UN FINAL COMPRADO

Y JUSTO CUANDO la historia se ponía más emocionante, el tío Chema guardó silencio como si se le hubiera acabado la batería.

—¿Y? —pregunté intrigado.

—¿Y qué?

—¿Y qué pasó?

—Ah, eso… otro día te lo cuento. —Mi tío se levantó para estirarse como gato—. Es tardísimo, vete a casa que tus padres deben de estar preocupados.

—Pero, tío, no puedes hacerme eso. No me has dicho en qué acabó la historia, si tu papá recuperó la sombra y tu tía el color, ¿qué pasó con las pecas de la Lore?

—Tito, ya es tarde —remarcó mi tío—. Mañana le seguimos.

—Solo dime si le dieron su merecido a Leopoldo.

—Mañana te lo cuento, ya te lo dije.

Me dio muchísima rabia, era como si se hubiera ido la luz en el cine, justo cuando el héroe va a salvar el mundo del ataque de los extraterrestres o algo así.

Pero mi tío tenía razón, eran casi las once de la noche. Me fui, pero al día siguiente, aprovechando que era sábado, llegué supertemprano.

Había imaginado algunos finales, como que atrapaban a Leopoldo y lo reenviaban a la fábrica Spectra S.A. donde aprendía a ser buena mascota. Pensé en pedirle prestado el fantasma a mi tío. En la escuela todos querrían ser mis amigos. ¿Y si llevaba al espectromex a un programa de televisión? Segurito me haría famoso.

En fin, estaba saboreando las posibilidades cuando, al llegar a la casona, encontré a mi tío dentro de un enorme baúl de cuero. Supuse que aún estaba dormido.

—Tío Chema, soy yo. Tito —le murmuré al oído.

—¿Qué pasa? ¿Por qué? ¿Qué hora es? —Mi tío abrió los ojos confundido.

—Es algo temprano… Perdón por despertarte. Es que vengo a escuchar el final de la historia.

—¿Cuál historia?

—La del fantasma Leopoldo.

El tío Chema salió del baúl y se acomodó el cabello. Seguía amodorrado.

—Falta el desenlace. Dijiste que hoy me lo contarías.

—Así es. —Mi tío se alisó la camisa con las manos—. Yo siempre cumplo mis promesas.

Me senté campechanamente encima de otra maleta esperando el resto del cuento, pero el tío no decía nada, solo me miraba con una sonrisa extraña, divertida.

—Tú sabes que soy contador profesional de historias de horror, ¿no? —dijo al fin.

Asentí desconcertado y mi tío siguió:

—Toda mi vida he contado leyendas y sucedidos en la radio, en libros, en revistas…

No sé por qué pero empecé a sospechar una mala noticia.

—Me ha costado mucho trabajo reunir mis historias —siguió—. Nunca las he dado gratis y creo que no será este el momento para que las regale. ¿verdad?

—No… supongo que no… —murmuré cada vez más confundido.

—¡Qué bueno que estás de acuerdo! —Mi tío sonrió—. También estarás de acuerdo en que si quieres oír el final de la historia del fantasma del guaje tendrás que pagarme.

¿Había escuchado la palabra pagar?

—Sí, dije eso. Aquí nada es gratis —dijo mi tío.

—Pero eso no es justo —exclamé ofendido—. Nunca me advertiste que costaría.

—Claro que no, ¿cómo voy a venderte algo que no conoces? Solo ahora que sabes el principio te puedo cobrar el final.

El trato parecía bastante mañoso, pero de cualquier modo no podía hacer nada:

—No tengo dinero.

—Lo imaginé —dijo el tío Chema apaciblemente—. Verás: así como el guaje fantasmal, esta casa guarda muchos tesoros, están ocultos entre la basura porque no quiero que se los lleve quien no los merezca… y por eso te propongo algo.

Lo miré con desconfianza.

—Ayúdame a organizar mi casa, a limpiarla para hacer un inventario. Si tú aseas un poco, te doy el final del relato que falta y si quieres te cuento más historias, tengo muchísimas, no te alcanzaría la vida para oírlas.

Lo pensé un poco. Para ver a qué se refería con eso de “comprar historias” a cambio de trabajo, pregunté:

—Por ejemplo… ¿A cuánto me sale una historia como la de tu mascota fantasma?

—Veamos. —Mi tío cerró los ojos para hacer cuentas—. Si por cada párrafo me tienes que limpiar una ventana, cada personaje vale una pila de ropa, quince más cuatro, por tres… menos seis… ¡mmmh!, sale como hacer la limpieza completa de una habitación incluyendo aspirado de alfombras, lavado de ventanas y pulido de cristalería.

—¡Es carísimo!, tendría que pasarme todo el día limpiando.

—Bueno, te haría una rebaja de cliente frecuente. Además ya te regalé el arranque de la historia, para oír el final solo tendrías que lavar el baño de mi habitación.

Seguía sonando a estafa, ese baño parecía el laboratorio donde se cultivan todas las enfermedades del mundo. Debía de haber hongos venenosos colgando del techo y el aroma a caño se percibía a una cuadra de distancia.

Me iba a negar, pero en realidad me moría por saber cómo se hizo la fumigación del fantasma, si pudieron recuperar lo que se había robado, y lo más importante: si podía mi tío regalarme a Leopoldo para llevarlo a la escuela.

Acepté solo por esa ocasión, aunque fijé mis condiciones: quería un equipo de limpieza profesional, es decir botas, guantes y cucarachicida, además de impermeable pues no deseaba hacer contacto directo con la mugre.

Mi tío accedió y después de escarbar en un gabinete sacó un pesado traje de buzo con todo y escafandra. Al principio me pareció ridículo, pero al final el traje me sirvió mucho. Después de medírmelo recé y entré a ese nido de enfermedades que mi tío llamaba “la ducha”. Creo que si me hubiera topado con el monstruo del Lago Ness ni siquiera habría pestañeado pues la tina guardaba cosas tan inverosímiles como un estuche completo de raquetas de squash, una bolsa con pelucas de cabello natural, dos jarrones chinos de la dinastía Ming, una silla de montar, un salvavidas original del Titanic, una dentadura artificial con perlas engastadas en lugar de colmillos y muchísima mugre. Al mismo tiempo, mi tío Chema me obligaba a apuntar todo en una libretita para llevar el inventario.

Al final, como a las dos de la tarde, el baño quedó tan reluciente que se podía servir una ensalada directamente en el escusado, aunque a mí se me quitó el apetito por el resto de la semana. Nunca había trabajado tanto. Merecía más que un cuento, una medalla, un diploma, el reconocimiento mundial de Greenpeace por haber limpiado el planeta de tanto cochambre.

Mi tío quedó satisfecho con el resultado, y yo, exhausto me desparramé sobre unos apestosos cojines que había en la sala, al menos ahora iba a escuchar el final de la historia.

—Gracias Tito, ya cumpliste y ahora me toca a mí.

Entonces retomó la historia con esa voz lúgubre que podía convertir en escarcha la sangre de las venas.