Finezza
La excursión de Armonía terminó antes de lo previsto. Al poco de comenzar su entrevista con Camprodón, debió quedar clara la coincidencia o la discrepancia entre ambos, porque dos horas después de habérsela llevado de casa, me la devolvía el automóvil siniestro. Su conductor, un hermético de la cuadrilla del coronel Rodrigo, alertó con un bocinazo.
En la comisaría de la calle de Fa, el mismo taciturno definió el viaje como estelar: No hubo homenajes de los coros y danzas de Santidrián a su flautista de cámara, el sol reinó sin nubarrones celosos y la primavera floral y frutal desplegó la brillantez exaltada por don Custodio de Abolengo.
Armonía volvió al mismo punto de la calle Melisma del que había partido. No hubo recriminación en sus ojos cuando le abrí la puerta del coche ni gratitud cuando la ayudé a pisar tierra. Y al desenvolverse por aquel bloque de acera y escalinata mientras el automóvil intimidante se alejaba por la rotonda de Anacrusa, lucía la misma cadencia de andares de cuando la aguardaba en la paramera del auditorio tras actuar en nuestra orquesta de raudos.
La máscara de su rostro, tan indescifrable como la del chófer del coronel Rodrigo, no me permitía adivinar si estaba trastornada, abatida o jubilosa por su reunión con Camprodón. Exhibía el enigma posterior a los conciertos, cuando reprimía los gestos de satisfacción o contrariedad para no dialogar con quienes pudieran apartarla de su ensimismamiento.
Tampoco detalló el contenido de su conversación con el aerofágico. Me hubiera bastado un guiño o una cabezada para deducir si le fue bien o mal con el director de Antojos y Deleites y confirmar o deshacer mis premoniciones. Mas nada de eso se produjo y tampoco mandó señales de que quisiera contármelo. Andaba tan embelesada en sus reflexiones que no hubiera sabido exponerlas.
Como ella marcaba el camino por tierra, mar y aire suscribí sus modales. Si hubiera adoptado al verme una actitud extrovertida, airada o animosa habría respondido con la misma moneda. Desde que me uní a ella en matrimonio canónico, yo estaba a lo que Armonía me dijera y a lo que no quisiera decirme.
Al reencontrarnos aquella tarde después de dos horas separados, no nos besamos ni abrazamos por mucho que ansiáramos resarcirnos de la soledad y el pánico. Tampoco sonrió ni me tomó la mano o se colgó de mi brazo ni buscó en mi mirada secretos de alcoba ni me emplazó a usar contraseñas. Le incomodaba desvelar su intimidad y supuse que, de querer transmitirme novedades, lo haría en las habitaciones del palacete.
Con tal donaire se movía por aquel espacio interior que me pareció recuperada de sus alteraciones nerviosas. Mas, por si escondía o disimulaba algo de lo que le costaba desprenderse, le planteé tomar un baño de esencias como los que le preparaba durante nuestro noviazgo, en el que los descalabros amorosos eran abocados al mismo sumidero que las espinillas.
Aceptó mi oferta con naturalidad, sin extremar el contento o el énfasis. Porque conocía sus caprichos, ni la acompañé en la bañera ni celebré sus chapoteos. Con la asepsia de un mayordomo cambié su atuendo masculino por el camisón, puse a su alcance todo lo que pudiera serle útil y me retiré a la cocina a confeccionar un revuelto de verduras.
Con solvencia las lavé y corté y mientras las aliñaba con ajo y guindilla –y así se me pasaba el rato sin sentir–, no me olvidaba de su reunión con Camprodón. Mis conjeturas sobre lo que pudieran haber debatido se desacreditaban conforme pasaba el tiempo. No dudaba de que acabaría enterándome de lo sucedido de la misma forma que de otros asuntos de importancia.
Agrupé las verduras por tamaños y colores, lo que me divertía tanto como acompañar en el piano a mi flautista, y después de volcarlas en una fuente y rociarlas con aceite las sometí a fuego lento. Con Armonía en la bañera y las verduras en el horno, cayó el palacete en un silencio de ensoñación.
