Parole
Impulsados a un contacto más asiduo por los últimos sucesos de nuestra provincia, Escapes, Méndez y Santidrián decidieron reunirse en el Becuadro de Aniceto Consuegra todos los viernes a las cuatro de la tarde, así achicharrara, nevase o cayesen chuzos de punta. El chamarilero, que por su historial de vida airada sabía a quién atender con preferencia, los recibía a la puerta de su local, los acomodaba en una mesa del fondo, les preguntaba: «¿Qué va a ser?», los tres le respondían: «Lo de siempre» y cuando el dueño del Becuadro regresaba con la bandeja provista de descafeinado, copita rebajada de alcohol y agua sin gas –que no era el pedido de uno de ellos, sino del trío–, cada uno pagaba el importe de su consumición, Consuegra recogía las monedas y quedaba a la espera de si los contertulios preferían pasar el rato con asuntos de enjundia o de menor cuantía.
Venía de lejos este capricho de constituirse en tertulia de café, de modo que, cuando cuajó el empeño –y hasta un hombre de vida airada como Aniceto Consuegra respaldó sus propósitos–, los tres depuraron de compromisos la convocatoria. Escapes adelantó su contacto con las sardónicas de la plaza del Motete y Méndez, que veía transcurrir cada jornada sin señalamientos especiales, se guio del cambio de turno de los conserjes de la biblioteca pública para ahorcar los libros de literatura arrepentida de don Custodio y llegar al Becuadro tan puntual como el resto de contertulios. En cuanto a Basilio Santidrián, desde el principio se plegó a la conveniencia de la mayoría porque, como ningún provinciano ignoraba, abría o cerraba su local de la calle Intermezzo sin ajustarse a las ordenanzas ni preocuparse por robos, pues para que los ladrones obtuvieran su botín en tan negro y huracanado espacio había que llevarles de la mano hasta la caja, abastecerlos y acompañarlos a la salida
Desde que ganó las oposiciones y heredó el complejo notarial paterno, las aventuras eróticas de Sandalio Escapes se producían en la sobremesa del viernes. Como la tertulia escogió esa hora para reunirse, Escapes trasladó sus expansiones al tiempo del aperitivo de mediodía, cuando bastaba para animar el cotarro un chato de tinto adulterado. A Escapes poco le importaba que su despacho estuviera concurrido o sin gente porque cuando despertaba su indócil, interrumpía la lectura del apaño testamentario o contractual –así estuviera implicado Dios bendito– y rogando a clientes y trabajadores que le guardaran la ausencia, volaba escaleras abajo hacia la plaza del Motete, donde su sardónica favorita montaba guardia en el recodo de las Tonalidades, más pintada que un coche y con la silueta recauchutada. Sin hablarse apenas, porque todo estaba pactado, caminaban por la acera del Arpista hasta el portal sin luz. Subían al primer piso por la escalera de madera. Llamaban al timbre de la pensión, aunque bastaba golpear con la mano en la estampa de la mirilla donde la Sagrada Familia huye a Egipto. A quien les abría la puerta le pagaban la tarifa. Y tras jadear y aullar en la cama del Pringoso, que desde su sillón de inválido en el comedor trataba de acallar los entusiasmos de la pareja vitoreando sin descanso al Corazón de Jesús, Escapes dejaba a la sardónica en la palangana y regresaba a sede notarial a paso lento, tan desmadejado de cuerpo que no reparaba en que su secretaria adornaba su cuello con la corbata de su oficial
Menos frívolo que Escapes, pero no más eficiente, Bienvenido Méndez se quemaba las cejas en la biblioteca pública con los escritos de don Custodio de Abolengo y revolvía códices y hojas libertinas o beatas con la confianza de que el personal de servicio, además de fotocopiarle textos y dibujos de periódicos de época y traerle a hombros desde el sótano los gruesos tomos de literatura arrepentida de su biografiado, le recordaría el momento de marcharse. Con esa tranquilidad, Bienvenido Méndez investigaba lugares donde ocultar a don Custodio de sus feroces septiminos y ni se le ocurría darse un respiro, levantarse de la silla y deducir de la evolución del sol sobre la cristalera la distancia horaria de la tertulia. Únicamente, cuando se despoblaba la sala de lectura y unos funcionarios reemplazaban a otros y los que quedaban vestían uniforme y los que se iban lo hacían de paisano, Bienvenido Méndez seguía el ejemplo de aquel cuerpo de celadores de acrisolada puntualidad, guardaba notas y bolígrafo y se encaminaba sin agobios a la paramera del auditorio. Estaba tan seguro de llegar a tiempo al Becuadro del chamarilero Consuegra que paraba a tomar un bocadillo de conchabados en la taberna de Paco Hostias entre valses de la acordeonista Domitila.
