Maschera
Cuenta Bienvenido Méndez de su biografiado, el escritor costumbrista Custodio de Abolengo, que los sábados por la tarde, después de un almuerzo de lentejas y una siesta de orinal y pijama, consultaba por la ventana del salón la evolución de las nubes y, aunque el tiempo viniera desapacible, se preparaba para una caminata de la que no estaba dispuesto a prescindir, así lloviera o tronase. Por lo que rescataba del armario abrigo, sombrero y bufanda, elegía guantes de lana y con calzado resistente, bastón en la diestra y mucha alegría en el cuerpo salía a pasear por las calles musicales de nuestra provincia con un objetivo entre ceja y ceja, pues meticuloso como era, ya que sin ese esmero no habría elaborado tantos y tantos volúmenes de literatura arrepentida, seguía el rastro de lo insignificante.
Eso que advertía dejado de la mano de Dios y del prójimo en su discurrir sabatino; eso que ningún compatriota aceptaría ni gratis y que ofendería recibir de limosna a los menesterosos diseminados como en un belén viviente por el graderío de acceso a la catedral –un garbanzo, un botón, una horquilla, una moneda de céntimo– atraía la sensibilidad histórica de don Custodio, que se dirigía al punto donde su intuición le guiaba y al encararse con el objeto apetecido, del que acabaría extrayendo como con sacacorchos su historial y su bibliografía, lo encerraba en un círculo dibujado con la contera del bastón, lo tanteaba como si le buscara las cosquillas, le quitaba el polvo de los caminos y con mano presta lo escondía entre sus ropas después de haber grabado sus características en su cerebro de opositor a diversos escalafones de la Administración Pública para que, si lo perdía o se lo quitaban sus competidores del ateneo confesional y el seminario idólatra, lo retuviese su memoria.
De este modo, mientras profesaba de andarín por rotondas, cuestas y barrancos de nuestra provincia, don Custodio se repetía dos o tres rasgos de sus adquisiciones callejeras. Mas no por irlos recitando como si fuesen artículos del Código Civil o cuentas del rosario dejaba de estar atento a cada paso que daba, no fuera a tropezar como aquella vez que, «por ir en pos de un halcón», igual que el Calisto de Celestina, descendió el terraplén de las Coristas dando volteretas. Entre esas cautelas pasaba la tarde hasta que, inexorablemente, las sombras ganaban terreno a la luz y la inseguridad aconsejaba el regreso. Un misógino como él, reacio a que una mujer le fijase la hora de meterse en casa, se lo consentía a la campana de la catedral. Con lo que, al toque de vísperas, don Custodio ponía fin a su devaneo, sacaba de la faltriquera la llave y, tras doble vuelta en la cerradura, se recogía en su piso.
Cenaba algo de fruta en la cocina –sigue contando Bienvenido Méndez– y en la mesa camilla del salón depositaba la reliquia que había transportado en su cuerpo como el capellán las hostias para el moribundo; encendía la tulipa y el brasero si era invierno o el otoño llegaba destemplado; acercaba a su mano derecha pluma y tinta y, antes de volver a sus papeles con la tenacidad de los irreductibles, tarareaba o silbaba algo pegadizo, al modo del paisano mientras se afeita por las mañanas con máquina eléctrica o a cuchilla.
De tan sencilla manera, y sin necesidad de estimularse con cigarros de anís o chupitos de ajenjo, el ilustre costumbrista levantó un compendio de sabidurías ancestrales con llamadas a pie de página e índice onomástico, pero no citó las cancioncillas que precedían a su labor. Quizá para no desvelar su mecanismo creativo o porque no concedía influencia sobre su obra a lo que brotaba de sus labios casi sin darse cuenta, el caso es que al legarnos unos textos huérfanos de su antecedente musical, dejó sin archivar ni catalogar lo que denunciaba el septimino Camprodón en un Balido de Antojos y Deleites: «Un bloque de coplas no religiosas ni burlonas ni clásicas ni románticas ni barrocas y ni siquiera de zarzuela, ópera o revista, es decir, universales». Y esta ignorancia sobre lo que cantaba don Custodio cada mañana antes de ponerse a trabajar desasosegaba a Bienvenido Méndez a la hora de acostarse.
