Resistenza
El crispado estreno de Tiruri Fly abre un periodo aciago de nuestra organización. Como responsable del tumulto en el auditorio, Corchea fue prohibida y su sede de la calle Andante registrada. Los rateros del coronel Rodrigo se incautaron de nuestro archivo e instrumentos musicales. Y los agredidos exhibimos indefinidamente nuestros pantalones destrozados.
La represión se extendió a nuestra orquesta, en la que se prescindió del director y de los ejecutantes más dinámicos. Prácticamente diezmada, no volvió a interpretar en el auditorio a los compositores sublimes y cuando se organizó como banda para procesiones y desfiles patrióticos, sacerdotes y militares se quejaron por llevarlos al galope.
Parecido resultado obtuvieron los miembros de la coral de Santidrián que, sin contar con su jefe, porque estaba huido, se postularon para las celebraciones de bodas, bautizos y cumpleaños en las salas de fiesta. Su repertorio se limitaba a pasodobles y valses con algún tango de postre, pero la insensata velocidad que imprimieron a las piezas indujo a los financieros a retirar sus capitales de las dos agrupaciones filantrópicas de nuestra provincia, el ateneo meapilas y el seminario disoluto.
Como los conciertos se organizaban en régimen de intercambio, dejaron de venir las sinfónicas de otras provincias con su programa clásico o romántico e incluso barroco. Malas yerbas treparon por las plantas del auditorio, que inhábil para todos menos para los fotógrafos turísticos, fue propuesto para aparcamiento por el septimino de Antojos y Deleites.
Los profesores supervivientes que algunas mañanas tomaban café con una cucharadita de bicarbonato en el Becuadro, seguían sin satisfacer mis dudas musicales. Muchos compensaban su mísero sueldo oficial con el de las clases privadas. Pero tras la infausta experiencia de Tiruri Fly, la gente de orden de nuestra provincia, que era también la adinerada, eximió a sus hijos de esta disciplina.
Su comportamiento empobreció a los profesores, hundió el mercado de pianos de segunda mano y desmanteló una modesta artesanía de pentagramas y signos musicales que confeccionaba las partituras de nuestros conciertos.
Perseguidas la enseñanza y la industria de la música, los escuadristas del coronel Rodrigo atacaron también a los estudiantes. A la mañana siguiente del escándalo de Tiruri Fly, raparon en sus domicilios a mis compañeros del Conservatorio. Aquel día me libré por hallarme descalabrado en el hospital, pero cuando me dieron el alta sanitaria, los verdugos asaltaron mi pensión de la calle del Oboe –estancias en tránsito o permanentes– y la habitación donde convalecía.
Calvo, con los nervios alterados y los pantalones rotos, era el hazmerreír de los crueles y el terror de los sensibles. Mi futuro académico y laboral se me antojaba tan incierto como el de nuestra orquesta. Con profesores septiminos en las cátedras del Conservatorio, la facción dodecafónica de Madrid supeditó nuestros estudios a sus directrices.
La primera promoción de alumnos que ellos auspiciaron, en vez de cerrar el concierto de fin de curso con la marcha Radetzki y las palmadas de los candorosos, como se hacía habitualmente, fue obligada a desagraviar al autor de Tiruri Fly con muestras del folclore andino. La función se celebró en primavera, como cuando nuestra orquesta de raudos competía con otras provincias en la difusión de compositores sublimes, los coros de Santidrián calentaban motores y enjoyaban nuestros parques flores, frutos y mariposas.
Entonces escuchábamos los conciertos desde nuestra butaca de abono. En esta ocasión, los que deseábamos salvar el poco pelo que nos quedaba acudimos a la explanada del auditorio con calzado blando, no para oír música desde un lugar concreto, sino para bailar a la carrera merengues en salsa.
No compareció el madrileño más dodecafónico del planeta, de nombre incompatible con la higiene dental, aunque el acto se celebraba en su honor. Mis vaivenes epilépticos, que el director de Antojos y Deleites atribuyó en uno de sus Balidos a cosquillas infernales, proporcionaron al festejo el aire de peregrinación milagrera de los desplazados a Fátima o El Palmar de Troya.