Lugar de privilegio ocupaban en los gustos del papelero Santidrián los bocadillos de conchabados de Paco Hostias, y hablaba de oídas y fantaseando porque llevaba meses sin acudir a su taberna, donde había sido testigo de cómo silenciaban a la acordeonista Domitila las broncas de los parroquianos sobre el reparto de indulgencias que, a diferencia de los intereses bancarios, no rentabilizan los expolios y desequilibran las estadísticas de poluciones. El hecho de mantener sin horario de apertura y cierre su librería de la calle Intermezzo y andar por la vida sin reloj había acarreado a Santidrián alegrías descomunales, pero también estropicios de calibre, como su divorcio a primera sangre de la mujer de su vida y las numerosas condenas en juicios rápidos de las que salió cada vez más pobre. Pese a que su amigo de la infancia Paco Hostias le adelantaba dinero mensual a cuenta de unos libros que prometía adquirir y nunca se llevaba y el mismo generoso amigo le sorprendía de Pascuas a Ramos con el obsequio de un emparedado de nínive que todavía sus mandíbulas agradecen, era su desobediencia al curso del tiempo que el resto de la humanidad regula por su dispositivo de muñeca o la circunferencia clavada en un campanario o una torre, lo que le malquistaba con todo el mundo. Reducido su círculo de íntimos a los impuntuales crónicos –algo que para un sentimental desaforado como Basilio Santidrián superaba la pena más cruel– se plegó a las solicitudes de sus compañeros –ante el temor a perderlos y amplió a la tertulia del Becuadro la fidelidad que guardaba a los conciertos del auditorio.
No hace falta meterse en la piel de estos amigos para intuir su altísima veneración por el concepto de tertulia. Estaban tan orondos de poseer lo que durante tanto tiempo se les había resistido, que galleaban por rotondas y avenidas de nuestra provincia con la sensación de condecorados por las musas, porque desde que penetraban en el café del chamarilero y el ceremonioso Consuegra les adjudicaba el rincón de siempre, en el mecánico momento de arrastrar la silla hacia la mesa reservada, se sabían aupados a la plataforma celestial en la que vegetaban los grandes compositores románticos, clásicos o barrocos. Y que no se trataba de un chiste lo aseguraba Santidrián con una anécdota, pues hubo una vez en que al mover la cabeza desde su puesto de contertulio y percatarse de lo que sucedía alrededor, le asombró echarse a la cara al músico que, por más que jurase haberlo visto, no se lo iban a reconocer: Llevaba lentes redondos y melena rizada y la humanidad le debía haber compuesto La trucha.
Desde entonces, y así pasaran meses de aquel hito, Santidrián mencionaba –a su coro de hiperestésicos y a todo bicho viviente que acudiese a su librería– aquella tarde en que, ya con las primeras sombras y cuando el Steinway transmitía el mensaje más conmovedor que se haya confiado nunca a las teclas de un piano, distinguió al responsable de La trucha en el joven de lentes redondos y cabello revuelto que entró en el Becuadro a esa hora, oteó las mesas y la barra y, quizá para no ser delatado por la música que sonaba en el Steinway, dio la espalda al ambiente de humo y canciones del Becuadro, salió por donde había entrado –dejando huella de su tránsito en la corriente de aire que por un instante recorrió el café– y volvió a perderse en la atmósfera aborrascada del páramo del auditorio, en un viaje de invierno que con toda seguridad le remitiría a su punto de residencia.
Los tres contertulios se exigían puntualidad y, para optar al rango establecido por los hagiógrafos de melómanos ilustres, analizaban hasta las cachas los sucesos de mayor repercusión en la provincia. Incluso una vez el notario Escapes, en el ardor del debate académico, mencionó la palabra alcabala como indicio de su altura de léxico, a lo que replicó Méndez con una cita de don Custodio de Abolengo en la que adhería el altisonante exangüe a la estampa plebeya del chulo de toriles y Santidrián insistió, como quien reitera lo que mil veces ha contado, en la leyenda del músico romántico que se desplazó desde su ilustrada estancia a la nuestra para visitar el café del chamarilero aquel anochecer de humo y melodías en que Santidrián vio al compositor con el rabillo del ojo y, turbado por la belleza que regalaba sus oídos, le espetó: «Tú eres la música», algo que jamás aceptarán como verosímil Escapes y Méndez.
