Fuoco
Cuando la primavera engalanaba las calles de flores, frutos y mariposas, acudían a nuestro auditorio orquestas de otras provincias con su repertorio clásico o romántico pero no barroco, porque tras los recitales de Semana Santa quedábamos hastiados de pasiones y cantatas.
Las sinfónicas afectadas por nuestro rechazo ponían más interés en resolver el problema que los encargados de supervisar la operación, los funcionarios del coronel Rodrigo que, antes de iniciar los trámites burocráticos, indagaban con su malevolencia reglamentaria en lo que nos movía a alterar el programa.
Era una desconfianza innecesaria porque los organizadores de estos conciertos no ocultábamos nuestras predilecciones y antipatías. Nos habíamos afiliado en el Conservatorio a una de las dos sociedades musicales autorizadas, Septimino o Corchea; y sobre su composición e idiosincrasia y sobre sus virtudes y defectos debatíamos abiertamente allá donde nos pillase. Alguien te preguntaba:
–¿Eres de Septimino o de Corchea?
Y se armaba el lío porque la rivalidad entre ambas activaba la elocuencia de sus socios. Septimino y Corchea habían nacido para odiarse, vivían haciéndose daño y lo que una ideaba procuraba desarticularlo la otra. Los de Corchea éramos más, pero Septimino tenía mayor influencia entre los poderosos.
Ambas asociaciones daban cuenta de sus actividades –bajo la etiqueta de Remitido o Suplicado– en el único periódico de la provincia, el quincenal Antojos y Deleites, que dirigía el septimino Camprodón. Bien relacionado con las ovejas más descarriadas, Camprodón no pisaba el auditorio por padecer aerofagia, pero describía a sus leales los conciertos a los que no iba, e incluso los que no llegaban a celebrarse, como si hubiera estado en ellos.
Varias veces los secretas del coronel Rodrigo vigilaron nuestro comportamiento en el café más próximo al auditorio, el Becuadro, una propiedad del chamarilero Aniceto Consuegra en la que había invertido los ahorros de su vida airada. Ahí, en época de exámenes, los de Corchea liberábamos desencantos y fantasías repasando libros y pentagramas con la ayuda del piano del rincón, un Steinway que había tocado Rubinstein y donde sonaban con preferencia Haydn, Beethoven y Mozart.
Sobre este triángulo de compositores sublimes confeccionábamos nuestras veladas filarmónicas, en las que cualquier cambio en el programa era mal visto por los sicarios del coronel Rodrigo excepto si lo efectuaba la altanera autoridad de Madrid en favor de sus amiguetes de la vanguardia.
Esta arbitrariedad alimentaba nuestro contencioso con los cabecillas de la capital, lo que aprovechaba el septimino Camprodón para adular a la jerarquía y ponernos de vuelta y media a los de Corchea en su columna Balidos de Arte Mayor que publicaba en Antojos y Deleites.
Por fortuna, buena parte de las sinfónicas que acogíamos en nuestro auditorio no procedían de Madrid –de tan devastadores efectos para nuestro aprendizaje–, sino de plazas más humildes por las que nuestra orquesta había cruzado la temporada última a toda marcha ya que era la más rápida en acabar lo que emprendía.
En vísperas de que nos devolvieran la visita, el Becuadro hervía de violinistas violáceos y de chelos con chaconas, las czardas de Monti despuntaban junto a recitativos de la familia Bach, los coros aullaban motetes al Sinpecado Fornicado, joya del plateresco, machacábamos en el Steinway de Rubinstein las obras que oiríamos en el auditorio y, como no fijábamos un límite a nuestra efervescencia, el chamarilero Aniceto Consuegra, que no militaba en Septimino ni en Corchea y que aborrecía el pasodoble de haberlo bailado tanto en su vida airada, amenazaba con expulsarnos de su local al ponerse el sol con el argumento de que «está el pescado vendido».
Faltaban veinte horas para que el maestro de la sinfónica invitada propulsara desde el podio las melodías de un Schub o un Shosta –los de Corchea acortábamos el apellido de Schubert, Shostakovich y demás compositores grandes en señal de familiaridad con el gremio– y Basilio Santidrián Conde, el más sentimental de nuestra asociación, nos exhortaba a acampar desde la víspera en la explanada del auditorio con bandurrias, castañuelas y tenores blandos para foguearnos en los vaivenes emocionales de la música.
«La hiperestesia se alcanza insomne», pontificaba Basilio Santidrián desde el mostrador de su papelería-librería de la calle Intermezzo –el comercio más oscuro del mundo en el corazoncito de nuestra urbana urbe–.Y en la primera sesión que compartimos con su grupo de sentimentales, entre flores y mariposas de nuestra primavera frutal, arrancamos con Tuna compostelana y El vino que tiene Asunción.
Los del coro nos balanceábamos detrás del solista agarrados de los hombros y piropeábamos nuestra bandera –¡cuánto te queremos!– mientras la pandereta de sonajas rodaba entre olés. Aquello desprendía una fraternidad viscosa, así que cuando le llegó el turno a Por el humo se sabe dónde está el fuego, nos retiramos a descansar para reaparecer al día siguiente con fuerzas renovadas y sensiblería contenida.
