Klaudia, por su parte, se había quedado tan dolida que si le hubieran arrancado el corazón a pedazos, no le habrían hecho más daño del que le había producido su esposo. Ella amaba a Bruce con toda su alma, con todo su corazón, con todo su ser. Hubiera dado la vida por él y hasta la última gota de su sangre si fuera preciso, y se sentía tan engañada, traicionada, hundida y humillada que todo alto concepto que hasta ahora tenía de su marido se había caído al suelo como un castillo de arena. El amor que él decía que le tenía no era nada, era todo mentira, una mentira que ella se había creído como una idiota, sin darse cuenta de nada, sin darse cuenta que en realidad él fue a la empresa de Onegan para revolcarse con «esa mujer». Ahora se explicaba por qué el señor Onegan le había metido cuatro tiros en el pecho, porque descubriría que su guardaespaldas se la estaba pegando con su esposa y ella ahora no se lo reprochaba. Si fuera por ella le podía haber pegado un par de tiros más. ¿Qué le diría Bruce a ella cuando la viera? ¿Con qué mentira trataría de engañarla una vez más? ¡Porque esta vez lo había visto ella con sus propios ojos! Mo le podía negar que estaba con el canuto tieso, revolcándose con la guarra de Elena Onegan como dos cerdos en la cochiquera. De vuelta en su apartamento, Klaudia había llorado tanto que ya no tenía ni lágrimas, se encontraba furiosa en su habitación mientras sacaba la ropa se los cajones, con la maleta abierta sobre la cama.
En el momento en que Bruce llegó al apartamento se quedó sorprendido de ver la luz del dormitorio encendida, y oír el ruido de un cajón cayendo al suelo, por lo que se alertó creyendo que podía tratarse de un ladrón, puesto que Klaudia tenía sesión de fotos hasta la tarde. Sacó la pistola de entre sus pantalones y empujó la puerta, entrando muy despacio, tranquilizándose al ver que era Klaudia que se encontraba haciendo la maleta.
—¿Ya estás aquí? —preguntó Bruce sorprendido—. ¿Por qué estás haciendo la maleta? ¿Nos vamos de viaje?
Klaudia que se encontraba tan furiosa que no se atrevía a mirarlo para no abalanzarse a él y arañarle la cara.
—¿De viaje? ¡Yo sí, a la casa di mía mamma, y tú andare all’ inferno!
—Klaudia, cariño, ¿te pasa algo? —preguntó acercándose a ella sin saber lo que ocurría. Ella cogió un bonito jarrón de Florencia que tenía a mano y se lo tiró con furia a la cabeza, y al esquivarlo Bruce, impactó de lleno en la pared, haciéndose mil pedazos.
—¡¿Qué si pasa algo?! —gritó ella, que echaba la ropa de cualquier manera en la maleta precipitadamente -—. ¡Te he visto!, ¡¿vale?! ¡Te he visto con la guarra de Elena Onegan! ¡Así que ya puedes guardar la pistola, porque aunque me pegues diez tiros en el pecho, no podrás hacerme más daño del que ya me has hecho! —dijo mientras movía sus manos al hablar, golpeándose con ellas al señalar su pecho, al tiempo que Bruce se guardaba el arma en los pantalones.
—¿Y qué has podido ver tú? —preguntó Bruce intrigado, provocando que ella se enfadara aún más al creer que él la trataba como tonta, lo que la hizo coger esta vez un bote de colonia que tenía a mano y que corrió la misma suerte que el jarrón de Florencia.
—¡Tutto! ¡Lo he visto tutto¡ ¡He visto a la guarra desnuda y a ti con el canutto al aire! —gritó Klaudia fuera de sí mientras cerraba la maleta.
