Jason

Aunque solo eran las doce de la mañana, el sol calentaba con fuerza en el patio de la cárcel de Beirut donde Bruce se encontraba, en compañía de Abdul, su inseparable compañero de celda. Tras andar durante treinta minutos, dando vueltas al patio, decidieron descansar un poco en una de las pocas sombras que quedaban libres. El patio se lo repartían varios grupos que operaban entre los reclusos como verdaderas mafias enfrentadas entre sí y correspondían a los clanes en los que se dividía la sociedad libanesa en el exterior. Cada clan estaba mandado por «un señor feudal» al que sus miembros proferían obediencia ciega. Uno de esos «señores feudales» era Iben Almansi, conocido como «El jefe», y vinculado a la red de Al Qaeda. En pocos días había conseguido hacerse con el patio a fuerza de palizas y golpes, y tenía especial predilección por amargar la vida a los occidentales que habían tenido la mala fortuna de caer allí. Uno de ellos era Bruce, al que Almansi dejaba para el final, como su trofeo personal, para poder matarlo él mismo con sus manos, por lo que de vez en cuando mandaba a alguno de sus seguidores para provocarlo y tantear el terreno, puesto que sabía que Jasón, el americano, como lo conocían allí, era un tipo de cuidado, como había demostrado en sus peleas en mil y una ocasiones.

—Ahí está Almansi, con los estúpidos de sus seguidores, como un rey en la corte —le dijo Bruce a su compañero.

—No le mires —le aconsejo Abdul—. A los perros rabiosos no hay que mirarlos a los ojos. Solo busca una excusa para mandar matarte.

—Para eso no creo que necesite ninguna. Estoy convencido de que no saldré vivo de esta prisión y, si no me mata él, me matarán los otros clanes con los que llevo tiempo peleándome —dijo Bruce.

—Yo creo que vivirías más si te unieras a uno de los clanes, por ejemplo al de los cristianos —propuso Abdul.

—Aunque los clanes se peleen unos con otros, todos tienen una cosa en común: que todos odian a los americanos —dijo Bruce—. Además, paso de convertirme en un matón de esos tipos.

Uno de los matones de Almansi, un tipo de casi dos metros, del cual decían que había matado a más de veinte hombres, se acercó seguido de dos tipos.

—«El jefe» dice que tienes que darle mil dólares americanos para que tengas su protección y no te maten a golpes ciertos presos que son presos muy peligrosos y odian a muerte a los americanos —dijo el tipo muy serio, con voz ronca y cadenciosa, derramando en Bruce una mirada de odio mientras Abdul, que estaba realmente amedrentado, rezaba en su interior para que Bruce fuera diplomático y no hiciera caso a los tres matones de Almansi.

—Pues dile a tu jefe que si quiere le puedo dar mil hostias ahora mismo, porque no le pienso dar ni un céntimo —soltó Bruce muy serio, con mirada desafiante, mientras notaba cómo el tipo se hinchaba de la ira contenida—. Además —continuo diciendo —. Dile también que si quiere amenazarme, que venga él en persona y no mande a tres mariconas para hacerlo.

El matón de Almansi, que estaba acumulando furia mientras lo escuchaba, descargó un demoledor puñetazo, que no llego a alcanzar a Bruce, el cual dio un hábil paso lateral para esquivarlo. Agarró con una mano a aquel tipo por la muñeca y, flexionándosela rápidamente, consiguió que el tipo diera una espectacular voltereta por el aire para caer brutalmente al suelo ante la mirada estupefacta de sus dos acompañantes que, tras comprobar cómo un hombre de más de cien kilos de peso había volado por los aires como una marioneta, se llenaron de tremenda ira y, tras sacar ambos los pinchos de hierro que tenían escondidos, se lanzaron sobre Bruce, dispuestos a apuñalarlo, realizando con ellos Bruce la misma operación y en un par de segundos, y sin apenas despeinarse, había logrado dejar en el suelo de mala manera a ambos tipos, arrebatándoles las armas, las cuales les tiró con desprecio contra sus doloridos cuerpos.