Instalado el auditorio en un páramo sin viviendas ni árboles, con el propósito de que el turista de cámara acordonada al cuello lo encuentre sin confusión posible, eleva su cúpula sobre su desolado entorno como la ansiada encarnación de la quimera.
Las tardes de abono, con la enseña dorada de nuestra provincia en el mástil –¡preciosa!–, corcheas y septiminos accedíamos al edificio por la puerta que cada organización tenía asignada y la primera impresión marcaba nuestras diferencias de criterio.
En efecto, ante el vestíbulo abrillantado por la luz del ocaso, con toda la nostalgia de la vida atrapada en las vidrieras, los septiminos admitían el predominio de la Naturaleza sobre el Arte. Mas cuando los de Corchea pisábamos el salón de actos y reparábamos en la generosa superficie concedida a la orquesta, donde dos o tres profesores repetían sin descanso los compases más indómitos, reivindicábamos la superioridad del Arte sobre la Naturaleza.
Aunque desde la perspectiva del patio de butacas los dos o tres instrumentistas encaramados al escenario nos parecían colosos por haber triunfado en lo que colmaba nuestras aspiraciones de aprendices –y para ello tocábamos mil veces la misma escala y el mismo arpegio en el Steinway arrinconado del Becuadro–, los saludábamos con llaneza de cofrades y después de presentarnos como alumnos del Conservatorio y herederos de aquellos atriles y aquellos asientos, sin obtener de nuestros interlocutores ni un mohín ni una sonrisa de compadreo por esta confidencia, tarareábamos lo que ellos ensayaban para demostrar nuestro conocimiento de la partitura y, con la jactancia de la mocedad, planteábamos sugerencias sobre su ejecución –¡ese glissando, maestro!– que, para quebranto de nuestro espíritu de camaradería, no eran bien recibidas.
Algún intérprete nos mandó a tomar viento cuando sobamos la pajarita de su esmoquin, otros se mordieron los labios antes de desvelarnos la manera de cortarse las uñas o abrillantar los zapatos, otros optaron por levantarse de la silla y dejarnos con la palabra en la boca, muchos increparon a los que nos habían dado el ser –y que por fortuna no estaban presentes– y nadie satisfizo nuestra curiosidad de si era mejor masturbarse antes o después del concierto.
De forma tan cicatera aplacaban nuestra sed de sabiduría esos veteranos, tan doctos como displicentes. Nos desmoralizaba su desvío y, porque íbamos de buena fe y les suponíamos tan amantes de Polimnia como nosotros, obviábamos su desdén inicial para requerirles sobre primores técnicos de la partitura –¡qué vibrante el pizzicato!–, hasta exasperarlos porque no les dejábamos trabajar.
Esta queja, azuzada por el septimino Camprodón en sus Balidos quincenales de Antojos y Deleites, era compartida por los que no estaban afiliados a Corchea o Septimino, pero sí a las dos sociedades filantrópicas de la provincia, el ateneo y el seminario, a los que impedíamos ocupar sus abonos al estacionarnos en el pasillo de butacas para desesperación de los acomodadores.
Pero es que los de Corchea –y eso nos diferenciaba de los septiminos– anhelábamos vivir junto al estrado de los músicos ese momento estelar de la velada en que, a punto de empezar el espectáculo, abarrotado el salón de actos del auditorio y con la orquesta en pleno, el concertino entraba en el escenario con paso de lobo, se arrimaba al podio aún vacante de director y, a la sombra de este símbolo de autoridad, marcaba con su violín –a veces el oboe o el clarinete– la concordancia entre él y sus compañeros.
Admirábamos los de Corchea ese proceso de presentación de la orquesta, desde violas, violines y chelos a fagotes, trompetas y trompas, en el que cada instrumento busca acoplarse con el resto y acaban formando un conjunto a la manera del río que nace minúsculo y va admitiendo aportaciones a lo largo de su trayectoria hasta confluir en el mar. Un ejercicio de concertación de las variedades en una sonoridad acorde que nos sobrecogía en un silencio de mudos hasta que doña Tecla empezaba a desenvolver caramelos de menta contra la tos del gordo Gandarias.
Asistir en primera fila a ese trance de la afinación, para nosotros tan solemne como la vigilia del Sinpecado Fornicado, valía por todo el concierto y nos aportaba más datos sobre la calidad de la orquesta que sus interpretaciones de Schomb(erg) o Schum(man). Los de Corchea no nos cansábamos de alabar a los intérpretes cuando coincidían en la nota de referencia –ese «la» cantarino, terso y morrocotudo– y como prueba de nuestro disloque queda esa tarde en que el más exaltado de los nuestros –el ya citado Basilio Santidrián– denunció ante el juzgado de guardia a un acomodador a punto de jubilarse por indicar sus butacas a una pareja – «las dos posteriores al caballero y dejando una vacía»– con un vozarrón de griposo que interrumpió el acoplamiento de los músicos y mantuvo suspendido de los dedos de doña Tecla el caramelo destinado a la boca del gordo Gandarias.