—Espera, Klaudia, déjame que te explique, las cosas no son como parecen. —le dijo Bruce se acercó a ella tratando de tranquilizarla, lo que provocó que ella soltara la maleta en el suelo y se abalanzara hacia él para arañarle la cara que tanto atraía a todas las mujeres. Bruce la cogió de las muñecas intentando que se serenase un poco—. Si dejas de tirarme cosas te lo explicaré todo. No sé dónde estabas tú, pero si hubieras visto hasta el final, sabrías que la rechacé por ti.
—¡Yo vi cómo te acostaste con ella! ¡Con estos ojos! ¡Con los mismos que te están mirando!
—No me he acostado con ella, y si me miras a los ojos, sabrás que lo que digo es verdad —dijo Bruce con un tono dulce—. Entre ella y yo no ha pasado nada porque ella no es nada para mí. —La abrazó estrechándola contra su pecho logrando tranquilizarla un poco—. No sé cómo sería yo en el pasado, pero te prometo que tú eres la única para mí, y que entre esa mujer y yo no ha habido nada.
—¿De verdad? No quiero que me engañes —le decía Klaudia, esta vez más calmada, mientras se sentía hipnotizada por sus ojos y atraída por sus labios.
Bruce le dio un dulce beso en la boca, relajándose ella aún más, al tiempo que observó los mordiscos que Elena le había dado en los labios y en el cuello.
—¡Ah! —gritó Klaudia de nuevo buscando el otro jarrón que había sobre el mueble para tirárselo de nuevo a la cabeza, impactando contra la pared al agacharse Bruce de nuevo—. ¡Eres un maldito embustero! —le dijo echándose a llorar y arrastrando la maleta para salir de allí.
—Espera, Klaudia, deja que te explique —le suplicó reteniéndola por los hombros con las manos.
—¡No me toques! ¡Ni se te ocurra tocarme nunca más! —Se dirigió a abrir la puerta del apartamento para salir de allí—. ¡Me das asco!.
—¡Espera, Klaudia, yo te quiero! —dijo Bruce exasperado, que no sabía cómo convencer a su mujer.
—¡Te odio! ¡No quiero volver a verte en mi vida! —dijo ella furiosa, dirigiéndose al apartamento de enfrente, donde vivían su hermano y su novia, para tocar el timbre, acudiendo al instante a abrir la puerta Tony y Carol, qué ya habían sido alertados por las voces del pasillo.
—¿Te pasa algo? —preguntó su hermano desconcertado al abrir la puerta.
—Sí, que me voy a quedar aquí hasta que me vaya a Italia —anunció Klaudia a su hermano que no sabía lo que estaba pasando, al tiempo que Klaudia entraba rápidamente en el piso y cerrándole la puerta en las narices a Bruce, el cual se sintió en ese momento vacío, hundido, con un dolor tan profundo en el pecho, que parecía que le rajaba por dentro y una angustia tremenda que se le agolpaba en la garganta, con un nudo que apenas le dejaba respirar en esta jugada que le había hecho el destino.
Poco después de marcharse Bruce de la oficina de Onegan, llegó a su despacho Víctor Onegan, encontrando allí a su mujer.
—Estaba deseando verte aparecer por esa puerta —dijo Elena al verlo.
—¿Para qué? —Víctor entró en su despacho al tiempo que Elena cerraba la puerta por dentro.
—Para esto —dijo ella dejando caer su vestido y acercándose desnuda con pasión a su marido. Se desprendió del sujetador y las braguitas, se colocó sobre él, encima de la mesa e introdujo con ansia el pene en su vagina, a la vez que dejaba que Víctor acariciara sus pechos e iniciaba sobre él los voluptuosos movimientos del amor, mientras ella cerraba los ojos y se imaginaba que estaba haciendo el amor con Bruce, hasta llegar a la locura, gimiendo en voz alta y gritando «¡Bruce¡».
Tras derrochar sus energías, los dos quedaron un momento en silencio, echados uno junto al otro mientras Víctor la agarraba con su mano por el trasero desnudo.