Nada se filtraba de la actividad de Armonía. Podía haberse rendido a la tensión de las negociaciones y el ajetreo del viaje y echar una cabezadita arrullada por el agua. Si así fuera, la encontraría mejor dispuesta para la cena, a la que yo quería dar un aire recogido pero festivo que nos resarciese de la jornada desapacible y de las malas noticias que no dudaba de que se habían producido, pese al afán de Armonía por obviarlas.
Ya apuraba la colocación de vasos, platos y cubiertos sobre el mantel de cuadritos cuando oí que me llamaba. Imposible deducir de esa voz su estado de ánimo, pero su apelación disolvió la fantasía que me había inspirado el olor de la cena.
Mientras me fajaba con las verduras, soñé que en una operación inmobiliaria no del todo ilegal, el palacete de la calle Melisma se convertía en el único teatro de la Ópera de nuestra provincia. Armonía y yo presidíamos la inauguración y paseábamos como turistas por el espacio que sepultaba nuestros recuerdos de propietarios.
Ella iba con mi traje, yo con su falda. Nos introducían en el palco de autoridades y después de dar comienzo el espectáculo –que se componía de fragmentos de obras muy conocidas y algunas tan fragmentadas que constaban de un acorde–, se producía a nuestro alrededor un remolino en el que se nos deslizaba una oveja.
Con serenidad la examiné. Era fibrosa, pataleaba inquieta y durante mi sueño paseó sus pezuñas por mis medias. Mis gestiones para desalojarla fracasaban ante la oposición del septimino Camprodón. Así que, antes que echarla del teatro, nos marchamos a instancias de los secuaces del coronel Rodrigo.
La voz de Armonía desde el baño disolvió estas figuraciones. Como supo días después el coronel Rodrigo al entregarle en su despacho de la calle de Fa este diario de mi experiencia, aquella noche cuidé de mi esposa sin premeditación ni abuso. Y es que compartíamos la servidumbre de ejercitar el cuerpo.
Llevábamos semanas en esa tarea desde que nuestra espalda se resintió por la postura de concertistas. Todos los días antes de la cena, y salvo que actuáramos ante el público, Armonía y yo hacíamos gimnasia en el dormitorio. Y gracias al intercambio de acometidas y resistencias nos sentíamos más aliviados de nuestros achaques.
El principal ejercicio consistía en un combate según las reglas de la lucha libre. De esta clamorosa evidencia de maltrato me culpó el coronel Rodrigo. Pero olvidaba que, gracias a mi condición femenina, Armonía ganaba siempre en las peleas. Mi defensa, pródiga en artimañas, no frenaba las audacias masculinas de mi baronesa y a cambio de su victoria –que yo reconocía levantando su brazo– me cegaba su sonrisa.
Esta vez, en mi sueño, el brazo de Armonía no se erguía en señal de triunfo. Mas no porque yo la derrotase en el cuerpo a cuerpo, sino porque una fuerza superior a la mía se lo había doblado cuando yo se lo izaba. A la ganadora se la reconocía campeona, pero salía afectada por la aventura. Algo que no se cansó de imputarme el coronel Rodrigo en su despacho oficial de la calle de Fa.
Rebobinando estas imágenes me dirigí al cuarto de baño por el pequeño pasillo que lo separaba de la cocina. A la puerta pedí permiso para entrar y fue al levantar el brazo para golpear la madera –en el gesto deportivo que ella había tenido en mi sueño– cuando noté en mi axila el olor a aceite.
Desconcertado, bajé el brazo antes de escuchar su voz. Me horrorizaba ofrecer a Armonía una sorpresa tan desagradable. Admití que no estaba en las mismas condiciones que ella para la lucha gimnástica. No era equilibrado un combate en el que Armonía estaba limpia y yo manchado.
Me planteé entrar en la habitación sin decir palabra y sumergirme en la bañera que ella utilizaba. Mas como no le haría feliz mi iniciativa por su aversión a la promiscuidad, opté por volver a la cocina y asearme en la pila cara, pecho y brazos. Pero Armonía me convocó de nuevo:
–Angelín.
