—NO SABÍA que las lavadoras abren un portal a otra dimensión —murmuré, aún tenía la piel de gallina.
—Es por el movimiento de centrifugado —explicó el tío Chema—. El agua es un conductor ideal, si lo mezclas con electricidad, jabón y das los giros correctos, puedes romper las barreras del espacio-tiempo y crear una burbuja que haga un puente a otros mundos… algunos con alimañas bastante peligrosas.
—Pero es terrible. —salté pensando en la lavadora de mi mamá.
—Ya no sucede —me tranquilizo el tío Chema—. Ese era un defecto de las primeras lavadoras automáticas, los fabricantes estuvieron a punto de quebrar hasta que, por fortuna, encontraron la manera de resolver el problema. El truco consiste en poner un filtro atrapapelusa, eso también detiene el contacto con otras dimensiones.
—¿Y me juras que ya no pasa nunca?
—Al menos no tan seguido —reconoció—. A veces se pierde un calcetín, pero no pasa de allí.
—Pues yo no me voy a acercar jamás a ninguna lavadora —aseguré.
—Haces bien —rio mi tío—. Por eso los fantasmas preferimos lavarnos en seco.
—¿Te metes a bañar en una lavadora? —Me imaginé un montón de sábanas dando vueltas.
—¡Claro que no! —exclamó el tío Chema—. Voy a la tintorería. El cuerpo de ectoplasma también se cuida. Un poco de suavizante no nos hace mal.
—¿Hay tintorerías para fantasmas? —pregunté atónito.
—Es algo nuevo, como todos esos productos para fantasmas: el fijador de bruma, aceite para cadenas, humificador de ectoplasma, lentillas para sol, en fin… es una gran industria.
—¿Quién fabrica todo eso?
—Otros fantasmas con visión comercial; cuando mueres y te conviertes en espectro, te llegan un montón de catálogos de compañías que ofrecen sus productos para el fantasma primerizo, aunque hay que tener cuidado, podrías toparte con un comprador de almas.
—¿Y esos qué son?
—Alguien que te contrata después de muerto. Normalmente te esclaviza para su propio beneficio. Es algo muy común en Japón, algunas empresas fabricantes de coches siguen haciendo trabajar a sus empleados después de que fallecen. Ya convertidos en fantasmas los ponen a atender teléfonos o los encierran en la sección de contaduría… Una vez conocí a un tratante de esclavos espectrales, que por cierto, tuvo un final terrible… pero esa es una historia aparte.
—Supongo que también me vas a vender ese relato —suspiré.
—Supones correctamente, pero no ahora.
Mi tío me señaló el reloj de la pared, ¡había pasado de la media noche!
—Vete a tu casa —me ordenó—. Tus padres deben de estar preocupados.
—¿Y cuándo me enseñas el catálogo de productos para fantasmas?
—Mañana —prometió—. Y también te mostraré el folleto de la agencia de viajes, porque nosotros los espectros también…
De pronto el tío Chema guardó silencio.
Me giré y vi por la ventana que da a la calle, dos siluetas aproximándose a la casa, se detuvieron en la puerta y tocaron. Me asomé por las cortinas y sentí que la sangre se me bajó al dedo chiquito del pie ¡eran mi padre y mi madre!
—¡Tito, hijo…! —gritó mi padre que también me había visto—. ¡Ábrenos!
—Te lo dije —murmuró el tío Chema a mis espaldas—. Tus padres estaban preocupados y salieron a buscarte.
—¿Qué hago? —pregunté angustiado.
—Tito, ¡abre ya! —dijo mi mamá—. ¡No estamos jugando!
Quité el seguro de la puerta y mis padres entraron a grandes zancadas, los dos tenían ánimos distintos, mi mamá me dio un abrazo y mi papá un buen regaño.
—¡Creímos que te había pasado algo! —bufó mi padre con la nariz roja, señal de que estaba furioso—. Te buscamos por toda la colonia hasta que un vecino nos dijo que te había visto por aquí.
—¿Qué te pasó, querido? —preguntó mi mamá sorprendida.
Recordé mi aspecto, era lamentable, sucio y con manchones de pintura amarilla hasta en el tímpano de las orejas.
—Estaba haciendo el aseo y arreglando la casa del tío —dije orgulloso.
Mis padres intercambiaron una miradita, de esas que me sacan de quicio.