Más resonó el «bravo» que al final de este entrenamiento de los instrumentistas escupió el mismo Basilio en una conmemoración de nuestra patrona santa Cecilia. Estalló en nuestros oídos como si los negreros del coronel Rodrigo le retorcieran las entrañas y a los de Corchea nos sorprendió el exabrupto de Santidrián, porque hasta el melómano más cerril concibe ese adiestramiento de la orquesta como el equivalente para el pianista de hacer dedos, una tarea previa a la interpretación del programa anunciado y que no forma parte de él ni constituye pieza autónoma, merecedora de elogio o vituperio.
Achacamos al desmedido amor a la música del propietario de la tienda más tenebrosa de nuestra provincia que se le soltara el muelle, como quien dice, y se pronunciara sobre lo que a ningún socio del ateneo religioso o del seminario anticlerical se le hubiera ocurrido aplaudir o suspender –igual que si jaleara o silbara al mozo que distribuye sillas y atriles en el escenario del auditorio o al camarero de la cafetería tras servirle un cortado con la dosis justa de leche en el café.
Hubo que recordar a los desmemoriados de Septimino, que fustigaban la extravagancia de Santidrián en el quincenal del aerofágico Camprodón, que no habría sucedido ese incidente si las autoridades de la capital se hubieran preocupado más de regular el aplauso en los conciertos que de incluir en ellos al primer dodecafónico que les pagara una copa. Pero, como subrayábamos en voz baja para no alertar a los jabatos del coronel Rodrigo, ¡poco importaba a estos políticos de chichinabo rellenar las lagunas de nuestro aprendizaje!
Afanados los acomodadores en colocar al público en sus localidades y el público en averiguar si se le ubicaba junto a septiminos de la aristocracia militar, financiera o eclesiástica o al lado de personajes de nuestra Corchea como el catedrático tartaja, el filatélico bisojo o la jardinera mojigata, nadie secundó ese arrebato de Basilio. Quedó desairado nuestro fanático, con pupila desvalida y temblor esencial, y nosotros, para calmar la ira de los septiminos, atribuimos el ardor de Basilio a una urticaria.
En efecto, sólo la víctima de un prurito –proponíamos con fe, pero sin base científica– podía gritar así. De modo que izamos a Basilio como a torero corneado en el ruedo y entre censuras y desdenes de quienes no le perdonaban la aspereza y amenazaban con dejar de comprar en su papelería céntrica y lóbrega, lo trasladamos al guardarropa del auditorio.
Allí el coronel Rodrigo, tras el preceptivo examen de sus pantalones –donde es fama que se ceban los policías de nuestra provincia–, le prohibió degustar sopicaldos, cambiar de chaqueta y tararear a Juan Sebastián Bach hasta que los ecos de su gamberrada se nos borrasen de la memoria.
No dudamos de que en su arropado encierro y todavía con pulso disparado y cabecita pendular, Basilio Santidrián debió reafirmarse en su extravagancia sin preocuparse de sus pantalones ni de su chaqueta ni del día a día de su comercio de la calle Intermezzo –más negro que la conciencia de un usurero–, porque en un sentimental los afectos priman sobre las necesidades.
Pero aquel frenesí de Basilio Santidrián –superior al que monta Richard Wag(ner) con sus valquirias o el imponente Beetho(ven) con el trajín de su Séptima– nos obligó a reflexionar a los alumnos del Conservatorio. Y tildamos sus efectos de contraproducentes, porque el aullido del papelero no había respaldado a los instrumentistas ni fomentado entre ellos un ambiente fraternal, sino alterado, como si Basilio Santidrián, en vez de admirar su trabajo artístico, se lo tomara a broma.
Por eso, si la actuación de Santidrián no había transmitido solidaridad a esos profesionales, sino discordia, nos decíamos: ¿tiene derecho el melómano a apoyar ostentosamente a un solista o una sinfónica cuando tanto Corchea como Septimino, el ateneo beato, el seminario blasfemo, la tropa del coronel Rodrigo, los asiduos del Becuadro, los tramoyistas y las señoras de los lavabos del auditorio lo consideran perturbador para su estabilidad emocional y el éxito de su trabajo?
El éxtasis de Basilio Santidrián –pensábamos– debiera figurar en la antología de los trastornos que promueve la música en aquellos adictos de apariencia civilizada que, seducidos por ladinos bemoles, sostenidos sustentados o fusiones de fusas, echan por tierra en un segundo de enajenación años de tensión arterial controlada por un equipo médico y sin darse cuenta de que incuban un batacazo, braman, lloran o tiemblan ante intérpretes o partituras que los galvanizan e inducen al disparate a los discretos.
Antes de esta anécdota, a los de Corchea se nos tenía por pintorescos porque saltábamos del hermetismo a la locuacidad a impulsos de nuestro temperamento inestable. Por una emotividad mal curada leíamos las partituras de los sublimes con la prosopopeya del caracol, desmenuzando cada compás como si en ello nos fuera la vida y alternando sin decoro risa y llanto.
