Amore
Paseando con Armonía una tarde de primavera entre flores, frutos y mariposas, vimos la caravana de cojos que desde el mentidero de la plaza del Motete marchaban al auditorio una hora antes de la señalada para el concierto.
Alcanzaban su objetivo con la anticipación requerida por su impaciencia. Pero como todavía estaba cerrado el edificio, recorrían los alrededores con el bastón en una mano y la entrada del espectáculo en la otra.
Algunos pasaban de largo ante el grupo de hiperestésicos convocados desde la víspera por Basilio Santidrián para entrenarse en las artimañas de la música. Pero otros, que eran también los más dicharacheros, mantenían con ellos diálogos de zarzuela:
«¡Cuánto tiempo sin verte, Luisa Fernanda!», les proponían. «Desde el último día si no me engaño», contestaba el coro. Y Santidrián movía sus manos de director para acoplar a los cantantes recién llegados con los establecidos: «Se suplica si riñen / que hablen más alto / porque aquí estamos llenos / de sobresalto».
Con el generoso reparto de alcohol, bastantes cantores olvidaban letra y música y seguían la partitura a remolque de los más sobrios o intercalando ocurrencias. Así, llamaban «María Manuela» a «Luisa Fernanda» y reían la malicia del equívoco en el «caballero del alto plumero». Pero más destacaba el espontáneo que se presentaba en la reunión igual que Aniceto Consuegra en la pista del Becuadro cuando tronaba el Steinway y mientras sus compañeros susurraban «Che gelida manina», él bailaba entre palmadas gruesas y zapateado «Viva Sevilla y olé, viva Triana».
El recital de los acampados de Santidrián finalizaba con el coro de «Soldado de Nápoles / me quiso mi suerte / la gloria romántica / me lleva a la muerte...» Aún estremecía el páramo el eco de su gesta cuando los congregados se disolvían entre besos de soslayo, brindis al género chico, intercambio de tarjetas de visita y recomendaciones de pan y toros.
La mayoría se incorporaba a los que formaban cola para entrar en el auditorio y mataban la espera repitiendo lo que ya habían cantado: «A esta señorita / debe usted saber / que la considero / como mi mujer». Otros buscaban el amparo de las primeras sombras para orinar, y como aquella extensión carecía de recovecos, sus familiares les servían de biombo.
Los que no accedían al concierto del auditorio, regresaban a la plaza del Motete. Desde allí, el autobús de parada y fonda los repartía durante la noche por los pueblos dormidos de la provincia. Pero antes de embarcarse al son de El cocherito leré –y con un piscolabis de mantenimiento–, confiaban a Santidrián un papel con sus señas para que no se olvidase de citarlos en la próxima convocatoria.
La excitación de los que aguardaban a las puertas del auditorio –algunos las golpeaban con sus bastones entre improperios al personal de servicio– se transmitía a los que trabajaban dentro: los acomodadores cruzaban el patio de butacas con fuste de mayordomos, las fregonas esmaltaban las baldosas, zumbaba el aspirador por los pasillos, despachaba la taquillera las localidades gratuitas de los enchufados del ateneo santo y el seminario pecaminoso y las camareras bailaban un fox de mucho zarandeo – «Susana, ven, tu amor quiero gozar»– para comprobar que no resbalaba la pista encerada del vestíbulo.
Al fin coronaba aquel desierto el autobús con los profesores de la orquesta invitada y aparcaba en el espacio que ocuparon los reclutados por Basilio Santidrián. El primero en salir del vehículo era el director y, en el momento de pisar tierra, la cúpula del auditorio, adornada con la bandera de nuestra provincia, estallaba de luz.
Era la señal para que los conserjes libraran las puertas de cerrojos y candados y permitieran el paso a corcheas y septiminos. Se adelantaban los cojos, punteando sus bastones por la inmaculada superficie. Aunque nadie los asediaba ni urgía, caminaban con su vivacidad característica hasta que la alfombra les avisaba de la escalera.
Entonces se colocaban en fila junto a la barandilla enguantada para descender los cincuenta escalones hacia la sala de conciertos. Y yo procuraba que la sentimentalidad no me traicionase cuando refería a mi novia baronesa –que por su proclividad septimina menospreciaba a los desgraciados– la epopeya de estos héroes que se jugaban la vida por un puñado de notas.
