Frodo y Sam volvieron a sus lechos y se acostaron en silencio a descansar, mientras los hombres se ponían en actividad y los trabajos del día comenzaban. Al cabo de un rato les llevaron agua y los condujeron a una mesa servida para tres. Faramir desayunó con ellos. No había dormido desde la batalla de la víspera, pero no parecía fatigado.
Una vez terminada la comida, se pusieron de pie.
—Ojalá no os atormente el hambre en el camino —dijo Faramir—. Tenéis escasas provisiones, pero he dado orden de acondicionar en vuestros equipajes una pequeña reserva de alimentos apropiada para viajeros. No os faltará el agua mientras caminéis por Ithilien, pero no bebáis de ninguno de los arroyos que descienden del Imlad Morgul, el Valle de la Muerte Viviente. Algo más he de deciros: mis exploradores y vigías han regresado todos, aun algunos que se habían deslizado subrepticiamente hasta tener a la vista el Morannon. Todos han observado una cosa extraña. La tierra está desierta. No hay nada en el camino; no se oye en parte alguna ruido de pasos, de cuernos ni de arcos. Un silencio expectante pesa sobre el País Sin Nombre. Ignoro lo que esto presagia. Pero todo parece precipitarse hacia una gran conclusión. Se aproxima la tormenta. ¡Daos prisa, mientras podáis! Si estáis listos, partamos. Muy pronto el Sol se levantará sobre las sombras.
Les trajeron a los hobbits sus paquetes (un poco más pesados que antes) y también dos bastones de madera pulida, herrados en la punta, y de cabeza tallada, por la que pasaba una correa de cuero trenzado.
—No tengo regalos apropiados para el momento de la partida —dijo Faramir—, pero aceptad estos bastones. Pueden prestar buenos servicios a los caminantes o a quienes escalan montañas en las regiones salvajes. Los Hombres de las Montañas Blancas los utilizan: si bien éstos han sido cortados para vuestra talla y herrados de nuevo. Están hechos con la madera del hermoso árbol lebethron, cara a los ebanistas de Gondor, y les ha sido conferida la virtud de encontrar y retornar. ¡Ojalá esta virtud no se malogre enteramente en las Sombras en que ahora vais a internaros!
Los hobbits se inclinaron con una reverencia.
—Magnánimo y muy benévolo anfitrión —dijo Frodo—, me fue augurado por Elrond el Medio Elfo que encontraría amigos en el camino, secretos e inesperados. Mas no esperaba por cierto una amistad como la tuya. Haberla encontrado trueca el mal en un auténtico bien.
Se prepararon para la partida. Gollum fue sacado de algún rincón o de algún escondrijo, y parecía más satisfecho de sí mismo que antes, aunque no se apartaba un momento del lado de Frodo y evitaba la mirada de Faramir.
—Vuestro guía partirá con los ojos vendados —dijo Faramir—, pero a ti y a tu servidor Samsagaz no os obligaré, si así lo deseáis.
Gollum lanzó un chillido, y se retorció, y se aferró a Frodo, cuando fueron a vendarle los ojos; y Frodo dijo:
—Vendadnos a los tres, empezando por mí, así comprenderá tal vez que nadie quiere hacerle daño.
Así lo hicieron, y los guiaron fuera de la caverna de Henneth Annûn. Cuando dejaron atrás los corredores y las escaleras, sintieron alrededor el aire fresco, puro y apacible de la mañana. Todavía a ciegas prosiguieron la marcha un corto trecho, primero subiendo, luego bajando unas suaves pendientes. Por fin la voz de Faramir ordenó que les quitasen las vendas.
Estaban nuevamente en el bosque bajo las ramas de los árboles. No se oía ningún rumor de cascadas de agua, pues una larga pendiente se extendía ahora en dirección al sur entre ellos y la hondonada por la que corría el río. Y a través de los árboles, al oeste, vieron luz, como si el mundo terminara allí bruscamente, y en ese punto comenzara el cielo.