Pero a partir del grito de Basilio en la conmemoración de nuestra patrona santa Cecilia, que aún nos repica en la conciencia como ejemplo de provocación estéril, perdimos la simpatía de nuestros allegados. Los que antes nos reían las gracias nos dieron la espalda y los septiminos nos acribillaron en Antojos y Deleites con burlas de variado grosor.
Nos lo merecíamos, porque incluso la gente de corazón se harta de versátiles como nosotros, a los que una simple nota del pentagrama encumbra o deprime. ¿Se puede convivir con sensibilidades en sobresalto continuo? Para colmo, Aniceto el chamarilero habló de cerrar el Becuadro aunque estuviera el pescado sin vender, harto de que nuestras dulzainas y ocarinas, modulando sin contención salmos y antifonas, le restasen clientela.
Sediento de sopicaldos, con chaqueta de entretiempo y sin una arruga en los pantalones –por condescendencia de la policía del coronel Rodrigo–, volvió Basilio Santidrián a su localidad de abono del auditorio con una estrofa de la Pasión según san Mateo en los labios para alegrarse las pajarillas:
«Llorando nos postramos ante tu sepulcro / para decirte: Descansa, / descansa dulcemente.»
Sentado en el borde de su butaca con una excitación siempre a punto de desquiciarlo, Basilio Santidrián nos atraía por su valoración apasionada de las orquestas. Y es que, lejos de moverlo el cálculo económico o de secta, ¡derrochaba tanta lágrima mientras aplaudía despellejándose las manos que edificaba a los ateneístas devotos y a los seminaristas pecaminosos!
Daba la sensación de padecer un amor no correspondido, se malició en Antojos y Deleites el septimino Camprodón, que comparó el extravío del papelero al de sus ovejas descarriadas. Leyó el comentario doña Tecla y en el concierto siguiente aprovechó la llegada del intermedio y la salida del gordo Gandarias al vestíbulo a fumar picadura con su peña de semifusos, para ofrecer un mentolado a Santidrián con intrigante abaniqueo de párpados.
–Al fin, un hombre –comentaban las pítimas del lenocinio a las arrastradas de la milagrosa.
Correspondiendo a la gentileza, Basilio Santidrián desenvolvió el caramelo mirándola a los ojos, lo paseó dentro de su boca como si fuera en berlina y después de masticarlo con tiento y tragarlo no sin dificultad, ofreció a doña Tecla una posición de preferencia en la próxima velada nocturna de guitarras y melopeas a las puertas del auditorio. Algo que doña Tecla rehusó, sintiéndolo mucho, por haberse comprometido en el lecho de muerte de su marido a cuidar la tos del gordo Gandarias en la alegría y en la tristeza y en la fortuna y en la desdicha.
–Habrá más oportunidades –consolaban las arrastradas de la milagrosa a las pítimas del lenocinio.
Apreció Santidrián el sacrificio de doña Tecla y siempre que se la cruzaba por la calle murmuraba alzando su sombrero: «Somos corazones a la deriva». No le sostenía la mirada doña Tecla porque era una mujer decente, pero replicaba sabiendo que él la oía: «Compartimos pentagrama». Y cuando el gordo Gandarias se ausentaba de la butaca de abono para echar un pito en el vestíbulo con su peña de semifusos, doña Tecla agitaba la bolsa de caramelos igual que unas castañuelas, elegía uno después de revolver todos y mientras se regodeaba en quitarle el papel, mascullaba aquello de: «Me casé con un enano, salerito, para hartarme de reír.»
–La pobre es muy vulgar –coincidían pítimas del lenocinio y arrastradas de la milagrosa.
Con el estigma de los sentimentales, Basilio Santidrián se sobrepuso al desaire de doña Tecla y persistió en lograr la hiperestesia en los preliminares de los conciertos. Convocaba en la explanada del auditorio a estudiantinas, panderetas y bandurrias del ateneo casto y el seminario lujurioso y elegía Noche de amor, noche misteriosa como romanza estelar del tenor aflautado y San Serenín del Monte / San Serenín Cortés para la apoteosis de los tutelados por nuestra bandera dorada –¡guapa!.
Pero a la siguiente Semana Santa, en nombre de Corchea y con la prohibición de contárselo a la afición septimina, al entorno del coronel Rodrigo y al director de Antojos y Deleites, Basilio Santidrián asaltó nuestros hogares a timbrazos, quitándonos sábanas y almohadas o interrumpiendo nuestro aseo con la excelsa nueva de que el maestro italiano Arturo Toscanini –es decir, el inconmensurable Artur Tosca– se interesaba en dirigir nuestra sinfónica, para lo que abría un hueco en su agenda de compromisos primaverales.