—Tomad los pinchos y se los metéis a Almansi por el culo, que a lo mejor le gusta — exclamó Bruce con un tono de voz chulesco. Su amigo Abdul, aterrorizado, hubiera preferido taparse los ojos y los oídos para no ver esto, era lo peor que podía haber hecho su amigo, porque ahora Almansi se vengaría de él.

—No has debido hacer eso, Jasón —le dijo Abdul a su amigo mientras se alejaban del rincón donde estaban—. Esos tipos querían provocarte, pero ahora el jefe no va a dejar esto así, seguramente buscará el momento para matarte. ¿Por qué no los has ignorado y te has estado quieto? Hubiera sido mejor para ti.

—En la cárcel no puedes dejar que nadie te avasalle —dijo Bruce muy serio—. Porque si dejas que uno solo venga y te joda, tienes que tragar que te joda todo el mundo, y a mí el que me busca me encuentra.

—Así no creo que llegues a vivir mucho tiempo —dijo Abdul en tono reflexivo.

—Pero al menos, el tiempo que viva lo viviré con dignidad —expresó Bruce.

—¿Y donde aprendiste el rollo ese chungo del Kung-Fu que has hecho. Te has desecho de ellos sin ningún esfuerzo.

—No lo sé, no lo recuerdo, cuando alguien me ataca, yo respondo sin pensar, de forma intuitiva. No recuerdo cómo aprendí a luchar así.

—El numerito ha sido perfecto, pero ha sido la mayor tontería que has hecho en toda tu vida, porque has dejado a Almansi en ridículo ante todo el patio y eso él no lo va a dejar así, no quiere que le pierdan el respeto los demás presos e intentará darte un escarmiento. Es posible que te mate.

—Para morir, el único requisito imprescindible es estar vivo —dijo Bruce de manera reflexiva.

—Y estar loco —apostillo Abdul—. Por cierto, ¿has visto cómo Dominic, que era el guardia al mando del patio, ha visto cómo los perros de Almansi te sacaban dos pinchos de hierro y no ha hecho nada para detenerlos? Ni siquiera ha llegado a tocar el silbato. Yo creo que este tipo está untado por Almansi, no te fíes mucho de él.

En el interior del avión del vuelo de Nueva York a Beirut se encontraban Tony y Klaudia, que estaba presa de los nervios por la impaciencia después de tener a su marido por muerto durante un año la oportunidad de ir a verlo , le parecía un milagro.

—¿No podría el avión ir más rápido? Me gustaría estar ya en Beirut —dijo Klaudia, tan impaciente por llegar que los minutos se le hacían horas.

—Vamos a velocidad de crucero —dijo Tony echándose a reír—. El comandante tiene que ir a la velocidad estipulada.

—Sí, pero teníamos que haber cogido el concorde —dijo Klaudia muy resuelta—. Seguro que ya habríamos llegado.

—Sí, pero el concorde, iba solo hasta Paris —indicó su hermano riendo—. Y además, ya lo han quitado del servicio.

—Este es el menú para comer a bordo —les dijo una azafata, dándoles unas pequeñas bandejas con algo de comer.

—Gracias —dijo Tony—. Uhm, esto no sé lo que es, pero está bueno —dijo probando la comida.

—Yo no tengo hambre —replicó su hermana, que no tenía apetito.

—No seas tonta y come, hay también helado de postre.

—Tengo los nervios en el estomago, y hasta que no vea a Bruce, no creo que tenga ganas de comer.

—Mira, Klaudia —dijo Tony muy serio—. No quiero que te hagas falsas ilusiones. Puede que no sea Bruce. En la foto se encuentra lejos de la cámara y apenas se le ve la cara. Tienes que estar preparada para lo peor.

—Pero yo sé que es Bruce —contestó Klaudia—. Mi corazón me lo dice.

—A Bruce le dispararon cuatro tiros en el pecho antes de que se cayera por un puente al agua. Si estuviera vivo, sería un milagro. Es imposible—dijo Tony intentando que entrara en razón.

—Pero los milagros existen —dijo ella con determinación.