Algunos que sólo vivían de la música, y a los que las autoridades del nuevo orden privaron de trabajo, optaron por exiliarse a territorios liberados. Para su desplazamiento se habían prevenido contra la lluvia y la nieve. No contaban con que en su ejercicio de supervivencia les fuera la vida.
Su peripecia se narró en voz baja en el homenaje al compositor de Monodia al bombardino. Todo empezaba al presentar la documentación en la frontera, donde un aviso telefónico, una confidencia al oído o la delación anónima con faltas de ortografía en un papel cochambroso adquirían tanto peso para los aduaneros del coronel Rodrigo como una declaración jurada ante notario.
Sin consultar otros testimonios, estas autoridades prohibían salir de nuestra provincia al que pretendía abandonarla, que súbitamente sospechoso de no se sabía qué, era conducido por un pelotón de castigo a una calle secundaria, aunque oportunamente emplazada para la ceremonia fatal. Y, sin pasar por el guardarropa del auditorio o el banquillo de los acusados, después de exhortarle a encomendar su alma cerraban sus ojos con una descarga de sus fusiles.
Suponíamos los sentimentales de Corchea que acaso la última mirada del reo fuese para el nombre de la calle donde era ajusticiado. Por ello suplicamos que no desaparecieran placas como Compás, Scherzo o Platillos, emplazadas en la zona de las ejecuciones y que en ese trance supremo les servirían de consuelo. Pero ni siquiera este alivio concedieron nuestros oponentes, porque modificaron el callejero de un día para otro y eliminaron las referencias musicales con la misma desenvoltura con que sustituían en nuestros programas de concierto a compositores sublimes por vanguardistas obtusos.
Así se sofocó un sentimiento que había prosperado por la adhesión popular. La música inspiraba los nombres de nuestras avenidas y plazas, términos musicales lucían los turistas en sus camisetas y nuestros jóvenes los adoptaban como patronímicos: Sol, Sinfonía y Tónica eran los más cotizados entre las chicas; Trémolo, Polifónico y Trino entre los chicos; y sólo a los funcionarios del coronel Rodrigo que deseasen este bautizo se les reservaba el término Dominante.
No volvimos a citarnos en la glorieta Albéniz o el pasaje de la Coda porque ya no se llamaban así ni frecuentamos calles que, al haber cambiado de nombre, nos desorientaban. Pero si los cuerpos de los abatidos por las armas, aunque se retiraran de la vista no se borraban del recuerdo de sus familiares y su huella permanecía en el escenario del crimen por más que se limpiara la sangre de las paredes, también los nombres municipales eliminados arraigaban en nuestra memoria y los susurrábamos en nuestro círculo de confianza para mantenerlos vigentes.
No podíamos evitar que esas calles al cambiar su nombre cambiaran de aspecto y que nuestra provincia mudara de piel conforme el nuevo callejero demolía lo que estaba unido a nuestra historia y costumbres. Mas seguíamos utilizando el nombre suprimido por si al perseverar en esa denominación anterior las calles recuperaban su primer rostro.
Un día cesaron los fusilamientos, los soldados regresaron a sus cuarteles, nos remendaron los pantalones, se nos llamó ciudadanos y se concertaron entrevistas con los aspirantes a formar parte del ateneo pío y el seminario impío. Pero nuestros verdugos mantuvieron los nombres impuestos a las calles porque configuraban una provincia diferente de la que habían deshecho.
El primer obstáculo para la vida normal surgió de la voluntad de reivindicarla. Los burócratas del coronel Rodrigo pensaron que la mejor manera de evitar concentraciones de los afiliados de Corchea era anular sus convocatorias sinfónicas. De este modo, se nos restó capacidad de maniobra en lo que era nuestra razón de ser.
Sentimentales de raza, reincidimos en el Becuadro de Aniceto Consuegra para cerciorarnos de que no estábamos muertos y conocer de boca de nuestros compañeros sus sufrimientos y alegrías. Dos gorilas del coronel Rodrigo montaron guardia a la puerta para reprimir excesos emocionales y recordarnos que el local se dedicaba a consumiciones y charletas, pero estaba prohibido levantar la tapa del piano y producir música, con la secuela de que si desobedecíamos, clausurarían el café y arrestarían a su propietario.