—Aquí se separan definitivamente nuestros caminos —dijo Faramir—. Si seguís mi consejo, no tomaréis aún hacia el este. Continuad en línea recta, pues así tendréis el abrigo de los bosques durante muchas millas. Al oeste hay una cresta y allí el terreno se precipita hacia los grandes valles, a veces bruscamente y a pique, otras veces en largas pendientes. No os alejéis de esta cresta y de los lindes del bosque. Al comienzo de vuestro viaje podréis caminar a la luz del día, creo. Las tierras duermen el sueño de una paz ficticia, y por un tiempo todo mal se ha retirado. ¡Buen viaje, mientras sea posible!
Abrazó a Frodo y a Sam, a la usanza del pueblo de Gondor, encorvándose y poniendo las manos sobre los hombros de los hobbits, y besándoles la frente.
”¡Id con la buena voluntad de todos los hombres de bien! —dijo.
Los hobbits saludaron inclinándose hasta el suelo, Faramir dio media vuelta, y sin mirar atrás ni una sola vez, fue a reunirse con los dos guardias que lo esperaban allí cerca. La celeridad con que ahora se movían esos hombres vestidos de verde, a quienes perdieron de vista casi en un abrir y cerrar de ojos, dejó maravillados a los hobbits. El bosque donde un momento antes estuviera Faramir parecía ahora vacío y triste, como si un sueño se hubiese desvanecido.
Frodo suspiró y se volvió hacia el sur. Como mostrando qué poco le importaban todas aquellas expresiones de cortesía, Gollum estaba arañando la tierra al pie de un árbol.
—¿Tiene hambre otra vez? —pensó Sam—. ¡Bueno, de nuevo en la brecha!
—¿Se han marchado ya por fin? —dijo Gollum—. ¡Hombres sssucios malvados! Todavía le duele el cuello a Sméagol, sí, todavía. ¡En marcha!
—Sí, en marcha —dijo Frodo—. ¡Pero calla si sólo sabes hablar mal de quienes te trataron con misericordia!
—¡Buen amo! —dijo Gollum—. Sméagol hablaba en broma. Él siempre perdona, sí, siempre, aun las zancadillas del buen amo. ¡Oh sí, buen amo, Sméagol bueno!
Ni Frodo ni Sam le respondieron. Cargaron los paquetes, empuñaron los bastones y se internaron en los bosques de Ithilien.
Dos veces descansaron ese día y comieron un poco de las provisiones que les había dado Faramir: frutos secos y carne salada, en cantidad suficiente para un buen número de días; y pan en abundancia, que podrían comer mientras se conservase fresco. Gollum no quiso probar bocado.
El sol subió y pasó invisible por encima de las cabezas de los caminantes y empezó a declinar, y en el poniente una luz dorada se filtró a través de los árboles; y ellos avanzaron a la sombra verde y fresca de las frondas, y alrededor todo era silencio. Parecía como si todos los pájaros del lugar se hubieran ido, o hubieran perdido la voz.
La oscuridad cayó temprano sobre los bosques silenciosos, y antes que cerrara la noche hicieron un alto, fatigados, pues habían caminado siete leguas o más desde Henneth Annûn. Frodo se acostó y durmió toda la noche sobre el musgo al pie de un árbol viejo. Sam, junto a él, estaba más intranquilo: despertó muchas veces, pero en ningún momento vio señales de Gollum, quien se había escabullido tan pronto como los hobbits se echaron a descansar. Si había dormido en algún agujero cercano, o si se había pasado la noche al acecho de alguna presa, no lo dijo; pero regresó a las primeras luces del alba y despertó a los hobbits.
—¡A levantarse, sí, a levantarse! —dijo—. Nos esperan caminos largos, al sur y al este. ¡Los hobbits tienen que darse prisa!