Bajaban unos detrás de otros –se lo contaba a Armonía como si le leyera la Anábasis–, nunca emparejados y respetándose el turno para evitar la fatalidad de un resbalón o un desequilibrio que involucraría a los más próximos. Para no dar un paso en falso, tanteaban con el bastón el peldaño inmediato y no adelantaban su mano izquierda, que se agarraba convulsa a la barandilla, hasta no avanzar con el cuerpo un trecho equivalente. Y ningún compañero de fatigas les reprochaba que se eternizasen en el ejercicio, porque como indicaban con retintín en su clave de interpretación del mundo, «antes de descubrir América, hay que conocer España».
«Esa temporada / en que fui tu novio, / quise parecerme / a don Juan Tenorio.»
A pocos metros, los profesores de la orquesta invitada tomaban copas en la cafetería y sólo una minoría se encerraba a trabajar las partituras en el salón de actos. Con la misma estrategia de los cojos, estos obstinados no pasaban al compás siguiente sin dominar el anterior. Su abnegación contrastaba con los holgazanes de la cafetería que rara vez hablaban de música.
A diferencia de ellos, yo no perdí la curiosidad por mi oficio de pianista después de haber sacado plaza por oposición en nuestra orquesta de fugaces. Y aunque ya no incordiaba a fagotes y requintos en los preliminares de los conciertos, como cuando mariposas, flores y frutos alimentaban mis primaveras de adolescente, ellos no se habían olvidado de aquel niñato que los interrogaba sobre la relevancia de un puntillo o las sulfamidas del tránsito y me evitaban sin disimulo.
Con tristeza observaba que los músicos de la cafetería –y en general los de las orquestas invitadas– preparaban su actuación sin la minuciosidad que gastábamos nosotros. Como si les diera igual un compositor que otro y una seguidilla que un lied.
Ante este panorama, intentaba atraer a Armonía Mínguez a las filas de Corchea donde, a mi juicio, se entendía la música de forma más auténtica que entre los septiminos. Pero bastaba mencionarle trémolos, biseles o suplidos de celacanto –por no hablar de la Patética o de Las alegres comadres de Windsor– para que desde su perrera el arrogante Barítono tomara la defensa de su ama que, sabiéndose respaldada por el can cabrón, se acomodaba en la cheslón escarlata de su palacete a leer novelas del Coyote.
Las destemplanzas de Barítono me expulsaban a otras barriadas de la provincia –urbanas o selváticas, pero ecuánimes– donde confiar a Armonía mis inquietudes atonales o melódicas. Así opté por llevarla un atardecer al parque del Gorgorito.
Para los sentimentales, el ocaso será siempre nuestro aliado. Entre vegetación frondosa y bajo un crepúsculo candente acabé revelando a Armonía el esquema de nuestros conciertos.
Cuando su majestad de cariátide se me vino encima, la acogí en mis brazos y, mientras sopesaba el encaje de sus clavículas en su meseta torácica, la informé de que los corcheas destinábamos casi siempre la primera parte de nuestras veladas musicales a una sinfonía del Moz(art) más encantador, y no lo juntábamos con otro clásico para no aturdir al oyente.
Tras el descanso de media hora –continué, pulsando el teclado de su columna vertebral hasta la plataforma de los azotes–, iniciábamos la segunda parte del concierto con un solista de piano, violín o flauta ante partituras de Schubert o Schumann y concluíamos la sesión con nibelungos, valkirias o fingales porque, como la orquestación de Richard Wagner nos dejaba sordos, considerábamos un despropósito ofrecerlo de aperitivo.
Mientras la desvestía a zarpazos, le comuniqué la regla de oro de nuestros programas –y utilicé el soniquete de la tabla de multiplicar para los estrambotes–: y es que si abríamos el concierto con Brahms –o con Beethoven– no podíamos cerrarlo con Beetho(ven) –o Brah(ms)– porque ambos autores en una misma sesión chirriaban y el paladar del espectador se resentía.
