EL FINAL DE “FANTASMAS EN SU JUGO”
SEGÚN RECORDARAS, el día de mi primera comunión una extraña mujer me regaló un guaje con un fantasma.
Recordarás también que mi mascota fantasmal se salió de control por mi culpa y entre otras barbaridades, se robó la mitad de la sombra de mi padre, y cuando creí que todo estaba perdido encontré a la misteriosa mujer que aceptó ayudarme a recomponer todo.
Cuando regresamos a Sombrerete descubrimos que Leopoldo seguía aumentando su colección. Vimos gatos sin bigotes, árboles sin hojas, gente sin fuerzas ni chapitas en las mejillas, perros que ladraban sin que se oyeran sus ladridos.
Llegamos a mi casa. En una habitación en penumbras mi padre agonizaba con su media sombra, mientras que mi madre estaba a punto de fallecer de puro cansancio.
—No se preocupen, ya encontré la solución de todo —les aseguré.
La verdad no tenía idea de cómo se resolvería el problema y lo dejé en manos de la mujer desconocida. Mi ayuda consistió en reunirle los ingredientes de la fumigación.
Según recordarás, la mujer me había pedido verduras cocidas, un traje de marinerito, un libro en latín, una pizarra escolar, una regla de madera y otras cosas igual de absurdas. Ninguno de esos objetos era apreciado por los niños.
—Para ti son asquerosidades, por lo tanto, para tu fantasma son un verdadero tesoro —me explicó la mujer—. Los usaremos como anzuelos hasta llevar al espectro directo a la fantasmera.
A pesar de su rimbombante nombre, la fantasmera era un vulgar cesto de mimbre en cuyo interior había un viejo espejo.
La mujer colocó un trozo de betabel en la calle, unos pasos más adelante dos calabacitas y después, el traje de marinerito. Leopoldo apareció en menos de un minuto, aunque se notaba un poco adormecido: era la hora de su siesta.
Leopoldo sacó de su maletín tres frascos pequeños, unas pequeñas pinzas y una aguja que terminaba en gancho. Por primera vez vi cómo el fantasma aspiraba el aroma de las verduras para luego guardarlo en los frascos. Observé su método para desteñir el color de la ropa y la manera en que rascaba la tinta de los libros. Trabajaba con gran rapidez y sus tesoros los iba guardando rápidamente en la maleta donde tenía cientos de frasquitos.
De esta manera fuimos conduciendo a Leopoldo hasta mi casa, pero habíamos calculado mal y el fantasma se detuvo a unos metros de la puerta.
—Hacen falta más objetos para la colección —observó la mujer—. Ya falta poco, anda niño, dame algo asqueroso ¡rápido!
Pero yo no podía encontrar en una asquerosidad así nada más, las antipatías y repugnancias son cosas que se cuecen a fuego lento con mucha dedicación.
—¡Dame ese cucharón de madera que está tirado allí! —me ordenó.
—Ese cucharón no me resulta repugnante.
La mujer tomó el traste de madera y me dio un buen golpe en la cabeza.
—Ahora sí te lo parecerá. —Y lo arrojó dentro de la casa. Inmediatamente Leopoldo fue sobre el traste y lo rascó de tal modo que se convirtió en aserrín. Al terminar, el fantasma se levantó, estaba delante del espejo en la cesta de mimbre, la fantasmera.
La mujer se colocó al lado del espectro y me preguntó:
—Oye niño… ¿Te caigo mal?
La miré confundido.
—No te hagas, crees que soy una asquerosidad de persona —dijo.
—Bueno, así tanto como una asquerosidad… no —reconocí.
La mujer levantó la mano como si fuera a darme otro sopapo, pero no hizo falta, la verdad es que ya me estaba colmando la paciencia. Entonces Leopoldo hizo algo extrañísimo.
El fantasma cruzó el espejo como si se tratara de un estanque de agua. Al llegar del otro lado tomó el reflejo de la mujer, estuvo revisándolo durante un momento y con la aguja le rasgó un borde, a la altura del oído izquierdo; entonces comenzó a jalar una especie de hilo fino y el reflejo de la mujer se destejió. Leopoldo empezó a hacer pequeñas madejas que metió en el maletín.