El día no fue muy diferente del anterior, pero el silencio parecía más profundo; el aire más pesado era ahora sofocante debajo de los árboles, como si el trueno se estuviera preparando para estallar. Gollum se detenía con frecuencia, husmeaba el aire, y luego mascullaba entre dientes e instaba a los hobbits a acelerar el paso.
Al promediar la tercera etapa de la jornada, cuando declinaba la tarde, la espesura del bosque se abrió, y los árboles se hicieron más grandes y más espaciados. Imponentes encinas de troncos corpulentos se alzaban sombrías y solemnes en los vastos calveros, y aquí y allá, entre ellas, había fresnos venerables, y unos robles gigantescos exhibían el verde pardusco de los retoños incipientes. Alrededor, en unos claros de hierba verde, crecían celidonias y anémonas, blancas y azules, ahora replegadas para el sueño nocturno; y había prados interminables poblados por el follaje de los jacintos silvestres: los tallos tersos y relucientes de las campánulas asomaban ya a través del mantillo. No había a la vista ninguna criatura viviente, ni bestia ni ave, pero en aquellos espacios abiertos Gollum tenía cada vez más miedo, y ahora avanzaban con cautela, escabulléndose de una larga sombra a otra.
La luz se extinguía rápidamente cuando llegaron a la orilla del bosque. Allí se sentaron debajo de un roble viejo y nudoso cuyas raíces descendían entrelazadas y enroscadas como serpientes por una barranca empinada y polvorienta. Un valle profundo y lóbrego se extendía ante ellos. Del otro lado del valle el bosque reaparecía, azul y gris en la penumbra del anochecer, y avanzaba hacia el sur. A la derecha refulgían las Montañas de Gondor, lejos en el oeste, bajo un cielo salpicado de fuego. Y a la izquierda, la oscuridad: los elevados muros de Mordor; y de esa oscuridad nacía el valle largo, descendiendo abruptamente hacia el Anduin en una hondonada cada vez más ancha. En el fondo se apresuraba un torrente: Frodo oía esa voz pedregosa, que crecía en el silencio; y junto a la orilla más próxima un camino descendía serpenteando como una cinta pálida, para perderse entre las brumas grises y frías que ningún rayo del sol poniente llegaba a tocar. Allí Frodo creyó ver, muy distantes, como flotando en un océano de sombras, las cúpulas altas e indistintas y los pináculos irregulares de unas torres antiguas, solitarias y sombrías.
Se volvió a Gollum. —¿Sabes dónde estamos? —le preguntó.
—Sí, amo. Parajes peligrosos. Éste es el camino que baja de la Torre de la Luna hasta la ciudad en ruinas por las orillas del Río. La ciudad en ruinas, sí, lugar muy horrible, plagado de enemigos. Hicimos mal en seguir el consejo de los Hombres. Los hobbits se han alejado mucho del camino. Ahora tenemos que ir hacia el este, por allá arriba. —Movió el brazo descarnado señalando las montañas envueltas en sombras.— Y no podemos ir por este camino. ¡Oh no! ¡Gente cruel viene por ahí desde la Torre!
Frodo miró abajo y escudriñó el camino. En todo caso nada se movía allí por el momento. Descendía hasta las ruinas desiertas envueltas en la bruma y parecía solitario y abandonado. Pero algo siniestro flotaba en el aire, como si en verdad hubiera unas cosas que iban y venían, y que los ojos no podían ver. Frodo se estremeció mirando una vez más los pináculos distantes y que ahora desaparecían en la noche, y el sonido del agua le pareció frío y cruel: la voz de Morgulduin, el río de aguas corruptas que descendía del Valle de los Espectros.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo—. Hemos andado mucho. ¿Buscaremos algún sitio aquí detrás, en el bosque, donde poder descansar escondidos?
—Inútil esconderse en la oscuridad —dijo Gollum—. Los hobbits tienen que esconderse ahora, sí, de día.
—¡Oh, vamos! —dijo Sam—. Necesitamos descansar, aunque luego nos levantemos en mitad de la noche. Todavía quedarán horas de oscuridad, tiempo de sobra para que nos guíes en otra larga marcha, si en verdad conoces el camino.