Fue al desvelarle este intríngulis de nuestra asociación filarmónica, guardado bajo siete llaves en la sede de la calle Andante y sólo transmitido de padres a hijos in articulo mortis, cuando destellaron las bengalas de sus ojos, dos calambres rasgaron su cuerpo y un castillo de fuegos artificiales ruborizó sus mejillas entre los jadeos y la pataleta con que suscribía su acabáramos.
Al moderarse el zarandeo de su torso y recuperar vocabulario su lengua, Armonía me interrogó sin descabalgar: «¿Ése es vuestro secreto?». Ante una ambigüedad semejante, también lo fue mi contestación, porque al imperceptible desdén de su labio inferior opuse un plantel de semicorcheas afónicas.
Cercado por las mariposas más desenvueltas del enclave frutal del parque del Gorgorito, tuve la sensación de haber endosado una intimidad muy escurridiza a una resabiada de muchos quilates que, dolida por mi tosco acoplamiento, desconfiaba del paraíso terrenal que le prometía.
La euforia del éxtasis convertía alocuciones simples en subordinadas irrespirables, pero al describir nuestra experiencia en el parque del Gorgorito Armonía fue lacónica: «Wagner y Mozart», concretó, y yo corroboré: «Wag y Moz», como si nada nos hubiese alterado.
Lo mismo que los colegas de otras provincias, Armonía no abreviaba el nombre de los creadores sublimes como hacíamos los de Corchea, de forma que si pronunciaba todas las letras de Tchaikowski, Khatchaturian, Rachmaninov o Shostakovich –no digamos Rimski Korsakov o, entre zarzueleros, Soutullo y Vert– tenía que llenar botijos para desenredar su lengua.
A propósito recordaba un aforismo: «Para hablar de música, basta decir Bach». Lo aprendí en mi primera etapa de noviazgo con Armonía Mínguez, antes de que mi epilepsia sexual –tan intensa como la que ahora impregnaba sólo mis pupilas– truncara mis devaneos.
En ese periodo infame en que ni la penetraba ni nos compenetrábamos, mi falta de puntería sembraba de ampollas y moratones su pentagrama corporal. Ella pasaba más rato luciendo las piernas en el sanatorio que en la cheslón escarlata, mientras yo desahogaba mi frustración en mi pensión de la calle del Oboe –relaciones estables, no furtivas.
Fue en una época menos adversa para mi salud, en que deambulaba por el mentidero de la plaza del Motete a la caza de sardónicas, cuando me comentaron dos cojos que como Armonía Mínguez no sentaba plaza conmigo, pretendía hacerlo a cuenta del Estado.
«En todo cariño / hay antecedentes / un beso mal dado / lastima los dientes.»
La noticia avivó el rescoldo de una pasión inolvidable. La posibilidad de compartir veladas filarmónicas con mi flautista –y tantear la reconstrucción de aquel amor asaeteado por mi impericia– me indujo a opositar también a nuestra orquesta, aunque las manos no me acompañaban del todo cuando proyectaba una fuga.
Concurrimos a la misma convocatoria, ella flauta y yo piano. Había sitio para los dos en nuestra orquesta, pero Armonía me negó el saludo desde que iniciamos la oposición. Un Balido de Antojos y Deleites confirmó que ella no se rebajaba a competir con un rival del compositor de Tiruri Fly. Desdeñando habladurías, doña Tecla auguraba a nuestro emparejamiento cohabitación larga, mocosos de la piel del diablo y mentolados a porrillo.
Según mi biblia educativa, la compañera de mi hogar, de mi recreo y de mis tres comidas diarias, debía serlo también de mis ensayos y conciertos. No estaba de acuerdo Armonía Mínguez, partidaria de que cada uno fuera por su lado. Y su descalificación gravitó sobre nuestro porvenir familiar y profesional cuando los dos ganamos las oposiciones.
Yo me proyectaba a su espalda como la sombra amiga, pero incluso disuelto en la atmósfera ella me habría considerado nocivo para su independencia. De ahí que acordáramos no ir juntos al auditorio las tardes que nos correspondía actuar para dar la sensación de no estar emparejados.
