¿Pero qué hay de malo en que te cuente lo que a mí me gustaría: echarle una ojeada a esa piedra? Sé que no puedo hacerlo, con el viejo Gandalf sentado encima, como una gallina empollando un huevo. Pero no me ayuda mucho no oírte decir otra cosa que no-puedes-así-que-duérmete-de-una-vez.
—Bueno, ¿qué más podría decirte? —dijo Merry—. Lo siento, Pippin, pero tendrás que esperar hasta la mañana. Yo seré tan curioso como tú después del desayuno, y te ayudaré tanto como pueda en adular a los magos. Pero ya no puedo mantenerme despierto. Si vuelvo a bostezar, se me abrirá la boca hasta las orejas. ¡Buenas noches!
Pippin no dijo nada más. Ahora estaba inmóvil, pero el sueño se negaba a acudir; y ni siquiera parecía alentarlo la suave y acompasada respiración de Merry, que se había dormido pocos segundos después de haberle dado las buenas noches. El recuerdo del globo oscuro parecía más vivo en el silencio de alrededor. Pippin volvía a sentir el peso en las manos, y volvía a ver los misteriosos abismos rojos que había escudriñado un instante. Se dio vuelta y trató de pensar en otra cosa.
Por último, no aguantó más. Se levantó y miró en torno. Hacía frío, y se arrebujó en la capa. La luna brillaba en el valle, blanca y fría, y las sombras de los matorrales eran negras. Todo alrededor yacían formas dormidas. No vio a los dos centinelas: quizá habían subido a la loma, o estaban escondidos entre los helechos. Arrastrado por un impulso que no entendía, se acercó con sigilo al sitio donde descansaba Gandalf. Lo miró. El mago parecía dormir, pero los párpados no estaban del todo cerrados: los ojos centelleaban debajo de las largas pestañas. Pippin retrocedió rápidamente. Pero Gandalf no se movió; el hobbit avanzó otra vez, casi contra su voluntad, por detrás de la cabeza del mago. Gandalf estaba envuelto en una manta, con la capa extendida por encima; muy cerca, entre el costado derecho y el brazo doblado, había un bulto, una cosa redonda envuelta en un lienzo oscuro; y al parecer la mano que la sujetaba acababa de deslizarse hasta el suelo.
Conteniendo el aliento, Pippin se aproximó paso a paso. Por último se arrodilló. Entonces lenta, furtivamente, levantó el bulto; pesaba menos de lo que suponía. Quizá no era más que un paquete de trastos sin importancia, pensó curiosamente aliviado, pero no volvió a poner el bulto en su sitio. Permaneció un instante muy quieto con el bulto entre los brazos. De pronto se le ocurrió una idea. Se alejó en puntillas, buscó una piedra grande, y volvió junto a Gandalf.
Retiró con presteza el lienzo, envolvió la piedra, y arrodillándose la puso al alcance de la mano de Gandalf. Entonces miró por fin el objeto que acababa de desenvolver. Era el mismo: una tersa esfera de cristal, ahora oscura y muerta, inmóvil y desnuda. La levantó, la cubrió presurosamente con su propia capa, y en el momento en que iba a retirarse, Gandalf se agitó en sueños, y murmuró algunas palabras en una lengua desconocida; extendió a tientas la mano y la apoyó sobre la piedra envuelta en el lienzo; luego suspiró, y no volvió a moverse.
—¡Pedazo de idiota! —se dijo Pippin entre dientes—. Te vas a meter en un problema espantoso. ¡Devuélvelo a su sitio, pronto! —Pero ahora le temblaban las rodillas y no se atrevía a acercarse al mago y remediar el entuerto. «Ya no podré acercarme sin despertar a Gandalf», pensó. «En todo caso será mejor que me tranquilice un poco. Así que mientras tanto bien puedo echarle una mirada. ¡Pero no aquí!» Se alejó un trecho sin hacer ruido, y se detuvo en un montículo verde. La luna miraba desde el borde del valle.