¡Lo que le quedaba por saber de su biografiado! En este bagaje no declarado de don Custodio de Abolengo figurarían himnos para salir de parranda, estribillos con carrete, saetas desde la reja, pasodobles del consignatario, cuplés de la primorosa o flores de romancero chispún, piezas transmitidas boca a boca desde el tendido de los sastres en las ferias de la Virgen de Agosto, en los cuarteles de cuadra y letrina por el imaginaria de turno o por el coro de una parroquia devota del Sinpecado Fornicado. Méndez desconocía la mayoría de ellas y conservaba de otras, si acaso, el título o el estribillo: No me pidas que te empotre, Ahora que vamos a misa, Morena la de mi huerta, En tus ojazos, París, ¡Ay lunar de saboría! o la chundaratera Por un beso rocambole. Pudo ampliar sus conocimientos en el concierto de una coral autóctona en el auditorio. Aquella tarde Méndez se presentó con un fajo de cuartillas para retener su mensaje. Mas por buenos que fueran sus propósitos, al oír chiribiribi, trágala o tiroliro, Méndez se atascaba. Incapaz de recuperar esta faceta de don Custodio, al volver a casa y corroborar su ineptitud, admitió su fracaso. Y, a semejanza del moro de la morería, lloró como una mujer la oportunidad perdida como investigador.
Como el caballero de la Mancha por su Dulcinea peregrinó Méndez tras ese eslabón suelto de don Custodio, saqueó los pentagramas que almacenaba Corchea en su sede de la calle Andante y elevó instancias a los militantes de Septimino que poseían relicarios equivalentes. Ni los enconados envidiosos de nuestro biógrafo –encabezados por el periodista aerofágico de Antojos y Deleites– se opusieron a esta indagación, tras la que el rostro desencajado del estudioso imitaba al cazador que con la escopeta cargada persigue a derecha e izquierda conejos o perdices y jura no descansar hasta hacerlos suyos. Los ateneístas y seminaristas más sentimentales, y oficialmente impecunes, ofrecieron sus venas para la trasfusión de datos y el coro de Santidrián interpretó cantables de La corte de Faraón con tan repajolera gracia que todos acabaron en la comisaría de la calle de Fa y con el coronel Rodrigo repartiendo estopa en sus pantalones. No aportó nada nuevo este rastreo a la biografía de don Custodio y Bienvenido Méndez empeoró sus niveles de glucosa y albúmina. Su no buena salud le impedía acceder a lo que intentaba averiguar, por lo que recabó la colaboración de profesores y alumnos del Conservatorio, plantó cara a los más díscolos violinistas del Becuadro y una tarde, señalada con letras de oro en los anales de nuestra provincia, interrogó con modales de coronel Rodrigo al que se pronunciaba sobre sus ventas de pescado en el café comprado con sus ahorros, ese chamarilero de vida airada que dio serena respuesta a quien le traspasaba su angustia.
Profería Méndez la amenaza relativa a la venta de pescado cuando el chamarilero apañó un taconeo que sembró el pasmo en kilómetros a la redonda. Se apaciguaron los fíbulos, dejaron de atufar las castañas, los parroquianos se agruparon en el círculo de la excelencia donde el chamarilero iba a desenvolverse y en adelante nadie se movió, todos permanecieron sin toser ni gemir mientras Consuegra tocaba el cielo con su danza de postura, agilidad y paquete hasta que el crepúsculo adelantó la noche que anegó el Becuadro y en el corazón de aquella ultratumba el profesional de la jarana clausuró el experimento con el lacónico «Ea, señores» y la exhortación de ritual: «Viva don Custodio».
En ese portento que habían tenido la suerte de presenciar se rescataba una partitura silenciada por la Historia, como tantas otras estudiadas por don Custodio y de las que Méndez se ocupaba ahora después de un desentendimiento prolongado. Arrancó el aplauso del rincón de ojos en blanco donde el pianista polaco se vanagloriaba de su velocidad de crucero y creció hasta superar el mayor que pudo obtener Consuegra con todo tipo de ritmos y melodías durante tantos años de hollar continentes y mares. Corcheas y septiminos convenían en que ese aplauso parecía no tener fin aunque las manos de los profesionales de orquestas varias que pulsaban cuerdas, llaves, mazas, platillos y triángulos agrietaban sus articulaciones, tendones y nudillos, lo que hacía heroica esa alabanza. Pero estos sentimentales se resistían a confiar sus desajustes a las urgencias médicas porque equivaldría a dejar de aplaudir y con gusto ofrecían su dolor a quien tanto les había complacido. Ese día, la leyenda del chamarilero Consuegra superó los límites de su baile, limpió de escépticos la barra del Becuadro, galopó por la meseta del auditorio y en la cúpula del templo de la música inflamó la bandera de nuestra provincia –¡bendita seas!– en honor a la música bien temperada.