Así es la naturaleza humana de envidiosa y esta desconfianza habría de deparar a los contertulios una decepción mayor, porque conforme pasaba el tiempo y el funcionamiento de la reunión se deslizaba por los cauces reglamentarios y ya nada era capaz de sorprenderlos, quizá por haber logrado esa maestría de percepción y juicio, los tres amigos comenzaron a aburrirse. Y aunque debió influir en su desmoralización algo tan prosaico como el desfile de los días y la monotonía de hacer lo mismo todos los viernes del año durante las dos horas aproximadas de sobremesa en el Becuadro, Escapes, Santidrián y Méndez perdieron las ganas de sostener aquel montaje que tanto les había apetecido alzar; a mitad de un parlamento se hastiaban, su conversación se tornó tan estrambótica como la de un sacamuelas, recurrieron a palabras inaccesibles en su desesperada ambición al estrellato y hubo de ser el chamarilero Consuegra, velando siempre por la prosperidad de su negocio, quien les propuso cambiar los debates en torno a las alteraciones de dígitos o el itinerario del judío errante por los pasatiempos de baraja española, dominó y parchís.
Los tres encajaron la propuesta del chamarilero con un ademán circunspecto que respondía a la ignorancia de lo que se les ofrecía y no acertaron a orientarse hasta que el coriáceo Consuegra regresó de un zaguán sumido en polvo de siglos con tres elementos fundamentales de una vida airada: fichas, dados y cubiletes. Derramó las fichas de varios colores sobre un tablero de dibujos –que más tarde denominarían parchís– y encajó dos dados en el cubilete. Lo tintineó a la manera del director cuando prepara a la orquesta para el primer acorde. Y desde que el cubilete soltó amarras y los dados iniciaron su vuelta al mundo y las fichas se sometieron al trance de comer y ser comidas por sus compañeras –en su estricta versión metafórica–, los amigos que antes peroraban sobre el emporcamiento ciudadano o las triptasas corruptas abominaron del sistema que les impulsaba a emitir una palabra más alta que otra y, bajo el sagrado principio de apostar dinero, se congraciaron con el naipe, la ficha y el dado al modo de los jugones del hampa y, absortos en envidar a la chica o saltar de oca en oca, canjearon aquella idea del ágora civilizada por la de adelantar veinte casillas después de zamparse al contrario. Sólo un contratiempo se oponía a su pleno disfrute y es que, siendo impares, echaban de menos a otro jugador para competir por parejas. Deliberaron sobre quién cubriría esa vacante y eran tan exigentes al valorarla que no se ponían de acuerdo sobre su preferido, ya que cada uno enaltecía los méritos de su candidato y rebajaba sus errores.
Sandalio Escapes optaba por dar el cuarto asiento de la tertulia al oficial de su notaría Alonso Gris, un hombre reconocido en la provincia por su voracidad erótica. Ese galán, que dejaba sin sujetador a su compañera de despacho en un alarde de destreza, pasaba el día entero lidiando requisitorias femeninas desde que bien de mañana abandonaba su pensión de confianza y se dirigía a su trabajo de profesional del derecho civil común y foral con el traje planchado de tintorería, los zapatos de bailarín de claqué, la corbata con el nudo wilson y el pañuelo sobresaliendo del bolsillo superior de la chaqueta. Lo más atrayente, con diferencia, era el complemento de una cartera de mano que contenía los documentos relacionados con su trabajo y, con toda seguridad, el intrincado resorte de su atractivo, porque era balancearla al ritmo de su muñeca agarrada al asa y desencadenar el dislate de las damas presentes –y de las lejanas más intuitivas–, que si no se agotaba en el intercambio de besos, telegramas y salacidades, abocaba a las que sucumbían al imán del vaivén a aliviar su obcecación con el primero que se postulase de cobaya en algún punto de los alrededores, peñas arriba o abajo, entre carrascas de hoja de pincho o sobre el desmonte pelado.
En el seminario clerófobo, el ateneo bendito y la congregación de ángeles implumes, así como entre las pítimas del lenocinio y las arrastradas de la milagrosa se atribuía el éxito del oficial de notaría a su vademécum carolingio, superficial en las zonas secretas de su pareja pero escrupuloso con las insignes y más abyecto con las oblicuas que con las borrosas, por no hablar de las enigmáticas que, para ofuscación de las sagradas, se le escapaban íntegras. Honradamente, Méndez, Escapes y Santidrián se reconocían incapaces de emular las hazañas eróticas de Alonso Gris, pero no dudaban de que con este consultor sentimental en la tertulia mejorarían sus prestaciones a las sardónicas de la plaza del Motete, que eran su modesto campo de experimentación. Ahí radicaban también las zozobras de Méndez, Escapes y Santidrián porque, de aceptar como contertulio a ese florido trepanador de concavidades femeninas, ¿tendería a disertaciones rijosas sobre la manipulación de las batuecas, por ejemplo, o debatiría sobre ámbitos tan técnicos como el laudemio y el sinalagmático?