Al mediodía, aunque había dos turnos para comer, debido a la sobrepoblación de la cárcel, el comedor aparecía abarrotado de personal. Ciertamente, aquello no era un restaurante de tres estrellas, ni la bazofia que ponían de comida tenía tres estrellas Michelin, pero era lo único que los presos podían comer, y se habían acostumbrado ya a no hacerle ascos a nada. En el margen izquierdo del comedor, camino de la mesa donde solían comer, se encontraban Bruce y Abdul, cada uno con su bandeja en la mano, con los cuencos de comida. Se sentaron en una larga mesa junto a otro grupo de presos amigos suyos, cuando de la mesa de al lado se les acerco a ellos otro de los matones de «El jefe», el cual muy despacio, sin decir una palabra, cogió ceremoniosamente los dos cuencos de comida de Bruce, mientras este lo miraba atentamente, y los dejo caer en el suelo, desparramando la comida por las sucias lozas del comedor.

—¡Los cerdos comen en el suelo! —dijo con voz seca aquel tipo de cuerpo grande y cara de pocos amigos, buscando pelea, y al que todo el mundo en la prisión trataba de darle de lado, quedándose Abdul mirando con los ojos abiertos por el miedo mientras que Bruce, muy tranquilo, se ponía en pie impasible con sus dos manos puestas sobre la mesa.

—Tienes razón —dijo Bruce inalterable—. Los cerdos comen en el suelo —dijo al tiempo que cogía la bandeja, que había quedado vacía entre sus manos, y rápidamente la desplazó por el aire con todas sus fuerzas e impactó fuertemente el canto de la misma en el cuello de aquel tipo, a la altura de la arteria carótida, que provoco un impulsó reflejo que hizo que perdiera el conocimiento y cayera como un peso muerto al suelo inconsciente—. Ya puedes empezar a comer, cerdo —dijo Bruce escupiéndole en la espalda a la vista de todos y marchando a la mesa de al lado, donde el «matón» estaba sentado, para cogerle sus cuencos de comida y ponérselos en su mesa, junto a Abdul, para seguir comiendo como si nada mientras los demás presos lo jaleaban entusiasmados de ver una pelea, llegando inmediatamente los guardias del comedor.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntaron los guardias al ver a ese tipo KO en el suelo.

—Iba andando y tropezó solo —dijeron los presos—. Nadie le ha hecho nada.

—¡Caray, Jasón! ¡Caray! —le dijo Abdul a su amigo en voz baja, totalmente irritado, cuando se fueron los guardias—. ¿No podías haber pasado de él?

—¿Y haber dejado que me pegara? —contestó Bruce muy sereno mientras comía.

—Mejor es que te hubieras dejado dar una paliza para que te pudiera haber dado una lección. Ahora te mataran, has vuelto a dejar en ridículo a «el jefe», y eso te lo harán pagar, lo peor es que yo soy tu amigo y la pagarán también conmigo, desde ahora voy a tener que buscar otra mesa para comer.

—Sí —dijo Bruce riendo—. Busca una que este bien alejada para que no pueda oler tu miedo.

—No es miedo —protestó Abdul en voz baja—. Pero es que yo no sé tú Kung fu para golpear a un tipo y tirarlo al suelo.

—Yo no lo he golpeado —dijo Bruce riendo—. Ha sido la bandeja.

—Sí, tu ríete, que los tontos son los únicos que se ríen del peligro — afirmó Abdul exasperado.

A media tarde llegó al aeropuerto de Beirut el vuelo en el que viajaban Klaudia y Tony. Allí los estaba esperando Henry, antiguo compañero de Tony, y que ahora estaba destinado como corresponsal a Oriente Medio. A llegar al aeropuerto de Beirut todos los recuerdos se agolpaban en la mente de Klaudia, un escalofrió recorrió su cuerpo al recordar todo lo que había vivido allí hacia un año, una pesadilla que no podía olvidar por mucho que quisiera. Lo feliz que llego allí para estar unos momentos con Bruce, y lo sola, desesperada y completamente hundida que se marcho de allí con Tony. Y ahora volvía de nuevo con Tony, con la ínfima esperanza de que ese tipo furioso de la foto fuese Bruce. Deseaba tanto que fuese Bruce, que la angustia se le agolpaba por momentos en su corazón, que parecía querer estallar.

Henry se encontraba en la zona de llegadas con el ánimo de ver aparecer a su amigo y a su guapa hermana, la misma que en su época de estudiante hacía que él estuviese siempre metido en casa de su amigo solo por verla, aunque ella nunca le había hecho mucho caso.