Desde entonces, en el quimérico intento de asimilarse a su escritor costumbrista, Bienvenido Méndez remataba sus intervenciones con un apunte aflamencado. Para desquitarse de su desidia histórica repetía cada dos por tres alguna cancioncilla de su maestro y con la excusa de que se lo pedía el cuerpo aprendió a batir palmas para reforzar sentencias y compromisos. Había perdido la batalla de la investigación y, como andaba a la que salta para recobrarla, apeló al cervantista más ilustre:
«Vive Dios que me espanta esa grandeza / y que diera un millón por describirla».
Coleaba el trasiego informativo de Tú y yo en la comisaría de la calle de Fa y no se preveía para la tragedia del matrimonio de músicos un final diferente del que anticipa don Santiago cuando cierra España de un portazo. Ante el negro horizonte al que nos llevaban unas pesquisas desprestigiadas por su manipulación de los hechos, Bienvenido Méndez se quejaba de un desenlace tan inicuo, porque su alma de ratón de biblioteca albergaba para la partitura sangrienta de Tú y yo una versión distinta a la defendida por los colaboradores del coronel Rodrigo. Al sumar ese revés al relativo a las predilecciones musicales de don Custodio, Bienvenido Méndez trazó imaginariamente la raya de hasta aquí hemos llegado que los hombres de bien marcan en un momento de su vida para sacudirse el marasmo en que chapotean.
Con la hurañía de su maestro –hasta tal punto el biógrafo se compenetra de quien depende que para ponerse en su piel comparte sus intervenciones quirúrgicas–, Méndez se atrincheró en su casa una mañana y con su letra esmerada de calígrafo confió a un folio su gran secreto. Concluido el documento sin el borrón del buen escribano, como no pensaba pasarlo por el manto de la Pilarica, buscó protegerlo de robos y falsificaciones. Insertó su alegato en una carpeta de tamaño medio y con ella bajo el brazo acudió sin pedir cita a la notaría de Sandalio Escapes a la pícara hora en que su titular, después de un cocido con principio y de una partida de canasta con sus colegas de Aranzadi, se juntaba con las sardónicas de la plaza del Motete, mucho más apañadas en el cincelado del manubrio masculino –sostenía Escapes– que las engreídas de la plaza Da Capo que, una vez consumada la faena con el cliente, ni se acercaban a la puerta a despedirle.
Siempre que Sandalio Escapes y Bienvenido Méndez coincidían en una subasta, un velatorio o un burdel y por más que se vieran con regularidad y estuvieran al corriente de sus anhelos y carencias, la simpatía que se profesaban desde su infancia de sabañones y mocos alcanzaba niveles de espectáculo de traca, en el que ambos juntaban su pecho y golpeaban sus omóplatos siguiendo la pauta que establece para la educación del comulgante la congregación de ángeles implumes. Entró Méndez en sede notarial cuando Escapes la dejaba para irse de putas y aunque su visita aplazaba la del señor colegiado a las sardónicas de la plaza del Motete, se le dispensó un contento supino. El pasillo de la oficina fue testigo de los topetazos, arrebatos y efusividades que se propinaron Escapes y Méndez y sólo en el despacho de caobas remitieron sus ímpetus, intimidados por las llamadas al orden que les lanzaban desde las estanterías los volúmenes de ciencia jurídica –desde el Código de Hammurabi al de Circulación– que de tanto preso en la historia de la humanidad son responsables.
En este entorno profesional de Escapes, la emoción que le contagiaba su Bienvenido fraterno al acreditarse como compareciente en tiempo y forma, desequilibró sus humores y bromuros. En el día a día, Escapes solía leer los documentos al estilo de nuestra orquesta de rápidos, a la carrera y comiéndose las palabras, elevando la vista al concluir el párrafo para inquirir de su audiencia si no era menos cierto lo que se le venía a los ojos y, sin esperar contestación, proseguir el trámite con el consentimiento tácito –o la resignación cabreada, indiferente o sumisa– del que había peregrinado a la mansión de aquel jurista en busca de una fe que no se cotiza en Lourdes ni en La Meca.