El turista de carretera y manta que paladeaba en el Becuadro los platos típicos de nuestra cocina –la ensalada de perdigones, el flan disléxico y el canutillo de humo–, cuando se interesaba por la calidad de nuestra orquesta nos obligaba a compadecernos. «Una medianía», calificaban los diplomáticos; «Corre que se las pela», concedíamos otros, porque se murmuraba de ella que, en su vertiginosa ejecución del pentagrama, acababa las piezas antes de iniciarlas.
Se le preguntó a Basilio Santidrián y le oímos despreciar lo que hasta ahora había jaleado. «Na de na», concretó en el café del chamarilero con el codo apoyado en la barra, como si pontificara a la puerta del Real en la madrileña plaza de Oriente o ante la fachada del Liceu en las Ramblas. Por si quedaran dudas, descalificó a toda la plantilla: «Les falta un bemol». Y a los desconcertados por su cambio de criterio, nos prometió: «Lo arreglará Toscanini».
En una provincia como la nuestra, que en el día de su fiesta mayor sepulta bajo siete llaves su aristocrática gama de delicias para ahumarse con fritangas y cohetes, bañarse en tintorro y soltar por las calles el morlaco que destrozará escaparates y farolas y empitonará mortalmente a sus catetos, no faltaba entre los asiduos del Becuadro quien, suspicaz de oficio y por inflar de patriotismo su bajo vientre, consideraba un despropósito, si no una falacia, que un excelentísimo como el maestro don Arturo Toscanini ansiara conducir a la gloria de los bravos y los bises a nuestra orquesta de acelerados.
En este auditorio donde nuestros intérpretes nunca obedecen las repeticiones indicadas por el autor de la partitura porque en cuanto se sientan a tocar ya quieren irse, ¿iba a arriesgar su prestigio Toscanini con unos profesionales tan impacientes que en vez de incitar a la armonía parecen perseguir un fuego?
No hablábamos de un tatachunda del montón, sino del violonchelista, compositor y director de orquesta Artur(o) Tosca(nini), reclamado por sinfónicas de medio mundo y del que ignorábamos si había pasado a mejor vida o estaba en la edad del pavo porque las noticias nos llegaban con retraso y deformadas por el director de Antojos y Deleites, ese aerofágico que en sus Balidos de Arte Mayor tachaba de «ventilados» a los de Corchea y se pasaba por su entrepierna septimina –lo juraba por sus ovejas depravadas– a nuestro triángulo de compositores sublimes: Mozart, Beethoven y Haydn –o Moz, Beetho y Hay, para entendernos.
Que el portentoso Toscanini visitase nuestro terruño de pasamanería y coliflores para deslumbrar a talentosos y sensibles con fúlgidos chispazos de su personalidad eléctrica auspició en el Becuadro del chamarilero Consuegra arpegios de dulzainas y ocarinas, zapateados de enjundia y cacareos de voces blancas a la cumbre plateresca del Sinpecado Fornicado.
Un cofrade de Aniceto Consuegra de mirar revirado y con ínfulas de colosal, pues cuando se sentaba al piano arrebataba a sus oyentes más sandios, quiso celebrarlo sacando dos acordes al Steinway como los que esmaltan los himnos a la vírgula o a los mártires de la hipótesis. Su apelación nos recordó a la del clarín en la plaza de toros regulando el curso del festejo. Y ante el reto, Aniceto Consuegra aceptó invadir la pista de su café igual que si se echara al monte a reanudar su vida airada.
Lo hizo con la convicción de que pasaba a la historia de los sentimentales. Encaró la perspectiva de un horizonte ciego y una superficie oblonga. Levantó el mentón para atraer aire limpio a sus pulmones. Se desentendió de su acompañante al piano, que por amor al Imperio austrohúngaro convertía en polca todo lo que tocaba. Y con el vuelo de la chaqueta recogido a la cintura como quien rebaña de su alrededor lo más sustancioso, Aniceto Consuegra atronó el Becuadro con un taconeo seguido de unos pasos marcando paquete y al fin el completo baile que le pedía la música encerrada en su cabeza desde que, para desgobierno de sus sentidos, entró en la soledad de los selectos.
En respuesta a nuestra curiosidad, llamó varsoviana a esta danza y la situó en la Polonia católica de líricos exacerbados y formidables golpes de pecho. Pero nosotros la relacionamos con su odiado pasodoble español, porque midió el espacio del Becuadro a lo largo y a lo ancho a un ritmo legionario que desanimaba a quien quisiera acompañarlo en la zancada y cada dos por tres se pegaba una vuelta de refitolero que encendía la sangre.
Al arrullo del chupito de anisado con que el chamarilero brindó por su cuerpo juncal, supimos que no se conocían fechas ni otras circunstancias de la venida de Toscanini a nuestra provincia de boniatos y banderías, pero que el propio Basilio Santidrián Conde salía fiador de su anuncio. Y es que el día en que el inabarcable Tosca(nini) llegara a dirigir nuestra orquesta en nuestro auditorio y con la Quinta de Mahl(er) en atriles –pues no podía presentarse con menos ante un aforo de nuestro pedigrí–, Santidrián prometía estrechar la mano derecha del maestro antes de comenzar la velada, en cuanto dedujera del aplauso de la clac que Toscanini había abandonado el gabinete miravete –donde los directores entran en capilla con el programa del concierto en la cabeza y la Oración del torero de Turina en los oídos– y se encaminaba al podio por la delgada senda que le abrían los contrabajos.