Pippin se sentó con la esfera entre las rodillas levantadas y se inclinó sobre ella como un niño glotón sobre un plato de comida, en un rincón lejos de los demás. Abrió la capa y miró. Alrededor el aire parecía tenso, quieto. Al principio la esfera estaba oscura, negra como el azabache, y la luz de la luna centelleaba en la superficie lustrosa. De súbito una llama tenue se encendió y se agitó en el corazón de la esfera, atrayendo la mirada de Pippin, de tal modo que no le era posible desviarla. Pronto todo el interior del globo pareció incandescente; ahora la esfera daba vueltas, o eran quizá las luces de dentro que giraban. De repente, las luces se apagaron. Pippin tuvo un sobresalto y aterrorizado trató de liberarse, pero siguió encorvado, con la esfera apretada entre las manos, inclinándose cada vez más. Y súbitamente el cuerpo se le puso rígido; los labios le temblaron un momento. Luego, con un grito desgarrador, cayó de espaldas y allí quedó tendido, inmóvil.
El grito había sido penetrante, y los centinelas saltaron desde los terraplenes. Todo el campamento estuvo pronto de pie.
—¡Así que éste es el ladrón! —exclamó Gandalf. Rápidamente echó la capa sobre la esfera—. ¡Y tú, nada menos que tú, Pippin! ¡Qué cariz tan peligroso han tomado las cosas! —Se arrodilló junto al cuerpo de Pippin: el hobbit yacía boca arriba, rígido, los ojos clavados en el cielo.— ¡Cosa de brujos! ¿Qué daño habrá causado, a él mismo, y a todos nosotros? —El semblante del mago estaba tenso y demudado.
Tomó la mano de Pippin y se inclinó sobre él; escuchó un momento la respiración del hobbit, luego le puso las manos sobre la frente. El hobbit se estremeció. Los ojos se le cerraron. Lanzó un grito; y se sentó, mirando con profundo desconcierto las caras de alrededor, pálidas a la luz de la luna.
—¡No es para ti, Saruman! —gritó con una voz aguda y falta de tono, apartándose de Gandalf—. Mandaré a alguien para que me lo traiga en seguida. ¿Me entiendes? ¡Di eso solamente! —Luego trató de ponerse de pie y escapar, pero Gandalf lo retuvo con dulzura y firmeza.
—¡Peregrin Tuk! —dijo—. ¡Vuelve!
El hobbit dejó de debatirse, y volvió a caer de espaldas, apretando la mano del mago.
—¡Gandalf! —gritó—. ¡Gandalf! ¡Perdóname!
—¿Que te perdone? —dijo el mago—. ¡Dime primero qué has hecho!
—Yo... te saqué el globo y lo miré —balbuceó Pippin—, y vi cosas horripilantes. Y quería escapar pero no podía. Y entonces vino él y me interrogó; y me miraba fijamente, y... y no recuerdo nada más.
—No me basta con eso —dijo Gandalf con severidad—. ¿Qué fue lo que viste, y qué dijiste?
Pippin cerró los ojos estremeciéndose, pero no contestó. Todos observaban la escena en silencio, excepto Merry que miraba a otro lado. Pero la expresión de Gandalf era aún dura e inflexible.
—¡Habla! —dijo.
En voz baja y vacilante Pippin empezó a hablar otra vez, y poco a poco las palabras se hicieron más firmes y claras.
—Vi un cielo oscuro y murallas altas —dijo—. Y estrellas diminutas. Todo parecía muy lejano y remoto, y a la vez sólido y nítido. Las estrellas aparecían y desaparecían... oscurecidas por el vuelo de criaturas aladas. Creo que eran muy grandes, en realidad; pero en el cristal yo las veía como murciélagos que revoloteaban alrededor de la torre. Me pareció que eran nueve. Una bajó directamente hacia mí, y era más y más grande a medida que se acercaba. Tenía un horrible... no, no lo puedo decir.