Gollum consintió a regañadientes, y fue otra vez hacia los árboles, hacia el este al principio, a lo largo del linde del bosque, donde la arboleda era menos espesa. No quería descansar en el suelo tan cerca del camino malvado, y luego de algunas discusiones se encaramaron los tres en la horqueta de una encina corpulenta, de ramaje espeso, y que era un buen escondite y un refugio más o menos cómodo. Cayó la noche y la oscuridad se cerró, impenetrable, bajo el palio de fronda. Frodo y Sam bebieron un poco de agua y comieron una ración de pan y frutos secos, pero Gollum se enroscó en un ovillo y se durmió instantáneamente. Los hobbits no cerraron los ojos.
Habría pasado apenas la medianoche cuando Gollum despertó: los hobbits vieron de pronto el resplandor de aquellos ojos pálidos y muy abiertos. Gollum escuchaba y husmeaba, cosa que parecía ser, como ya lo habían advertido antes, su método habitual para conocer la hora de la noche.
—¿Hemos descansado? ¿Hemos dormido maravillosamente? ¡En marcha!
—No, no hemos descansado ni hemos dormido maravillosamente —refunfuñó Sam—. Pero si hay que partir, partamos.
Gollum se dejó caer inmediatamente de las ramas del árbol, en cuatro patas, y los hobbits lo siguieron con más lentitud.
Tan pronto como llegaron al suelo reanudaron la marcha en la oscuridad, bajo la conducción de Gollum, subiendo hacia el este por una cuesta empinada. Veían muy poco; la noche era tan profunda que sólo reparaban en los troncos de los árboles cuando tropezaban con ellos. El suelo era ahora más accidentado y la marcha se les hacía más difícil, pero Gollum no parecía preocupado. Los guiaba a través de malezas y zarzales, bordeando a veces una grieta profunda o un pozo oscuro, otras bajando a los agujeros negros escondidos bajo la espesura y volviendo a salir; y si descendían un trecho, la cuesta siguiente era más larga y más escarpada. Trepaban sin descanso. En el primer alto se volvieron para mirar y a duras penas alcanzaron a ver la techumbre del bosque que habían dejado atrás: una sombra densa y vasta, una noche más oscura bajo el cielo oscuro y vacío. Algo negro e inmenso parecía venir lentamente desde el este, devorando las estrellas pálidas y desvaídas. Más tarde la luna en descenso escapó de la nube, pero envuelta en un maléfico resplandor amarillo.
Al fin Gollum se volvió a los hobbits.
—Pronto de día —anunció—. Hobbits tienen que apresurarse. ¡Nada seguro mostrarse al descampado en estos sitios! ¡De prisa!
Apretó el paso, y los hobbits lo siguieron cansadamente. Pronto comenzaron a escalar una ancha giba. Estaba cubierta casi por completo de matorrales de aulaga y arándano, y de espinos achaparrados y duros, si bien aquí y allá se abrían algunos claros, las cicatrices de recientes hogueras. Ya cerca de la cima, las matas de aulaga se hacían más frecuentes; eran viejísimas y muy altas, flacas y desgarbadas en la base pero espesas arriba, y ya mostraban las flores amarillas que centelleaban en la oscuridad y esparcían una fragancia suave y delicada. Eran tan altos aquellos matorrales de espinos que los hobbits podían caminar por debajo sin agacharse, atravesando largos senderos secos, tapizados de un musgo profundo, erizado de espinas.
Al llegar al otro extremo de la colina ancha y gibosa se detuvieron un momento y luego corrieron a esconderse bajo una apretada maraña de espinos. Las ramas retorcidas que se encorvaban hasta tocar el suelo, estaban recubiertas por un laberinto de viejos brezos trepadores. Toda aquella intrincada espesura formaba una especie de recinto hueco y profundo, tapizado de zarzas y hojas muertas y techado por las primeras hojas y brotes primaverales. Allí se echaron un rato a descansar, demasiado fatigados aún para comer; y espiando por entre los intersticios de la hojarasca aguardaron el lento despertar del día.