Siguiose el rito también aquella tarde, pero hubo una alteración después de que Escapes iniciara la lectura del documento de Méndez, porque cuando se esperaba que alzara los ojos y requiriera a su interlocutor si aceptaba que abordase la continuación, en ese instante el notario, para desconcierto de su amigo del alma y de la cofradía hispano-lusa de codicilos, soltó una carcajada que alteró las conciencias de los ocupantes del inmueble y aún de alrededores. Retorciéndose de risa, Escapes se encarnizó en el folio de su amigo, lo dobló una vez y otra, con sus dedos lo asemejó a un avión y, murmurando «alea iacta est», lo lanzó a la papelera con el desdén de las gurruminas de la plaza Da Capo por el apéndice recién destilado de su cliente. Mas para que no se achacara a menosprecio ese gesto impregnado de euforia, el notario tendió las manos a Bienvenido con el rostro encendido de admiración, le asió de las solapas como si fuera a abofetearlo y, aunque Méndez le ganaba en corpulencia, Escapes lo elevó a pulso y no descansó hasta posarlo entre justificantes y suplidos sobre la superficie barnizada de su mesa donde solía dirimirse lo que Dios no sabe pero tampoco ignora, y con el poder que la ley le concedía le proclamó rey del mambo entre hurras de larga y próspera vida a su parentela.
Tal como se le esfumó el oremus lo recobró Escapes que, al recuperarse del síncope, balbució: «¿Algo que alegar?» antes de recoger de la papelera el escrito de su amigo. Puesto otra vez sobre la mesa, con la palma de la mano lo alisó, comparó su prosa con la Vulgata, le auguró una repercusión planetaria y vitoreó a su autor entre fanfarrias cuarteleras del estilo de «boca abajo todo el mundo». Ante los plácemes del ilustre colegiado que trascendían los límites acústicos de la hora de siesta, la secretaria y el oficial asaltaron el despacho del señor notario muertos de risa –ella con el sujetador de tirachinas y él con el hipo correspondiente a una eyaculación truncada–, por lo que nadie descolgó el teléfono para avisar a esa ambulancia que aplaza a semanas sus urgencias. Pero aún retuvo Escapes un ápice de mando en plaza para exhortar a su secretaria a cubrir sus «amapolas, lindísimas amapolas» –cantó con voz impostada– y recomendar a su oficial una corrida en pelo – «porque la retención de fluidos gangrena epidídimos»–. Tras lo cual el señor notario bajó a Méndez a tierra firme y, ya fuera de protocolo, se lo echó de nuevo a sus brazos, le palmeó cogote, espalda y posaderas y frotó su pecho con el de su hermano de sangre, al que comentaba con picardía:
–Bienvenido, Bienvenido, / el que te llevaste al huerto, /ni está muerto ni se ha ido.
Y es que, Bienvenido Méndez, primer enterado en comparecencias y mutis del costumbrista mayor de nuestra provincia, en la confesión redactada para que Sandalio Escapes la acomodara en sus anaqueles, firmaba y rubricaba lo que la grey periodística define como exclusiva y el notario apreciaba por su originalidad. Según exponía Méndez en el folio recogido por su amigo Escapes, don Custodio de Abolengo no llevaba años bajo tierra, como daba por hecho el director de Antojos y Deleites en la necrológica conmemorativa de su desaparición. En contra de lo que manifestaba Camprodón y de la creencia compartida por el estamento septimino, Méndez afirmaba –y eso explica sus frenéticas galopadas por los camposantos limítrofes para certificar el extraordinario– que aún no se había producido el óbito de don Custodio, ya que no figuraba tal deceso en los partes de incidencias redactados en los diez últimos años en hospitales, depósitos anatómicos y necrópolis de la provincia con su cortejo de sepultureros y marmolistas. No era la primera vez que nuestras autoridades septiminas mataban a quien estaba vivo y don Custodio, que por deferencia a sus años dosificaba sus apariciones en público, había escapado de la muerte en las páginas documentadas de su biógrafo.
¿Era don Custodio de Abolengo un resucitado del Evangelio o un rehabilitado del ostracismo septimino? La investigación de Bienvenido Méndez no había aportado cancioncillas del costumbrista mayor de nuestra provincia, sino al Custodio de Abolengo que viste y calza –Méndez lo juraba y perjuraba ante coranes y biblias– y cualquiera que abriese la ventana de su domicilio un sábado a primera hora de la tarde podía ser cómplice de este milagro, ya que ese escritor de literatura arrepentida, al que los jerarcas septiminos habían hundido bajo toneladas de tierra y una cruz de piedra, divagaba por nuestro laberinto viario con atuendo de friolero y cautela de extraterrestre, tarareando con un arte que no se podía aguantar un material inédito para nuestras bibliotecas musicales.