Quien no despertaba controversia en este campo era el candidato de Basilio Santidrián, porque Escapes y Méndez lo rechazaban sin miramientos y sólo lo situaba entre los aspirantes la terquedad de su patrocinado, al disculpar con peregrinas razones los defectos destacados por sus compañeros de tertulia. Se llamaba Macario, formaba parte del grupo de hiperestésicos que actuaban en el páramo del auditorio la víspera de los conciertos de nuestra orquesta y era más requerido para salir del coro que para conformarlo. Esto que le pasaba en el círculo de Santidrián, lo padecía en otros foros de la provincia, y no faltaban motivos para ese rechazo universal porque este hombre sudaba y lloraba en exceso y, tanto si hablaba de pan como de toros, sacudía con patetismo los antebrazos de su interlocutor. Era Macario un pesado de campeonato por su adhesión a ese orbe melifluo en el que los sentimentales sueñan con alcanzar las estrellas. Y es que Macario, que no educaba su voz en el Conservatorio, se postulaba para cantar ópera y zarzuela en representaciones teatrales y veladas filarmónicas de la provincia y limítrofes.
«Costas las de Levante / Playas las de Lloret...»
Esta frase con la que entra en escena el tenor de la ópera Marina, la empleaba Macario para presentarse a escolares y adultos, en cuartos de banderas y sacristías y, singularmente perverso, en burdeles donde no era cliente. Con la desfachatez de suponer que se le aguardaba a él y a su romanza, Macario no se planteaba si era correcto interrumpir una charla familiar o una succión prostibularia o envilecer oídos militares o dar un susto de muerte al que no esperaba esta estridencia. A Macario no se le ocurría otra forma de actuar, y en una sociedad fundada en el decoro como la nuestra, exhibía sin mala fe pero inopinadamente la fortaleza de sus pulmones. Su comportamiento no suscitaba simpatía y ni siquiera una neutralidad apática, sino una formidable hostilidad empeñada en acallarlo, y aunque él insistía en continuar, como también lo hacían los discrepantes, y éstos eran más, acababa expulsado del centro de sus maniobras entre maliciosos insultos y algún guantazo. Macario lamentaba este final que lo convertía en el hombre más desalojado de la provincia y a Santidrián le preocupaba que la mala fama del neófito salpicara al coro de hiperestésicos. Por eso solicitaba de sus amigos que lo admitiesen en la tertulia del Becuadro, en la esperanza de que un comportamiento discreto en el café de Consuegra rehabilitase su pésima leyenda y su hoja de servicios.
Pero no se podía confiar en la regeneración de Macario porque pocos había en la provincia tan testarudos e impertérritos en sus convicciones y tan graníticos y porfiados en la ejecución de sus fines. Al informarle Santidrián de que sonaba su nombre para completar la tertulia de los tres amigos disimuló, pero al día siguiente se acercó al café de Consuegra con su romanza bien ensayada. Acababan de dar las cuatro de la tarde cuando cruzó el local y distinguió a los tres contertulios en la mesa del fondo. Ajenos a lo que se les venía encima, Méndez, Escapes y Santidrián reían y se quitaban la palabra, aludían a sus íntimos y se retaban a partidas de mus o florete. En atmósfera tan distendida, Macario se les plantó en la mesa como un árbol que hubiera crecido allí, de modo que alzaron la vista hacia el estorbo y enseguida se preocuparon de sus oídos, porque Macario ni les saludó con las buenas tardes nos dé Dios ni se interesó por sus familias ni les repartió su tarjeta y ni siquiera les informó de sus pretensiones artísticas, sino que, prescindiendo de convencionalismos burgueses y de la vergüenza torera necesaria para la armonía entre hombres y tierras de nuestra provincia, empezó:
–Costas las de Levante / Playas las de Lloret...