Pero no llegó el día, solo un crepúsculo pardo y mortecino. Al este, un resplandor apagado y rojizo asomaba bajo los nubarrones amenazantes: no era el rojo purpúreo de la aurora. Más allá de las desmoronadas tierras intermedias, se alzaban las montañas siniestras de Ephel Dúath, negras e informes abajo, donde la noche se demoraba; arriba los picos dentados y las crestas de bordes recortados se erguían amenazantes contra el fiero resplandor. A lo lejos, a la derecha, una gran meseta montañosa se adelantaba hacia el oeste, lóbrega y negra en medio de las sombras.
—¿Por qué camino marcharemos ahora? —preguntó Frodo—. ¿Y aquélla es la entrada de... del Valle de Morgul, allí arriba, detrás de esa mole negra?
—¿Ya tenemos que pensar en eso? —dijo Sam—. Me imagino que ya no nos moveremos hoy durante el día, si esto es el día.
—Tal vez no —dijo Gollum—. Pero pronto tendremos que partir, hacia la Encrucijada. Sí, la Encrucijada. Sí, amo, aquél es el camino.
El resplandor rojizo que se cernía sobre Mordor se extinguió al fin. La penumbra crepuscular se cerró todavía más mientras unos grandes vapores se alzaban en el este y se deslizaban por encima de los viajeros. Frodo y Sam comieron frugalmente y luego se echaron a descansar, pero Gollum estaba inquieto. No quiso la comida de los hobbits; bebió un poco de agua y luego se puso a corretear de un lado a otro bajo los matorrales, husmeando y mascullando. De pronto desapareció.
—Habrá salido de caza, supongo —dijo Sam, y bostezó. Esta vez le tocaba a él dormir primero, y pronto cayó en un sueño profundo. Creía estar de vuelta en el jardín de Bolsón Cerrado buscando algo; pero cargaba un fardo pesado que le encorvaba las espaldas. De algún modo todo parecía cubierto de malezas, y los espinos y helechos habían invadido los macizos hasta casi la cerca del fondo.
—Menudo trabajo me espera, por lo que veo; pero estoy tan cansado... —repetía una y otra vez. De pronto recordó lo que había ido a buscar—. ¡Mi pipa! —dijo, y en ese momento se despertó.
—¡Tonto! —exclamó, mientras abría los ojos y se preguntaba por qué se había acostado debajo del cerco—. ¡Estuvo todo el tiempo en tu equipaje! —Entonces se dio cuenta, primero, que la pipa bien podía estar en el equipaje, pero que era inútil, puesto que no tenía hojas, y en seguida que él se encontraba a cientos de millas de Bolsón Cerrado. Se incorporó. Parecía ser casi de noche. ¿Por qué el amo lo había dejado dormir fuera de turno, hasta el anochecer?
—¿No ha dormido, señor Frodo? —dijo—. ¿Qué hora es? Parece que se está haciendo tarde.
—No, nada de eso —dijo Frodo—. Pero el día no aclara, y en cambio se oscurece cada vez más. Hasta donde yo puedo saber, aún no es mediodía, y tú no has dormido más de tres horas.
—Me pregunto qué sucede —dijo Sam—. ¿Será que se avecina una tormenta? En ese caso, será la peor que hubo jamás. Desearemos estar metidos en un agujero profundo, no sólo amontonados debajo de un seto. —Escuchó con atención.— ¿Qué es eso? ¿Truenos, o tambores, o qué?
—No lo sé —dijo Frodo—. Ya hace un buen rato que dura. Por momentos la tierra parece temblar, y por momentos tienes la impresión de que el aire pesado te late en los oídos.
Sam miró alrededor.
—¿Dónde está Gollum? —preguntó—. ¿Todavía no ha vuelto?