Mucho se precia nuestra derecha septimina de hacer lo que le da la gana en la esfera pública y privada, por el gusto de supeditar la realidad a su ordeno y dispongo con leyes encaminadas a rebañar los pocos céntimos o las hipotecadas pertenencias del pobre de solemnidad, al que el septimino desahucia de su guarida o le condena a pasar más hambre que el perro de un ciego mediante procedimientos que imprimen mayor rapidez a su tránsito de la tierra a la gloria donde a la diestra del Padre estará mejor servido –porque peor, imposible–. Pero otras veces su maniobra encubre el deseo de que no se trasluzca lo que solapa bajo logomaquias. Y fue Méndez, funcionario del municipio y como tal, afianzado contra viento y marea en su puesto de trabajo y en su misión de servicio al contribuyente, el que intuyó en la necrológica del aerofágico Camprodón –alabanciosa del interfecto y de su afición a la música indígena, pero de arquitectura lábil y argumentación traída por los pelos– el impulso que merecería la atención de los tribunales si se demostraba su inspiración criminal. Porque esa necrológica mendaz del patrono de ovejas descarriadas, que con desvergonzado candor consideraba cadáver a quien vivito y coleando cantaba la jota al arroz con leche o las seguidillas del barbas antes de enfrascarse en sus manuales de literatura arrepentida, pretendía evitar que, en carne mortal y con su prestigio integro, don Custodio de Abolengo alcanzara con los votos de un electorado entusiasta la presidencia de Corchea y, en breve, de la provincia.
Al imaginar entronizado al costumbrista en la cúspide de nuestra asociación filarmónica– la más populosa, sí, pero también la más vapuleada–, Bienvenido Méndez se enorgullecía de su genio conspirativo. Pero un hombre de tan excepcionales aptitudes para el chichisbeo, como no se bastaba para derrotar al diablo en esta competición sin cuartel, recabó la colaboración de sus amigos Escapes y Santidrián para exhumar a don Custodio de Abolengo de las fosas y lápidas donde lo sepultaba la malevolencia septimina. ¡Había que pasear al eximio costumbrista en la tarde de sábado con atuendo de montañero o esquimal por nuestras calles sembradas de cominerías arqueológicas para que lo aclamaran sus votantes! ¡Sería la primera fase de la candidatura de don Custodio a la presidencia de la provincia!
Escuchó Escapes este objetivo entre las perfumadas caobas de su gabinete y, tras ofrecerse a Méndez en cuerpo y alma para lograrlo, le planteó someter a su biografiado a un baño de multitudes en la próxima sesión antimelódica del auditorio, donde los suficientes de Madrid imponían a nuestra orquesta de presurosos una partitura del autor de Tirury Fly, aquel cuyo nombre era incompatible con la higiene dental. Se titulaba Sinfonía Retaca, no llevaba subtitulo y no se esperaba que desencadenase en nuestro auditorio la revolución de su Monodia al bombardino –recuérdese el desmelene de la parroquia, la arenga de Santidrián y el choque del autor con la funcionaria florista–, sino una aceptación mecánica y hasta cierto punto previsible ya que nuestras autoridades habían recibido de los fondos de reptiles capitalinos un cargamento de tarros de manteca para facilitar una audición fluida a los antivanguardistas recalcitrantes.
Al enterarse de esta operación de la villa y corte para imponer sus criterios sinfónicos, a Méndez le dobló una carcajada tan estridente como la que había sacudido a Escapes. Conservó el ademán risueño dos días en los que rastreó en los archivos provinciales el influjo de la manteca en la asimilación de la música contemporánea y al tercero preguntó al papelero Santidrián, como si fuese boticario, si ese producto era recomendado para el tránsito atonal. Méndez valoraba las opiniones musicales de Santidrián y le encantaban sus exabruptos, pero no solía acudir a su librería de la calle Intermezzo porque sabía la hora de entrada pero no la de salir, pues era tan prolija la ristra de temas que manoseaban Santidrián y él –si no perdían el tiempo descifrando erratas como la tarde aquella de la obertura de Rossini– y tan desconcertante el horario del establecimiento –donde la voluntad del local prevalecía sobre las ordenanzas provinciales– que costaba abandonar aquel antro tenebroso salvo caso de concierto en el auditorio, en que Basilio Santidrián se adaptaba a las convenciones del libre comercio para no perderse el coro de hiperestésicos ni la sesión programada en la temporada de abono.