—¡Tony, Klaudia! —gritó al verlos, haciéndoles señas con la mano.

—¡Henry! —dijo Tony dirigiéndose hacia él y dándose ambos un abrazo—. ¡Cuánto tiempo sin verte! Te agradezco mucho que nos avisaras.

—¡Klaudia, no puede ser! —exclamó Henry—. ¡No puede ser que la hermana de mi amigo esté cada vez más guapa! —dijo saludándola con un beso—. Tú y los vinos os crecéis con el tiempo.

—Perdona que no me ría, Henry, pero es que no tengo el cuerpo para eso desde que mi hermano me enseñó la foto que le enviaste. Estoy desesperada por que pase el tiempo y poder estar al lado de mi marido.

—Klaudia, recuerda que puede que no sea Bruce —dijo Tony para que su hermana no se hiciera demasiadas esperanzas, mientras cogía su maleta para salir del aeropuerto en compañía de su amigo, que los llevo en su coche hasta el hotel donde él se alojaba.

—He hecho algunas averiguaciones sobre el tipo que aparece en la foto —les contó Henry—. Por lo visto, se llama Jasón Curtis. —Esa afirmación provocó una sombra de tristeza en los ojos de Klaudia, que esperaba que se llamara Bruce Tanner—. Según su expediente consta que fue detenido por robo hace nueve meses y que es americano. Intentaré averiguar más cosas, pero por ahora no sabemos nada más de él, ni si es en realidad Bruce Tanner.

—Es él, tiene que ser él —dijo Klaudia con unas lágrimas asomando a sus ojos, sin querer dejar en su corazón resquicio alguno para la duda.

Almansi, después de esta humillación, buscaba la manera de darle a Bruce un escarmiento, así que ese mismo día, poco antes de la cena, uno de los presos comunes amigo de Bruce se marchó a la zona de la lavandería donde él estaba trabajando en compañía de otros reclusos.

—¡Jasón! —dijo el preso que acababa de llegar, muy alterado—. La gente de «el jefe» han acorralado a Abdul en el taller de carpintería, dicen que le van a enseñar con quien se tiene que juntar.

—Omar, discúlpame un momento —le dijo Bruce al encargado de la lavandería, soltando apresuradamente el canasto de ropa que tenía en las manos—. He de ayudar a un amigo.

—Si te enfrentas a ellos, te mataran —dijo Omar, el preso encargado de la lavandería.

—¡Rápido! No hay tiempo que perder —le insistió a Bruce el preso que acababa de llegar—. Yo avisare a los guardias —le dijo mientras Bruce cogía una de las planchas de la lavandería, la anudaba dentro de una sábana y se marchaba velozmente donde estaba su amigo, al cual encontró atado y sentado en una silla cuando Bruce entró en la carpintería la cual se encontraba en esos momentos con un aspecto solitario.

—¡No, no pases, vete! —le gritó Abdul al ver a su amigo—. ¡Es una trampa!

Al tiempo que sigilosamente se adentraba en la nave, en la que no veía a nadie más que a su amigo, cuando de repente escuchó cómo se cerraban las puertas a su espalda, apareciéndose más de veinte individuos, todos armados con trozos de madera y herramientas.

—Jasón —dijo la voz de Almansi, que acababa de aparecer ante él—. Si no fueras americano, serías un gran tipo, fuerte y valiente, incluso podría dejar que te unieras a nosotros, pero tienes un defecto, y es que no sabes gastar el dinero, me tenías que haber pagado cuando te dije. Dime, Jasón, ¿de qué te servirá el dinero mañana cuando estés muerto?

—Aunque yo tuviera mil dólares, no los malgastaría en una rata como tú, pero no te preocupes, que te pienso pagar. Está mañana te dije que si querías, te daría mil hostias, y yo siempre cumplo mi palabra —dijo Bruce en tono desafiante mientras aquellos tipos hacían un corro alrededor y «el jefe» empezaba a reírse de ver lo estúpido que resultaba este americano, al tiempo que Abdul, realmente angustiado, con los ojos abiertos como platos, observaba la escena.

—¿Qué? ¿Te has traído la sábana de la lavandería? —dijo uno de los tipos, burlándose mientras los demás empezaban a reír—. ¿Es que piensas taparte con ella?