—No —dijo Frodo—. No lo he visto ni lo he oído.
—Bueno, yo no lo soporto —dijo Sam—. A decir verdad, nunca salí con nada de viaje que me haya importado tan poco perder en el camino. Pero sería muy de él, después de habernos seguido todas estas millas, venir a perderse ahora, justo cuando lo necesitamos más... es decir, si alguna vez nos sirve de algo, cosa que dudo.
—Te olvidas de las Ciénagas —dijo Frodo—. Espero que no le haya ocurrido nada.
—Y yo espero que no nos esté preparando alguna triquiñuela. Y en todo caso espero que no vaya a caer en otras manos, como quien dice. Porque entonces, pronto nos veríamos en figurillas.
En ese momento se oyó otra vez, más fuerte y cavernoso, un ruido sordo, vibrante y prolongado. El suelo pareció temblar bajo los pies de los hobbits.
—Me parece que nos veremos en figurillas de todas maneras —dijo Frodo—. Me temo que nuestro viaje se esté acercando a su fin.
—Tal vez —dijo Sam—; pero donde hay vida hay esperanza, como decía mi compadre, y necesidad de vituallas, solía agregar. Coma usted un bocado, señor Frodo, y luego échese un sueño.
La tarde, como Sam suponía que había que llamarla, transcurrió lentamente. Cuando asomaba la cabeza fuera del refugio no veía nada más que un mundo lúgubre, sin sombras, que se diluía poco a poco en una oscuridad monótona, incolora. La atmósfera era sofocante, pero no hacía calor. Frodo dormía con un sueño intranquilo, se movía y daba vueltas, y de cuando en cuando murmuraba. Sam creyó oír dos veces el nombre de Gandalf. El tiempo parecía prolongarse interminablemente. De pronto Sam oyó un silbido detrás de él, y vio a Gollum en cuatro patas, mirándolos con los ojos relucientes.
—¡Despertad, despertad! ¡Despertad, dormilones! —murmuró—. ¡Despertad! No hay tiempo que perder. Tenemos que partir, sí, tenemos que partir en seguida. ¡No hay tiempo que perder!
Sam le clavó una mirada recelosa: Gollum parecía asustado o excitado.
—¿Partir ahora? ¿Qué andas tramando? Todavía no es el momento. No puede ser ni la hora del té, al menos en los lugares decentes donde hay una hora para tomar el té.
—¡Estúpido! —siseó Gollum—. No estamos en ningún lugar decente. Los minutos corren, sí, vuelan. No hay tiempo que perder. Tenemos que partir. Despierte, amo, ¡despierte! —Se prendió a Frodo, que despertó sobresaltado y tomó a Gollum por el brazo. Gollum se desasió rápidamente y retrocedió.
—No seáis estúpidos —siseó—. Tenemos que partir. No hay tiempo que perder. —Y no hubo modo de sacarle una palabra más. No quiso decir de dónde venía ni por que tenía tanta prisa. A Sam todo aquello le parecía muy sospechoso, y lo demostraba; de Frodo en cambio no podía saberse lo que le pasaba por la mente. Suspiró, levantó el paquete, y se preparó para salir a la creciente oscuridad.
Gollum les hizo descender furtivamente el flanco de la colina, tratando de mantenerse oculto siempre que era posible, y corriendo, encorvado casi contra el suelo en los espacios abiertos; pero la luz era ahora tan débil que ni siquiera una bestia salvaje de ojos penetrantes hubiera podido ver a los hobbits, encapuchados, envueltos en los oscuros mantos grises, ni tampoco oírlos, pues caminaban con ese andar sigiloso que con tanta naturalidad adopta la gente menuda. Ni una rama crujió, ni una hoja susurró mientras pasaban y desaparecían.