—Ay, Tito, por favor, si tú nunca recoges nada —dijo mi madre muy seria—, ni tus calcetines.
—Es malo decir mentiras —me regañó mi padre.
—¡Estoy diciendo la verdad! —insistí—. Todos estos días he estado trabajado aquí.
—Sí como no —suspiró mi madre—. Trabajaste mucho haciendo travesuras; ¡pero mira cómo estás! Con razón siempre andas tan cochino.
—Tito, ¿no te das cuenta que es peligroso venir a jugar aquí? —mi padre elevó la voz—. Te pudo picar una araña o morder una rata. Imagínate, no sabrías qué hacer.
¡Eso sí era indignante! ¡Me había enfrentado a todas las alimañas del mundo cuando hice la limpieza! Además tampoco había hecho travesuras. ¡Estaba trabajando! No iba a dejar que mis padres pensaran que era un niño flojo, miedoso y travieso. Había llegado el momento de que supieran que no existían angelitos tocando el arpa, solo espectros hechos y derechos.
—Estuve con el tío Chema —confesé sin más rodeos—. Me pidió que limpiara su casa y a cambio me contó historias de terror. Ya lo conocen, no da nada gratis.
Mis padres me miraron con un profundo silencio, se podían escuchar hasta los grillos del jardín. Finalmente mi padre lanzó un resoplido:
—Ese es el peor pretexto que he escuchado en mi vida —dijo.
—Estoy diciendo la verdad —insistí—, es un poco raro pero…
—Tito, no es bueno jugar con la memoria de los muertos —me amonestó mi madre.
—Pero les juro que es cierto —insistí—. Estuve con el tío Chema, bueno, con su espíritu. ¿Qué no lo ven?
Mis padres intercambiaron una mirada, esta vez de alarma. Hasta el grillito del jardín se calló.
—Está aquí mismo… —Me giré y descubrí la sala vacía—. Bueno… tal vez se fue flotando a su cuarto, seguro fue a traer un guaje fantasmal. Yo también me asusté al principio, pero luego lo entendí. ¿Sabían que hay fantasmas que tienen un hechizo de obediencia? Por cierto, ¿han oído hablar de una revolucionaria llamada Edmunda Pérez? Era guardiana de fantasmas, el tío me contó su historia y otras cosas que jamás imaginé. ¿Sabían que lo que llamamos monstruos es una raza inteligente que desciende de las lagartijas? Ah, antes de que se me olvide, mamá, ya no uses la lavadora a menos que tenga filtro atrapapelusa, porque se puede meter un arrullero, parece un oso de felpa pero es un tipo de insecto vampiro…
Mis padres ya no parecían molestos. Mi madre me tocó la frente.
—No estoy enfermo —repliqué ofendido—, lo que digo es verdad, pregúntenle al tío, debe de estar cerca, en su cuarto o en la habitación de huéspedes… No sé por qué se escondió… ¡Tío Chema!
—Tito, ya es hora de que nos vayamos —sugirió mi padre.
—Sí, pero primero saluden al tío —asentí—. Vengan conmigo.
Recorrí la casa junto a mis padres, pero no encontramos al tío. ¿Se había escondido en un baúl? Tal vez se metió a un guaje…
—Creo que no quiere salir —dijo mi mamá muy suavemente.
—Tal vez no quiere ser molestado —agregó mi padre con otro tonito similar.
—Me creen, ¿verdad? —pregunté molesto.
—Claro que sí, querido… —repuso mi madre.
Mi padre asintió y me dio palmaditas en la cabeza.
Al día siguiente estaba sentado en el consultorio de una psicóloga. Estaba furioso, primero con mis padres por mandarme allí, y después con el tío Chema. ¿Por qué me dejó solo haciendo el ridículo? ¿Qué le costaba haber aparecido un ratito para saludar a mis papás?
Convenientemente la psicóloga no tocó el tema de los fantasmas y en cambio dio un discurso larguísimo sobre la muerte de los seres queridos, que los extrañamos tanto que algunas veces nos parece que están cerca y hasta los oímos. Yo le di la razón, le dije que era una psicóloga excelente que merecía el premio Nobel, y no conté nada de mi tío Chema, capaz de que al día siguiente me ponía un sombrerito de Napoleón y me mandaba directito a un manicomio.