Con previsión, los de Corchea desalojamos unos días el Becuadro –antes de evaluar sus ventas de pescado– y convertimos la avenida del Exterminio –llamada así por cobijar el Asilo de Mayores– en una pasarela por la que invitamos a desfilar a los provectos que no usaban muletas ni tacatacas. El tiempo medio invertido en recorrerla por ellos indicaría a Basilio Santidrián lo que un venerable como Artur Tosca, coetáneo de nuestros asilados, tardaría en ir desde su camerino al podio.
Después de muchas pruebas y repeticiones bajo un sol candente, que provocó vahídos en los examinadores y un empinamiento sicalíptico en nuestros abuelos –que ignoramos si se sustanció conforme a nuestra naturaleza promiscua o con las puniciones inherentes al sacramento de la penitencia–, concedimos seis segundos a Basilio Santidrián para dejar su localidad, avanzar a toda mecha por el pasillo de butacas y abrazar a su fetiche antes de que se lo impidieran los secuaces del coronel Rodrigo, que habrían doblado sus efectivos para la efeméride.
Seis segundos para ejecutar su empeño sin interferencias policiales; seis segundos para personarse como invitado en la mansión de Polimnia, merecer una anotación en el pentagrama del Parnaso y alternar con mitológicas como Pasifae, a la que el pintor de la bóveda de nuestro auditorio mantiene desnuda y abierta de piernas –a la espera del torito que ha de fecundarla– para disfrute de los que basamos nuestra concupiscencia en la mirada.
Si alguno de nosotros desconfiaba del papelero Santidrián –por la destemplanza que le provocaba su establecimiento sombrío–, no tuvo más remedio que rendirse. A riesgo de desvelar ante septiminos y policías su secreto sobre Toscanini, se le ocurrió entrenarse para la gran ocasión dando la bienvenida a los directores de las orquestas que nos devolvían la visita en el auditorio, esos beneméritos que por Navidades bailan en el podio los valses centroeuropeos y el resto de la temporada proponen al frente de unos concertistas mohosos descoloridas versiones del Tchaiko(wski) más amanerado.
Los más acogieron con gratitud la caballerosidad de Santidrián, que no sólo les estrechaba la diestra sino que les regalaba agendas y sacapuntas –extraídos a tientas de su papelería de la calle Intermezzo– mientras descargaba palmaditas sobre sus hombros como si les cepillara el uniforme. Pero con uno hubo una desconexión que durante muchas semanas atiborró de Suplicados y Remitidos el quincenal Antojos y Deleites.
Una hora antes de que comenzase la velada en el Auditorio y dado que aquella tarde no había concierto de hiperestésicos, visitó la fosca papelería de Santidrián el corrector de la imprenta municipal y esmerado calígrafo Bienvenido Méndez, corchea acérrimo y máximo escoliasta de las cominerías provincianas anotadas en varias lenguas por nuestro escritor costumbrista Custodio de Abolengo en sus manuales de literatura arrepentida.
Por el escrúpulo de rastrear erratas en el programa de mano, a Bienvenido y a Basilio se les pasó el tiempo sin sentir, de modo que salieron de la papelería de la calle Intermezzo a velocidad de bombero y accedieron a sus butacas de abono cuando la orquesta había afinado sus instrumentos y el director saludaba a la concurrencia desde el podio. Se apagaron las luces de la sala, calló la clac, desenvolvió su aromático doña Tecla contra la tos del gordo Gandarias y los músicos afrontaron la obertura de la ópera Guillermo Tell, de Gioacchino Rossini, que encabezaba el concierto.
No había otra solución para Basilio que aplazar sus cortesías al director de la sinfónica al intermedio de la sesión o a la conclusión de la pieza. Pero se le presentó la oportunidad antes de que terminase la obertura, cuando Ross(ini), como bien saben los melómanos, después de haber señalado de forma lánguida y un tanto cansada los variados temas de la ópera que ha de representarse, cambia de registro con un toque bélico que incita al espectador a sacudir la indolencia que le retiene en su butaca y galopar por la llanura suiza al ritmo de una marcha de vigor prusiano.
Tal como lo describo ocurrió y nuestro sensible auditorio empezó a saltar como sobre una cama elástica a la vigorosa incitación de la trompeta. Botaban en sus localidades corcheas y septiminos solfeando el compás de dos por cuatro de la partitura, botaban palcos, columnas, anfiteatros y hasta cortinas al rítmico retozar de la interpretación trepidante cuando Basilio Santidrián, estimulado por el allegro vivace de Gioacchino Ross(ini), brincó de su asiento como si descabalgara de un jaco y con un trotecillo cochinero por el patio de butacas se arrimó al podio del director para apretar su mano.