La combinación de ajo y guindilla en la verdura era mi firma como habitual de los fogones, pero me invalidaba para compañero de lucha. Armonía no dudaría en reprocharme mi falta de higiene. En el círculo septimino, Armonía era seráfica, y sólo hasta cierto punto se corrompía.
–Pasa –insistió.
La urgencia de enfrentarme a Armonía detrás de la puerta borró la opción de lavarme en la cocina y, por un mecanismo de compensación en el que me desentendí de las preocupaciones derivadas de mi mal olor, retrocedí a obsesiones aplazadas.
Mi conclusión era que no cabía acuerdo entre Armonía y Camprodón. Aunque los dos pertenecieran a la misma asociación musical, su desavenencia nacía de sensibilidades diferentes y superaba el límite de un desajuste concreto que pudiera abocarnos a un trapicheo de conveniencia.
Tratando de resumir una situación compleja, si Armonía no acataba las exigencias de Camprodón, la agobiarían tres castigos: el repudio de sus compañeros de la orquesta, la cancelación de las actuaciones de Tú y yo y la expulsión de Septimino. En definitiva, se la privaría de su entorno de alicientes.
Entendía que estuviese asustada y que no quisiera hablar de algo que afectaba asimismo a mi esfera laboral. Porque no sólo me sentía solidario con su dolor, es que yo también iba a ser víctima del rechazo de mis compañeros de orquesta y de las cancelaciones de conciertos de Tú y yo.
Desde esa entrevista de Armonía con Camprodón, nada iba a ser como antes entre mi baronesa y yo, y a mí me tocaba, si no restaurar lo que nos unía, defenderla de esa conjura septimina, no como espadachín o forzudo de otra época, sino a la manera incondicional del difunto Barítono.
Los perjuicios se prolongarían hasta que un clima favorable con los compañeros de nuestra orquesta nos llevara a levantar la suspensión de los contratos de Tú y yo. Pero algo podía hacer yo inmediatamente en favor de mi esposa; y por un impulso que escondía en la recámara de mi mala conciencia masculina, juré que la enrolaría en Corchea.
Animado por esta resolución –de la que no había valorado aún su viabilidad ni las consecuencias–, agarré el pomo del cuarto de baño con la firmeza de cuando arrastraba mi pierna endeble en la pensión de soltero de la calle del Oboe. Entonces me trastornaba mi separación amorosa de Armonía, algo que ahora no se iba a producir. Mi propósito de asumir su castigo era irrevocable.
Porque conocía la crueldad septimina, tenía afilada el hacha y amartillada la pistola para librar a mi baronesa de debates tramposos. Pero me quedé sin habla y sin desparpajo al abrir la puerta del baño. No podía imaginar que iba a encontrarme a Armonía Mínguez fuera de la bañera y sin albornoz.
Estaba desnuda, acababa de salir del agua porque aún goteaba su cuerpo y ni accedía a secarse ni parecía importarle que la viera en ese estado, más indefenso que provocativo. Tanto me había costado vestirla para su excursión de negocios con Camprodón que entendía su renuncia a la ropa.
Pero en el rostro de Armonía latía una insatisfacción más profunda que la concerniente al vestuario. Todo lo que había escondido o disimulado al bajar del coche negro afloraba en ella al salir del baño. Con vista baja se había sentado en la banqueta y montaba una pierna sobre la otra.
Innecesariamente pensé que le faltaba un cigarrito –y optimismo vital– para componer la estampa de la buscona en el coro de Carmen. Y por un momento mi imaginación se entretuvo en maquillarla de cigarrera descocada y elegirle un atuendo acorde con representaciones veristas.
Coincidiendo con mis observaciones y sin justificar por qué lo hacía, Armonía Mínguez separó las piernas con una naturalidad que descartaba malicia alguna. No quería llamar la atención sobre su cuerpo, estaba claro, y sin duda habría rechazado mis coqueteos sobre su piel de nácar o quizá ni los hubiera tomado en consideración, porque daba la sensación de hallarse muy lejos del escenario donde se encontraba ahora, entre toallas, sales de mar, gorritos y botiquín médico.