”Traté de huir, porque pensé que saldría volando fuera del globo; pero cuando la sombra cubrió toda la esfera, desapareció. Entonces vino él. No hablaba con palabras. Pero me miraba, y yo comprendía.
”«¿De modo que has regresado? ¿Por qué no te presentaste a informar durante tanto tiempo?»
”No respondí. Él me preguntó: «¿Quién eres?» Tampoco esta vez respondí, pero me costaba mucho callar, y él me apremiaba, tanto que al fin dije: «Un hobbit».
”Entonces fue como si me viera de improviso, y se rió de mí. Era cruel. Yo me sentía como si estuvieran acuchillándome. Traté de escapar, pero él me ordenó: «¡Espera un momento! Pronto volveremos a encontrarnos. Dile a Saruman que este manjar no es para él. Mandaré a alguien para que me lo traiga en seguida. ¿Has entendido bien? ¡Dile eso solamente!» Entonces me miró con una alegría perversa. Me pareció que me estaba cayendo en pedazos. ¡No, no! No puedo decir nada más. No recuerdo nada más.
—¡Mírame! —le dijo Gandalf.
Pippin miró a Gandalf directamente a los ojos. Por un momento el mago le sostuvo la mirada en silencio. Luego el rostro se le dulcificó y le mostró la sombra de una sonrisa. Puso la mano afectuosamente en la cabeza de Pippin.
—¡Está bien! —dijo—. ¡No digas más! ¡No has sufrido ningún daño! No ocultas la mentira en tus ojos, como yo había temido. Pero él no habló contigo mucho tiempo. Eres un tonto, pero un tonto honesto, Peregrin Tuk. Otros más sabios hubieran salido mucho peor de un trance como éste. ¡Pero no lo olvides! Te has salvado, tú y todos tus amigos, ayudado por la buena suerte, como suele decirse. No podrás contar con ella una segunda vez. Si él te hubiese interrogado en ese mismo momento, estoy casi seguro de que le habrías dicho todo cuanto sabes, lo que hubiera significado la ruina de todos nosotros. Pero estaba demasiado impaciente. No sólo quería información: te quería a ti, cuanto antes, para poder disponer de ti en la Torre Oscura. ¡No tiembles! Si te da por entrometerte en asuntos de Magos, tienes que estar preparado para eventualidades como ésta. ¡Bien! ¡Te perdono! ¡Tranquilízate! Las cosas hubieran podido tomar un sesgo mucho más terrible aún.
Levantó a Pippin con delicadeza y lo llevó a su camastro. Merry lo siguió, y se sentó junto a él.
—¡Acuéstate y descansa, si puedes, Pippin! —dijo Gandalf—. Ten confianza en mí. Y si vuelves a sentir un cosquilleo en las palmas, ¡avísame! Esas cosas tienen cura. En todo caso, mi querido hobbit, ¡no se te ocurra volver a ponerme un trozo de piedra debajo del codo! Ahora os dejaré solos a los dos un rato.
Y con esto Gandalf volvió a donde estaban los otros, junto a la piedra de Orthanc, todavía perturbados.
—El peligro llega por la noche cuando menos se lo espera —dijo—. ¡Nos hemos salvado por un pelo!
—¿Cómo está el hobbit Pippin? —preguntó Aragorn.
—Creo que dentro de muy poco todo habrá pasado —respondió Gandalf—. No lo retuvieron mucho tiempo, y los hobbits tienen una capacidad de recuperación extraordinaria. El recuerdo, o al menos el horror de las visiones, habrá desaparecido muy pronto. Demasiado pronto, quizá. ¿Quieres tú, Aragorn, llevar la piedra de Orthanc y custodiarla? Es una carga peligrosa.
—Peligrosa es en verdad, mas no para todos —dijo Aragorn—. Hay alguien que puede reclamarla por derecho propio. Porque éste es sin duda la palantír de Orthanc del tesoro de Elendil, traído aquí por los Reyes de Gondor. Se aproxima mi hora. La llevaré.
Gandalf miró a Aragorn, y luego, ante el asombro de todos, levantó la piedra envuelta en la capa y con una reverencia la puso en las manos de Aragorn.