Aniceto Consuegra no procedió a vender el local antes de que se lo cerrasen –como tantas veces había prometido cuando ni podía imaginar el horror que iba a envolvernos– y sometió el futuro de su negocio al dictamen de su tertulia nocturna. A los que participábamos en ella nos admiró su confianza, que por temeraria era suicida. De este modo Aniceto Consuegra –quién lo diría de un chamarilero de vida airada– llegó a crecer tanto en nuestra estima como si fuera músico, por lo que durante unos días le propusimos para presidente de Corchea en la sombra.
Que compartía nuestro extravío melómano no nos cabía duda a los que lo recordábamos bailando en este mismo café aquella varsoviana de espíritu legionario. A raíz de esa exhibición especulamos con que el chamarilero ocultase un pasado mucho más turbulento que su vida airada. Algo poderosamente inquietante debía anidar en un sentimental como Aniceto Consuegra que, al compás de unas notas, se ponía farruco. ¡Cuántas cosas sabríamos del chamarilero si el Steinway pudiera hablar!
Sin que nadie me lo indicara, me afinqué al lado del Steinway como si se tratase de un organillo y yo fuera el encargado de la manivela. Y cuando algún despistado me preguntaba qué hacía yo en el rincón de aquel café la mayor parte del día y de la noche, sin hablar con la gente ni manejar el piano, le decía con el énfasis típico de los sentimentales que me dejaba morir.
Era mi propósito al montar guardia, ejercer de confidente y portavoz de aquel instrumento musical amordazado. Si dentro de unas semanas me autorizaban a tocar partituras clásicas en esa reliquia de Rubinstein, elegiría alguno de nuestros compositores sublimes. Mas si los siniestros del coronel Rodrigo me lo prohibían –y podían no matarte pero hacerte la vida imposible–, estaba dispuesto a compartir silencio junto a aquella resonancia desaprovechada en la parte menos vistosa del café.
Yo seguía siendo un sentimental pero ya no sufría calambres y aunque hubiera podido colocarme de dependiente en alguna tienda, nada me estimulaba más que vivir del piano. La amnesia musical extendida a sangre y fuego por las autoridades de nuestra provincia había serenado mis temblores, aunque mis manos tardarían en apaciguarse.
Antes de que se tranquilizaran con la inmovilidad de la muerte, se levantó la prohibición que afectaba al Becuadro como café cantante, lo que implicaba alzar la tapa del Steinway y pulsar dos horas al día el teclado de Rubinstein. Pero, ¡ojo!, bajo control de Septimino y no para difundir nuestras partituras, sino las visadas en Madrid.
Transigieron con estas condiciones los que quedaron al frente de nuestra organización, no por afán de mantenerse en el cargo, sino para que Corchea no desapareciese. En el feliz pasado, hubiéramos afirmado nuestra personalidad negándonos a colaborar con Septimino. En el nuevo tiempo cedimos a la intimidación de los que fusilaron a los nuestros y nos rompieron la ropa. Como Corchea precisaba de Septimino para sostenerse musicalmente, aprendimos a relacionarnos con el enemigo con una habilidad que antes despreciábamos por hipócrita.
En algún momento de nuestras vidas, pensábamos, nos indultarían del despropósito de Tiruri Fly. Más pronto o más tarde, gentes como doña Tecla o el gordo Gandarias, ociosas desde que no había celebraciones en el auditorio –y por lo mismo nostálgicas de aquel arrabal destartalado por el que paseaban en nuestras primaveras sutiles como las parejas de sainete, uno al lado del otro por la calle y de bracero–, volverían a disfrutar los conciertos y bajo la impecable cúpula que amparó días de arte grande coincidirían con melómanos y cojos.
En la provincia proliferaron los juicios y el gordo Gandarias, doña Tecla, la encargada del guardarropa y el acomodador contra el que se querelló Santidrián durante la concordancia de la orquesta aportaron su testimonio. Junto a togas que manoseaban códigos, los veíamos en las zonas apellidadas por políticos y generales. No eran tiempos fáciles porque cualquier desaprensivo te cargaba de cadenas. Y es que nos salpicaba el rencor de quienes, no contentos con dejarnos con el culo al aire, anhelaban suprimirnos.
