FANTASMAS PARA TODA OCASIÓN

EDMUNDA PÉREZ, porque así se llamaba la mujer, era originaria de Rincón de Garnica, un pueblo de Aguascalientes, que es tan difícil de encontrar como un pelo en una lagartija.

En aquel tiempo, para llegar a Rincón de Garnica había solo dos posibilidades: haber nacido ahí o recorrer un camino de ocho días en mula a través de la Sierra Madre Occidental y rezar a todos los santos para no perderse en el Cerro del Pinal que tiene más vueltas que un tornillo.

El pueblo había sido famoso doscientos años atrás por las minas de plata, pero cuando se agotaron, casi todos los pobladores se fueron, se quedó apenas una décima parte de los habitantes y estaban tan aislados que cuando estalló la Guerra de Reforma, la noticia tardó tanto en llegar que cuando mandaron a un grupo de soldados, ya había empezado otra guerra, la de la Revolución.

Como es de suponerse, la vida era tremendamente aburrida en Rincón de Garnica, cualquier novedad era digna de convertirse en una sabrosa tertulia solo para matar el tiempo. Un pequeño evento, como la mirada coqueta de la viuda con el panadero, daba para unas cinco semanas de chismes y si había beso de por medio, podían durar hasta seis meses los rumores y habladurías.

Edmunda Pérez tenía once años por aquel entonces. Tanto sus padres como sus quince hermanos eran carboneros y no se estilaba mucho la escuela a principios de siglo, al menos no para las niñas. Edmunda solía andar por el pueblo repartiendo sacos de carbón y por su aspecto, cubierto de hollín, la niña se había ganado el apelativo de Inmunda Pérez.

A veces, cuando terminaba las entregas le daba por entrar a una casa a pedir comida y si le daba sueño dormía en cualquier parte, no tenía amigos y era vista, más que como humano, como un animalito silvestre.

Una noche de invierno la vida de Edmunda cambió para siempre, ese día salió a hacer una entrega de carbón a las afueras del pueblo, se le hizo tarde y cerca de la medianoche al cruzar la noria de la acequia del río, vio un fantasma.

Salió corriendo y del puro susto se puso blanca a pesar del tizne negro. Al día siguiente ya todo el pueblo conocía la historia y se tejía un puñado de suposiciones.

La verdad es que el fantasma que vio Edmunda era una mujer traslúcida vestida con una sencilla túnica, pero al pasar de boca en boca, cada quien le fue agregando un adorno y al final se aseguraba que era el espectro de Carlota la desdichada exemperatriz de México, pero vestida con el traje de gala de Moctezuma, con todo y penacho.

Otros no creían en la historia del fantasma, pues la testigo, o sea Inmunda Pérez, era menos confiable que un guajolote en vísperas de año nuevo. Según Fausto, el panadero, se trataba del mismo fantasma de siempre, el único que había en el pueblo: Eutimio Arizpe, un espectro bigotón y tuerto, que se dejaba ver en el pozo cercano a las minas abandonadas.

De cualquier modo, para la noche siguiente gran parte del pueblo fue a la noria y hasta llevaron sillas como si fueran a una función de zarzuela y no a una aparición espectral. Entre los asistentes estaba Edmunda, en primera fila, y es que por primera vez en su vida tenía cierta importancia, a cada rato le pedían que platicara su historia. Sus padres, pensando que podían conseguirle prometido para cuando creciera, le hicieron un peinado de trenzas.

La gente esperó un buen rato y cuando ya se estaban desesperando, a la medianoche, brotó del río una espesa neblina que tomó la figura de una mujer menudita. Para ser sinceros su aspecto no tenía gran chiste, aunque su consistencia transparente la delataba como fantasma.

Muchas mujeres gritaron, incluso la viuda Valderrama se desmayó. Más valiente se portó don Toribio, el carnicero, que mandó traer su escopeta, tres cuchillos y dos ratoneras; pero la fantasma no atacó a nadie, flotó muy quietecita en su lugar, y después de unos cinco minutos tomó las puntas de su túnica y la extendió como si fuera una bandera. En el ropaje estaba escrito lo siguiente:

22 de diciembre, medianoche, aquí mero.