—¡Recíbela, señor! —dijo—, en prenda de otras cosas que te serán restituidas. Pero si me permites aconsejarte en el uso de lo que es tuyo, ¡no la utilices... por el momento! ¡Ten cuidado!
—¿He sido alguna vez precipitado o imprudente, yo que he esperado y me he preparado durante tantos años? —dijo Aragorn.
—Nunca hasta ahora. No tropieces al final del camino —respondió Gandalf—. De todos modos, guárdala en secreto. ¡Tú y todos los aquí presentes! El hobbit Peregrin, sobre todo, ha de ignorar a qué manos ha sido confiada. El acceso maligno podría repetírsele. Porque ¡ay! la ha tenido en las manos y la ha mirado por dentro, cosa que jamás debió hacer. No tenía que haberla tocado en Isengard, y yo no actué con rapidez suficiente. Pero todos mis pensamientos estaban puestos en Saruman y no sospeché la naturaleza de la piedra hasta que fue demasiado tarde. Pero ahora estoy seguro. No tengo ninguna duda.
—Sí, no cabe ninguna duda —dijo Aragorn—. Por fin hemos descubierto cómo se comunicaban Isengard y Mordor. Muchos misterios quedan aclarados.
—¡Extraños poderes tienen nuestros enemigos, y extrañas debilidades! —dijo Théoden—. Pero, como dice un antiguo proverbio: El daño del mal suele volverse contra el propio mal.
—Ha ocurrido muchas veces —dijo Gandalf—. En todo caso esta vez hemos sido extraordinariamente afortunados. Es posible que este hobbit me haya salvado de cometer un error irreparable. Me preguntaba si no tendría que estudiar yo mismo la esfera, y averiguar para qué la utilizaban. De haberlo hecho, le habría revelado a él mi presencia. No estoy preparado para una prueba semejante, y no sé si lo estaré alguna vez. Pero aun cuando encontrase en mí la fuerza de voluntad necesaria para apartarme a tiempo, sería desastroso que él me viera, por el momento... hasta que llegue la hora en que el secreto ya no sirva de nada.
—Creo que esa hora ha llegado —dijo Aragorn.
—No, todavía no —dijo Gandalf—. Queda aún un breve período de incertidumbre que hemos de aprovechar. El enemigo pensaba obviamente que la piedra seguía estando en Orthanc, ¿por qué habría de pensar otra cosa? Y que era allí donde el hobbit estaba prisionero, y que Saruman lo obligaba a mirar la esfera para torturarlo. La mente tenebrosa ha de estar ocupada ahora con la voz y la cara del hobbit y la perspectiva de tenerlo pronto con él. Quizá tarde algún tiempo en darse cuenta del error. Y nosotros aprovecharemos este respiro. Hemos actuado con excesiva calma. Ahora nos daremos prisa. Y las cercanías de Isengard no son lugar propicio para que nos demoremos aquí. Yo partiré inmediatamente con Peregrin Tuk. Será mejor para él que estar tendido en la oscuridad mientras los otros duermen.
—Yo me quedaré aquí con Éomer y diez de los Jinetes —dijo el rey—. Saldremos al amanecer. Los demás escoltarán a Aragorn y podrán partir cuando lo crean conveniente.
—Como quieras —dijo Gandalf—. ¡Pero procura llegar lo más pronto posible al refugio de las montañas, al Abismo de Helm!
En ese momento una sombra cruzó bajo el cielo ocultando de pronto la luz de la luna. Varios de los Jinetes gritaron, y levantando los brazos se cubrieron la cabeza y se encogieron como para protegerse de un golpe que viniera de lo alto: un pánico ciego y un frío mortal cayeron sobre ellos. Temerosos, alzaron los ojos. Una enorme figura alada pasaba por delante de la luna como una nube oscura. La figura dio media vuelta y fue hacia el norte, más rauda que cualquier viento de la Tierra Media. Las estrellas se apagaban a su paso. Casi en seguida desapareció.