De pie junto a la mesa, con aire de mendigo en demanda de limosna y sin apiadarse de sus consternados oyentes, vivió Macario su momento estelar hasta que el chamarilero Consuegra, siempre pendiente de su negocio y sin necesidad de montar un referéndum para averiguar la opinión de sus parroquianos, impuso sus músculos de vida airada sobre los pulmones del tenor: fue hacia él, lo levantó en vilo, lo despegó de los contertulios, se lo echó a la espalda y si bien no consiguió enmudecerlo, porque ahora el café entero estaba pendiente de él y Macario no iba a desaprovechar el crecimiento de su clientela, le condujo a paso legionario a la salida del Becuadro sin que este apremio incitara al insolente a la compunción o a morderse la lengua o a rebajar la potencia de su voz o a negociar su actitud, de modo que Consuegra, para liquidar cuanto antes este contencioso, ante la misma puerta del café hizo perder altura a Macario, se zafó de él con una arriesgada torsión de cuello, y con una mano sobre la camisa del indiscreto y la otra en la horcajadura de su pantalón, lo arrojó a aquel páramo adusto, al que sólo riegan las lágrimas de los afectados cuando algún miembro de nuestra orquesta de súbitos se traga una nota.
Y lo mismo que un reloj al estrellarse cesa en su runrún, únicamente al tocar tierra de bruces Macario dejó de cantar. Acababa de decir «dichosos los ojos» y enmudeció antes de formular el «que os vuelven a ver» indicado en la partitura de Marina. Y debió sentir desarticulado su organismo porque durante un rato estuvo palpándose huesecillos y tendones como un fanático del escrúpulo hasta que, más tranquilo tras el resultado de su reconocimiento clínico, desde su exilio en el páramo miró la fachada del café del que le habían echado de tan mala manera y donde un cordón de voluntarios con el chamarilero al frente se oponía a que volviese. En un fogonazo de insolencia pudo calcular Macario sus posibilidades de intentarlo, pero por respeto a sus articulaciones descartó el cara a cara e infló el pecho, eso sí, para encajar ese conato de aplauso que ni al artista más mísero se le regatea al terminar su escena y que en su ilimitada ingenuidad creía el buen Macario que iba a recibir. Mas como el equipo de Aniceto Consuegra no tenía intención de darle ni las migas de pan que se arrojan a las palomas no fuera a incidir en la tabarra de las costas y las playas catalanas, Macario se desentendió de las recriminaciones de sus adversarios y, sin descartar la revancha, arropó su figura en la bandera –¡hija de mi vida!– y con el hieratismo de la dignidad maltrecha se incorporó a la rutina de la existencia, pero con la boca cerrada, mientras circulaba una curiosidad entre todos los que habían asistido a su ascenso y derrumbe. Y era que si los tres contertulios del Becuadro cedían a la piedad de los sentimentales y admitían en su mesa al cantante, ¿cuántas veces no sufriría este desalojo violento de Consuegra?
Entre un rijoso de notaría y un tenor descomedido, resultaba inevitable pensar en el escritor costumbrista Custodio de Abolengo para contertulio, pues pese a sus muchos años y los disgustos que contraía en el seminario laico y el ateneo santurrón, atesoraba ciencia y amenidad para encandilarlos, por ejemplo, con las mil y una historias de las casillas del parchís, donde decía la leyenda que movía sus fichas entre jipíos. Escapes y Santidrián aplaudían esta habilidad –entre las muchas que acumulaba Abolengo en más de cien títulos de literatura arrepentida– y se conjuraban a no enfrentarlo con sus candidatos en las pruebas finales, pero lo que son las cosas, era el más próximo a su intimidad e ideología, el calígrafo municipal Bienvenido Méndez, quien más se resistía a contar con él para la tertulia. Requirió, por ejemplo, la aprobación del chamarilero a su candidatura, algo innecesario porque el respeto de Aniceto Consuegra a las decisiones de su parroquia, estuviera o no el pescado vendido, era indiscutible y con gusto tragaba sapos y culebras y también comulgaba con ruedas de molino para complacer a su clientela. Objetó luego Méndez que don Custodio cumplía tan celosamente su horario de trabajo que muchos viernes faltaría a la cita. Y no terminaban aquí sus reparos, porque cuando Escapes y Santidrián estaban seguros de que los achaques de pulmón y corazón del erudito eran de carácter leve y no le ausentarían del Becuadro, Bienvenido aportaba por su proximidad al maestro unos indicios tan recónditos y enigmáticos de su enfermedad que daba la sensación de que don Custodio antes encontraría plaza en el cementerio que en esa tertulia.