Yo entraba de los primeros en el salón de actos y desde mi puesto en la última fila, a la izquierda del director, la veía media hora después situarse en el centro, por detrás de las violas. Como pactamos, no había entre nosotros sonrisas, besos, saludos u otros signos de caridad o lascivia.
Ya cada uno frente a su atril y antes de que el concertino nos convocase a la afinación, yo dibujaba con las teclas un arpegio sencillo –do, mi, sol, do–, con el que le notificaba mi dicha por tenerla a un tiro de piedra, tan elegante con su traje de vestal y con el cíngulo del sodomizado sobre su grupa de potranca con el letrero de «Al fondo hay sitio».
Al ser tan inocuo mi ejercicio musical –y rutinario en el adiestramiento de un pianista–, me sorprendía el sofoco con que mi novia lo recibía: se acaloraba, tosía demasiado y despejaba el flequillo de la frente. Era como si sus compañeros de la orquesta conocieran el significado de aquel arpegio aunque, innecesario es decirlo, ni Armonía ni yo lo desvelamos.
Desde la primera pieza del programa, yo no quitaba ojo a cada picoteo de sus labios sobre la barrita mágica. En cambio ella ni reparaba en que yo, para combatir su asepsia interpretativa, pulsaba cada nota como si fuese la última.
En el intermedio, Armonía Mínguez no venía a mis posiciones porque formaba tertulia con las maderas y los vientos de su misma grada. Su silueta venusina provocaba la chanza del fagot a la tuba: «Es un cuerpo para Rubinstein».
Si en aras de la paz sentimental Armonía Mínguez y yo nos ignorábamos como concertistas, también dejamos de asistir a las sesiones en que no formábamos parte de la orquesta. Porque la primera vez que nos sentamos en nuestras localidades del auditorio para disfrutar de la velada como espectadores, bastaron dos notas de flauta y una escala al piano a cargo de nuestros sustitutos para que la madre del minotauro, esa Pasifae de controvertido historial erótico, nos disparase sus deposiciones desde la bóveda.
Este desahogo intestinal de la mitológica sólo se producía si Armonía y yo estábamos presentes –no en ausencia nuestra– y esparcía indignación, fetidez y habones en el amplio sector del auditorio, tanto de corcheas como de septiminos, ateneístas y seminaristas sobre el que en otro tiempo Pasifae derramaba pringue.
Tratamos de protegernos de estos desechos con paraguas, sombrillas, pamelas, bombines y hasta partituras desplegadas sobre nuestras cabezas de peluquería y artificios. También solicitamos explicaciones de la descocada y fue pasmosa su desvergüenza para quitarse responsabilidades de encima con el latiguillo: «Si lo echo al mundo, ya no es mío».
Cuando yo tenía concierto y Armonía Mínguez no, pedía a los dioses que la sonoridad clásica, romántica e incluso barroca a la que mis compañeros y yo dábamos curso aquella tarde, atravesara calles, glorietas y rotondas de nuestra provincia y se adentrara en el palacete de la calle Melisma con sensaciones placenteras para la dueña de mi corazón.
No ocurría lo mismo cuando Armonía Mínguez tenía concierto y yo no, porque en vez de desentenderme de su trabajo con una novela del oeste en las manos –como hacía ella cuando era yo el requerido por nuestra sinfónica–, extendía sobre la mesa del comedor del palacete la partitura que mi novia ejecutaba en el auditorio y la leía al ritmo del reloj de pared.
Tanto me reconcomía que la música acompasara nuestras almas, pero no nuestros cuerpos, que más de una vez rompí las reglas de juego y después de sedar a Barítono con anís de garrafa y encadenarlo en su caseta con el cíngulo sodomita de reclamo –por si con suerte nos lo traspasaban–, corrí bramando de celo desde el palacete de la calle Melisma a la explanada del auditorio.
Recostado junto a la puerta cerrada del Becuadro, y a salvo de las andanadas mugrientas de Pasifae y de los caramelitos de doña Tecla, trataba de percibir alguna nota o una escala procedentes del auditorio. Tras mucho porfiar, me llegaban indicios y si por una confabulación de los astros lograba escuchar su flauta, se escurría mi indócil.
