Tony apoyó la tabla de surf sobre una palmera y se volvió para colocar la de Shannon. La aprensión que veía en sus ojos lo frustraba como nunca.
Podría haber jurado que estaba disfrutando del momento tanto como él; un momento asombroso que había estado a punto de convertirse en algo mucho mejor.
Pero entonces, Shannon se había lanzado al agua y le había dicho que quería volver a la playa para dar un paseo.
–¿Podemos dejarlas aquí?
–No se las va a llevar nadie, Shannon.
Sí, la frustración sexual lo tenía de mal humor y sospechaba que ningún paseo, por largo que fuera, iba a cambiar eso. No sabía lo que Shannon necesitaba, no sabía por qué se apartaba de él… y ella no le daba ninguna pista.
–¿Qué es eso? –preguntó ella entonces, señalando algo entre los árboles.
–Una capilla.
–¿En serio? Es preciosa.
–Mi padre construyó en la isla todo lo que podríamos necesitar, incluyendo una clínica y esa capilla.
No era muy grande, pero sí lo suficiente como para acomodar a todos los que vivían en la isla. Su hermano mayor le había dicho una vez que esa capilla de estilo español era lo único que se parecía un poco a su vida en San Rinaldo.
–¿No me digas que fuiste monaguillo de pequeño?
–Sí, pero duré poco. No podía quedarme quieto y al sacerdote no le hacía gracia que llevara mis legos para entretenerme durante la misa.
–¿Legos? ¿En serio?
–Todos los domingos. Me habría llevado más juguetes, pero mi niñera me confiscó la pistola de agua.
Shannon soltó una carcajada.
–Por favor, no le des ideas a Kolby.
–No lo haré, tranquila. Claro que mi niñera nunca supo que también me llevaba una navaja suiza.
–¿Llevabas una navaja a la iglesia?
–Y grabé mis iniciales en uno de los bancos –le confesó Tony–. ¿Quieres ver si siguen allí?
Shannon negó con la cabeza.
–¿Por qué me has traído aquí?
¿Por qué? Tony no se había parado a pensarlo. Había actuado por instinto, dejándose llevar por aquella relación sin control que mantenía con Shannon. Pero él no solía hacer cosas sin ninguna razón.
–No lo sé, tal vez para que recuerdes que hay un hombre aquí –contestó, tocándose el pecho–. Además de un príncipe.
Pero, dijera lo que dijera, la herencia de su familia seguía siendo como una maldición. Daba igual las veces que se cambiara el nombre, siempre seguiría siendo Antonio Medina de Moncastel.
Shannon había dejado claro que no quería esa clase de vida.
Y, por fin, Tony se dio cuenta.
Varias horas después, Shannon metía la cabeza en el refrigerador industrial en busca de algo sólido. Un vaso de leche no sería suficiente.
Se debatió durante unos segundos entre un plato de trufas al coñac y una copa de crema catalana… y después decidió tomar las dos cosas.
La cocina estaba en silencio y ella estaba de mal humor. Y todo por culpa de Tony, que la atormentaba con encantadoras historias de su infancia y encuentros sexuales en la playa… para luego volver a mostrarse frío.
Shannon probó una de las trufas y dejó escapar un suspiro de placer mientras se sentaba en un sillón.
Desde que volvieron de la playa, Tony había mantenido las distancias. Ella había pensado que estaban acercándose más, conociéndose un poco mejor y entonces, de repente, se convertía en el perfecto anfitrión, amable pero frío durante la cena con su familia.
Por eso no había podido probar bocado y por eso ahora tenía hambre. Pero cuando metió la cucharilla en la crema catalana, supo que ningún pastel, por rico que fuera, conseguiría calmarla.
Cuando empezó a salir con Tony, sabía que era un riesgo, pero sus hormonas se habían vuelto locas, tal vez porque llevaba mucho tiempo sin estar con un hombre. No, no era cierto. Sus hormonas no se volvían locas por cualquier hombre, sólo por él. Era un problema que no había disminuido en absoluto.
–Ah, estás aquí.
Shannon levantó la cabeza, sorprendida.
–Tenía hambre. Te recomiendo la crema catalana, está riquísima.
–Yo estaba pensando en algo más sustancioso. Un bocadillo, por ejemplo.
–¿Los príncipes pueden hacerse sus propios bocadillos?
–¿Quién va a impedírmelo? –Tony sacó de la nevera embutidos, mostaza y lechuga y se dispuso a hacer un bocadillo.
–Espero que al cocinero no le importe que hayamos invadido su territorio. También he calentado un poco de leche para Kolby en el microondas.
–¿No se encuentra bien?
–Sí, sí, está bien. Pero creo que echa de menos nuestra casa –Shannon suspiró, admirando los vaqueros gastados de Tony, su pelo alborotado.
–Lo siento.
–No, por favor. Agradezco mucho lo bien que te portas con nosotros, pero a veces un niño necesita las cosas a las que está acostumbrado.
–Sí, lo entiendo –Tony colocó el bocadillo sobre un plato y se sentó frente a ella.
–Mañana le diré al cocinero que lo he dejado todo en su sitio.
–Lo único que podría molestarle es que lo llamases cocinero en lugar de chef.
–Ah, es un chef, claro –murmuró ella, irónica–. Tu mundo y el mío son tan diferentes…
–Pero cuando estabas casada vivías de una manera opulenta, ¿no?
Shannon dejó la copa de crema catalana sobre la mesa. No quería pensar en el dinero sucio de Nolan.
Y Tony parecía incómodo, raro. Tal vez empezaba a pensar que su relación era un error y no podría culparlo por ello. Su estricto código de honor le exigiría que cuidase de Kolby y de ella hasta que la prensa olvidara el asunto, pero Shannon no quería convertirse en una obligación.