Disensiones de este calibre afloran en casos de exasperación sentimental, las clasifican y archivan los fíbulos de andar por casa y recetan para su remedio sinapismos destemplados. Lo más vergonzoso de admitir en este caso –y no por ello menos cierto– es que la resistencia de Bienvenido Méndez a incorporar a su biografiado a la tertulia no provenía de sus dolencias ni de su trabajo ni del cúmulo de actos electorales que jalonarían su carrera a la presidencia de Corchea, sino de su vestuario. ¿Con qué facha iba a comparecer Abolengo en el auditorio o en el café –bramaba Méndez– si tenía poca ropa y además antigua? Lo habían comentado Escapes y Santidrián cuando vieron a don Custodio dirigirse al auditorio con el mismo atuendo y desde la tertulia del Becuadro saltó la noticia a los camaradas del seminario herético y del ateneo rezador y tanto las arrastradas de la milagrosa como las pítimas del lenocinio aportaron sus melindrosos puntos de vista. «Si le pongo mis trajes, van a confundirlo conmigo», decía Méndez después de hurgar en el ropero del maestro de la literatura arrepentida y denunciar sus despistes, pues lo mismo marchaba con bufanda al Astrolabio de la Viola que con playeras al Campanario Concertante, y lo que resultaba propio para dirigirse desde su casa al Torniquete de la Tos, que está a un tiro de piedra, quedaba inservible cien metros más lejos.
En charla franca con Escapes, Bienvenido Méndez le confesó que don Custodio tenía dos opciones para resolver esta cuestión del vestuario, o una racha adversa en el juego o la falta de aguante. Por la primera, si a cada partida de cartas que le ganaran perdía una prenda de vestir, en una racha duradera de derrotas descargaría su armario de inutilidades. La segunda no implicaba a los demás jugadores, ni siquiera al juego, era una actitud de don Custodio cuando se quedaba solo y le invadía la desazón corporal que se le declaró el último verano y para la que no había solución médica. Al principio aguantaba el picor, pero el desasosiego le ganaba terreno y podía darse el caso de que empezara a quitarse prendas para que sus dedos accediesen con desahogo al foco de su inquina y así prescindiera de pasamontañas y alzacuello y, como la comezón persistiese, se quitara la camisa y al rato la camiseta y, sin concederse una pausa en su rasca que te rasca, se privara de zapatos y calcetines y calzoncillos y ligueros y alcanzara al fin el grado que la muchedumbre califica de pelota picada.
En este punto de su hipótesis la cara de Méndez se desgarraba con la violenta mueca del hacha, porque «hasta los ciegos iban a descubrir –advertía a Escapes– que don Custodio era mi vivo retrato». De ahí que Méndez mantuviera a su biografiado en una reserva inaccesible al mortal, porque si compartían actos públicos «nuestro parecido equivocaba a la gente». Méndez contaba a Escapes lo que había sufrido por este motivo en el estreno con manteca de la Sinfonía Retaca, en que un repunte de la citada enfermedad picajosa metió en cama a don Custodio y obligó a Méndez a sustituirlo y, aunque Méndez desempeñó su papel con resabios de característico y más de un actor de campanillas rabió de envidia profesional, prefería que no se comentase su actuación, porque «en lo que respecta a sinónimos y antónimos y en la espinosa relación de la litotes con el corrusco palermitano –subrayaba Méndez en el afán de que Escapes le creyera–, don Custodio no aguantaba ni una broma».
Pese a estas trabas, Escapes y Santidrián se pronunciaban en favor de don Custodio como compañero de tertulia e instaban a Méndez a cerrar la operación y traerlo cuanto antes al Becuadro, por lo que les pilló desprevenidos que de la noche a la mañana quedaran descartados el calígrafo municipal y el maestro costumbrista. No se sabe quién fue primero en desaparecer, si don Custodio o Méndez, el caso es que el aerofágico de Antojos y Deleites, que llevaba rezando más de un lustro por el eterno descanso de don Custodio, borró pistas y mensajes sobre el paradero de biógrafo y biografiado y ya pudo Consuegra taconear el pavimento para llamar la atención de los ausentes y derretirse Santidrián con las habaneras interpretadas por sus hiperestésicos en los flancos del auditorio, que no hubo respuesta de las autoridades a tan clamoroso eclipse.
