Capítulo Dos

Había un guardaespaldas en la puerta del edificio. Un guardaespaldas, por Dios bendito, un tipo fuerte de traje oscuro que parecía un miembro del servicio secreto. Y Shannon tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a gritar.

Desesperada por ver a su hijo, sacó la llave del bolso con la absurda esperanza de que, una vez en su apartamento, todo volviera a la normalidad.

Tony no podía hablar en serio al decir que tenía que hacer las maletas porque se iban de Galveston. No, sólo estaba utilizando la situación para que hicieran las paces.

¿Pero qué podía querer un príncipe con una persona como ella?

Al menos no había reporteros en el aparcamiento y los vecinos parecían estar tranquilamente en sus casas. Había elegido aquel edificio porque era muy tranquilo, con balconcitos en todos los apartamentos. Y porque tenía un pequeño patio de juegos, el único lujo que se permitía a sí misma. Ella no podía darle a Kolby un enorme jardín, pero al menos tenía un sitio para jugar al aire libre.

Y ahora tendría que volver a empezar…

–Por favor, sujétame el bolso. Me tiemblan las manos.

Tony hizo una mueca.

–Lo que tú digas.

–No es momento de poner mala cara porque tengas que sujetar un bolso de mujer.

–Estoy aquí para servirte –dijo él–. A ti y a tu bolso.

Shannon lo miró, irritada.

–Por favor, no hagas bromas.

–Pensé que te gustaba mi sentido del humor.

¿No había pensado ella lo mismo muchas veces? ¿Cómo podía despedirse de Tony?

Tony… para ella siempre sería Tony, no Antonio. Y, mientras abría el portal, tenerlo a su espalda la hacía sentir segura, debía reconocerlo.

Después de decirle que tendría que hacer la maleta había sacado el móvil del bolsillo para hablar con su abogado. Por lo visto, la noticia había corrido como la pólvora y nadie sabía cómo la habían descubierto los de Global Intruder. Tony no parecía enfadado, pero su amante, siempre sonriente, estaba muy serio ahora.

Tony intercambió unas palabras con el guardaespaldas mientras ella metía la llave en la cerradura de su apartamento, en el primer piso, pero cuando iba a entrar, se dio de bruces con la niñera, que salía a abrirle la puerta. Courtney, una universitaria que vivía en el mismo edificio, solía cuidar de Kolby y era ella quien le había enviado el mensaje contándole lo de Tony.

Sólo se llevaban siete años, pero cada vez que la miraba, Shannon se daba cuenta de que sus años de universidad, sus años de inocencia, habían quedado muy atrás.

–¿Dónde está Kolby?

La joven la miró sin poder disimular la curiosidad. Y era lógico, claro.

–Dormido en el sofá. He pensado que sería mejor quedarnos en el apartamento… por si algún reportero venía por aquí.

–Gracias, Courtney. Has hecho bien –murmuró Shannon, mirando al niño.

Su hijo, de tres años, estaba dormido en el sofá de piel, una de las pocas cosas que no había vendido tras la muerte de su marido porque, antes de la subasta, Kolby había hecho un agujero con un bolígrafo en uno de los brazos. Y Shannon lo había tapado con cinta adhesiva, agradeciendo tener algo con lo que empezar su nueva vida. Algo, un sofá. Era patético.

Pero tenía que ahorrar todo el dinero que le fuera posible por si hubiera alguna emergencia, ya que Kolby sólo la tenía a ella. Kolby, su niño, estaba tumbado en el sofá con su pijama… casi podía oler el talco desde la puerta.

–Tengo que pagarte, Courtney –murmuró.

Tony le devolvió el bolso, pero mientras buscaba el monedero le temblaban tanto las manos, que se le cayeron unas monedas al suelo.

¿Qué pensaría un niño de tres años si viera la fotografía de su madre en el periódico? ¿O la de Tony? Se habían visto sólo en un par de ocasiones, pero Kolby sabía que era amigo de su mamá.

–Deja, ya me encargo yo –murmuró él–. Ve con tu hijo.

Shannon levantó la mirada, furiosa.

–Puedo pagar yo.

Levantando las manos, Tony dio un paso atrás.

–Como quieras. Yo me sentaré con Kolby entonces.

–Gracias por todo, Courtney.

–De nada, señora Crawford. Y no se preocupe, no voy a decirles nada a los reporteros. Yo no soy de las que venden a los amigos.