Todos estaban ahora de pie, como petrificados. Gandalf miraba el cielo, los puños crispados, los brazos tiesos a lo largo del cuerpo.
—¡Nazgûl! —exclamó—. El mensajero de Mordor. La tormenta se avecina. ¡Los Nazgûl han cruzado el Río! ¡Partid, partid! ¡No aguardéis hasta el alba! ¡Que los más veloces no esperen a los más lentos! ¡Partid!
Echó a correr, llamando a Sombragrís. Aragorn lo siguió. Gandalf se acercó a Pippin y lo tomó en sus brazos.
—Esta vez cabalgarás conmigo —dijo—. Sombragrís te mostrará cuánto es capaz de hacer. —Volvió entonces al sitio en que había dormido. Sombragrís ya lo esperaba allí. Colgándose del hombro el pequeño saco que era todo su equipaje, el mago saltó a la grupa de Sombragrís. Aragorn levantó a Pippin y lo depositó en brazos de Gandalf, envuelto en una manta.
—¡Adiós! ¡Seguidme pronto! —gritó Gandalf—. En marcha, Sombragrís.
El gran corcel sacudió la cabeza. La cola flotó sacudiéndose a la luz de la luna. En seguida dio un salto hacia adelante, golpeando el suelo, y desapareció en las montañas como un viento del norte.
—¡Qué noche tan hermosa y apacible! —le dijo Merry a Aragorn—. Algunos tienen una suerte prodigiosa. No quería dormir, y quería cabalgar con Gandalf... ¡y ahí lo tienes! En vez de convertirlo en estatua de piedra y condenarlo a quedarse aquí, como escarmiento...
—Si en vez de Pippin hubieras sido tú el primero en recoger la piedra de Orthanc, ¿qué habría sucedido? —dijo Aragorn—. Quizá hubieras hecho cosas peores. ¿Quién puede saberlo? Pero ahora te ha tocado a ti en suerte cabalgar conmigo, me temo. Y partiremos en seguida. Prepárate, y trae todo cuanto Pippin pueda haber dejado. ¡Date prisa!
Sombragrís volaba a través de las llanuras; no necesitaba que lo azuzaran o lo guiaran. En menos de una hora habían llegado a los Vados del Isen y los habían cruzado. El túmulo de los Jinetes, el cerco de lanzas frías, se alzaba gris detrás de ellos.
Pippin ya estaba recobrándose. Ahora sentía calor, pero el viento que le acariciaba el rostro era refrescante y vivo; y cabalgaba con Gandalf. El horror de la piedra y de la sombra inmunda que había empañado la luna se iba borrando poco a poco, como cosas que quedaran atrás entre las nieblas de las montañas o como imágenes de un sueño. Respiró profundamente.
—No tenía idea de que montabas a pelo, Gandalf —dijo—. ¡No usas silla ni bridas!
—Sólo a Sombragrís lo monto a la usanza élfica —dijo Gandalf—. Sombragrís rechaza los arneses y avíos: y en verdad, no es uno quien monta a Sombragrís; es Sombragrís quien acepta llevarlo a uno... o no. Y si él te acepta, ya es suficiente. Es él entonces quien cuida de que permanezcas en la grupa, a menos que se te antoje saltar por los aires.
—¿Vamos muy rápido? —preguntó Pippin—. Rapidísimo, de acuerdo con el viento, pero con un galope muy regular. Y casi no toca el suelo de tan ligero.
—Ahora corre como el más raudo de los corceles —respondió Gandalf—; pero esto no es muy rápido para él. El terreno se eleva un poco en esta región, más accidentada que del otro lado del río. ¡Pero mira cómo se acercan ya las Montañas Blancas a la luz de las estrellas! Allá lejos se alzan como lanzas negras los picos del Thrihyrne. Dentro de poco habremos llegado a la encrucijada y al Valle del Bajo, donde hace dos noches se libró la batalla.