Me figuré que su memoria permanecía en el despacho donde Camprodón la había recibido, en esa sede de Antojos y Deleites que, según su círculo de ganapanes, servía de esparcimiento a las ovejas descarriadas. Por lo que recordaba de unas fotos antiguas, se trataba de un espacio tenebroso, con un piano rancio en un rincón, entre pesadas cortinas y retratos de antepasados calaveras.
En ese gabinete, el director de Antojos y Deleites habría decidido expulsar a mi esposa de la orquesta de la provincia, del binomio Tú y yo y de las filas de Septimino. Y probablemente había urgido a llevarla a cabo porque era escandaloso nuestro comportamiento conyugal. De este modo, como sentenció el coronel Rodrigo, a la desgracia de la condena se unía el apremio de ejecutarla.
De nuevo con una pierna sobre la otra y reiterándose el encuentro con el aerofágico en sus mínimos y más dolorosos detalles –o yo así lo suponía–, me recordó Armonía a la solista de flauta de ocasiones más felices, cuando la partitura le otorgaba la venia de volar por su cuenta en el cantabile.
Todo a su alrededor se le rendía: la orquesta le daba entrada y ella, a medida que retrasaba el momento de definirse, acrecentaba la expectación de su audiencia. La resaltaban los focos en medio de un silencio opresivo del que cuidaban como guardianes del templo los aficionados temperamentales –los más temibles y los más entregados, ésos que seguirían en trance su actuación para dejarse luego la voz en el dicterio o el bravísimo.
Con las maneras de cuando dominaba las tablas, Armonía Mínguez podía empezar a hablar cuando quisiera, que contaba con la adhesión de su oyente más leal. Y especulé con que quizá arrancase con una de esas frases que sirven para alumbrar pasajes ignorados por la memoria del narrador y que mi mano izquierda ha anunciado en las teclas con escalas lúgubres.
No esperaba que Armonía se moviese de la banqueta ni me mirase ni inspeccionase su alrededor. Fuera del radio de su vista avancé con una toalla hasta donde se encontraba y al llegar a su lado, aunque con miedo a que mi olor me delatara, flexioné las rodillas hasta ponerme a su altura.
Estaba tan absorta que no me prestó atención. Seguía mirando al vacío, embelesada en los fuegos artificiales de su memoria. Traté de secarla para ponerle el camisón y, aunque fui delicado de movimientos, ella debió perder al vuelo el retén de la memoria porque apartó la toalla con la mano, giro la cara hacia mí y abrumándome con sus ojos dijo:
–No te merezco.
A la espera de esas explicaciones dosificadas con las que los septiminos describen el mundo, dejé correr la frase. No tenía claro si era ella la protagonista del discurso o el personaje con el que me equiparaba en sus fantasías y si con esas tres palabras pretendía incriminarse o acusarme.
El caso es que Armonía había interpelado al único que la escuchaba –su pareja sancionada por la Iglesia ante los ojos de Dios y de los hombres–. O acaso no se refería a mí y Camprodón hablaba por su boca, excusándose por haberla obligado a desplazarse hasta su despacho en el temible catafalco del automóvil cuando hubiera bastado un telegrama para consignar la sanción.
Un enigma este desahogo de Armonía en tres palabras. Por primera vez lo escuchaba y la frase tenía un carácter anticipatorio: esas tres palabras no ponían punto final a la confidencia sino que impulsaban a desarrollar el centón de historias, compromisos y sensibilidades que contenían. Respondí:
–Te arruino.
Y me preparé para una velada larga, por más que el rostro de Armonía parecía incapaz de resistirla. Con lo que, aprovechando mi autoridad sobre lo doméstico y atribuyéndome las facultades concedidas en los libretos operísticos a una de tantas criadas de origen rústico que sirven abnegadamente en hogares acomodados de la ciudad, me separé de su lado y arrinconé toalla y camisón.