—La sábana no es para mí, es para vosotros —dijo Bruce en el momento en que se abalanzaron contra él, esquivando magistralmente varios golpes, al tiempo que moviendo rápidamente por el aire la plancha dentro de la sábana anudada, fue golpeando en la cabeza a cada uno de los tipos que se ponían a su alcance y en un par de segundos tenía en el suelo a su alrededor a siete u ocho tipos inconscientes, hasta que en el otro golpe la tela se rompió por fin, saliendo la plancha disparada por el aire.

—Ahora verás lo que te espera —dijo uno de los matones al ver que Bruce había perdido su arma—. ¡Te vamos a machacar! —clamó al tiempo que se tiraba hacia él con un formón en las manos.

Bruce cogió lo que quedaba de la sábana por cada uno de los extremos a modo de cuerda y atrapó con ella la mano del tipo, al tiempo que golpeaba con su pierna la cara de otro compinche. Envolvió el cuello de un tipo que le vino por la derecha con la sábana, tiró de ella y colocó al tipo enfrente de su cuerpo para esquivar un fuerte martillazo procedente de otro seguidor de Almansi, que acabó impactando en su compañero. Bruce derribó a varios tipos haciéndoles una llave de Aikido con sus manos los cuales impactaron contra el suelo volando por el aire y logrando Bruce sortear el fuerte golpe que uno de ellos, que trataba de darle con un largo y grueso trozo de madera que logró Bruce enlazar con la sábana para arrebatárselo de las manos a su agresor y usarlo para empezar a repartir golpes a la velocidad del rayo, de manera que en un par de segundos había dejado inconscientes a siete u ocho tipos. Los demás presos se quedaron quietos por el miedo mientras Bruce hacía una magistral exhibición de movimientos con el palo, moviéndolo entre sus manos a una velocidad que hacía sonar el aire, mientras los malhechores lo miraban aterrorizados, sin atreverse a moverse, al tiempo que Almansi los increpaba.

—¡¿Pero vais a dejar que esta maricona os pegue a todos?! ¿No hay nadie que tenga huevos de quitarle el palo?! ¡Vamos, atacad! ¡Dadle una paliza! ¡Matadlo! —dijo Almansi encolerizado en el momento en que los hombres que aún seguían en pie se tiraron hacia Bruce como posesos,, pero él, en una serie de rápidos movimientos, dejó a seis o siete más en el suelo, al tiempo que los tres últimos se dieron a la fuga mientras Almansi los increpaba de nuevo.

—¡Maricones! ¿Lo vais a dejar vivo? ¡no huyáis, arrebatadle el palo y matadlo! —gritó Almansi iracundo a sus hombres, que huían corriendo, mientras Bruce lo miraba divertido.

—Ven, arrebátame el palo tú, es fácil, solo tienes que venir hasta aquí y quitármelo de las manos.

—No —dijo Almansi preso del miedo—. Yo no he dicho eso en serio —decía mientras andaba hacia atrás con la intención de huir—. Ha sido todo una broma. —Se volvió para atrás y empezó una carrera hacia la puerta, pero Bruce le lanzó el trozo de madera que tenía en sus manos como un bumerán que logró impactar en la cabeza de «el jefe», y lo derribó. Bruce envolvió la tela en el cuello de Almansi.

—Yo solo pienso hacer justicia —dijo Bruce apretándole el cuello con el trozo de sábana.

—No, por favor, haré lo que me pidas —dijo «el jefe» sin apenas voz.

—¡Vas a morir, maldito! — dijo Bruce apretándole de nuevo el cuello.

—Te daré dinero, pídeme lo que quieras, pero no me mates.

—¿Lo que yo quiera? —dijo Bruce aflojando el trapo.

—Sí, pero no me mates. No quiero morir —dijo Almansi con mejor voz.

—Está bien, rata inmunda —dijo Bruce—. Ya estoy harto de tenerme que pelear todos los días con los presos, así que desde ahora me protegerás a mí de todos ellos.

—Lo haré, te lo juro por Alá, pero no me mates. .

Bruce lo dejó libre para que se fuera mientras su amigo Abdul, que aún seguía atado a la silla, lo miraba estupefacto.