Por ello Escapes, después de indagaciones telefónicas baldías, salió de su despacho una mañana como hombre de leyes –y no como fornicador de pago– a informarse del destino de sus amigos en la comisaría de la calle de Fa, donde una vez expuesta su demanda en el control de la entrada con la retórica adquirida en sus oposiciones de premio extraordinario, escuchó decir al coronel Rodrigo que poseía noticias frescas de Bienvenido Méndez y no infringía secretos de Estado al comunicárselas porque él, como responsable de las fuerzas de seguridad, al frente de los suyos y todos correctamente uniformados, habían cumplido «con su patria, con su rey, con el orden y la ley» recluyendo al calígrafo entre rejas con fecha de entrada mas no de salida, una circunstancia que el coronel Rodrigo hacía depender del juez que llevara el caso pero, sobre todo, de que el imputado aclarase el paradero de don Custodio de Abolengo, porque siendo Méndez el que más sabía en la provincia del erudito costumbrista –salvo en la minucia de las cancioncillas previas a ponerse a trabajar–, atentaba contra la sindéresis y el orden público que lo mantuviese fuera de la tumba. En opinión del coronel Rodrigo, siempre sesgada, pero dominante, Bienvenido Méndez se había ganado la cárcel al declarar vivo a su biografiado, a sabiendas de que mentía. De tan singular patraña sólo quedaría exculpado, y por tanto en libertad, cuando reconociese que don Custodio estaba muerto y que quien lo suplantaba con alevosía en las últimas comparecencias no era un emisario del cementerio ni un parado ni un pensionista vestidos con su misma ropa, sino su biógrafo.
Deprimido por la prisión del calígrafo, Escapes buscó consuelo entre sus íntimos, y no se dirigió al Becuadro ni a las sardónicas de la plaza del Motete ni a su oficina notarial, arrebatada de lujurias por su oficial Alonso Gris, sino a la papelería de Santidrián. Pero antes de comunicarle su pesadumbre en intenso abrazo y con lágrimas copiosas, por ese instinto de supervivencia que en circunstancias aciagas nos inclina a trufar la tragedia de nimiedades, le consultó si mantenían esa tarde la reserva de mesa del Becuadro o se quedaban donde estaban, ya que la incomparecencia de Méndez –y aún no había informado de su horizonte penal a Santidrián– reducía la tertulia a los dos miembros que ahora estaban en la papelería y que podían seguir reunidos allí si se adaptaban a la oscuridad pavorosa y a las arrogancias del viento. Lealmente apuntó Escapes que en la papelería tendrían que prescindir de los juegos de mesa ante la imposibilidad de distinguir fichas y cartas. Aportó Santidrián a estas carencias las de cubiletes, medias figuras y seis doble ahorcado, pero a cambio puso a disposición de Escapes todos los libros de su fondo, lo mismo policiacos que rateros, poesías, criptogramas o la centenaria colección de «Antojos y Deleites, / te miro para que despiertes», aptos para leerse con gafas o sin ellas, porque los asiduos de su local no se quejaban de falta de luz, sino del viento, y éste era por definición, veleidoso.
Como si estuviera al acecho, vibró oportunamente la campanilla del dintel y Santidrián y Escapes, corrieron a cobijarse del vendaval que desmantelaba las estanterías de la Grecia clásica, donde unos contemporáneos de Platón se deleitaban con las marrullerías de Dafnis y Cloe. Al cerrarse la puerta de la calle y amainar la corriente, Santidrián, que se manejaba con destreza en aquella tiniebla ventosa, reintegró a su anaquel los libros maltratados. Escapes le ayudó aunque con menos habilidad por su falta de experiencia, y en este pasatiempo se absorbieron hasta la hora de almorzar. Entretenido en purgar egolatrías y gerundios, fue al salir de la librería cuando se acordó Escapes de la sardónica encargada de su indócil, que hasta ahora se mantenía comedido. Desde el despacho de Santidrián, Escapes telefoneó a su secretaria para que notificase su incomparecencia a la recauchutada que hacía la esquina en el recodo de las Tonalidades todos los viernes del año. Pero en vez del habitual acento sumiso de la trabajadora de su despacho le sobrecogió su jadear ronco y el pertinaz «no sigas» entre aullidos y onomatopeyas que aconsejaban desobedecer sus indicaciones. Intimidado por este escándalo, desatendía Escapes a un Santidrián impaciente por conseguir plaza en el restaurante y fue el exabrupto del librero de no dejarlo salir de su tienda si continuaba en ella lo que instó al señor notario a colgar el teléfono cuando su secretaria desfallecía cantando Only you. Con esa resonancia como guía de sus pasos por la acera de la calle Intermezzo, el notario Sandalio Escapes rebasó la tienda de velas y exvotos al Sinpecado Fornicado y penetró en el recinto de cristal esmerilado y menú económico que prometía a su distinguida clientela precios sin competencia con impuestos incluidos.