–Gracias, de verdad.

Shannon cerró la puerta y puso la cadena. Encerrándose en el apartamento con Tony, que ocupaba todo el pasillo. No sólo era un príncipe, sino un hombre, un hombre guapísimo. La clase de hombre que podría seducir a cualquier mujer, la clase de hombre que se quedaba en tus pensamientos y hacía que se te doblasen las rodillas.

¿Sólo había pasado una semana desde que hicieron el amor en el jacuzzi de su casa? Le parecía como si hubieran pasado meses.

Incluso sabiendo que no debía, su cuerpo seguía deseándolo.

Tony la deseaba.

En sus brazos.

En su cama.

Y, sobre todo, quería que subieran al coche para marcharse de allí lo antes posible. Debía hacer uso de toda su capacidad de persuasión para convencerla de que tenían que ir a su casa porque, aunque hubieran localizado su dirección, nadie podría pasar de la verja de entrada.

¿Pero cómo iba a convencer a Shannon?

Cuando volvió la cabeza para mirarla, sintió lo mismo que había sentido cinco meses antes, cuando la conoció. Vernon le había comentado que acababa de contratar a una nueva camarera, pero él no había prestado atención hasta que la vio…

Vernon le había contado que su marido, un estafador de la peor calaña, se había suicidado para no enfrentarse con una pena de cárcel. Shannon y su hijo se habían quedado en la ruina y había trabajado como camarera durante un año y medio en un restaurante de Louisiana antes de que él la contratase.

Tony la miró ahora tan atentamente como la había mirado aquella vez, cinco meses antes. Algo en sus ojos grises le recordaba el cielo antes de una tormenta. Tumultuosos, interesantes.

Era un reto.

Y llevaba mucho tiempo sin enfrentarse a un reto. Levantar su negocio de la nada lo había mantenido ocupado, pero ya estaba hecho.

Y entonces la había conocido a ella.

Llevaba toda su vida sonriendo ante los problemas y, por primera vez, encontraba a alguien que veía más allá de esa risueña fachada. Pero no sabía nada de ella, Shannon era un misterio.

Cada día lo desconcertaba más y eso hacía que la deseara más.

Apartándose de la puerta, Shannon se quitó los zapatos. En su casa se caminaba descalzo, se lo había dicho las dos veces que había estado allí, las dos únicas veces que lo había dejado entrar en su apartamento y sólo durante unos minutos. Cuando se acostaban juntos, lo hacían en su casa o en un hotel situado cerca del restaurante y Tony no esperaba que pasara nada con Kolby durmiendo a unos metros de ellos.

Y, a juzgar por su expresión, Shannon lo echaría de allí a patadas si intentase tocarla siquiera.

–Me quedaré con el niño mientras haces la maleta –murmuró, quitándose los zapatos.

–No, tenemos que hablar.

–¿De qué? La puerta de tu casa estará llena de reporteros por la mañana.

–Me iré a un hotel.

¿Con los veinte dólares que tenía en el monedero? Tony rezaba para que no fuese tan ingenua como para usar una tarjeta de crédito, porque eso sería como darle su dirección a la prensa.

–Podemos hablar después de que hayas hecho la maleta.

–Te repites como un disco rayado.

Tony intentó sonreír. Su casa olía a algo floral, un aroma que lo calmaba y lo excitaba al mismo tiempo, el mismo que había notado tantas veces cuando la abrazaba después de hacer el amor. Shannon nunca se quedaba a dormir, pero sí se adormilaba un rato sobre su pecho.

Cuando volvió a mirarla, ella dio un paso atrás.

–Tengo que cambiarme de ropa. ¿Seguro que no te importa quedarte con el niño?

No era un secreto que a Kolby no parecía caerle demasiado bien. Nada parecía funcionar con él, ni los helados ni los trucos de magia. Y Tony pensaba que seguramente seguía echando de menos a su padre.

A ese canalla que había dejado a Shannon en la ruina y con el corazón roto.

–Puedo hacerlo, no te preocupes. Tómate el tiempo que necesites.

–Gracias. Sólo voy a cambiarme de ropa, no voy a hacer la maleta. Antes tenemos que hablar, Tony… Antonio.

–Prefiero que me llames Tony.

–Muy bien.