—¡Caray, Jasón! Esto no lo había visto en mi vida.

—Solo he tenido suerte de que ninguno de esos tipos me matara de un mal golpe. —comentó Bruce sin darle importancia mientras desataba a su amigo.

—¡¿Suerte?! ¡¿Suerte?! Bruce lee en sus tiempos, a tu lado era una porquería ¡eres el puto amo de la cárcel! Por cierto ¿Cómo sabías que me tenían en la carpintería?

— Omar vino corriendo a decírmelo a la lavandería. Dijo que él avisaría a los guardias.

—Omar estaba compinchado con ellos —le dijo Abdul levantando una mueca de sonrisa en Bruce.

—Pues entonces no me extraña que no hayan venido los guardias a ayudarnos —dijo en tono reflexivo.

Esa noche, poco después del recuento rutinario de presos, Bruce y Abdul se encontraban tendidos cada uno en su litera.

—Vaya diita que hemos tenido hoy —le dijo Abdul a su amigo.

—Sí, parece mentira que hayamos llegado sanos y salvos a la noche.

—Bueno, tú tienes un ojo a la funerala — le indicó Abdul al observar el color amoratado que estaba cogiendo su ojo derecho.

—Sí, he recibido varios golpes —explicó Bruce en tono seco.

—«El jefe» no va a dejar las cosas así. Lo sabes, ¿no? No te ha podido matar de frente y tratará de hacerlo mandando a alguien para que te apuñale por la espalda.

—Hoy al menos estamos vivos, veremos mañana lo que nos depara el día —dijo Bruce dándose la vuelta en el camastro para dormir y descansar de un largo y duro día.

Al día siguiente, poco antes de las diez, Klaudia y Tony esperaban para entrar en la puerta de aquella cárcel, al igual que algunas mujeres que también esperaban para ver a sus seres queridos. El edificio, tan apartado de la «civilización», con un aspecto tan sucio y deprimente, era custodiado por guardias fuertemente armados. Mientras Klaudia era un manojo de nervios, Tony intentaba mantenerse tranquilo y sosegar a su hermana.

—Recuerda que solo hemos venido a descubrir si es Bruce o alguien que se le parece. No quiero que te hagas falsas ilusiones —le advirtió Tony

—¡Lo sé, lo sé! —replicó ella.

Tony y Klaudia, entraron en el recinto con las paredes llenas de pintadas y donde apenas se veía la supuesta blancura de las paredes por lo cochambrosas y sucias que estaban, al tiempo que un guardia los conducía a la sala de visitas. Se sentaron a esa mesa rodeados de gente que también recibía visitas mientras esperaban que trajeran a «Jasón».

Apenas si eran las diez de la mañana. Bruce y su amigo Abdul estaban cumpliendo con sus quehaceres mientras que algunos de los presos se disponían a recibir la visita de sus familiares, cuando uno de los guardias se acercó a ellos.

—¡Eh, tú, Jasón! —gritó de mala manera—. ¡Tienes visita!

—¿Quién? ¿Yo? —preguntó Bruce sorprendido, pues llevaba nueve meses allí y jamás le había visitado nadie.

—¡Sí, tú! —afirmó el guardia—. Ha venido a verte tu abogado y tu mujer.

—¡Vaya! —dijo Bruce—. Resulta que ahora hasta tengo abogado y mujer —comentó sarcástico—. Ahora va a resultar que hasta tengo familia.

—¿A qué esperas? —le apremió su amigo—. Corre a verlos.

—Sí, creo que será lo mejor —dijo Bruce tan sorprendido que apenas se lo creía, mientras el guardia le ponía las esposas y lo conducía hacia la sala de visitas.

El corazón de Klaudia dio un vuelco cuando vio a ese hombre que, acompañado por un guardia, se acercaba a ellos con unas esposas en las manos, ese hombre tan alto y fuerte, vestido con unos pantalones y una camisa azul, como todos los presos que allí estaban recluidos, con barba de algunos días y el pelo largo y descuidado. Incluso con ese aspecto, Bruce seguía siendo irresistiblemente guapo, aun con señales de golpes en la cara, y con esa mirada dura y fría en esos preciosos ojos azules, Klaudia, no pudo evitar correr hacia él para abrazarlo. No podía creer que después de tanto tiempo Bruce estuviese vivo, era él.