Con la lista del menú del día sobre un mantel a cuadros y una botellita de tinto del país, era imposible que dos sentimentales como Escapes y Santidrián, no orillaran sus amarguras para inflar el pecho por el extraordinario regalo de la vida que suponía su amistad. Aún no estaba al tanto Santidrián de las revelaciones sobre Méndez que Escapes conocía, por lo que no dejaba de intrigarlo la mirada brumosa de su compañero de mesa. Mas, ante el aperitivo de unas aceitunas a la gitana que daban facundia a los mudos, bramó de contento y ya durante el almuerzo no hubo entrecejo ni murrias porque ni a Santidrián se le ocurrió inquirir ni a Escapes informar sobre quien en estos momentos afrontaría el insípido guiso carcelario junto a facinerosos de cuerpo y alma. Muy al contrario, la conversación de los dos amigos versó sobre delicias de nuestra cocina como la sopa bienmesabe y la tortilla remilgada –que no lleva patata y también se conoce como francesa–. Ponderaron luego la gallina al jerez, la ensaladilla de espanto y los riñones con molusco que les puso sobre la mesa el viejo camarero de la casa que antes de servir los platos hacía el gesto de relamerse. En buena paz discurrió el ágape, esmaltado por diversos brindis, y sólo después del flan disléxico y con un whisky templado en su mano derecha, Escapes comunicó a Santidrián las noticias del coronel Rodrigo sobre Bienvenido Méndez.
Se había preparado el notario para salir del paso como en un encierro de oposiciones, pero antes de terminar su intervención se echó a llorar. Se solidarizó Santidrián y del desconsuelo de ambos clientes se contagió el camarero que luchaba por retirar el whisky sin gestos festivos. Gemían las gargantas de Escapes y Santidrián por el amigo preso y cuando ninguno pudo resistir tanta aflicción sentado, se alzaron tirando las sillas y en estrecho abrazo permanecieron junto a las máquinas tragaperras, Escapes manoseando la espalda de Santidrián con sabiduría de asesor en obligaciones y contratos y Santidrián respondiendo a la caricia de Escapes a la manera de Rubinstein con las teclas del Steinway. Tambaleándose navegaron desde el restaurante de la calle Intermezzo hasta el Becuadro, donde presentaron su dimisión a Aniceto Consuegra: habían formado una tertulia de tres miembros que cuando pretendían ser cuatro se reducían a dos. Nada objetó el chamarilero a esta despedida, aunque con la cautela del que desliza un secreto les prorrogó la reserva una semana para que reclutaran adictos. Pero lo tenían difícil, porque al examinar las opciones de los aspirantes a contertulios, disgustaba la lubricidad de Alonso Gris y la vuelta de Macario al lugar del que fue expulsado.
«Cuando suelten a Méndez –fantaseó Escapes–, seremos tres.» Pero Consuegra zanjó especulaciones: «Con tan pocos mimbres no hay tertulia –y ante sus abatidos clientes, osó postularse–: Si quieren arte, lo regalo». Vibró su cuerpo de bailarín como si deseara pisar la pista en tanto que Santidrián se encaminaba al Steinway repitiendo: «Piano, violín, viola, violonchelo y contrabajo». Entendió Escapes que necesitaban cinco contertulios y se abrumó: «Nunca seremos tantos». No le oyó Santidrián, porque había alzado la tapa del Steinway y marcaba con el índice de su derecha las notas de ese compositor de lentes redondos y melena rizada que una tarde desapacible se detuvo a la puerta del Becuadro y que desde entonces ocupaba su pensamiento. Sostenía Santidrián que sería su propia música, envuelta en el humo y las voces de las tertulias, la que le haría volver a donde se le aguardaba. Y para que su predicción se cumpliese, repetía con el índice de su mano derecha la melodía central de La trucha que reclamaba cinco instrumentos para interpretarla: piano, violín, viola, violonchelo y contrabajo. Santidrián tocaba el motivo con el mismo dedo una vez y otra como si llamara a una puerta con la esperanza de que un día la realidad se amoldara a sus deseos y el joven de lentes redondos llegara al rincón del piano para pasmo de sus incondicionales que, enardecidos por su presencia, interrumpirían sus conversaciones, se levantarían de los asientos y se desvivirían por atenderlo: el pianista le mostraría el Steinway, el viola le quitaría el capote, el violín le ofrecería una silla, el violonchelo, tabaco, y el contrabajo abordaría la afinación del conjunto Ya a punto de empezar la actuación, se acercaría Consuegra con la bandeja bajo el brazo. «¿Qué va a ser?», preguntaría. El quinteto de músicos confirmaría: «La trucha». Y Consuegra recordaría: «Está el pescado vendido».