El hecho de no lucir la caracterización oportuna resaltaba mi ambigüedad, por lo que sin pedir permiso a Armonía, aproveché que la tenía de espaldas para librarme del olor desapacible de las verduras. Lo decidí sin reflexión, tomé el jabón que ella había utilizado, me desnudé y entré en la bañera.
Armonía no se enteró o no le pareció digno de interés algo tan prosaico. Así que, cuando me consideré limpio, salí tan desnudo como ella. Y sin dar explicaciones de mi actitud, porque se inscribía en las tareas de servicio a la casa, con un enérgico golpe de muñeca retiré el tapón.
Observamos Armonía y yo el proceso de desagüe mientras sobre mi cabeza –y seguramente también la suya– ondeaban las tres palabras que había pronunciado. Para animarla a continuar, agarré de nuevo el camisón y con un gesto que bien pudiéramos compartir la criada y yo, le propuse:
–¿Peleamos?
Así calificábamos los ejercicios derivados del cuidado de la espalda. Pero Armonía no abandonaba el mundo de las situaciones desfavorables y rechazó esa posibilidad con una desesperación que descartaba una decisión dubitativa. Pero no me detuve en considerarlo porque en ese instante, me llegó de la cocina otro peligro:
–¡Las alcachofas!
Ahora que había extinguido su olor de mi cuerpo trascendía el del horno. Sin cuidarme de Armonía ni de mi desnudez, corrí a la cocina a retirar la fuente y satisfecho de que las verduras no se hubieran quemado, convoqué a mi amada a la mesa, en la creencia de que podríamos continuar la conversación sobre sus palabras.
Molesta o desconcertada por mi interrupción, no contestó, por lo que volví a su guarida y ya no estaba sentada en la banqueta, sino tirada en el suelo, con las contracciones propias de ese trastorno que le suscitaba cualquier acontecimiento superior a sus fuerzas, algo de lo que no existía más responsable que ella –como precisé al coronel Rodrigo en el interrogatorio–, porque ella lo incubaba y alimentaba.
Al hilo de sus meditaciones, posiblemente había llegado a lo más bajo. Tan desdeñada por el mundo como su fiel Barítono, admitía que le quitaran todo. Perdía lo que llenaba hasta ahora su vida: música, juventud, aristocracia y amor. Y resignada se me ofrecía como el despojo en que la convertía Camprodón para que yo valorara la dimensión de su caída.
Acaso contra lo que ella esperaba, no me sorprendía su actitud, porque cuando dijo que no me merecía, entendí que nada podía darme, ya que no sólo se le privaba de lo suyo sino de todo lo que yo le había transferido en nuestra convivencia marital y que nunca me podría resarcir.
Habíamos convenido en que ella era la fuerte en nuestra pareja, la competente en adoptar decisiones audaces y ahora la veía inerme, clavada a su impotencia. Sin pensarlo, me acurruqué a darle calor y ella, seguramente por inercia, al reiterarse el contacto venturoso de otros días de gloria, aceptó mis brazos sobre sus hombros y escondió su rostro en mi vientre.
Oía latir su corazón y, al sentir que se desmoronaba su andamiaje vital, un desgarramiento que nunca había sentido me zarandeó en aquel excusado del palacete, y sin que yo pudiera controlarlo, mis lágrimas acariciaron la querida piel de mi esposa.
Su desamparo estimulaba el mío. Yo cerraba mis ojos para no endosarle mi dolor, y ella también los cerraba para tapar su calvario. No había antídoto científico o sentimental a este desmoronamiento conjunto. Pese a lo cual, cuando remitió mi congoja rompí a hablar en frases deshilvanadas hacia quien había vuelto a tumbarse en el suelo.