Pippin permaneció otra vez silencioso durante un rato. Oyó que Gandalf canturreaba entre dientes y musitaba breves fragmentos de poemas en diferentes lenguas, mientras las millas huían a espaldas de los jinetes. Por último el mago entonó una canción cuyas palabras fueron inteligibles para el hobbit: algunos versos le llegaron claros a los oídos a través del rugido del viento:
Altos navíos y altos reyes
tres veces tres.
¿Qué trajeron de las tierras sumergidas
sobre las olas del mar?
Siete estrellas y siete piedras
y un árbol blanco.
—¿Qué es lo qué estás diciendo, Gandalf? —preguntó Pippin.
—Estaba recordando simplemente algunas de las antiguas canciones —le respondió el mago—. Los hobbits las habrán olvidado, supongo, aun las pocas que conocían.
—No, nada de eso —dijo Pippin—. Y además tenemos muchas canciones propias, que sólo se refieren a nosotros, y que quizá no te interesen. Pero ésta no la había escuchado nunca. ¿De qué habla...? ¿Qué son esas siete estrellas y esas siete piedras?
—Habla de las palantíri de los Antiguos Reyes —dijo Gandalf.
—¿Y qué son?
—El nombre significa lo que mira a lo lejos. La piedra de Orthanc era uno de ellos.
—¿Entonces no fue fabricada —Pippin titubeó—, fabricada... por el Enemigo?
—No —dijo Gandalf—. Ni por Saruman. Ni las artes de Saruman ni las de Sauron hubieran podido crear nada semejante. Las palantíri provienen de Eldamar, de más allá de Oesternesse. Las hicieron los Noldor; quizá fue el propio Fëanor el artífice que las forjó, en días tan remotos que el tiempo no puede medirse en años. Pero nada hay que Sauron no pueda utilizar para el mal. ¡Triste destino el de Saruman! Ésa fue la causa de su perdición, ahora lo comprendo. Los artilugios creados por un arte superior al que nosotros poseemos son siempre peligrosos. Sin embargo, ha de cargar con la culpa. ¡Insensato! La guardó en secreto, para su propio beneficio, y jamás dijo una sola palabra a ninguno de los miembros del Concilio. No habíamos pensado aún en el posible destino de las palantíri de Gondor en el tiempo de su ruinosa guerra. Los Hombres ya casi no las recordaban. Aun en Gondor eran un secreto que pocos conocían; en Arnor sólo las recordaban en una vieja canción de los Dúnedain.
—¿Para qué las utilizaban los Hombres de antaño? —inquirió Pippin, feliz y estupefacto; estaba obteniendo demasiadas respuestas, y se preguntaba cuánto duraría eso.
—Para ver a la distancia, y para hablar en el pensamiento unos con otros —dijo Gandalf—. Así fue como custodiaron y mantuvieron unido el reino de Gondor durante tanto tiempo. Pusieron Piedras en Minas Anor, y en Minas Ithil, y en Orthanc en el círculo de Isengard. La piedra maestra y más poderosa fue colocada debajo de la Cúpula de las Estrellas de Osgiliath antes que fuera destruida. Las otras tres estaban muy lejos en el Norte. En la casa de Elrond se cuenta que estaban en Annúminas, y en Amon Sûl, y que la Piedra de Elendil se encontraba en las Colinas de la Torre que miran hacia Mithlond en el Golfo de Lune, donde están anclados los navíos grises.
”Las palantíri se comunicaban entre ellas, pero desde Osgiliath podían vigilarlas a todas a la vez. Al parecer, como la roca de Orthanc ha resistido los embates del tiempo, la palantír de esa torre también ha sobrevivido. Pero sin las otras sólo alcanzaba a ver pequeñas imágenes de cosas lejanas y días remotos. Muy útil, sin duda, para Saruman; es evidente, sin embargo, que él no estaba satisfecho. Miró más y más lejos hasta que al fin posó la mirada en Barad-dûr. ¡Entonces lo atraparon!