Estaba el maestro pendiente de concertar maderas, metales y cuerdas conforme a las indicaciones del pentagrama de Ross(ini) cuando al mover la cabeza desde las violas centrales a los bajos de su derecha en busca de mayor compromiso en el fraseo advirtió con el rabillo del ojo la presencia del intruso, que parecía acercarse a la zona donde él se hallaba.
El director declararía más tarde, en el gélido guardarropa del auditorio donde lo confinó la policía, que en su vida había visto a ese fulano y el coronel Rodrigo le tomó la palabra: «Olvidémonos de Guillermo Tell y de la manzana en la cabeza del mozalbete. Por ahí no van las flechas, digo los tiros de nuestra investigación –y el coronel sotorrió su ocurrencia para después amoscarse con severidad de fiscal: Le ruego que me conteste sin titubeos ni evasivas: ¿Usted es corrupto o simplemente de derechas?».
Crujió el guardarropa ante la posibilidad de que el coronel arrebatara los pantalones al músico para propinarle la somanta de bienvenida a presidio, pero don Rodrigo no perdió empaque en el interrogatorio: «Comuníqueme pronto y por cualquier medio a su alcance si defrauda o blanquea». Y ante la indecisión del interpelado, el coronel Rodrigo recitó con la retranca de un especialista en los entresijos del capitalismo: «Diga si no es más cierto que el emisario del patio de butacas trataba de endosarle por escrito y con publicidad una factura política de la banca helvética».
El director no aclaró si se desentendió de sus profesores para clavar la batuta en el esternón de quien se le aproximaba. Al ritmo de la cabalgada del compositor italiano, vio venir a Santidrián con los brazos abiertos y correspondió con el mismo ademán y con la batuta de detente, como si esgrimiera una cruz ante el poseído por el furor musical.
Amedrentaba el talante de los dos melómanos, proclives al mamporro en aquel templo de la armonía, por lo que para evitar el desmán que desembocara en las urgencias hospitalarias o en la impasibilidad de la necrópolis, algunos corcheas nos levantamos de nuestras butacas con la misión de vigilar sus efusiones y otros tantos septiminos nos imitaron para no ser criticados de lenidad en Antojos y Deleites por los Balidos del aerofágico Camprodón.
Uniose al grupo el gordo Gandarias paladeando el caramelo de doña Tecla y lo secundó un voluntarioso Bienvenido Méndez, que no soltaba de sus labios el excelso nombre del costumbrista políglota Custodio de Abolengo, con lo que ocho minutos después de haber iniciado la orquesta el preludio de Ross(ini), medio aforo no estaba en su butaca y divagaba por la penumbra del salón de actos con los brazos en cruz sin que nadie supiera si con esa postura denotaba el júbilo de hallar a unos camaradas o la voluntad de inflarlos a cachetes.
Esta sublevación dislocó a una sinfónica desnortada por el extravío de su batuta. En los seis segundos transcurridos desde que Basilio Santidrián se trasladó de su butaca al podio y nosotros desertamos de nuestras localidades para ir tras él y evitar la tragedia, dicen los que de esto saben que no se consigue ajustar una orquesta, sino despeñarla.
Con los violines primeros abocados a un callejón sin salida y los segundos a un precipicio, desbarraron las violas, se destemplaron los metales y las maderas patinaron mientras el trompeta quedaba afónico, el pianista maldecía, lloraba el requinto, la arpista se ahorcaba con las cuerdas y el responsable de bombos y platillos agitaba el triángulo como una esquila.
Descarrilada la orquesta, aullaron las alarmas, se suspendió la audición, se encendieron las luces del edificio, raudos volvimos a nuestras localidades corcheas y septiminos y sobre el provocador de Basilio Santidrián Conde cayó el peso de la ley –que era el de cinco forzudos del coronel Rodrigo con una media de 75 kilos–. En brazos de estos gigantes regresó el papelero al guardarropa del auditorio en el que ya fuera encerrado por un berrido y donde repitió suerte por relapso.
Porque daban mucha importancia a la detención de Santidrián, los agentes del coronel Rodrigo protegieron aquel cobijo con cerrojo y doble llave, con lo que buena parte del aforo, ante la imposibilidad de rescatar los gabanes y capotes que allí tenía en prenda, volvió a casa tiritando por el relente nocturno.
Desmesuró este revés el quincenal Antojos y Deleites exigiendo al detenido una indemnización para los septiminos acatarrados y prosiguió sus investigaciones el coronel Rodrigo que, harto de las fantasmadas de Basilio Santidrián, le prohibió asistir a los conciertos de abono durante tres meses. Algo que nuestro comerciante no lamentó demasiado porque su sanción no coincidía con las fechas previstas para la estancia del gran Tosca(nini) en nuestro paraíso provincial de tubérculos tuberculosos, apiñadas piñas y melosos melones.
Mientras duró su exclusión del auditorio, Santidrián siguió organizando el campamento de bailes y coplas y coreando con nosotros No cantes más la Africana, Con el capotín, tin, tin o Al pasar de soltera a casada necesitas de preparación. Mas cuando se abrían las puertas del auditorio y penetrábamos en él, lloraba por no poder acompañarnos.