—Aquí tienes a tu abogado y a tu mujer. Tienes cinco minutos —dijo el guardia que lo llevaba de malos modos, dándole un empujón.

—¡Gracie Vergine Santísima! —dijo Klaudia arrojándose en sus brazos con lágrimas en los ojos mientras lo abrazaba y lo cubría de besos. Le parecía mentira que pudiera estar en los brazos de un hombre al que había llorado tanto por su muerte, y que ahora, en contra de lo que decía todo el mundo veía que estaba vivo, junto a ella, como una aparición, agolpándose en su pecho un sinfín de emociones y sentimientos que apenas la dejaban hablar por la emoción.—. ¡Has vuelto a mí! ¡Torni da me! —repetía besándolo sin control, tan emocionada.

A lo que el reaccionó cogiéndola entre sus brazos y dándole un largo y apasionado beso en la boca, haciéndola vibrar al recordar las maravillosas sensaciones que ya tenía casi olvidadas.

—Señorita, perdone, ¿nos conocemos? —preguntó él sintiéndose atraído por esos cálidos abrazos y esos apasionados besos de esa chica tan linda, que lo miraba con tanto amor, sin dejar de llorar.

—¿Bruce, no me conoces? —pregunto ella angustiada.

—¿Debo hacerlo? —preguntó él con frialdad, pero sin dejar de mirar esa escultural figura y esos ojos verdes que lo atraían como un imán—. Mi vida empezó hace nueve meses, antes no hay nada.

—¿No recuerdas nada? Soy tu esposa, tu Klaudia. ¿Estás herido? —preguntó acariciándole la cara con ternura y haciendo que una dulce sensación recorriera sus cuerpos.

—Bruce, no sabes lo que me alegro de verte —le dijo Tony abrazándolo.

—¡Vaya, sí que tengo suerte, ahora tengo abogado y mujer! —dijo el sarcástico.

—No sabes cuánto te he echado de menos, creí que te había perdido para siempre —dijo Klaudia besándolo en los labios.

—Pues no has corrido mucho en venir a verme —dijo él mirándola mientras seguía recibiendo y devolviendo los besos de esa chica tan apasionada.

—Creía que estabas muerto. ¿No recuerdas lo que ocurrió hace un año? —preguntó Klaudia sin separarse de su lado

—Cuéntamelo tú, ¿no dices que eres mi mujer? ¿Estamos separados, divorciados?

—¿Por qué dices eso?

—Me pasé tres meses en coma en un hospital porque alguien quería hacer un colador conmigo. Nadie vino a verme, nadie me busco y desde que estoy aquí, nadie ha venido a preguntar por mí. Y ahora llegas tú diciendo que eres mi mujer y esperas que me lo crea.

—Te he buscado desde que desapareciste, y no he dejado de buscarte porque algo en mi interior me decía que seguías vivo —dijo Klaudia tan emocionada.

—Alguien quiso matarme, casi lo consigue, y fíjate donde estoy. Debo de ser muy mala persona.

—¡No, no lo eres! —dijo ella sin poder contener las lágrimas.

Klaudia empezó a llorar, era él, su voz, su cara, pero había tanta amargura en su voz, tanta tristeza y dolor, y no recordaba nada de su vida ni de ella.

—No llores —dijo él limpiando sus lágrimas con su mano, sintiendo otra vez el contacto de su piel, el roce de sus manos y esa sensación de calidez que había en esa mujer y que lo atraía irresistiblemente, su cuerpo, sus preciosos ojos verdes, su largo pelo castaño y esa cara tan linda con esa expresión entre inocente y traviesa, pero que irradiaba sinceridad.

—Te voy a sacar de aquí —le dijo Klaudia—. Volverás conmigo a Norteamérica, volverás a recordar quién eres y quién soy yo, te lo prometo.

—¿Y quién soy yo y quién eres tú?

—Tú eres Bruce Tanner y yo soy alguien que te quiere y que te creía perdido para siempre —dijo Klaudia sin poder ocultar la enorme emoción que sentía.

—Entonces, me llamo Bruce Tanner —repitió él—. Pareces sincera. ¿De veras eres mi mujer?