En una penumbra lindante con la invidencia protegía Santidrián su patrimonio literario y gráfico. Sostenía que el aire circula más cauto en un firmamento sin estrellas ni luna, y esto, que suena a neurastenia, se recordaba con añoranza cuando la ofensiva del viento desarbolaba su local. Porque, por si no tuviera bastante la librería de Santidrián con su oscuridad de caverna, cada vez que alguien entraba en ella –ya fuese estudiante o canónigo, descarriado, modista, protervo, ortopédico o gustoso de la literatura–, una poderosa bocanada le impulsaba de un lado a otro del local y hasta el fondo del mismo, en compañía de pisapapeles, andadores, maniquíes, estanterías saturadas de volúmenes o legiones de lápices. Santidrián no olvida ni deja de contar a quien se interese por el fenómeno, que había una vez en su librería dos clientes de aspecto aseado que disertaban apaciblemente sobre las flemas en Borges cuando los sacudió el torbellino y en su desazón radical se enredaron involuntariamente en pasos de tango, viste, y ni con súplicas al hombre de la esquina rosada, acreditao, aplacaron el bandoneón que los mantuvo en danza hasta que una mano piadosa cerró la puerta exterior, ya que la inquina aérea contra el comercio de la calle Intermezzo –dígase la verdad, por más que duela– no procedía de una masonería literaria ni de una conspiración musical, sino de la pícara ubicación del edificio, que alentaba esas ventoleras cuando el establecimiento se abría al argentino retintín del dintel.
En esta ocasión iba Méndez tan atolondrado en sus obsesiones electorales que penetró en la librería como si no la conociera, de modo que cuando repicó la campanilla no se resguardó de la acometida del aire y al agarrarse a una balda para no besar el suelo, estuvo a punto de derribar a una veintena de autores coprófagos con nihil obstat cardenalicio que, como cabía esperar, se alineaban en una estantería inmediata a los urinarios. Santidrián distinguió a su amigo al tacto y guiolo hasta el mostrador, lo sentó cerca de él y, sin interesarse por su salud tras el atentado atmosférico a su estabilidad ni aconsejarle contratar una de esas ambulancias que antes depositan a su víctima en el laboratorio de los forenses que en las unidades de vigilancia intensiva, quiso saber si su visita respondía a motivos vitales o de ultratumba. Fue entonces cuando el sentimental de Bienvenido Méndez, que por la sacudida del viento se había creído proyectado a la otra vida y obligado a rendir cuentas al Altísimo por su trayectoria desde la cuna al tanatorio sin auxilios espirituales ni bendición del papa de Roma, reveló al librero Santidrián, con idéntica grandilocuencia que al notario Escapes, la resurrección de su autor de cabecera:
–¡Larga vida a don Custodio de Abolengo, que reapareció en un voy y vengo!
Santidrián acogió sin inmutarse la noticia de que el escritor costumbrista no era un fósil y esta impavidez, tan contraria a su carácter saltarín, desmoralizó a su interlocutor, que iba preparado para aleluyas y genuflexiones ante el milagro. Con frialdad científica y jactancia ex cathedra equiparó Santidrián esta revelación a cualquier manifestación estética que alterna gloria con fracaso y tan pronto revive como fenece. «Es el péndulo de la naturaleza literaria», murmuró, tan persuasivo que en la tienda espesa y opaca crujieron tiernamente los codicilos de la cofradía hispano-lusa y por un momento pareció que los libros desordenados por las calamidades ambientales se situaban en el lugar donde su propietario los colocó en su día. Así que, en prueba de que la noticia le había dislocado mucho más de lo que aparentaba, Santidrián se empeñó en colaborar en la operación ideada por Méndez con tareas que nadie le había conferido. Fue la más vistosa la de encargarse de alimentar a don Custodio con calditos de la generación del 27 y otras prosas astringentes de autores mínimos o infatuados. También se comprometió a aplicarle la manteca necesaria para la recepción indolora del estreno del dodecafónico madrileño. Y como daba por supuesto que el erudito y él ocuparían dos butacas de patio, anticipó que exigiría a la Pasifae de la bóveda –tan aficionada a los toros como don Custodio, ella desde el lecho y él desde un tendido de sombra– que les librara de sus deposiciones.