Habían salido juntos, se habían acostado juntos, pero a medida que descubrían más cosas el uno del otro se daba cuenta de lo superficial que había sido su relación hasta ese momento.
Y no estaba dispuesta a hablar de su matrimonio con Nolan ni a confesarle todos sus secretos. Ni siquiera sabía si Tony querría conocerlos.
Pero, pasara lo que pasara entre ellos, necesitaba que entendiese quién era.
–Yo no procedo de una familia adinerada. Mi padre era profesor de instituto y mi madre secretaria. Éramos una familia normal… bueno, me imagino que ya lo sabes.
–¿Por qué iba a saberlo?
–Si tienes que estar siempre preocupado por tu seguridad, me imagino que tu gente se encargará de investigar a las personas con las que te relacionas.
–Eso sería lo más sensato, sí.
–Y tú eres un hombre sensato.
–No siempre lo soy cuando se trata de ti.
–Te has portado siempre como un caballero y lo sabes –dijo Shannon. Aunque ella empezaba a desear que no lo fuera, porque necesitaba sus besos, su cuerpo, el placer que podía darle.
Tony mordió su bocadillo mientras un reloj daba la hora tras ellos.
–Kolby cree que estamos de vacaciones –siguió ella.
–Y así es como debería recordar estos días.
–¿Qué tal con tu padre? Es evidente que no tenéis una relación muy estrecha, pero me parece un hombre interesante.
El viejo rey se había aislado del mundo desde que llegaron a la isla, pero estaba al día en cuanto a acontecimientos internacionales y tenían un gusto parecido en literatura. Y, estando allí, Shannon se había dado cuenta de muchas cosas. Por ejemplo, de que no era tan parco en palabras con su hija como lo era con Tony.
–Sí, supongo que lo es –murmuró él, sin mirarla.
–¿Por qué estás despierto a estas horas?
–Soy un ave nocturna. Y tengo insomnio, además.
–¿Insomnio? No lo sabía. Claro que no podía saberlo, ya que nunca hemos dormido juntos. ¿Llevas mucho tiempo teniendo ese problema?
–Siempre ha sido así. Mi madre probó con todo, desde leche caliente a una manta «mágica» antes de rendirse. También ella solía hacerme bocadillos a medianoche.
–¿Tu madre, la reina, te hacía bocadillos?
–Pues claro. Mi madre pertenecía a una familia real arruinada y había aprendido a cocinar desde pequeña. Nos enseñó a mis hermanos y a mí a movernos por la cocina… no es que sepamos cocinar muy bien, pero tampoco nos moriríamos de hambre si tuviéramos que hacerlo.
–¿En serio?
Tony se encogió de hombros.
–En San Rinaldo había tantos sitios a los que no podíamos acceder por cuestiones de seguridad, que le gustaba que nos sintiéramos cómodos en casa. Y la cocina era uno de nuestros sitios favoritos.
Como le pasaría a cualquier otro niño, pensó Shannon. Sólo que aquel niño vivía en un castillo del siglo XVI.
–¿Y qué cosas solía cocinar tu madre?
–Cíclopes.
–¿Cómo?
–Un huevo frito con una rebanada de pan encima –contestó Tony, haciendo un gesto con la mano–. El pan tenía un agujero en el centro por el que asomaba la yema como…
–El ojo de un cíclope. Mi madre los llamaba Popeyes –Shannon sonrió, aquel tonto recuerdo los acercaba un poco más–. Tu madre debía de ser una persona encantadora.
–Sí, creo que lo era –murmuró él.
–¿Sólo lo crees?
–Conservo pocos recuerdos de ella… la manta de cachemir, nuestros ratos en la cocina.
–Algunos olores son capaces de grabar los recuerdos, ¿verdad?
Tony la miró, con los ojos ensombrecidos. No solía pensar en la muerte de su madre… pero «muerte» era una palabra tan benigna para describir aquel terrible asesinato…
–¿Qué recuerdas de ese día, Tony? –insistió Shannon, apretando su mano–. ¿Del día que os fuisteis de San Rinaldo?
–No mucho –respondió él, acariciándole la muñeca–. Entonces sólo tenía cinco años.
–Los acontecimientos traumáticos se quedan firmemente grabados en la memoria. Yo recuerdo un accidente de coche cuando tenía dos años. Recuerdo un Volkswagen rojo…
–Seguramente porque viste fotografías más adelante –la interrumpió él, levantando la cara para mirarla a los ojos–. ¿Cuánto tiempo más tendré que esperar hasta que me pidas que te bese otra vez? Porque ahora mismo estoy tan excitado, que no me importaría nada tumbarte en la mesa y…
–¡Tony!
–Sólo digo lo que pienso. Lo que siento.
–Primero te portas como el príncipe azul, después me ignoras durante la cena y luego, de repente, quieres besarme… y no con mucha delicadeza, por cierto. Francamente, no te entiendo.
Tony apoyó los brazos en la mesa, sus bíceps se marcaban claramente.
–Te deseo cada minuto del día, Shannon. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tomarte entre mis brazos ahora mismo y al infierno cualquiera que entre aquí. Pero hoy, en la playa, me he dado cuenta de algo: mi vida, mi apellido y todo lo que va con él… creo que no es eso lo que tú quieres.
Ella tragó saliva. Tony también había sentido esa conexión entre los dos en la playa… y le daba miedo. Por eso se apartaba, por eso intentaba asustarla con la cruda oferta de sexo sobre la mesa.
Pues peor para él, porque no pensaba dar un paso atrás. Había deseado aquello, a él, durante demasiado tiempo como para asustarse ahora.