El director de Antojos y Deleites en sus mortificantes Balidos de Arte Mayor no se cansó de ponernos en ridículo ni de mofarse de nuestros fusilados. Cuando visitaba una escuela, colocaba a los hijos de las víctimas de cara a la pared, para que se familiarizaran con el paredón. Si te lo cruzabas por la calle debías bajar de la acera para concederle el paso. Y porque su venganza podía no tener fin, cuando se nos permitió reanudar la actividad musical –aunque en los rígidos márgenes determinados– no lo llevamos a los tribunales ni al Campo del Honor, sino que, con la sensibilidad artera que nos guiaba ahora, lo admitimos en Corchea como socio de mérito, aunque era el septimino más empeñado en hundirla.
Aspirábamos a que Camprodón nos publicase un suelto en Antojos y Deleites que sirviese de banderín de enganche a emigrantes y despistados, afiliados antiguos, eternos renovadores y obstinados miedosos. Quince líneas caligrafiadas con mano primorosa por Bienvenido Méndez, que nos conjuramos a distribuir como octavilla en aulas y calles si, pasado un plazo, no aparecían en el quincenal del aerofágico Camprodón.
Tres días tardó Méndez en redactar el escrito con letra de diploma y muecas de ahorcado y tres meses Camprodón en publicarlo en Antojos y Deleites. En nuestra precariedad, no pretendíamos ocupar la portada del quincenal, por lo que no nos disgustó ver nuestro texto en una página par y de salida. Nos sorprendió en cambio la manera de comparecer ante el distinguido público: no como Suplicado o Remitido, sino incluido en una nota de un artículo con el que nada teníamos que ver.
En el ejemplar que conservo de Antojos y Deleites, nuestro escrito figura a pie de página de una elucubración sobre el garbanzo de Custodio de Abolengo. A la luz de una vela en la mesa mayor donde nos reuníamos los tertulianos del Becuadro, Aniceto Consuegra nos leyó lo que constituía una loa costumbrista del alimento que en los mediodías de otoño e invierno degustábamos cocido.
La primera vez que aparecía la palabra garbanzo en la disertación de Custodio de Abolengo la acompañaba un asterisco que nos remitía a la zona más baja y esquinada del periódico, donde la nota de Méndez alentaba a engrosar las filas de Corchea.
En un paréntesis de su aerofagia debió pensar el tutor de las ovejas descarriadas que muy pocos leerían el escrito de Corchea si se colocaba tan escondido. Pero fue precisamente esa ubicación lo que interesó a la gente.
El quincenal Antojos y Deleites era de distribución gratuita en los bancos de cualquier plaza o rotonda, a la puerta de la catedral o en la garita del cuartel, junto al pilón de las mariposas, en el ultramarinos de Filipinas y Cuba, en la cola del pan y la leche o en la parada del correveidile.
El lector resbalaba la vista por sus anuncios y lo reintegraba al sitio donde lo había encontrado. Ese comunicado de Corchea que Camprodón intentó encubrir con una maniobra tipográfica, en vez de pasar desapercibido, se le vino a los ojos al lector de su quincenal. El aerofágico había menospreciado la capacidad de aburrir de su periódico, ni se figuraba el aliciente que suponía en nuestra desolación de vida un asterisco sobre el garbanzo.
Aunque el contenido de nuestra nota no implicaba a las autoridades, la relevancia que le otorgó el septimino Camprodón camuflándola donde nunca pasaría inadvertida movilizó a los sabuesos del coronel Rodrigo.
Manipulando lo que en verdad había ocurrido, Septimino exigió una explicación a Corchea por haberse introducido de tapadillo en las páginas del quincenal. ¡Teníamos la culpa de que se nos arrinconase en una esquina del periódico! Y con ese pretexto nos convocó a sus afiliados en la plaza Da Capo, que mantenía su denominación para no perder belleza.
Atufado por la fragancia de nuestras flores y frutos primaverales, accedí a la plaza en el momento en que, sobre la tarima instalada en el centro y a la vista de septiminos y corcheas, Bienvenido Méndez se sentaba a una mesa con recado de escribir entre una pareja de pistoleros del coronel Rodrigo.