La aparición lanzó un ahogado gemido y segundos después volvió a sumergirse en el río. A todos les recorrió un escalofrío de la nuca a la rabadilla. Faltaban seis días exactos para el 22 de diciembre.

La gente se puso muy mal, vivían más tensión de la que estaban acostumbrados a soportar. Fausto, el panadero, enfermó de los nervios y no podía amasar ni un bolillo; a la viuda Valderrama le entró una fiebre mística y rezaba hasta al limpiarse las orejas. Los más valientes volvieron las siguientes noches para ver si le podían sacar otra pista al fantasma, pero fue inútil, el espectro no se dignó a aparecer. Nadie volvió a interrogar a Edmunda, y no encontró prometido, su historia ya no era novedad, ahora todos eran testigos.

Finalmente llegó el 22 de diciembre. Lo normal sería que nadie se presentara en la noria del río, pero la gente de Rincón de Garnica era bastante curiosa y fueron a ver qué les tenía preparado el fantasma, pues bien dicen que gratis hasta las puñaladas saben.

Extrañamente esa noche no hubo fantasma. Dieron las doce y el único sonido eran los rezos de las mujeres y la corriente del río. De pronto, unos minutos más tarde, y cuando ya estaban por irse, se escuchó un ruido de caballos. La gente se asustó en verdad, pensaron que sería la carreta de la calaca y cada quien repasó la lista de sus pecados por si fuese el fin del mundo y tuvieran que rendir cuentas.

De entre el follaje salió un carromato adornado con vivísimos colores, como los de los circos, con grandes listones, banderines y cascabeles. Todos oyeron una animada música de organillo. Definitivamente no parecía propio del coche de la muerte.

El carromato se detuvo y del interior salió un hombre muy elegante, perfectamente acicalado, que mostraba una colosal sonrisa propia de los vendedores. Estaba flanqueado por el conductor, un hombrecillo tan fornido que parecía más ancho que alto, y al otro lado, estaba la mujer espectral flotando con gesto indiferente.

—¡Véalos, llévelos, baratos! ¡Compre hoy y pague mañana! —gritó el hombre—. ¡No se quede sin el suyo, estamos ofreciendo la mejor calidad! Llévelos de regalo o para uso personal, son útiles y recreativos.

No era necesario ser genio para darse cuenta de que aquella era una tienda ambulante, como muchas que cruzaban el país. Las más comunes eran de ropa y víveres, pero también había de afeites, medicamentos, hasta ungüentos que lo mismo servían para rizar el cabello que para quitar verrugas; aunque en esta ocasión anunciaban un producto tan extraño, que parecía tomadura de pelo: era una tienda de fantasmas.

Nadie en Rincón de Garnica había escuchado hablar de algo semejante, pero estaban tan alejados del resto de la civilización que tampoco supieron de la locomotora ni de la electricidad, se enteraron hasta mucho después, cuando los descubrimientos ya habían pasado de moda. Así que los habitantes decidieron adoptar la actitud de costumbre, es decir, fingir naturalidad para no quedar como ignorantes pueblerinos.

—Vean nada más, ¡qué diseño, qué calidad! —repetía el vendedor mostrando a la mujer espectral como quien enseña un sarape de Saltillo—. Son la última moda en la capital, donde han sido un éxito rotundo, incluso nuestro general Díaz tiene el suyo. No pierda la oportunidad de tener su fantasma espectromex a la medida.

El vendedor tenía una lengua ágil como listón que se agita al viento, y en menos de dos minutos habló sobre los avances en la industria textil, ahora se podía elaborar desde seda sintética hasta chambritas para bebé, y gracias a los nuevos telares se hizo el mayor descubrimiento desde la falda plisada: fantasmas sobre diseño.

Dicho descubrimiento ocurrió en una fábrica de Pátzcuaro, Michoacán, llamada Spectra S. A., y para muestra, estaba la mujer fantasmal que ya todos conocían.

—Seguro se asustaron —dijo el vendedor divertido—. Siempre sucede y es que se ven tan naturales que yo mismo me confundo.

—¿Entonces no es un fantasma de verdad? — se animó a preguntar don Toribio, el carnicero, que al igual que a todos, le costaba trabajo entender el embrollo.