«Cuando te digo que no / estoy diciendo que sí / porque mis ojos te piden / que estés pendiente de mí.»
Acababa el concierto y tenía que esforzarme en no preguntar por la actuación de mi novia a los espectadores que la habían presenciado. No más de dos veces y a requerimiento de su cansancio, la trasladé al palacete de la calle Melisma a hombros, cantando el «Toreador» de Carmen. Mas para no suscitar la chacota de los colegas preferimos citarnos donde no pudieran sorprendernos.
Deliberadamente Armonía retrasaba su salida del auditorio. Lo hacía después de apagarse la cúpula, arriar la bandera dorada de nuestra provincia y marcharse vestidos de paisano acomodadores y camareras en medio de una tiniebla cegadora que hermanaba tierra y cielo y extinguía el resplandor musical que encandiló durante horas a cojos y melómanos.
En mi recuerdo, soy el que la aguardo, nunca al revés. Ella camina por el páramo sin ostentación ni abatimiento. Sin acelerar ni retardar el paso se me aproxima. Antes de que se lo pida, me confía el maletín de la flauta. Con veneración lo agarro del asa. Y contra lo que cabía esperar de dos sentimentales, nuestro contacto no es efusivo –y eso que mi indócil lleva tiempo sublevado.
Sin distraernos en cines o bailongos atravesamos Cromática y Diatónica. Y si le apetece retocarse el pelo, vigilar sus incisivos o perfilarse las cejas en la rotonda de Anacrusa, yo no debo valerme de su distracción para preguntarle por la coordinación de la orquesta y la reacción de los fíbulos. Mucho menos para sellar su pescuezo con mis labios porque precisamente en esos momentos en que evalúa con el espejito la perfidia de sus ojos mi pareja me quiere cohibido, mudo y tan incondicionalmente absorto en las musarañas como con una novela de intriga.
Después de un concierto, ella está irritada. Aunque le hayan aplaudido la aristocracia septimina y los corcheas del gallinero, Armonía Mínguez ni me saluda ni se acopla a mis andares ni consiente que con la mano libre del maletín la tome del brazo y mucho menos del hombro o la cintura, donde el cíngulo del sodomizado manda bemoles. Con esta serie de desafíos se inflama el hércules de mi entrepierna.
Más de una noche de primavera en el parque del Gorgorito, cuando la fronda difunde los erotismos que encubrió de día, hallamos algún banco propicio al devaneo. En él nos sentamos codo con codo. Irresistiblemente empinado, avanzo primero un pie, luego cadera y tronco y al fin, con el aire del prestidigitador que saca un conejo de la chistera, mi indócil salta del calzoncillo.
En medio de una excitación portentosa, me apodero de la mano que extrajo sonidos celestiales a la flauta. Más caliente que un fuego, mido y peso cada uno de sus deditos sin que ella responda a mis manipulaciones. Durante unos segundos que se me antojan siglos, sobre mapas de delirio busco atajos al placer. Mas antes de que yo invada sus zonas recatadas, ella me advierte:
–Hoy toqué a Dvorak.
Y con un gemido análogo a la sirena de una ambulancia pasa su lengua por los dedos que lo interpretaron, de lo que yo infiero que como sus manos y su boca conservan el estigma del mencionado compositor, no me corresponde solicitar de mi flautista los favores que le ha dispensado durante el concierto.
En esta etapa de noviazgo no faltaba velada en que Armonía Mínguez no abordase a Beethoven, Schubert o Grieg con efectos negativos para mis intereses porque, ¿cómo competir con titanes? Poco a poco mi amada formó un aceptable harén, en el que músicos sublimes y batutas excelsas se la llevaban al huerto, sin que me quedara otra salida que retirarme a la cartuja de mi pensión de la calle del Oboe –señoritas pocas y de compañía menos– a trastear con mi indócil encrespado.
Otras veces en que ella volvía a la calle Melisma después de haberse amartelado en el concierto del auditorio con el universo musical masculino, yo invocaba la sabiduría de las abuelas y disponía en el palacete un baño de esencias para despojarla de las escamas filarmónicas surgidas de aquellos contactos artísticos –incluidas espinillas–. Fiaba a este ejercicio nuestra –premiosa, inacabable– reconciliación corporal.