Después de cuatro sesiones en las que reconocí que no vi nada misterioso en la casa, la psicóloga llegó a la conclusión de que no necesitaba ningún sombrerito.
—Lo sabía —dijo mi papá más tranquilo—. Ahora sigamos con los pendientes.
A lo que mi papá se refería con “pendientes” era a los castigos por decir mentiras. Mi madre no me dio mesada durante un mes y me prohibieron terminantemente ir a la casa del tío Chema. De todos modos, en un receso de la escuela, visité la casona. Me urgía ver a mi tío para aclarar algunas cosas.
Me encontré la casa cerrada, con una gruesa cadena alrededor de la reja de la entrada, además, todas las ventanas tenían candado. Llamé a la puerta, grité desde el jardín, arrojé piedritas a la ventana… nadie respondió.
Me senté en la banqueta con el corazón más arrugado que una pasita navideña. No sabía qué pensar… ¿Por qué el tío Chema no quiso aparecer frente a mis papás? ¿Deseaba quedar en el anonimato? Es posible, siempre demostró ser un fantasma muy pudoroso… si así era, lo podía perdonar; pero ¡irse sin decirme nada a mí! ¡Ni una notita! ¡Después de todo lo que trabajé en su casa! Me parecía muy injusto. ¿O no tuvo tiempo? Tal vez escapó a toda prisa cuando vio que sellaban la entrada de su casa… ¿A dónde se fue? Y sobre todo, ¿iba a volver? No era justo que se fuera sin completar algunas historias pendientes.
Regresé a la escuela sintiéndome más triste y desgraciado que la protagonista de una telenovela.
Pasaron cuatro semanas, volví a mi vida normal y hasta me inscribí a clases de futbol por las tardes. Con el paso de los días los cuentos del tío Chema los recordaba como parte de un sueño. No podía creer que hubiera platicado con un fantasma y hasta empecé a dudar. ¿Y si la psicóloga tenía razón? A lo mejor todo fue mi imaginación… Entonces, una tarde, cuando pensé que ya no me pasaría nada emocionante en la vida, al entrar a la casa percibí el olor del famoso té Tranquildim, el de siete azahares y tila extra concentrada.
Me asusté muchísimo. Y es que en mi vida solo he visto a mis padres tomar ese té dos o tres veces, y después de algo muy grave. Hablaban en voz baja y cuando entré a la cocina guardaron silencio.
—¿Qué pasó? —pregunté con el corazón acelerado.
—Nada… ¿por qué lo preguntas?… —Mi padre intentó sonreír, sin conseguirlo.
—¿Qué estás tomando? —Señalé mirando una taza vacía.
Mis padres volvieron a murmurar algo, se dieron codazos hasta que al fin, mi madre me tomó del hombro.
—Tito, será mejor que te sientes —dijo con voz rasposa.
Tomé asiento enfrente. Los dos tomaron su taza vacía. Ahora sí que estaba asustado.
—Acaba de llegarnos una noticia… —continuó mi madre nerviosa—. Verás… Tito… encontraron el cuerpo del tío Chema…
Sentí que se me revolvía la panza pero no hice ningún comentario, mi madre evaluó que no iba a necesitar psicóloga de nuevo, así que siguió:
—Sus restos estaban en el desierto, ya los trasladaron… Pobrecito del tío Chema; al fin va a tener una sepultura decente.
Tenía ganas de preguntar un montón de cosas: “¿Vieron al fantasma? ¿Mandó algún recado para mí? ¿Va a volver a su casa?”, pero no dije nada, simplemente puse la cara de tristeza que ameritaba la ocasión.
—Pero eso no es todo… —interrumpió mi padre con voz temblorosa—. También encontraron su equipaje. Llevaba el portafolio de piel de lagarto donde guardaba sus documentos más importantes, como su identificación, tipo de sangre, boletas de primaria…
—…y testamento… —señaló mi madre.
—De eso es precisamente de lo que queremos hablarte. —Mi padre se sirvió otra taza de té.
Entonces me di cuenta de un detalle. Sí, era cierto, mis padres estaban muy alterados, pero no porque sucediera algo malo…
—Según el notario tú eres el heredero del tío —reveló mi padre al fin.
—¿Yo? ¿Y por qué? —pregunté confundido.
—Nadie lo sabe —reconoció mi padre—. Tal vez porque le seguías la corriente.
Mis padres no pudieron evitar sonreír.