”¿Quién puede saber dónde estarán ahora todas las otras Piedras perdidas de Arnor y Gondor, enterradas, o sumergidas en qué mares profundos? Pero Sauron descubrió al menos una y la adaptó a sus designios. Sospecho que era la Piedra de Ithil, pues hace mucho tiempo Sauron se apoderó de Minas Ithil y la transformó en un sitio nefasto. Hoy es Minas Morgul.
”Es fácil imaginar con cuánta rapidez fue atrapado y fascinado el ojo andariego de Saruman; lo sencillo que ha sido desde entonces persuadirlo de lejos, y amenazarlo cuando la persuasión no era suficiente. El que mordía fue mordido, el halcón dominado por el águila, la araña aprisionada en una tela de acero. Quién sabe desde cuándo era obligado a acudir a la esfera para ser interrogado y recibir instrucciones; y la Piedra de Orthanc tiene la mirada tan fija en Barad-dûr que hoy sólo alguien con una voluntad de hierro podría mirar en su interior sin que Barad-dûr le atrajera rápidamente los ojos y los pensamientos. ¿No he sentido yo mismo esa atracción? Aun ahora querría poner a prueba mi fuerza de voluntad, librarme de Sauron y mirar a donde yo quisiera... más allá de los anchos mares de agua y de tiempo hacia Tirion la Bella, y ver cómo trabajaban la mano y la mente inimaginables de Fëanor, ¡cuando el Árbol Blanco y el Árbol de Oro florecían aún!
Gandalf suspiró y calló.
—Ojalá lo hubiera sabido antes —dijo Pippin—. No tenía idea de lo que estaba haciendo.
—Oh, sí que la tenías —dijo Gandalf—. Sabías que estabas actuando mal y estúpidamente; y te lo decías a ti mismo, pero no te escuchaste. No te lo dije antes porque sólo ahora, meditando en todo lo que pasó, he terminado por comprenderlo, mientras cabalgábamos juntos. Pero aunque te hubiese hablado antes, tu tentación no habría sido menor, ni te habría sido más fácil resistirla. ¡Al contrario! No, una mano quemada es el mejor maestro. Luego cualquier advertencia sobre el fuego llega derecho al corazón.
—Es cierto —dijo Pippin—. Si ahora tuviese delante de mí las siete piedras, cerraría los ojos y me metería las manos en los bolsillos.
—¡Bien! —dijo Gandalf—. Eso era lo que esperaba.
—Sí, pero me gustaría saber... —empezó a decir Pippin.
—¡Misericordia! —exclamó Gandalf—. Si para curar tu curiosidad hay que darte información, me pasaré el resto de mis días respondiendo a tus preguntas. ¿Qué más quieres saber?
—Los nombres de todas las estrellas y de todos los seres vivientes, y la historia toda de la Tierra Media, y de la Bóveda del Cielo y de los Mares Revueltos —rió Pippin—. ¡Claro está! ¿Qué menos? Pero por esta noche no tengo prisa. En este momento pensaba en la sombra negra. Oí que gritabas: «mensajero de Mordor». ¿Qué era? ¿Qué podía hacer en Isengard?
—Era un Jinete Negro alado, un Nazgûl —respondió Gandalf—. Y hubiera podido llevarte a la Torre Oscura.
—Pero no venía por mí, ¿verdad que no? —dijo Pippin con voz trémula—. Quiero decir, no sabía que yo...