—Dios nos libre, ¡claro que no caballero! —aseguró el vendedor, aprovechando para presentarse como don Carmelo Illescas y Frías, seguro y más fiel servidor—. Todos los espectromex que les ofrezco son de plasmina, una novísima fibra sintética, y para su comodidad están programados y envasados.

Entonces mostró unos guajes multicolores, donde al frente se veía un retrato pintado a mano. Cada rostro era diferente: por aquí un niño chimuelo, más acá una señora copetona, del otro lado un joven pecoso, una chica de gesto dulce, un viejito gruñón, una dama gorda… Había muchísimos.

—Un gran avance desde que se inventó el espiritismo con telegramas —aseguró don Carmelo Illescas—; pero ahora no tendrán que asistir a engorrosas sesiones con la médium para ver una nubecilla insípida. Ahora podrán llevarse a casa, de manera instantánea su propio fantasma personalizado, es fácil, seguro y no contiene tóxicos.

Acto seguido, don Carmelo Illescas y Frías distribuyó un catálogo de fantasmas de plasmina, estaban dibujados de manera primorosa. En el muestrario había todos los modelos espectromex a elegir y sus funciones. Por ejemplo, los hijos únicos ya no estarían solos ni aburridos pues podían comprar el modelo Fito Feliz, un hermanito instantáneo que según la descripción resultaba “un fantasmita encantador, de gran resistencia y durabilidad, ideal para niños que les gusta la vida activa”. Para las niñas estaba la versión Cuca Contenta: “una modosa fantasmita experta en muñecas y en servir el té”. Por su parte a los viejos les recomendaban un espectromex llamado Paco Paciente, que según el catálogo aseguraba ser “un dechado de entereza y comprensión”, así los abuelos tendrían a alguien que les hiciera compañía y escuchara sus largas y aburridas historias sin rechistar. Además, si una familia salía de viaje, siempre podía contar con un espectromex llamado Federico Fiero para que cuidara la casa aterrorizando a los intrusos, pues contaba con “un infalible repertorio de caras pavorosas y bramidos espeluznantes”.

Había modelos fantasmales que podían ser usados simplemente como decoración, tales como los espectromex Bertino Bello y Delia Dulce que además contaban con dotes musicales y podían tocar la pianola “brindando a usted y a su familia un sano y cultural entretenimiento”. El catálogo tenía al menos un centenar de modelos fantasmales y según la publicidad todos ellos proporcionaban “una vida más entretenida, práctica y con los infinitos beneficios de la tecnología moderna”.

—Deben costar una fortuna —suspiró la viuda Valderrama con tristeza.

—¡Para nada! —Volvió a sonreír don Carmelo—. Mis precios son bajísimos y he decidido dar un descuento especial a Rincón de Garnica porque me enteré que ustedes son el pueblo más trabajador y honesto de la zona.

La gente sonrió orgullosa. Algunos incluso hasta aplaudieron.

—¡Aquí hay gato encerrado, es una trampa! —interrumpió Edmunda que aunque desconocía el mercado de compra y venta de fantasmas, sabía por experiencia que en los negocios nadie regala nada.

Don Carmelo le lanzó a la chica una mirada tan intensa que habría servido para asar una chuleta. Luego le hizo un rápido gesto al hombrecillo fornido que tenía al lado, este se acercó a Edmunda, la tomó por el brazo y la sacó de allí.

Nadie la defendió y hasta agradecieron la acción. Se lo tenía merecido por criticona. Capaz que el vendedor se ofendía y retiraba los descuentos.

—Bueno, parece que eso es todo… ¿Quién quiere el primer fantasma? —Sonrió don Carmelo a la concurrencia.