La escena recordaba el ambiente de esas ejecuciones a garrote vil cantadas por los ciegos en las ferias que tanto gustaban a Custodio de Abolengo. Bienvenido Méndez tomó pluma y papel y el director de Antojos y Deleites comenzó a dictarle la rectificación de la nota publicada en el quincenal.
Lastrado por su aerofagia, Camprodón tardó en acabar el texto. Antes de firmarlo, alzó la mirada al público. Había más corcheas que septiminos y quizá Camprodón confiaba en recibir de sus simpatizantes una muestra de desagravio. Hubiera bastado un aplauso de cortesía, pero de lo más hondo de aquella entraña popular brotó un balido.
Camprodón se descompuso y disparó al vacío el socorro de sus manos. En el ademán, volcó el tintero y un líquido alquitranado reptó por la página caligrafiada por Méndez arrasando cuanto devoraba, por lo que las obligaciones contraídas por Corchea desaparecieron en un garabato negro.
«Borrón y cuenta nueva», gritó oportunamente una voz conocida, adoptando la sentencia del refranero como instrumento de batalla. La frase reivindicaba nuestros ideales y los corcheas la suscribimos, con timidez al principio, luego desatados. El lema prendió la mecha de la disidencia en la plaza Da Capo y se propagó por nuestra provincia con un desparpajo similar al del estreno de Tiruri Fly, con caballeros despeinados pronunciando discursos.
Con ese mismo entusiasmo imaginé que el viento de la revolución percutía en las ventanas palaciegas de la calle Melisma y en la garganta del malhumorado Barítono –perro como él solo–. El cambio político instaba a reconciliarme con la usuaria de la hamaca escarlata y un tímido temblor de gozo –tan distinto del que afectó a mis músculos– celebraba esta posibilidad de concordia con Armonía Mínguez.
De rodillas en la plataforma de la plaza Da Capo, Camprodón balaba por la oveja descarriada. Olvidándose de él, los pistoleros del coronel Rodrigo se abalanzaron sobre Bienvenido Méndez, pero la muchedumbre de corcheas que pasaba de la desilusión al fervor –y que se encendía de cólera a cada segundo– los redujo.
Me retiré envuelto en el aire liberador que agitaba la bandera dorada de la provincia –¡más mía que nunca!–. Hervía el mentidero de la plaza del Motete de pitonisas y adivinos que deducían del brillo de las estrellas la consistencia de nuestra revolución.
Moría la tarde con su séquito de agonizantes nubes, murmuraba endechas el canalillo Semitono, se guarecían en su nido alacranes y gorriones, ardía en lujurias el parque del Gorgorito y la brisa tejía una red alrededor de la plaza Da Capo para preservar su belleza de la conjuración de la noche.
Bajo un cielo de púrpura llegué al Becuadro. Ya el chamarilero había echado el cierre en la confianza de que estaba el pescado vendido. Otros días a esa hora del atardecer yo pasaba del rincón del Steinway a la mesa mayor del café, donde miembros de Corchea y simpatizantes habíamos fijado unos requisitos para nuestra tertulia: mantenernos a oscuras, hablar en susurros, no mencionar nombres sino pronombres –yo, tú, él, ella y los plurales– y en la duda, atribuir seudónimos.
Antes de las intervenciones, el chamarilero propiciaba la ronda del agua, en la que nos traspasábamos el líquido de vaso a vaso. El secretario leía el panegírico de una de esas calles que fueron musicales –Politonal, Contracanto, Unísono– y como ya no tendríamos la dicha de convivir con su advocación, las despedíamos con frases de nuestro catálogo de necrológicas.
Ávido de comunicar los sucesos de la plaza Da Capo, golpeé el cierre metálico del Becuadro con la sintonía convenida entre los conjurados de la mesa mayor: un toque, un silencio, dos toques. Al instante se me permitió entrar en el café de Consuegra.
Todos estaban enterados de lo ocurrido en la plaza Da Capo. Cuando me senté con ellos, festejaban con imprudente optimismo el fin de la tiranía septimina y de los años ominosos, la rehabilitación de Corchea y de los nombres de las calles y la negativa de acomodar a otros usos el auditorio infestado de yerbajos, porque a partir de ahora los conciertos de nuestra orquesta transmitirían empaque de pompa y circunstancia.