Y a su esfinge le dije que día tras día había esperado su regreso sin mover la vista del sendero por el que la desilusionaba ir y le fatigaba volver, y que en lo que me quedara de vida y más allá de mi muerte seguiría aguardando su llegada al punto de encuentro convenido por ambos o al que ella fijase en adelante y desde el que elucubraríamos sobre lo que fuimos para aprender a ser mejores, y que mientras su memoria me tuviese pendiente de ella sobreviviría nuestra amistad y nuestra discordia, ese desamor del que cuando le viniese en gana podía inculparme si así enjugaba la herida que enfermaba su cuerpo. Le repetí que no teníamos otra salida que aprovecharnos de nuestros afectos y congojas y que nunca mi voluntad iba a apartarme de ella, porque desde que compareció en medio del camino de mi vida a la manera de la Virgen de Fátima a los pastores, sólo me dispensó bienestar y si entonces ella acudió a rescatarme, ahora me tocaba corresponder.
No sé si se enteró de mi discurso, porque estuvo con la mirada perdida en la pared donde se instalaban los toalleros y el botiquín de urgencias, pero cuando hice pausa y de modo inevitable bajé la vista a donde se encontraba su cara y me topé con su fragilidad radical, la magnitud de esa desgracia debió remover lo que almacenaba en su pecho, porque sin cambiar de postura empezó a llorar conmigo, como si a partir de ahora nos dedicáramos a repetir lo que el otro hacía.
En mi deseo de rehabilitarla no fijaba límites a mi poder sobre ella. Mas para vencer en el empeño era indispensable que la víctima cediera en su rigidez de estatua y no fue así. De modo que, con aire de limosna aproximé mi cabeza a la suya y la besé dos veces en la zona de la sien, pero no una tercera, porque se negó, prohibiéndose acceder al paraíso que en la medida de mis fuerzas pudiera ofrecerle con mi contacto.
Y de primeras me corté. Tenía tan arraigado el síndrome de la obediencia que cedí a su movimiento testarudo y más desesperado que su propia situación a la deriva. A su consideración me expuse entonces, como el náufrago que ignora dónde será enviado por los bandazos del mar. Quizá en ese momento me sintió y, al mirarme sin ver, abrió su depósito de ternuras como si fuera la puerta principal de su intimidad para abrazarse a mi carne.
Estaba rendida por la batalla, descartada por la derrota y todavía con el único refugio de mis brazos contra la tormenta. Por eso llevé mi boca a su oreja igual que el día de nuestra boda y reiterándome en la idea de que deseaba ser su partitura, le dije que la levantaba del suelo con el propósito de izar su vida entera y que me deshacía en pedazos de admiración por su trayectoria y destino.
Y ya no me escuchó o yo percibí que no le interesaba escucharme porque estaba entregada a dejarse ir, a semejanza de esa sangre que sale de uno sin control y en su discurrir escandaloso se lleva lo que quisiste y lo que odiaste, tu cuadro entero de vida se hunde en el sumidero y cuando quede fuera de tu vista te dirán que otros canales y acequias lo acogieron y por tierras desconocidas te precipitaron en el mar.
Llevaba su imperativo en mis oídos cuando abrí la tapa del piano. Me había dicho la frase culminante del amor intenso:
–Mátame.
Y deduje del rumor de sus labios que si quería ser fiel a sus instrucciones y procurar sus caprichos le debía una música que le ayudase a olvidar la vida.
Esa noche improvisé la despedida de Schubert en el Quinteto de la muerte que llega inexorable y le proporcioné romanticismo de Chopin y hasta me atreví con elucubraciones de vanguardia. Toqué como mejor sabía y mi sentimentalidad se fue con mis notas.
Cuando abandoné el piano para reunirme con ella, seguí cantándole como una madre a su recién nacida. Obsesionado en alejarla del dolor, no me importaba jugarme la piel con lo que estaba haciendo, porque tenía bien claro que si ella me faltaba, yo dejaba de ser.
Pendiente de sus ojos se me fue la noche, y a la primera luz del día advertí que suavemente, con mis manos sobre su garganta de nácar, Armonía se apagaba con dulzura, a la manera del crepúsculo cuando se desvanece. Retiré el flequillo de su frente y la encontré hermosa.