En ese momento, en Rincón de Garnica se desató la fiebre de los fantasmas. El carnicero, don Toribio Bustos, fue de los primeros en comprar por mayoreo, y es que el segundo fantasma costaba la mitad que el primero, y el tercero la mitad que el segundo y así al infinito. Aprovechando la oferta el carnicero compró cinco espectromex modelo Billy Dakota, que tenían el aspecto de unos simpáticos vaqueros. En realidad los fantasmas no servían para nada, pero combinaban muy bien con los trozos de res y las cabezas de cerdo de su local. Y eso no fue todo, muy en secreto, don Toribio adquirió además un espectromex modelo Ruperto Rengo, tal como su nombre anunciaba, el fantasma tenía el aspecto de un horrendo jorobado. El carnicero lo quería para asustar a su hijo Pablito Bustos, un chico delgaducho y tan medroso que le temía hasta a su propia sombra, por lo que se ganó el apodo de Pablito Sustos. Don Toribio siempre estaba inventando torturas nuevas para fortalecer el carácter de su hijo, aunque por alguna razón, aún no lo conseguía.

La viuda Valderrama se conformó con un solo fantasma: el modelo Fulana Mengana, que no tenía ninguna habilidad, en realidad la quería para que hiciera ruido en casa y de este modo despistar a los vecinos cuando se escapara con Fausto, el cariñoso panadero.

El músico del pueblo, llamado Sinforoso Castro, adquirió de jalón cuatro espectromex modelo Beto Ven. Tenía planeado hacer un cuarteto de cuerdas y llevarlos de gira artística por todo el país.

—Tal vez me haga famoso —dijo con lágrimas en los ojos— y al fin se cumpla mi sueño de ver mi foto en el periódico.

Un anciano, tan solitario que nadie conocía su nombre, compró nueve espectromex de la serie Marú Salem. La gente se preguntó: “¿Para qué querrá tantas viejecitas?”. La respuesta era simple: para fundar un asilo. A partir de entonces el anciano ya no se sintió tan solo.

Por su parte la solterona Ágata Ordoñez se hizo de un espectromex modelo Gino Galán con el que salió a pasear, además compró otros tres fantasmas de repuesto que colocó como pretendientes bajo su balcón y los obligaba a que le dieran serenata. La solterona sonrió por primera vez en cuarenta años.

Todos los espectromex tenían garantía contra fallas de fabricación, y había que seguir fielmente las instrucciones que venían en el manual. Según este, los fantasmas venían crudos, así era más fácil transportarlos en sus guajes y guardarlos en un almacén. El comprador los activaba con un cocimiento más sencillo que la receta del caldo de pollo. Además cada fantasma estaba programado de acuerdo con la serie a la que pertenecía (artístico, de compañía, decorativo…). Algunos modelos solo se vendían a mayores de edad (como el acechador, los asustadores o el vengador). Por motivos de confidencialidad todos los fantasmas tenían la boca sellada para que no contaran las intimidades de sus dueños. Y si el propietario se aburría, no había problema, todos los espectros tenían una fecha de caducidad y al cumplirse el plazo se evaporaban.

A la semana todas las familias de Rincón de Garnica tenían al menos un fantasma espectromex, y es que había tantas facilidades que si no se tenía dinero para un primer fantasma se podía firmar un pagaré a dos años sin intereses. De este modo hasta la familia de Edmunda, que era pobre, consiguió el espectromex modelo Rosa Brisa. Se trataba de una niñita preciosa, de espesos rizos rubios y vestidito con holanes. Los papás y sus quince hermanos la adoraban, pero a Edmunda le pareció una adquisición inútil.

—No puede cargar ni un saco de carbón —se quejó— y además tiene esa cara tan boba, sonriendo siempre.

Edmunda seguía sin creerse que los fantasmas fueran inofensivos y tampoco se tragó que el presidente Porfirio Díaz jugara matatena con el suyo. Además si eran tan baratos ¿dónde estaba el negocio? Y para rematar no le gustó nadita que la sacaran a la fuerza aquel día. Había una trampa, seguro.

Decidió investigar, así que se dirigió al carromato multicolor. Ahí vio una fila de personas comprando espectromex, había clientes francamente ociosos. Una señora, por ejemplo, iba a dar una fiesta y quería por lo menos ocho parejas de espectros que supieran bailar el vals del Danubio Azul; otro hombre estaba haciendo un pedido de treinta fantasmas para formar su propio partido político y un grupo de señoritas querían varios fantasmas pues estaban organizando una fiesta de intercambio de espectros. Don Carmelo los atendía con paciencia y jamás perdía su sonrisa.