En el silencio de los preparativos se tensaba mi indócil. Mas, después de retozar sobre las aguas, Armonía aparecía en el dormitorio tan cansada de efusividades –o tan deudora de la figura musical de referencia– que el amor no arrugaba las sábanas que yo me había esmerado en planchar y nuestro tálamo conyugal se convertía en féretro.
«Tanto la quería / que nos casamos / y al siguiente día / nos separamos.»
Se sabe que los septiminos, a diferencia de los militantes de Corchea, no piden perdón por sus equivocaciones. Comenté en la tertulia del Becuadro que si Septimino hubiera protagonizado el incidente del dodecafónico madrileño en el auditorio, las gentes de nuestra provincia continuaríamos enemistadas. Por eso muchos se sorprendieron de que una septimina como Armonía Mínguez se propusiera consolidar nuestra pareja.
Inopinadamente cayó en mis manos de pianista su oferta de sacramentar nuestro amor. Era otra oportunidad para superar los sinsabores del noviazgo. Y entendí, conforme al canon provincial, que si quería obtener la mano de mi baronesa debía acreditar ante sus deudos desenvoltura con escoba y plancha, pulso al batir tortillas y capacidad de financiar familias numerosas, burdeles de ancianos y rifas para la tonta del bote.
La corte aristocrática de mi baronesa me exigía merecerla en carne y alma con su sangre azul. Como todavía estaba fresca la reyerta entre septiminos y corcheas por el estreno de Tirury Fly, para cumplir el encargo de Armonía Mínguez burlé la vigilancia de los motoristas del coronel Rodrigo y por una carretera sin tráfico me colé en el palacete por la puerta de la servidumbre.
Entre reniegos de Barítono deposité en la hamaca vacía de mi prometida un hatillo con besos de aroma, flores, frutos, mariposas y nueces contra el entripado. Mi exposición de motivos –«Te adoro minúscula por muy grande que seas»– encabezaba la partitura de la marcha nupcial de Lohengrin que agregué a la batería de artículos de higiene y limpieza que manejaba de soltero en la pensión de la calle del Oboe – donde ni hoy ni mañana se fía.
Tarde comprendí que yo no era su tipo. Ella quería desposarse con un personaje de las novelas que leía en la cheslón escarlata, no con un perfecto casado que la tenía como un pincel. Y yo no era valiente ni marmóreo ni héroe de pasodoble, sino un doméstico celoso de sus obligaciones que con acento de maruja pedía en el ultramarinos el prosaico «cuarto y mitad».
Armonía se despepitaba por los que no se parecían a mí: el jefe de una timba con naipes de filfa, el pirata del parche en un ojo, el saltimbanqui de riesgo o el que, con las manos atadas a la espalda y entre las invectivas de los rufianes, marcha al patíbulo en el carromato donde la cigarrera reta al retén.
Después de probarnos el traje para la boda –entallado, y sin cíngulo marimoreno–, rogamos al coronel Rodrigo que las trabas burocráticas no entorpecieran nuestro acomodo en las nubes. Vinculé la separación de bienes a cerrar yo los debates de pareja. Y por más que entre nosotros siempre correspondiese decir a Armonía la palabra que va a misa, ante su familia, los vecinos y los compañeros de la música me hice responsable de las audacias.
Así lo establecían para ambos sexos todos los códigos de conducta del mundo y no renegué de estos principios años después, mientras rellenaba instancias con mi filiación en la comisaría de la calle de Fa, donde el mismo coronel Rodrigo que un día agujereó mis pantalones me palmoteó los mofletes antes de incriminarme por lo civil, lo criminal y lo zascandil.
En una semana Armonía Mínguez me apeó del pedestal donde por una inercia de siglos me encumbró. Renunció a equipararme con fulleros del mus, proscritos del corso, volatineros del circo o lidiadores del morlaco de Pasifae. Tampoco me buscó entre los bailarines con chispa ni en el organista que la rapta con una escala de ida y vuelta. Y menos como integrante de la tuna barriobajera que soltaba piropos y chascarrillos ante mi pensión de la calle del Oboe –que sólo acoge matrimonios acreditados por el libro de familia.