—Nos casamos hace seis años —dijo Klaudia sacando de su monedero una foto de los dos juntos.

Bruce cogió la foto mirando cómo él y esa chica aparecían abrazados, junto a la Fontana di Trevi.

—Esta foto nos la hicimos una de las veces que acudimos a Italia a visitar a mi familia —explicó ella.

—¿No eres norteamericana?

—Nací en Italia. ¿De veras no te acuerdas de mí? Ni siquiera de nuestra boda en Italia?

—¿Crees que si recordara algo estaría aquí? Eres muy bonita. ¿Entonces te llamas…?

—Klaudia —respondió ella.

—Te vamos a sacar de aquí, vamos a contratar a un abogado y pronto estarás de vuelta en casa — dijo Tony tan emocionado de volver a ver a su amigo con vida.

—No os molestéis, no creo que dure mucho tiempo aquí.

—¿Por qué dices eso?

—Porque aquí, los americanos no caemos muy bien, ¿o crees que esto me lo he hecho al afeitarme? —dijo Bruce señalando los golpes que tenía en la cara.

—¿Estás diciendo que te han pegado porque eres americano?

—Encanto, aquí tienes que pagar hasta por el aire que respiras, y si no tienes dinero, eres hombre muerto —dijo con frialdad

—No puedo creerlo —dijo ella indignada.

—Pues créetelo, preciosa, quizá dentro de un par de días en vez de tener marido tendrás un bonito título de viuda.

—No — exclamó cogiéndolo de las manos—. Te voy a sacar de aquí, vamos a volver a casa juntos. ¿Cuánto dinero necesitas? —dijo Klaudia sacando su cartera—. Aquí no tengo mucho, pero puedo conseguir el que necesites.

—No quiero dinero, eso solo serviría para una semana, como mucho, y después querrían más y no estoy dispuesto a pagar por mi vida.

—¡Se acabo tu tiempo! — interrumpió el funcionario cogiéndolo del brazo y apartándolo de Klaudia de mala manera.

—Bruce, te quiero —dijo Klaudia viendo cómo ese guardia se llevaba a Bruce de su lado.

—Bruce, todo se va a arreglar —manifestó Tony viendo cómo se llevaban a su amigo de allí mientras ellos se dirigían al exterior de la prisión.

Ya en la puerta de salida, Tony y Klaudia hablaban mientras se dirigirían al coche.

—¡Es é! ¡Tony, es él! Sabía que estaba vivo, lo sabía —decía Klaudia entusiasmada.

—Sí, no hay duda, es él —dijo Tony sonriendo—. No puedo creer que esté vivo.

—Tenemos que sacarlo de aquí como sea —dijo Klaudia.

—Sí —asintió Tony—. En estas cárceles los occidentales no están bien vistos.

—No se acuerda de mí —dijo ella con tristeza.

—Ahí tienes el motivo por el que Bruce no se puso en contacto contigo. Pero no te preocupes, pronto volverá a recordar, volverá a ser él. Volverá a ser «el americano» que se ha casado con la hija de Franki — afirmó Tony recordando cómo lo conocían cuando Klaudia y Bruce iban a Italia a ver a su familia, provocando la sonrisa de la joven.

De vuelta a su celda, Bruce no dejaba de pensar en esa chica tan linda que decía ser su mujer.

—No sabía que estabas casado — comentó su compañero de celda.

—Yo tampoco —admitió él sentándose en su camastro.

—¿Ha venido a que le firmes el divorcio?

—Por lo visto, no. Dice que viene a sacarme de aquí.

—¿Y qué tal es?

—Es la mujer más linda que he visto en mi vida, con un cuerpo divino. Por lo visto es italiana y nos casamos hace seis años —conto sonriendo—. Mira, me ha dejado una foto — indicó enseñándosela a su compañero—. ¿No es preciosa?

—Sí que lo es —afirmó Abdul —. Y en esta foto se os ve muy felices.

—Sí. — declaró él cogiendo de nuevo la foto en sus manos—. Si tenía una vida feliz con una chica tan linda, ¿cómo he acabado aquí? —se preguntó en voz alta mientras se sentaba en su camastro sin dejar de mirar esa foto.