Edmunda se dirigió hasta atrás y descubrió, ocultos entre los árboles, dos carromatos más. Ninguno de ellos tenía banderines ni letreros y el más grande se sacudía levemente al compás de un extraño zumbido. El ruidoso carricoche no tenía ventanas, pero Edmunda, que prefería recibir un jalón de orejas a quedarse con la duda, buscó una tabla floja y utilizando una rama a modo de palanca levantó la madera. Entonces vio algo increíble.

Dentro había una flamante cámara para tomar daguerrotipos, que es el nombre antiguo para referirse a las fotografías.

Edmunda ya conocía los aparatos que tomaban imágenes instantáneas pues un año antes había pasado por el pueblo un fotógrafo ambulante, aunque la cámara que tenía enfrente era más grande y con una especie de carrusel de espejos de entre los que sobresalían gruesos tubos de cristal con chorros de vapor verdoso y zumbidos. ¿Para qué tanto traste? ¿Acaso la maquinilla además de fotos hacía café vienés?

La niña estaba intentando adivinar todos los usos de tan prodigioso aparato cuando escuchó unos pequeños pasos haciendo crujir las hojas secas. ¡Seguro era don Carmelo!

Edmunda era astuta, pero no tenía experiencia en escapes de último momento; con las prisas se enganchó un pie con el eje de la rueda de la carreta, luego, al zafarse salió rodando y se detuvo a trompicones frente a unas delgadísimas piernas.

Levantó la mirada y vio una cara paliducha de grandes ojos negros. Edmunda creyó que era un fantasma vigilante y estaba a punto de darle una patada cuando se dio cuenta que era un niño de carne y hueso, bueno, más hueso que carne. Era ni más ni menos que Pablito Sustos, el hijo del carnicero.

—¡No me muerdas! —fue lo primero que dijo el niño.

—¿Por qué te voy a morder?

—Dicen que tienes rabia y que muerdes a la gente —murmuró Pablito.

—¡Qué tontería! —Edmunda se molestó—. Me ves cara de bestia ¿o qué?

La niña se acomodó los pelos enmarañados y se sacudió su cochinísimo vestido, era evidente que algunas manchas eran más antiguas que ella misma.

—¿Y bien…? Además de interrumpirme ¿qué haces aquí? —gruñó Edmunda cuando terminó de ponerse salivita en los raspones.

—Lo mismo que tú —confesó Pablito—, estoy espiando.

—¿Y eso por qué?

—Descubrí algo muy raro en los fantasmas.

—¿Raro por qué o qué?

Pablito se puso muy nervioso y en ese momento escucharon un ruido, los dos corrieron a ocultarse tras los arbustos. Apareció el hombrecillo fornido que ayudaba a don Carmelo. Pasó al lado del carromato y se detuvo, había descubierto la rama con la que Edmunda abrió las tablas del carricoche para espiar. El hombrecillo apretó la quijada tan fuerte que se escuchó un tronido.

—Debemos irnos —sugirió Edmunda que ya imaginaba una escena en donde los puños del hombrecillo y sus respectivas caras serían los protagonistas.

Como Pablito estaba paralizado, Edmunda tuvo que hacerlo reaccionar con dos puntapiés y después salieron corriendo a toda velocidad. Se detuvieron hasta llegar a los restos de la vieja hacienda minera.

El lugar llevaba años abandonado, todos los muros tenían agujeros y en muchas partes el techo de teja se había derrumbado. Los dos niños entraron a un patio interior y se sentaron no muy lejos del viejo pozo, hogar de Eutimio Arizpe, el fantasma del pueblo, que desde la llegada de los espectromex, no lo visitaban ni las moscas.

Después de recuperar el aliento, Edmunda retomó la conversación que, por cierto, se había quedado en un punto bastante interesante.

—¿Por qué dices que descubriste algo raro en los fantasmas?

Pablito Sustos de nuevo guardó silencio y miró al piso, como si las puntas de sus zapatos fueran interesantísimas.

—¿Quieres que te dé una mordida para que hables? —Edmunda le mostró sus dientes amarillentos.