Alguien dio a la sublevación de la plaza Da Capo la significación derivada de su nombre: «Volver al principio». Y entendí en mi testarudez que si me presentaba en la residencia de la calle Melisma con otros pantalones, Armonía Mínguez me tributaría una acogida benévola y un punto empalagosa.
Con sentimentalidad disparatada consideré que, si todo volvía a ser como antes, esa mano mía que había pasado horas sobre la tapa del Steinway, velando por la supervivencia de un inanimado con el que confraternizaba más que con muchos compatriotas, debía ofrecerse en matrimonio a la baronesa del palacete como símbolo del acuerdo de las dos asociaciones musicales de nuestra provincia.
Recordé lo que una tarde me preguntó el chamarilero: «¿Qué has perdido?». Contesté: «Una mujer»; y porque me apetecía pronunciar su nombre, sacié su curiosidad: «Armonía Mínguez», proclamé, a la espera de ver rasgado el cielo. Quizá el chamarilero no estaba en mi onda, pero quiso poner fin a mi pesar y restando importancia al hecho de que un tipo como yo, desequilibrado de remos y con electricidad en los prontos no atrajera ni a las moscas, me condujo al rincón del piano.
«Si perdiste una mujer, búscate otra», me retó, llevando mi mano derecha a las teclas del Steinway. «Son tuyas», aseguró, sin despejarme la duda de si se refería a las mujeres o al piano. Así manejan el bienteveo los hombres de vida airada y el teclado de Rubinstein se estremeció con mi roce. Mi elección estaba hecha y el chamarilero me secreteó como si no quisiera oírse: «Si no encuentras mujeres, busca pasiones».
Un sentimental no resiste este planteamiento sin desmoronarse. Lo acepté así y desde entonces sobrevivía entre altibajos, con pocas esperanzas de satisfacer mis anhelos. Pero aquella gloriosa noche de la nueva era, todo en el Becuadro tuvo otro aire cuando un tertuliano inédito empezó a blasonar de su intervención en los sucesos de la plaza Da Capo: «Yo fui la oveja negra», anunció, y todos alabaron la perfección de su balido, que desconcertó a Camprodón. «Nos resucitaste», le decían.
Pese a la oscuridad lo reconocí. Durante la represión a Corchea lo creía muerto, emigrado o escondido por nuestra quinta columna. Desde que se dirigieron las hostilidades contra nosotros no lo había visto en su papeleríalibrería ni por nuestras calles. Ahora no me hacía falta luz para identificar al tipo más sentimental de Corchea en el perturbador de la plaza Da Capo.
Contra las normas de comportamiento del cónclave, brotó su nombre de mis labios. Alguien insistió en la prohibición de mencionar identidades, pero como se trataba de un indultado de la pena sumarísima grité su filiación y cargo: «Basilio Santidrián Conde, nuestro director del coro de hiperestésicos».
Desde las sombras avanzó el interpelado. Me cuadré para recibirlo en forma al tiempo que me presentaba: «Soy Angelín Ibáñez, pianista». Y le invité a cantar el himno de la Infantería española, igual que tiempo atrás en el guardarropa del auditorio.
El mal recuerdo que le dejaba aquella experiencia –con las turbas del coronel Rodrigo reiterándole el himno– le retrajo. Pero, animado por mí, acabó superando la pesadilla y, con el brío inherente a un sentimental, buscó la hiperestesia a través de la estrofa: «Si al caer en lucha fiera».
Lo secundé con «ven flotar victoriosa la bandera» y muy contentos lo difundimos hasta que nuestros correligionarios nos instaron a la cordura. Pero la voz de Basilio Santidrián continuaba retumbando en mi cabeza. Podía afirmar que, de todos los contertulios de la mesa mayor, era el que me distinguía.
«¿Cuándo cambias de vida?», le escuché, y porque temí caer en el desánimo procuré que mis sentimientos no me desacreditasen. «¿Cómo va a cambiar mi vida si soy un inválido?», repliqué mostrándole mis manos. Nuestro papelero manipulaba las falsedades con el mismo aplomo que las certezas: «He visto recuperarse a miles –alardeó–. ¿Por qué tú no?».