—¡Perfecto! —Sonrió la mujer, introdujo la mano en su costal y sacó una tela sucísima que arrojó sobre el espejo.
—¿Qué es? —pregunté curioso.
—Es el velo de una novia que plantaron el día de la boda —explicó—. Todo el mundo sabe que si cubres un espejo con él, atraparás al fantasma que está al otro lado… Por cierto, ¿rompiste los demás espejos de tu casa?
—¡Pero no me dijo que lo hiciera!
—¿Y qué estás esperando? Los fantasmas los usan como atajos para atravesar una casa de un extremo a otro. ¡Date prisa antes de que escape! Corrí a toda velocidad rompiendo los espejos. Hice añicos el enorme tocador de la recámara de mis padres, el espejo ovalado de mi habitación, el de marco dorado del pasillo. Al mismo tiempo que yo, Leopoldo corría buscando algún espejo para salir; pero no lo consiguió pues estrellé hasta el espejo portátil del bolso de mi madre. Agotado, regresé a la sala. Dentro de la fantasmera, Leopoldo daba vueltas confundido.
—No podrá salir —aseguró la mujer satisfecha—; pero no lo veas de frente. Podría hacerle algo a tu reflejo y enfermarás.
—¿Y usted… está bien?
El reflejo de la mujer estaba seriamente dañado, Leopoldo había conseguido destejer parte de la cabeza y un brazo. Del lado real, la mujer estaba tremendamente pálida.
—Solo tráeme una silla —me pidió—. Necesito fuerzas para lo que sigue.
Fui al comedor para buscar una silla. Tardé menos de dos minutos pero cuando volví encontré a la mujer tendida en el suelo, temblando; en la mano empuñaba unas campanillas mientras que en el espejo Leopoldo bufaba, repartía puñetazos y con las uñas raspaba la superficie causando un chirrido espantoso. Jamás lo había visto así, su rostro también era diferente, como el de un hombre vivo.
—¿Qué sucedió? —pregunté con horror.
—Lo saqué del hechizo de obediencia —explicó la mujer—, ya no es un espectromex… Luego me reconoció y está algo molesto.
La superficie del espejo volvió a vibrar peligrosamente.
—¿Se conocían de antes?
No había tiempo para explicaciones. La mujer se acercó con mucho cuidado y Leopoldo se le arrojó encima. Grité de miedo, pero el fantasma se quedó atrapado en el velo de novia y regresó hasta el fondo del reflejo.
—A mí tampoco me da gusto volverte a ver —le dijo la mujer—. Te desperté para que devuelvas todo lo que has robado.
El fantasma sonrió burlón y le mostró una llavecita de cobre. Luego se la metió por un agujero de la nariz, hasta el fondo.
—Supuse que no aceptarías el camino fácil —suspiró la mujer—, acabas de ganarte un lavado de narices y conozco a alguien que lo hará con mucho gusto.
La mujer se hurgó entre la blusa, llevaba al cuello un pequeño guaje que abrió y brotó un fantasmita diminuto, un niño brumoso y delgado… Me sorprendí, ¿pues cuántos espectros guardaba la mujer?
—Necesito que me ayudes con un lavado de narices —le dijo la mujer al pequeño fantasma.
El fantasmita, muy obediente, levantó la esquina del velo de la fantasmera y se zambulló en el espejo.
Nunca había visto luchar a dos fantasmas, fue fenomenal. Los cuerpos de éter al hacer contacto lanzaron violentos chisporroteos púrpuras. La mujer me aconsejó que me mantuviera a ras del suelo, junto a ella.
Fue un buen consejo, pues dentro del espejo los contrincantes iniciaron una batalla campal. Leopoldo tomó el reflejo de un jarrón y lo arrojó al fantasmita, el cual respondió lanzando una maceta, una silla, un cuadro. Muy pronto la sala del reflejo estaba completamente destrozada, mientras que en el plano real, las macetas se llenaron de grietas, las plantas se secaron y los muebles comenzaron a descoserse de los forros.