Con una interpretación sesgada del condominio Armonía Mínguez avaló el trato: «Eres el varón de la baronesa», me concedió sin apelación a la cuarta pregunta. Y desde ese instante pulimos nuestra coordinación sensorial mediante sabatinazgos, collejas y kamasutras a la remanguillé.
Nuestros emparejamientos derivaban en confrontaciones: dialogando sobre metafísica o taladradoras, me estrellaba con su resistencia a desnudarse. Entre forcejeos titánicos, esa carne macerada durante la contienda por pellizcos y cachetes se cerraba a mis procacidades y si por alguna rendija se me mostraba, contemplaba granitos.
Vapuleado me retiraba de su costado a resarcirme con mi indócil de guardia de las heridas carnales y espirituales surgidas del coqueteo. Imposible extraer de mis entrañas una satisfacción más raquítica. Ella entre tanto, se abanicaba el canalillo.
«Cuando digo que te quiero / no te quiero molestar / y antes de hacer lo que quiero / voy a llevarte al altar.»
Para restar épica a nuestra discordia o porque debimos rebasar con largueza el listón de la intolerancia, Armonía Mínguez se acercó al Becuadro la mañana del aniversario del paso de Cristo por Tiberiades, a la hora en que yo era el único cliente. El chamarilero bullía por la barra desentendido de mí porque me consideraba asiduo y ni para barrer las pelusas invadía el rincón donde en el atril del Steinway bostezaba Czerny.
Yo acababa de proclamar el acorde clásico, con las dos manos hincadas en las teclas, la espalda en curva y la mirada al infinito. El vigor me alzó de la banqueta y Aniceto Consuegra, que como hombre de vida airada no hacía caso a Maritain ni a la trigonometría del vándalo, se enardeció esta vez ante el acorde y debió valorar la conveniencia de pegarse unas vueltas en el redondel formado al arrinconar mesas y sillas, porque agarró el borde de su delantal de faena con la intención de quitárselo y quizá esperaba la llegada de su pianista polaco para oficiar de bailarín.
Sin reparar en las piruetas del chamarilero ni en el desaliño del local, Armonía Mínguez se detuvo a la puerta del café hasta que se extinguió el acorde del Steinway. Encendida al sol de la mañana la evoco, musa de aquella soledad, con chaqueta campera, bolso de mariconeja, sujetador abacial, taconazos de cumplido, broche de pajarita, sortijas superlativas y una pulsera en su izquierda, más propia de una gitana que del flautista de Hamelin. En resumen, apta para hundirse en la mina o trepar al Himalaya, pero inadecuada para maniobras prematrimoniales.
Pese a que Aniceto Consuegra la miraba como nunca había mirado a nadie –ni en el Conservatorio, ni con nuestra sinfónica, ni en su café, ni a la más linda gacela de vida airada de su juventud chamarilera–, Armonía Mínguez sólo tenía ojos para mí. Y empezó su lenta marcha hacia el Steinway a la manera de cuando se encaminaba a nuestro punto de cita una vez terminada su actuación en el auditorio, como si con el ramo de pureza en la mano se dirigiera al altar mayor de la iglesia en el día más feliz de su vida.
Mientras ella atravesaba el espacio del Becuadro –con las sillas sobre las mesas y serrín en el suelo–, la califiqué de exótica, aunque perdía excentricidad conforme se aproximaba al Steinway, enmudecido ante su señorío, y el revoloteo primaveral de las mariposas embalsamaba nuestro reducto con su fragancia floral y frutal.
Armonía Mínguez taconeaba con la donosura de las fortunas nobiliarias y yo cotizaba cada uno de sus pasos a la manera del que aún no exhibió en la mesa de juego su repóker. Ella no apartaba su vista de mí, hasta que a la mitad del recorrido y porque estaba segura de no enfrentarse a las artimañas de Pasifae o de Barítono, le dio la gana de cerrar los ojos y abstraerse, como si se concentrara para una improvisación.