—No por favor —contestó Pablito, quien era muy sensible a las amenazas caníbales—. Lo que sucede es que… ¿Has visto el espectromex que tiene doña Ágata ? ¿El que se hace llamar Gino Galán y lo usa como novio…?

Edmunda asintió y Pablito continuó:

—Pues yo lo conocía desde antes. Lo conocí cuando aún estaba vivo —reveló el niño—. Su nombre era Serapio Rodríguez y tenía una carpintería.

Edmunda lo miró suspicaz…

—Pero don Carmelo dice que todos sus fantasmas son falsos y los hacen en una fábrica llamada Spectra —Replicó Edmunda.

—Pues yo no estaría muy seguro —murmuró Pablito—. También reconozco a los espectros violinistas de don Sinforoso, todos ellos vivían en el pueblo de Casillas.

Edmunda dio un respingo ¿Había dicho Casillas? Era imposible, Casillas era un pueblo a quince kilómetros de Rincón de Garnica y las dos poblaciones llevaban años peleadas a muerte.

Nadie sabía exactamente cómo es que había iniciado el conflicto, algunos decían que fue por un concurso de belleza llamado “La Flor más Bella de la Sierra”. Y lo que empezó con el comentario de un juez calificando a una participante de “caballona” terminó en una batalla de insultos y honores mancillados.

Desde entonces los pueblos rompieron comunicación, cubrieron con piedras el camino que los unía y les inculcaron a sus respectivos hijos la creencia de que los habitantes del pueblo vecino eran los seres más groseros, brutos y feos de la Tierra… Y fue por ese motivo que Pablito conoció Casillas. Su padre, en un intento por darle una lección de fortalecimiento a su carácter, lo envió al temible pueblo. Aunque según Pablito la gente Casillense no resultó ni tan bruta ni tan fea. El niño permaneció un fin de semana, le dieron leche tibia y regresó a casa montado en un burro que le prestaron.

—Los conocí poco, pero lo suficiente para aprenderme sus caras —finalizó Pablito—. Ahora están aquí, en Rincón de Garnica, aunque convertidos en fantasmas.

—Tal vez estás imaginando más de la cuenta —dudó Edmunda—. A lo mejor tomaron sus caras como molde para hacer los espectromex, así lo hacen con las esculturas.

—O puede que sean fantasmas de verdad —insistió Pablito.

—Entonces iremos a Casillas para salir de dudas —dijo Edmunda resuelta.

Pablito comenzó a sudar.

—Si tú no vas iré yo sola —aseguró la niña.

Después de pensarlo Pablito aceptó ir, y no fue porque sacara valor de su debilucho corazón, sino porque tenía terror de quedarse en su casa con el fantasma del jorobado que se la pasaba haciéndole bromas espantosas.

Salieron al día siguiente. Por primera vez en su vida Edmunda se fue a remojar en la pileta de la plaza para quitarse algo de mugre y hasta utilizó una lima de acero para despegarse las costras de las rodillas.

—No eres tan fea después de todo —le dijo Pablito cuando la vio recién lavada, aunque por falta de práctica, la niña aún tenía los codos negros.

—No lo hice por ti —aclaró Edmunda sin poder evitar ponerse roja—. Quiero causar buena impresión a la gente de Casillas.

Hicieron más de cinco horas de camino; no porque Casillas estuviera lejos, sino porque Pablito se detenía a cada momento. Era un pésimo acompañante de viaje. Edmunda descubrió que los experimentos de su padre, en lugar de hacerlo valiente y fuerte, habían funcionado en sentido contrario: el niño le tenía fobia a todos los insectos, incluyendo a las catarinitas; además le daba miedo la oscuridad, las alturas, los lugares demasiado cerrados o demasiado abiertos. Tenía catorce alergias distintas que iban desde el queso panela hasta el arroz con chícharos; además el polvo le provocaba asma, el sudor le hacía estornudar. Terminó el viaje gracias a las palabras de Edmunda, que consistían en amenazas de bofetadas y puntapiés si no avanzaba.

En sus buenos tiempos el pueblo de Casillas fue el más grande de la región y tuvo importantes talleres de forja. Sus navajas eran apreciadas en todo el país, de ahí la frase: “Para finas cuchillas, las de Casillas”.