La lucha duró unos quince minutos hasta que en una admirable maniobra el fantasmita inmovilizó a Leopoldo colocándose detrás de él para meterle los dedos en la nariz, apoyó un pie en la espalda y de manera un tanto asquerosa le abrió una fosa nasal, las mucosas, la cabeza… hasta que lo giró por completo, como calcetín. Del interior de Leopoldo salieron dos polillas y una llave de cobre.
Con toda calma, el fantasmita abrió el maletín y salieron un centenar de frasquitos, todos se estrellaron en el suelo. De uno brotó una gigantesca maraña de cabello, de otro emergió una nube con aroma a betabel, por aquí un borbotón de pecas, por allá lunares y más acá la voz de los discos de Caruso.
La mujer retiró el velo de novia del espejo y el aguerrido fantasmita regresó a su guaje. Después, la mujer tomó a Leopoldo que parecía papel mojado, lo dobló cual sábana percudida y lo guardó en su respectivo recipiente.
Yo tenía miles de dudas, pero la más importante era: ¿habían terminado los problemas?
—Todo lo que se robó el espectromex está en la fantasmera —explicó al fin la mujer—. Trae a las personas que perdieron algo y con solo mirarse en el espejo estarán completas otra vez.
Y de este modo mi padre volvió a recuperar la otra mitad de su sombra, Lore encontró sus ciento catorce pecas, Celio, el capataz volvió por su grasienta cabellera; a mi tía Tacha le regresó el color y también los ánimos para pelear en la guerra… Hasta volvió a mí la mugre del cuello y la cerilla de las orejas. Todo estaba como antes.
Me sentía muy agradecido con la misteriosa mujer.
—Usted nos salvó —le dije conmovido—. Se merece una fiesta, una recompensa, todo Sombrerete debe darle las gracias.
—De ninguna manera —me detuvo tajante—. Nadie debe enterarse de que estuve aquí. Parte de mi trabajo consiste en convencer a otros de que no existo.
Me quedé muy confundido, pero la mujer lo decía en serio, recogió sus cosas para irse, de reojo vi que su costal estaba lleno de guajes, había por lo menos una docena de diferentes tamaños, y todos ellos tenían al frente un rostro pintado con vivos colores.
—¿Esos también son fantasmas ? —pregunté asustado.
—Sí, pero ni creas que te voy a dar otro —cerró rápidamente el costal.
—No quiero más… Solo quiero saber ¿por qué tiene tantos? ¿Es usted un distribuidor autorizado?
La mujer sonrió ante la idea y justo después adoptó un aire serio.
—No tiene caso que te explique, no entenderías…
—Entonces usted los cuida.
—¿Por qué lo dices? —preguntó con curiosidad.
—Nunca suelta el costal —señalé—, sabe cómo funcionan los fantasmas y siempre tiene cara de preocupación.
La mujer sonrió con infinita amargura.
—Tienes razón… soy la guardiana, pero no siempre podré protegerlos… por eso viajo de pueblo en pueblo, buscando a otros cuidadores…
Me lanzó una mirada de reproche. Para evitar el tema de mi desobediencia, seguí con mis preguntas:
—¿Y cómo consiguió esos guajes? ¿Por qué guardan espectros ? ¿Quién es el fantasma que trae en el guaje más pequeño? ¿A qué se refería con el hechizo de obediencia?
—¡Son demasiadas preguntas! —exclamó.
—Bueno, conteste una por una.
La mujer guardó silencio, como si volviera a analizarme con rayos X para verme por dentro.
—Tal vez debería contarte mi historia —dijo al fin—, así podrías aprender la lección completa y algún día, si llegas a estar preparado, podrás ocupar mi lugar.
¿Su lugar? Me estremecí de emoción y miedo, pero más me asusté cuando conocí el secreto de los espectromex, esos fantasmas envasados en su jugo. El asunto era más extraño de lo que hubiera imaginado jamás.
—Mi historia es tan rara y de no creerse, que parece un sueño —comenzó la mujer—, pero para empezar debo decirte mi nombre…