También yo cerré los ojos y clavado en la agudeza de sus tacones me remonté a la época de mi recaída hospitalaria, en esos atardeceres de mi encierro en los que fantaseaba con la presencia de mi flautista, cuando recreaba sus andares y en el toque de su mano samaritana en la puerta de mi habitación cifraba la expectativa de cataplasmas y embelesos.
El aldabonazo de la evidencia me despertó de aquel sueño: La mano de Armonía Mínguez atrapaba la mía, tornasolada por impromptus, mientras preguntaba como una turista aplicada:
–¿Los servicios?
Gimió el viento su rencor de preterido. Cayó la tapa del Steinway con la elegancia del que cede la vez en la cola. Impresionado por la epidermis de Armonía Mínguez enmudecí y fue Aniceto Consuegra, siempre atento a su negocio, el que reemplazó mi falta de recursos con la disuasión obscena:
–Asquerosos.
No aguardé a que el chamarilero pasase la fregona por nuestro cubil y salí del Becuadro con mi flautista a recorrer el mundo en su piel de nácar. Tras el cíngulo del sodomizado como banderín de enganche, la seguí por Cromática, Diatónica y Anacrusa hasta el palacete de la calle Melisma donde un Barítono sin opciones de coyunda se deseaba castrato.
En la escalinata frené por si Armonía Mínguez prefería ser transportada en brazos por las desabridas dependencias de su caserón hacia la cataplexia sexual. Tan cerca la tenía que de un soplo la habría incorporado a mi partitura. Al demorar el momento de hacerlo para incentivo del priapismo, advertí que declinaba su fervor: fríamente me notificó que este encuentro nuestro no se repetiría en mucho tiempo.
Armonía Mínguez partía de gira con nuestra orquesta de nerviosos y yo no la acompañaba porque no había piezas para piano en los programas de concierto confeccionados por el círculo de ganapanes del septimino Camprodón. La noticia ostentaba la huella de la fatalidad que desde los primeros compromisos nos abocaba a comportamientos incomunicados.
A instancias de este destino desavenido claudiqué. Esa noche, configurada para el epitalamio porque era la última que pasábamos juntos antes de su viaje, incurrí en un gatillazo de libro. Y dejándola en el martirio del deseo permanente me retiré a la perrera del mejor amigo del hombre, donde supliqué ser traspasado.
Total, que como Armonía Mínguez se ausentó de mi lecho para tocar la flauta a medio mundo, yo me empeñé en despertarla todas las mañanas con el arpegio sibilino. Kilómetros de mares y montañas recorrían mis notas desde el Steinway del Becuadro. Nunca me las devolvió la flauta de pico picante de mi novia. Amoscado por su desinterés, salía del café y después de marear al indócil, en la inmensa explanada del auditorio plantaba mi eyaculación.
A la manera de todos los empalmados de nuestra provincia, busqué belleza en la plaza Da Capo. A riesgo de contagiarme, abordé a las trotonas de tarifa y siempre que les sugería: «¡Cuánto tiempo sin verte, Luisa Fernanda!», me respondían: «Desde el último día si no me engaño».
Una mañana la fauna de la plaza me acogió en silencio, como si cumpliera un aviso que no había llegado a mi posición, y nadie quiso explicármelo porque predominó el ajetreo de los que levantaban el campamento y echaban a andar después de haber exhibido los bastones de apoyo como si presentaran armas.
Por la resolución con que caminaban debían saber dónde íbamos. Lo pregunté como un eslogan que viniera rebotado de otras gargantas y no obtuve contestación, pero tampoco la vacilación, el retractado o la nostalgia de los que alcanzaban sus metas gracias a la colaboración de los bastones.
A medida que languidecían los comentarios de los andarines –porque las palabras se fundían en la polvareda levantada por aquella peregrinación incesante–, percibía ráfagas armónicas. Y recordé la fábula de los que por perseguir las notas del flautista abandonaban familia y ciudad.
Un sonido de flauta me reclamó y no pronuncié el nombre de mi baronesa, sino el de Hamelin. Brotaron los celos en el Steinway del Becuadro. El can Barítono escupió bilis. Y aunque nadie de los que marchaban conmigo se molestó en prevenirme, deduje que si me desamparaba la música, la literatura me amargaría la vida.