Durante cerca de una hora prosiguieron la marcha en silencio, en fila, bajo la opresión de la oscuridad y la calma absoluta de aquellos parajes, sólo interrumpida de tanto en tanto por lo que parecía un trueno lejano, o un redoble de tambores en alguna hondonada de las colinas. Siempre descendiendo, dejaron atrás el escondite, y se volvieron hacia el sur y tomaron por el camino más recto que Gollum pudo encontrar: una larga pendiente accidentada que subía a las montañas. Pronto, no muy lejos camino adelante, vieron un cinturón de árboles que parecía alzarse como una muralla negra. Al acercarse notaron que eran árboles enormes y quizá muy viejos, pero erguidos aún, aunque las copas estaban desnudas y rotas, como castigadas por la tempestad y el rayo, que no habían podido matarlos ni conmover las raíces insondables.
—La Encrucijada, sí —susurró Gollum, hablando por primera vez desde que salieran del escondite—. Hemos de tomar ese camino. —Virando ahora al este, los guió cuesta arriba; y entonces, de improviso, apareció a la vista el Camino del Sur: se abría paso serpenteando desde el pie de las montañas, para venir a morir aquí, en el gran anillo de los árboles.
—Éste es el único camino —cuchicheó Gollum—. No hay ningún otro. Ni senderos. Tenemos que ir a la Encrucijada. ¡Pero de prisa! ¡Silencio!
Furtivamente, como exploradores en campamento enemigo, se deslizaron al camino y con pasos sigilosos de gato en acecho avanzaron a lo largo del borde occidental, al amparo de la barranca pedregosa, gris como las piedras mismas. Llegaron por fin a los árboles, y descubrieron que se encontraban dentro de un vasto claro circular, abierto bajo el cielo sombrío; y los espacios entre los troncos inmensos eran como las grandes arcadas oscuras de un castillo ruinoso. En el centro mismo confluían cuatro caminos. A espaldas de los hobbits se extendía el que conducía al Morannon; delante de ellos partía nuevamente rumbo al sur; a la derecha subía el camino de la antigua Osgiliath, y luego se perdía en las sombras del este: el cuarto camino, el que ellos tomarían.
Frodo se detuvo un instante atemorizado y de pronto vio brillar una luz: un reflejo en la cara de Sam, que estaba junto a él. Se volvió y alcanzó a ver bajo la bóveda de ramas el camino de Osgiliath que descendía y descendía hacia el oeste, casi tan recto como una cinta estirada. Allí, en la lejanía, más allá de la triste Gondor ahora envuelta en sombras, el Sol declinaba y tocaba por fin la orla del paño funerario de las nubes, que rodaban lentamente, y se hundían, en un incendio ominoso, en el Mar todavía inmaculado. El breve resplandor iluminó una enorme figura sentada, inmóvil y solemne como los grandes reyes de piedra de Argonath. Los años la habían carcomido, y unas manos violentas la habían mutilado. Habían arrancado la cabeza, y habían puesto allí como burla una piedra toscamente tallada y pintarrajeada por manos salvajes; la piedra simulaba una cara horrible y gesticulante con un ojo grande y rojo en medio de la frente. Sobre las rodillas, el trono majestuoso y alrededor del pedestal unos garabatos absurdos se mezclaban con los símbolos inmundos de los corruptos habitantes de Mordor.
De improviso, capturada por los rayos horizontales, Frodo vio la cabeza de rey: yacía abandonada a la orilla del camino.
—¡Mira, Sam! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Mira! ¡El rey tiene otra vez una corona!
Le habían vaciado las cuencas de los ojos, y la barba esculpida estaba rota, pero alrededor de la frente alta y severa tenía una corona de plata y de oro. Una planta trepadora con flores que parecían estrellitas blancas se había adherido a las cejas como rindiendo homenaje al rey caído, y en las fisuras de la cabellera de piedra resplandecían unas siemprevivas doradas.
—¡No podrán vencer eternamente! —dijo Frodo. Y entonces, de pronto, la visión se desvaneció. El Sol se hundió y desapareció, y como si se apagara una lámpara, cayó la noche negra.