—Claro que no —dijo Gandalf—. Hay doscientas leguas o más a vuelo de pájaro desde Barad-dûr a Orthanc, y hasta un Nazgûl necesitaría varias horas para recorrer esa distancia. Pero sin duda Saruman escudriñó la Piedra luego de la huida de los orcos, y reveló así muchos pensamientos que quería mantener en secreto. Un mensajero fue enviado entonces con la misión de averiguar en qué anda Saruman. Y luego de lo sucedido esta noche, vendrá otro, y muy pronto, no lo dudo. De esta manera Saruman quedará encerrado en el callejón sin salida en que él mismo se ha metido. Sin un solo prisionero que enviar, sin una Piedra que le permita ver, y sin la posibilidad de satisfacer las exigencias del amo. Sauron supondrá que pretende retener al prisionero y que rehúsa utilizar la Piedra. De nada servirá que Saruman le diga la verdad al mensajero. Pues aunque Isengard ha sido destruida, Saruman sigue aún en Orthanc, sano y salvo. Y de todas maneras aparecerá como un rebelde. Y sin embargo, si rechazó nuestra ayuda fue para evitar eso mismo. Cómo se las arreglará para salir de este trance, no puedo imaginarlo. Creo que todavía, mientras siga en Orthanc, tiene poder para resistir a los Nueve Jinetes. Tal vez lo intente. Quizá trate de capturar al Nazgûl, o al menos matar a la criatura en que cabalga por el cielo. En ese caso deja a Rohan que se ocupe de los caballos.
”Pero cuál será el desenlace, y si para bien o para mal, no sabría decirlo. Es posible que los pensamientos del Enemigo lleguen confusos o tergiversados a causa del odio que le tiene a Saruman. Quizá Sauron se entere de que yo estuve allá en Orthanc al pie de la escalinata, con los hobbits prendidos a los faldones. Y que un heredero de Elendil, vivo, estaba también allí, a mi lado. Si Lengua de Serpiente no se dejó engañar por la armadura de Rohan, se acordará sin duda de Aragorn y del título que reivindicaba. Eso es lo que más temo. Así pues, no hemos huido para alejarnos de un peligro sino para correr en busca de otro mucho mayor. Cada paso de Sombragrís te acerca más y más al País de la Sombra, Peregrin Tuk.
Pippin no respondió, pero se arrebujó en la capa, como sacudido por un escalofrío. La tierra gris corría veloz a sus pies.
—¡Mira! —dijo Gandalf—. Los valles del Folde Oeste se abren ante nosotros. Aquí volveremos a tomar el camino del este. Aquella sombra oscura que se ve a lo lejos es la embocadura del Valle del Bajo. De ese lado quedan Aglarond y las Cavernas Centelleantes. No me preguntes a mí por esos sitios. Pregúntale a Gimli, si volvéis a encontraros, y por primera vez tendrás una respuesta que te parecerá muy larga. No verás las cavernas, no al menos en este viaje. Pronto las habremos dejado muy atrás.
—¡Creía que pensabas detenerte en el Abismo de Helm! —dijo Pippin—. ¿A dónde vas ahora?
—A Minas Tirith, antes de que la cerquen los mares de la guerra.
—¡Oh! ¿Y a qué distancia queda?
—Leguas y leguas —respondió Gandalf—. Tres veces más lejos que la morada del Rey Théoden, que queda a más de cien millas de aquí, hacia el este: cien millas a vuelo del mensajero de Mordor. Pero el camino de Sombragrís es más largo. ¿Quién será el más veloz?
”Ahora, seguiremos cabalgando hasta el alba, y aún nos quedan algunas horas. Entonces hasta Sombragrís tendrá que descansar, en alguna hondonada entre las colinas: en Edoras, espero. ¡Duerme, si puedes! Quizá veas las primeras luces del alba sobre los techos de oro de la casa de Eorl. Y dos días después verás la sombra purpurina del Monte Mindolluin y los muros de la torre de Denethor, blancos en la mañana.
”De prisa, Sombragrís. Corre, corazón intrépido, como nunca has corrido hasta ahora. Hemos llegado a las tierras de tu niñez, y aquí conoces todas las piedras. ¡De prisa! ¡Tu ligereza es nuestra esperanza!
Sombragrís sacudió la cabeza y relinchó, como si una trompeta lo llamara a la batalla. En seguida se lanzó hacia adelante. Los cascos relampaguearon contra el suelo; la noche se precipitó sobre él.
Mientras se iba durmiendo lentamente, Pippin tuvo una impresión extraña: Gandalf y él, inmóviles como piedras, montaban la estatua de un caballo al galope, en tanto el mundo huía debajo de ellos con un rugido de viento.