Claro, todo eso fue en su época de esplendor, al agotarse las minas el pueblo se vino abajo, aunque Edmunda y Pablito nunca imaginaron qué tanto. Cuando llegaron, un lúgubre silencio envolvía Casillas, no había gritos de niños, ni voces de adultos, no se escuchaba ruido en los campos, ni tampoco en las cocinas. Al avanzar descubrieron que las calles estaban desiertas.

—Tal vez están en la parroquia —sugirió Edmunda, que empezó a sentir miedo, pero no lo dijo—. O solo son muy callados aquí.

En verdad debía ser un pueblo de mudos porque conforme se acercaban al centro todo permanecía tan silencioso como camposanto. Finalmente llegaron a la plazoleta central. Edmunda y Pablito se quedaron intrigadísimos.

Había restos de una tremenda fiesta, papel picado, banderitas, incluso varias mesas con platos, jarras de atole, enormes ollas de guisado, servilletas de tela. Vamos, había todo lo que debe tener una fiesta, excepto los invitados. Edmunda comenzó a llamar a voces, nadie les respondió.

—¿Ya ves…? Yo tenía razón —dijo Pablito más asustado que nunca—. Todos se murieron y se convirtieron en fantasmas.

—Es imposible —se burló Edmunda—. No se pueden morir todos de golpe… De seguro hay alguien por ahí que nos pueda explicar qué pasó.

Para buscar más pistas entraron a las casas que estaban abiertas, todo parecía normal, es decir, como si los dueños hubieran salido un momento antes. Había ropa en las mesas al lado de las planchas de carbón, trastos sucios en la pileta y botas de montar junto a la puerta, pero no había rastro de ningún ser viviente. Entraron a una casa de dos pisos, según Pablito pertenecía al hombre más rico de Casillas. De pronto, Edmunda se quedó mirando la pared y por la palidez de su cara, Pablito se dio cuenta de que estaban frente a algo importante.

En la pared había un daguerrotipo, o fotografía, donde se veía a una niña sonriente con sus padres. La niña de rizos rubios era idéntica al espectromex modelo Rosa Brisa que había adquirido la familia del carbonero. Y además, el padre era igual a uno de los vaqueros Billy Dakota de don Toribio, y la mamá era exacta a la Delia Dulce que tocaba el piano en la mercería de doña Pepa.

De alguna manera se habían convertido en fantasmas todos los habitantes de Casillas. Pablito Bustos tenía razón.

—Te lo dije, te lo dije… —repitió el niño a punto de un ataque inminente de asma.

—Sí, es cierto —aceptó Edmunda dominando su propio miedo—. Pero además de gente, falta algo más…

Pablito miró a su alrededor, incapaz de descifrar a lo que se refería Edmunda. Al niño le estaba temblando la mejilla izquierda y tenía calambres en el pie derecho.

—No veo nada… —gimió.

—Exactamente, ya te diste cuenta —asintió Edmunda—. No hay nada de valor, fíjate, no hay relojes, ni cubiertos, ni candelabros, ni manteles y creo que no hallaremos ni una muela chapada en oro.

—¿Y eso qué tiene que ver con los fantasmas? —preguntó Pablito aturdido.

Edmunda suspiró, ¿por qué los niños cuando se asustan dejan de pensar? Poco a poco fue uniendo las pistas…

—Don Carmelo vende los fantasmas tan baratos porque al final se queda con todo.

—¿Cómo es eso?

—Sí, fíjate bien, don Carmelo llega a los pueblos, engatusa a la gente con los espectromex y después, de algún modo convierte a todos en fantasmas, saquea las casas y al final se lleva a los habitantes fantasmizados en guajes, para usarlos después de carnada en otro pueblo ¡es un negocio redondo!

—Eso es espantoso —sollozó Pablito temblando violentamente.

—Y te apuesto que debe de estar planeando hacer lo mismo en Rincón de Garnica.

A Pablito le entró una tembladera que Edmunda tuvo que darle una bofetada para sacarlo del pasmo, después los dos niños corrieron de regreso rumbo a su pueblo, con el presentimiento de que quizá era demasiado tarde.