Si pudiese aceptar que llevaba más tiempo siendo Tony Castillo que Antonio Medina de Moncastel…

Incluso había cambiado legalmente su apellido. Crear una persona nueva no había sido difícil, especialmente cuando ahorró lo suficiente como para abrir su negocio. A partir de entonces, todas las transacciones se hacían a través de la empresa y sus planes habían ido como él esperaba… hasta aquel momento. Hasta que alguien descubrió inesperadamente la nueva identidad que habían adoptado sus hermanos y él. De hecho, tenía que llamar a sus hermanos, con los que hablaba un par de veces al año.

Necesitaban un plan.

Sacando el iPhone del bolsillo, Tony se dirigió a la cocina, desde la que podía ver al niño sin despertarlo.

Primero, llamó a su hermano Carlos, pero saltó el buzón de voz, como había imaginado. Tony cortó la comunicación sin dejar un mensaje y llamó a Duarte.

–Dime, Antonio –escuchó la voz de su hermano. No hablaban a menudo, pero aquéllas eran circunstancias especiales.

–Me imagino que sabrás lo que ha pasado.

–Sí, me temo que sí.

–¿Dónde está Carlos? Acabo de llamarlo, pero no le localizo.

Sólo se tenían los unos a los otros cuando eran niños y ahora las circunstancias los obligaban a vivir separados. ¿Tendrían sus hermanos la misma sensación, como si les hubieran amputado un miembro?

–Su secretaria me ha dicho que lo llamaron urgentemente del hospital y que tardará al menos un par de horas en volver. Aparentemente, Carlos se enteró cuando estaba llegando al hospital, pero ya conoces a nuestro hermano –Duarte, el mediano, solía hacer de mensajero con su padre. Los tres se veían cuando podían, pero los recuerdos de su infancia eran tan tristes, que esas reuniones se habían ido espaciando.

–¿Cómo crees que se han enterado?

Su hermano masculló una maldición.

–Los de Global Intruder me hicieron una fotografía mientras estaba visitando a nuestra hermana.

Su hermanastra, Eloísa, hija natural de su padre como resultado de una aventura amorosa que mantuvo poco después de llegar a Estados Unidos. Enrique estaba destrozado por la muerte de su esposa y se sentía culpable por no haber podido evitarla. Aunque, aparentemente, no tanto como para no acostarse con otra mujer. Pero su amante se había casado con otro hombre que crió a Eloísa como si fuera hija suya.

Tony sólo había visto a su hermanastra en un puñado de ocasiones, cuando era adolescente, un par de años antes de marcharse de la isla en la que residía su padre. Eloísa tenía siete años entonces, pero ahora estaba casada y los parientes de su marido eran políticos influyentes.

¿Sería ella la culpable de que la prensa los hubiera descubierto? Duarte parecía pensar que Eloísa quería permanecer en el anonimato como ellos, pero tal vez la había juzgado mal.

–¿Por qué fuiste a visitarla?

–Asuntos familiares, pero eso da igual ahora. Cuando salimos al muelle a tomar el aire, su cuñada resbaló y yo la sujeté para que no cayera al suelo. Una reportera subida a un árbol fotografió tan importante ocasión, aunque no debería haber tenido ninguna importancia porque los que interesan a las revistas son los suegros de Eloísa, el embajador Landis y su mujer. O el marido de su cuñada, el senador Landis –Duarte dejó escapar un suspiro–. Sigo sin entender cómo me reconoció la fotógrafa… y siento mucho que haya pasado todo esto.

Su hermano no había hecho nada malo. No podían vivir en una burbuja y, además, Tony siempre había sabido que era una cuestión de tiempo que todo les explotase en la cara. Él había conseguido vivir lejos de la isla durante catorce años, sus hermanos más aún.

Pero siempre existía la esperanza de que pudieran ir un paso por delante de la prensa.

–Todos hemos sido fotografiados alguna vez, no somos vampiros. Lo increíble es que esa mujer fuera capaz de reconocerte.

–Sí, desde luego. ¿Y qué planes tienes para afrontar con el asunto?

–No hablar con nadie hasta que se me haya ocurrido algo. Llámame cuando hayas hablado con Carlos.

Después de cortar la comunicación, Tony volvió al salón y se dejó caer sobre el borde del sofá para leer los mensajes de su iPhone, aunque ninguno decía nada que no supiera ya. Pero cuando se conectó a Internet, tuvo que hacer una mueca. Los rumores corrían como la pólvora, desde luego.