«No extrañéis, no, que se escapen suspiros de mi garganta.» Alzando su sombrero, Santidrián se despedía de los que íbamos al concierto. «La jota es alegre o triste según está quien la canta.» Oía esta obviedad doña Tecla y cuando circulaba al lado de Basilio depositaba en su mano la moneda de un caramelo balsámico.
–Hija, qué caché –advertían las pítimas del lenocinio a las arrastradas de la milagrosa.
–Con él se acaba el mundo –confirmaban las arrastradas de la milagrosa a las pítimas del lenocinio.
Con la melancolía del dulce en los labios permanecía Santidrián junto a los conserjes por si captaba alguna nota de cuerda, metal o viento escapada del salón de actos. Hasta que el eco del primer aplauso –como la ráfaga de una ametralladora– le indicaba que el director había salido de meditar en el gabinete miravete la Oración del torero de Turi(na) y ocupaba el podio.
Cerraba sus puertas el templo de la armonía y quedaba fuera del alcance de Basilio el sonido elaborado por los grandes compositores de la humanidad. Pero entonces Santidrián, cumpliendo el pronóstico de que un sentimental no tiene enmienda, sacaba de una carpeta de su papelería la partitura que la orquesta interpretaba y en un alarde de intuición, mas no de oído, la seguía con su imaginación nota a nota y con extrema pureza, ya que, si bien no escuchaba la música, tampoco percibía los manoseos de doña Tecla con sus mentolados ni las expectoraciones del gordo Gandarias ni los revoloteos imperiales de urracas y gaviotas por la cúpula deslumbrante del auditorio.
Con este sistema aguantó Basilio los tres conciertos de homenaje a los zarzueleros Barbi(eri), Viv(es) y Chuec(a), pero al siguiente de abono, que nuestra asociación convertía en monográfico de don Man(uel) de Fall(a), fue autorizado por el coronel Rodrigo a permanecer en el vestíbulo durante la audición siempre que respetase la bandera dorada de la provincia y las generales de la ley.
Basilio Santidrián se presentó sin partitura y cumplió el trato durante la mayor parte del programa, pero cuando profesores y director arremetieron con la jota de El sombrero de tres picos, que cerraba el concierto, nuestro sensible no pudo contenerse. Ante el asombro del personal de servicio del auditorio, sacó unas castañuelas de la chaqueta y corrió a colocarse junto a la orquesta para bailar la zarabanda final, dando gracias al cielo por haber nacido en la tierra de María Santísima.
Nada sabíamos en Corchea del patriotismo gaditano de nuestro papelero, porque como todos los sentimentales pletóricos de emociones mas no de vocabulario, Basilio Santidrián Conde, al iniciar sus confidencias familiares, se echaba a llorar. Carecía, pues, de talla para sobreponerse a una orquesta lanzada a la exaltación de las corrientes baturras. Pero en este caso su propósito disolvente se filtró entre violines y maderas forzándolos a suscribir por sevillanas la jota aragonesa.
Y esto fue el colmo para muchos puristas del quincenal Antojos y Deleites. Por desacato a las musas, la curia del coronel Rodrigo planteó prisión indefinida e incómoda para Basilio Santidrián en las mazmorras madrileñas, donde dicen los encarcelados que la ansiedad no tiene olvido. Pero prevaleció la opción –mucho más pérfida– de sentarlo los días de concierto en el vestíbulo de nuestro auditorio con la boca tapada por esparadrapo, vendas y bufanda.
Empezaba la música y halagaba los oídos de Basilio la delicia que sus ojos no podían admirar ni su boca repetir. Tocaban los profesores lindezas de Mendelh(sson) o Stravins(ki) y Basilio Santidrián, impotente para unir su voz a la armonía de los maestros –y formar una de esas corales que ensalzan las pantorrillas de las encorsetadas sardineras de Santurce, no para fomentar el turismo playero sino por dar cuatro voces–, purgaba sus culpas y las de la sentimentalidad melómana.
Algunos esbirros del coronel Rodrigo –precisamente los que sus mandos descalificaban por ortodoxos– se ofrecieron a reeducar al testarudo con serenatas de madrugada, oratorios, claros de luna, momentos musicales, danzas polovsianas y sueños de una jornada veraniega. Quiso completar el coronel Rodrigo este ramillete de composiciones con su aportación de enterado e insistió en que el reo cumpliese su escarmiento en el escenario de sus piruetas y no en las prisiones de la capital, donde se pudren los tristes.
Ordenó a su círculo de indomables que, a diferencia de los demás reclusos, no le mancillasen los pantalones. Y subrayó que si en algún trance de su cautiverio el preso se les encampanaba –demandándoles primores de doña Tecla o confitados de postín–, en vez de reprimirlo a manguerazos, bufidos o dentelladas, cantasen hasta volverle loco el fragmento más retrechero del himno de la Infantería española, ese que dice: «Y por verte temida y honrada contentos tus hijos irán a la muerte.»