Como si le alcanzara uno de estos proyectiles intestinales de Pasifae hurtó Méndez su rostro a la perorata de Santidrián y trató de enfriar su calentura. Por lo pronto, le disuadió de escoltar a don Custodio con la pegajosidad de un cobrador de deudas, pues aunque no tomaba a broma tanta baldosa desprendida y tanto socavón inesperado en el camino al auditorio, confiaba en la experiencia andariega de su biografiado para superar sin lazarillo las rutas más retorcidas. Guiñando el ojo izquierdo en una mueca que no era de complicidad sino amenazadora, porque semejaba el hacha del verdugo, insistió Méndez en que para cooperar en el triunfo electoral de Corchea, Escapes y Santidrián debían seguir con atención pero sin agobio el vía crucis de don Custodio por nuestro territorio provinciano, no tan distantes como para tardar en socorrerlo de un tropezón, pero tampoco sin dejarlo respirar. Que no se notara esa vigilancia sobre don Custodio era el propósito de su biógrafo Méndez para mostrar al orbe septimino la lozanía del controvertido difunto, que no precisaba de andadores para sostenerse. Así que ese sábado en que estrenaba su Sinfonía Retaca el músico de nombre incompatible con la higiene dental, don Custodio de Abolengo exhibió su talante costumbrista en las calles de su provincia, como comprobaron Escapes y Santidrián desde la distancia que les marcó Méndez.
Una hora antes de que abriese sus puertas el auditorio, Escapes y Santidrián lo vieron entrar en casa con andar movido, pisada recia y una vitalidad vigorosa. Aparentaba ser más joven, por lo que sorprendió a ambos observadores que un cuarto de hora después reapareciera titubeante, precavido y con más años que la cuesta de la Vega. Con la fe del carbonero, Escapes y Santidrián accedían a asignar la misma identidad a dos seres tan opuestos, pero a nadie hubiera extrañado que el achacoso y el rejuvenecido fueran personas diferentes. El don Custodio arrogante parecía más propicio a encabezar una candidatura electoral que este vejete que se encaminaba al auditorio con el desconcierto errático de los resucitados. No se había cambiado de gabán, calzado o bufanda y acaso por influencia de la manteca o por agarrarse al bastón que usaba en sus exploraciones sabatinas lucía la relativa seguridad de quien, por haber examinado el terreno, va prevenido del riesgo que corre.
Con todo, lo que sorprendía más del biografiado de Méndez era la escasa atención que dispensaba al pavimento donde había encontrado material para su trabajo. Enseguida comprobaron Escapes y Santidrián el desinterés de don Custodio por las insignificancias que pisaba –y de las que había nutrido sus manuales de literatura arrepentida–. Tal vez consideraba esquilmado este campo de maniobras y no volvería a coger del suelo un palillo, una alubia o un modesto broche ya que ahora –y extrañaba ese repunte vitalista en un tipo tan ajado– le tentaban otros estímulos.
Testigos de esta mudanza fueron sus detectives Escapes y Santidrián cuando don Custodio entró en el mentidero de la plaza del Motete de donde partían las caravanas de cojos hacia el auditorio y abordó a una de las sardónicas que alquilaban su cuerpo. La conversación, que debería ceñirse al coste del servicio, se prolongó más de lo usual, hasta el punto de que como don Custodio charlaba y charlaba pero no se decidía a rematar la suerte, se entrometió en la negociación un cojo que, a diferencia de nuestro costumbrista, quería entrar por uvas en corto y por derecho, porque tras una pregunta y una respuesta se llevó del brazo a la muchacha dejando a dos velas a quien la vio primero. Desde su observatorio, Escapes y Santidrián sopesaron la posibilidad de intervenir en favor del erudito, pero no encontraron a Méndez para consultárselo.
Frustrada la compañía erótica, la caravana de cojos guio a don Custodio al auditorio. El costumbrista hizo el trayecto al ritmo que imprimía a sus caminatas sabatinas y sin que se acercaran a felicitarlo por haber vuelto a la vida camaradas o discípulos porque, o no le reconocían vestido de friolero o no sabían quién era. Tampoco pasó por allí el instigador Méndez, que parecía tragado por el impacto de su conspiración política.
Poco antes de que don Custodio arribase al páramo del auditorio ya lo aguardaban allí Santidrián y Escapes. Don Custodio no tenía carnet de abonado a nuestra orquesta ni localidad pagada, y por si le servía para colarse en el auditorio su condición de gloria provinciana, reiteró a los conserjes de puerta su nombre y apellido. Pero su identidad era tan enigmática como su presencia y, porque se desdibujaba a medida que la reiteraba, hubo de apartarse a un rincón para que entraran al concierto los legitimados.
Ante esta contrariedad, Escapes y Santidrián asumieron los preparativos que Méndez dejó sin concluir. Con ánimo y mucha labia para rellenar lagunas informativas –pues entre aquellas paredes nadie reaccionaba al apellido Abolengo–, solventaron los trámites burocráticos y don Custodio pudo cruzar la puerta del templo de la música tarareando una de esas coplas que Méndez ignoraba. Escapes, Santidrián y la directiva del Asilo de Mayores le dieron la bienvenida y no más de cinco miembros del coro de hiperestésicos entonaron el himno de nuestra provincia. Fue una ceremonia llevadera para cuantos la aguantaron como postes, pero muy ingrata para los sorprendidos por la música patriótica en los lavabos masculinos o femeninos o en la cafetería donde, sin saber qué hacer con la copa que bailaba en su diestra, se quedaron a medias del chiste que contaban.