—Pero tampoco te ilusiones demasiado. —Mi madre se tranquilizó—. Lo único que tenía Chema era esa horrible casa…
—… llena de basura —completó mi padre—. Lo que vale es el terreno. Tiene excelente ubicación y una constructora nos ofreció dinero para hacer un edificio de oficinas.
—Mucho dinero —repitió mi madre para sí.
Mis padres ya no pudieron evitarlo y lanzaron un gritito de emoción. ¡Eso es lo que los tenía tan alterados! ¡Estaban felices!
—Claro, hay que esperar a que cumplas los dieciocho años —explicó mi madre, nerviosa.
—Aunque puedes autorizarnos para que cerremos el negocio por ti —sugirió mi padre.
Me sentí profundamente conmovido y hasta se me resbaló una lagrimita solitaria.
Mis padres me abrazaron creyendo que compartía su emoción por el asunto del edificio de oficinas, pero yo estaba pensando en otras cosas, en los trebejos, en lo que mi padre llamaba basura, en el guaje de Pablito Bustos, en el salvavidas original del Titanic, en la barba falsa, en aquel zapato con moho, las bacinillas con frutas cristalizadas, los abriguitos para perro, las envolturas de chicles de maracuyá, el jabalí disecado con ojos de vidrio, la banda que decía “Señorita Nayarit 1951”; el muñeco de cera del emperador Maximiliano; el temible oso de felpa y los centenares de reliquias que guardaba la casa. Cada objeto tenía una historia fascinante detrás, ¡eran un verdadero tesoro!, pero lo que más me conmovió fue darme cuenta de que nunca estuve aseando ni ordenando la casa de mi tío ¡siempre fue mi propia casa!, aunque el tío Chema no lo dijera entonces.
No necesitaba ninguna otra prueba, mi tío me enviaba un mensaje. Confiaba en mí, siempre lo hizo.
—No quiero vender la casa —dije.
Mis padres se pusieron pálidos, a mi madre se le resbaló la taza y mi padre casi se traga una cucharita.
—Creo que no entendiste, querido —sonrió mi madre, tensa—. Aunque eres menor de edad puedes autorizarnos para que vendamos la propiedad, ahora mismo, y…
—Entendí perfectamente… La casa es mía, ¿no?
Mis padres asintieron cada vez más pálidos y ya sin la gran sonrisa de hace rato.
—Pues no me interesa venderla ni ahora ni nunca —dije.
—Ah, claro… ¿es porque vive adentro el fantasma del tío? —preguntó mi padre.
—¿Te acuerdas dónde está el teléfono de la psicóloga? —le murmuró mi madre.
—No es por ningún fantasma —aclaré—. Quiero rendirle un homenaje a mi tío por su carrera de investigador de lo paranormal y recolector de historias. Pienso convertir la casa en un museo.
—¿Un… un museo? —mi padre repitió atónito—. Tito, no hablas en serio. No estás bien.
—Se llamará el “Museo del Doctor Catafalco” —anuncié feliz.
Mi madre intentó convencerme de que era un disparate, que con el dinero del terreno podría pagar mi ortodoncia, comprarle un coche nuevo a mi papá, hacer un viaje y hasta tener ahorros para la universidad. Al final, luego de tres horas, sin hacerme cambiar de opinión, mi padre se derrumbó en una silla.
—¡Heredó el gen del tío! —sollozó con las manos en la cabeza—. ¡Otro loco en la familia!
Jamás di el permiso y por lo tanto, nunca pudieron demoler la casa del tío (bueno, mi casa). También ordené que quitaran los candados y de inmediato pude entrar para seguir organizando los trebejos. El Museo del Doctor Catafalco sería espectacular.
Y una tarde, mientras sacudía la colección de amuletos mayas, escuché un ruido en una ventana. Se trataba de un avioncito de papel que se había atorado. Al desdoblarlo descubrí que era una postal, de un lado se veía una linda playa y del otro leí: “Saludos desde Guayabitos”.
Era la letra del tío Chema.
Supuse que debía de estar de gira en la casa del compadre Agustín Melitón; estaría recorriendo el país, asustando y reuniendo nuevas historias, de las mejores, de esas que hacen sentir un hielo en la espalda, revitalizan la sangre y encienden el ánimo.
Estaba seguro de que muy pronto el tío volvería con más cuentos.
Y yo estaría allí, esperando.