Decían que su padre había muerto de malaria años antes, falso. Que Carlos se había sometido a una operación de cirugía estética, falso también. Decían que Duarte se había hecho monje budista, más que falso.

Y luego había historias sobre Shannon y él, que eran ciertas. El título de «la amante del monarca» empezaba a echar raíces en el ciberespacio y Tony se sintió culpable por hacerla pasar por eso. El frenesí de los medios seguiría creciendo y pronto alguien empezaría a hablar de su difunto marido…

Tony guardó el iPhone en el bolsillo, disgustado.

–¿Tan malo es? –oyó la voz de Shannon.

Se había puesto unos vaqueros y una sencilla camiseta, el sedoso pelo rubio liso le caía sobre los hombros. No parecía mucho mayor que la niñera, aunque había un brillo de cansancio en sus ojos.

Tony estiró las piernas, la piel del sofá crujió cuando se echó hacia atrás.

–Mis abogados y los de mis hermanos están en ello. Con un poco de suerte, pronto habremos controlado parte de los daños, pero no se puede meter al genio en la botella. Una vez fuera…

–No pienso irme contigo –lo interrumpió Shannon.

–Esto no va a terminar –dijo él, en voz baja–. Los reporteros harán guardia delante de tu casa y, tarde o temprano, tu niñera empezará a hablar. Tus amigos venderán fotos… y existe la posibilidad de que alguien utilice a Kolby para llegar hasta mí.

–¿Por qué? Tú y yo hemos terminado –dijo Shannon, acariciando el pelo del niño.

–¿De verdad piensas que alguien lo va a creer? El momento les parecerá demasiado conveniente.

Shannon se dejó caer sobre el brazo del sofá.

–Rompimos el fin de semana pasado.

–Dile eso a los periódicos, a ver si te creen. A esta gente no le importa nada la verdad. Seguramente la semana pasada publicaron la fotografía de un bebé extraterrestre, así que decir que has roto tu relación conmigo no servirá de nada, te lo aseguro.

–Sé que tengo que irme de Galveston –asintió ella–. Ya lo he aceptado.

Y no habría muchas cosas que empaquetar, pensó, mirando alrededor.

–Te encontrarán, Shanny.

–¿Y cómo sé que no estás usando esto como excusa para volver conmigo?

¿Lo estaba haciendo? Una hora antes habría hecho lo que fuera para volver a tenerla en su cama, pero ahora tenía otras, mucho más serias, preocupaciones. Tenía que encontrar la forma de evitar que la relacionasen con su familia y no podía arriesgarse a dejar que se fuera de allí sin él.

–Sí, lo dejaste muy claro. No quieres saber nada de mí o de mi dinero. Nos hemos acostado juntos, pero ninguno de los dos esperaba o quería más.

Sus miradas se encontraron, el único sonido era el de la respiración de Kolby.

–Pero tú sabes que no es verdad –siguió Tony.

Shannon sacudió la cabeza.

–¿Y qué debo hacer ahora?

Tony querría abrazarla y decirle que no se preocupase, que todo iba a salir bien, que no dejaría que le ocurriese nada. Pero tampoco iba a hacer promesas vacías.

Veintisiete años antes, cuando escaparon de San Rinaldo en una noche sin luna, su padre les había asegurado que todo iba a ir bien, que pronto se reunirían.

Y no fue así.

–Han ocurrido muchas cosas en unas pocas horas. Tenemos que ir a mi casa, donde hay verjas, equipo de seguridad, alarmas, guardias y cámaras de videovigilancia.

–¿Y después de esta noche?

–Dejemos que la prensa crea que somos una pareja, es lo mejor. Luego romperemos públicamente, en nuestros términos, cuando tengamos un plan.

Ella dejó escapar un suspiro.

–Muy bien, de acuerdo.

–Mientras tanto, la prioridad es que la prensa no os moleste ni a ti ni a Kolby –Tony le había dado muchas vueltas a la situación, descartando una idea y otra hasta que no le quedó más que una opción.

–¿Y cómo piensas hacer eso? –preguntó Shannon, acariciando la cabeza del niño dormido.

–Llevándote al sitio más seguro que conozco –contestó él. Un sitio al que había jurado no volver nunca–. Mañana iremos a visitar a mi padre.