Lo recordé allanando nuestros domicilios: «Ritorna Toscanini, vincitore Tosca». Desde el contubernio de Tiruri Fly nadie me había mencionado la visita del músico italiano a nuestra provincia y quise saber por Santidrián si se mantenía la convocatoria.
«Toscanini kaput», me respondió sin engolamiento, como si la noticia fuera vieja. Y anunció: «Ahora toca Rubinstein». «¿Rubinstein?», reaccioné. «Artur(o) Rub(instein)», me concedió Santidrián por si no le hubiera entendido. Y añadió que el gran pianista había elegido el Steinway del Becuadro para un recital en nuestro auditorio.
Bajé la cabeza para velar mi aflicción. Si me dejaban sin piano, me frustraría como artista. A la zozobra de las velas sometí mis manos nerviosas, pero Santidrián no me permitió disculpas. «Me debes un homenaje», exigió. Con sinceridad le rebatí: «No paso del primer compás».
Me había acostumbrado a vivir dentro de la muerte en aquel rincón del Becuadro y fue la voluptuosidad de decir adiós al piano de Rubinstein la que me trasladó junto al Steinway. No quería llamar la atención de la concurrencia, sino despedirme del camarada.
Habría resuelto el compromiso con una escala o un arpegio a modo de caricia. Pero cuando me senté en la banqueta y pisé los pedales, Santidrián gritó «Rubinstein» con el ardor con que jaleaba a las orquestas. Lanzó después el mismo «bravo» de la festividad de santa Cecilia. Y al conjuro de esta evocación, el café de Aniceto Consuegra se pobló de vehementes.
«No nos abandones», les oí, y me imaginé reemplazando a Rubinstein en nuestro auditorio. El día del concierto me envaraba la responsabilidad y mi cuerpo se resentía de antiguos percances cuando penetraba en el templo de la cúpula e iniciaba el descenso por la escalinata que me conducía al salón de actos. Aterrado por la falta de apoyo amagaba una caída y al buscar socorro con la mirada reparaba en los cojos, que se arriesgaban a un accidente cada vez que venían a oír música.
Con la mano izquierda en la barandilla, acometían la bajada de la gran escalera con su pie derecho. Algunos sacaban la lengua, otros cerraban los ojos y contraían la cara, amedrentados de su audacia. Pero lo principal era salvar el primer escalón –murmuraban–, para los cuarenta y nueve restantes bastaba dejarse llevar.
Tenía que aprender mucho de los cojos –decidí–, y lo mismo que ellos se agarraban al bastón y a la barandilla para encontrarse con la música, yo debía pulsar cada tecla del piano con la determinación de agarrarme a la vida.
El hombre desbarra cuando le dominan los sentimientos, pero es su esclavo si los reprime. Acaricié el teclado y murmuré con toda mi alma: «Tu homenaje, Santidrián». Y al lanzarme al abismo con uno de esos acordes imponentes del Steinway que arrastraban al chamarilero Consuegra a la pista de baile, oí decir a Basilio Santidrián: «Tu piano, Rubinstein».
Su encomienda me espoleó: fijé la partitura en el atril y del primer compás pasé con facilidad al segundo y del segundo al tercero y del tercero al cuarto. Santidrián vociferaba en mi conciencia: «Bravo, Rubinstein». Y mientras mis dedos captaban estremecimientos e intimidades de los magos de la sensibilidad, me felicitaba de compensar de su esfuerzo a los cojos.
En esa madrugada de paz entre Septimino y Corchea, embriagado de luz el Becuadro porque ya no nos vigilaba el séquito del coronel Rodrigo, el chamarilero pataleó en la pista central con la chaqueta ceñida al busto. Para sostener sus pasos, su acompañante al piano prefirió chaconas a mazurcas, pero Aniceto Consuegra insistió en ejecutar el pasodoble a velocidad de atleta mientras Basilio Santidrián llevaba a la hiperestesia a los contertulios de la mesa mayor y en la explanada del auditorio nadie alentaba, como si no quedara rastro de sentimentales.