«Viva don Custodio», tronó Santidrián al terminar el himno, y quizá era el menos indicado para gritarlo, porque estaba tan acostumbrado el público del auditorio a sus excentricidades que ésta pasó como una más. Los hiperestésicos que se preguntaban por los méritos del vitoreado pues no les constaba su valía, formaron la comitiva en la que don Custodio se agarró al brazo de Escapes para bajar los cincuenta peldaños de la escalera del vestíbulo. Ya los cojos habían superado esa prueba y aguardaban en sus butacas la salida al escenario del concertino para la afinación de la orquesta. Doña Tecla echaba caramelos en la boca del gordo Gandarias como si rellenara una hucha y aseguraba no estar preparada para el contacto con la manteca después de tantos años de viudez.
Pasaban minutos de la hora de comienzo y ya los impacientes tocaban palmadas cuando el librero Santidrián desgranó en la oreja de don Custodio la estrategia inmediata: se apagarían las luces, afinarían el concertino y la orquesta, subiría al podio el compositor para dirigir la interpretación de su obra y en el momento en que levantara los brazos para iniciar la Sinfonía Retaca, hiperestésicos de Santidrián y gaiteros del coronel Rodrigo entrarían en la sala con don Custodio repartiendo papeletas de su candidatura.
Sucedió conforme a lo previsto, pero por incidencia de la manteca, las aclamaciones a don Custodio se solaparon con los gemidos de quienes untaban sus zonas candentes. Al sentarse en la butaca Don Custodio crispó la mueca de hacha de su cara, pero no por efecto de la manteca, sino porque había una errata en el programa de mano. Santidrián le reprochó: «Es usted tan maniático como su biógrafo», y su interlocutor se arrancó por unas seguidillas que a buen seguro desconocía Méndez: «Quien custodiado se acuesta / con custodia se levanta; / lo bueno es dormir la siesta / sin dolores de garganta».
Vigilados por Pasifae escucharon Santidrián y don Custodio la Sinfonía Retaca del autor de nombre incompatible con la higiene dental. No los acompañó Escapes, que optó por departir en el vestíbulo con gaiteros, semifusos de Gandarias y otros alérgicos a la manteca. Nadie añoraba el escándalo de hacía años: Corchea, para no ser prohibida y Septimino para no quedar orillada. Fracasaron los agoreros y si la antigua sesión terminó en manos de la policía, en ésta todos los comparecientes fueron aplaudidos. Colaborando en la concordia de corcheas y septiminos, Pasifae se abstuvo de evacuar y la florista y el compositor de la Sinfonía Retaca intimaron hasta el empacho. Sobre una fotografía lírica de ovejas, el quincenal Antojos y Deleites destacó el triunfo del dodecafonismo en nuestra provincia de flores, frutos y mariposas.
Al terminar el concierto, Escapes y Santidrián condujeron a don Custodio al camerino del compositor madrileño. «Al fin de cuerpo presente», lo saludó el músico con su guasa capitalina y don Custodio se arrancó por tarantas: «Nostalgia a raudales / es el patrimonio / de los sentimentales». El dodecafónico acababa de componer un bolero ilustrado y propuso a don Custodio encargarse de la letra: «Una tarde de toros y peleles», le orientó; y prometió a la florista: «Tú lo cantarás». En este clima de reconciliación, cada vez que el notario Escapes pronunciaba el nombre de Méndez, la mueca del hacha rasgaba la cara de don Custodio. Se marcharon el músico y su pareja y Santidrián salió a informar a Méndez, si es que lo encontraba, del nuevo encargo de su biografiado. «Goyescas para don Custodio», iba diciendo por los pasillos el librero de la calle Intermezzo.
Solos quedaron en el camerino don Custodio y Escapes. Hacía tanto calor que don Custodio prescindió de guantes, sombrero y bufanda. Escapes le ayudó a desembarazarse del abrigo, de la chaqueta y la corbata y, conforme le quitaba ropa, don Custodio recuperaba apostura. «Pero si eres Méndez», advirtió Escapes, y preguntó por don Custodio. «Lo escondí para que no lo entierren», fue la respuesta de su biógrafo. Lejos se oían los vivas de Santidrián al presidente de Corchea.