—Por cierto, cariño, cuando has llegado al orgasmo, ¿por qué has gritado Bruce con todas tus fuerzas?
—Ah, se me olvidaba —contestó Elena—. Hoy ha venido a verte Bruce Tanner.
—¿Al que maté? —dijo Víctor flemático.
—Pues por lo visto, no lo mataste bien, porque estaba muy vivo. Ha estado todo este tiempo encerrado en una prisión de Beirut. No recuerda nada de lo que pasó ni quien le disparó.
—Fantástico —dijo Víctor—. Te prometo que esta vez no fallaré. Bruce Tanner estará pronto muerto, no quiero que cuando recuerde me acuse de intento de asesinato. Ya tuve bastante con la loca de su mujer.
—Quiero que lo dejes tranquilo por un tiempo, hasta que consiga follar con él. Después te dejaré que lo mates si quieres —dijo mientras se agachaba para besar el miembro de su esposo—. Quiero sentir que es mío antes de que muera. —Se introdujo de nuevo el miembro de su marido e inició nuevamente rápidos movimientos de placer mientras mantenía cerrados los ojos imaginando que era Bruce con quien estaba haciendo el amor.
En el apartamento de Tony, Klaudia no paraba de llorar y entre llantos les iba explicando a su hermano y a Carol lo ocurrido.
—¡Es un cabrón! —continuaba diciéndoles Klaudia entre sollozos.
—No digas eso, es tu marido —dijo Carol intentando tranquilizarla.
—Sí. –dijo sollozando –Porque ha desplegatto tutto il canutto.
—¿De qué canuto me hablas? —le preguntó Carol sin entenderla—. Il canutto, il pene tutto desplegatto por esa guarra que es una puta que me ha quitado el marido —dijo Klaudia hablando a veces en italiano, a veces en inglés.
—Es un cabrón. —exclamóTony asintiendo las palabras de su hermana.
—No hables así de él, Bruce es tu amigo —expresó Carol en tono apaciguador.
—El que le hace eso a mi hermana, es un cabrón —señaló Tony ofendido.
—La guarra estaba desnuda para quitarme a mi esposo y con el canutto desplegatto, que los vi con mis propios ojos. —Klaudia lloró de nuevo mientras el timbre del apartamento sonaba una y otra vez, al mismo tiempo que sonaban golpes en la puerta.
—¡Klaudia abre! ¡Tengo que hablar contigo! —dijo la voz de Bruce tras la puerta, acudiendo Tony a abrirla totalmente enfadado.
—¡¿Quién te crees que eres tú para humillar así a mi hermana?! —le espetó Tony encolerizado nada más abrir la puerta, lanzándole un fuerte puñetazo a la cara que Bruce logró evitar fácilmente, mientras las chicas le suplicaban a Tony que lo dejara para no hacerse daño, pero él volvió de nuevo a la carga, esta vez con más fuerza. Bruce se apartó de nuevo y Tony se golpeó la nariz contra la pared impulsado por su propia inercia. Empezó a sangrar mientras las chicas trataban de socorrerlo.
—¡¿Cariño, qué has hecho?! —dijo Carol dándole un pañuelo para que se taponara la sangre.
—¡Eres una bestia! ¡Mira lo que has hecho! —le dijo Klaudia a Bruce con desprecio.
—Yo solo quiero hablar contigo, dame una oportunidad de hablar —suplicó Bruce tomándola por los hombros.
—¿No te enteras? ¡No quiero volver a verte! ¡Era más feliz hace unos meses cuando creía que estabas muerto! —dijo Klaudia corriendo hacia el interior del apartamento de su hermano y echándose a llorar sobre la cama, mientras Bruce, abatido, daba media vuelta hasta su apartamento sintiendo que había perdido lo más importante de su vida.
Esa misma tarde, en su amplio despacho, Víctor Onegan estaba reunido con su consejo ejecutivo alrededor de una mesa mientras echaban una partida de póker con una buena botella de whisky al lado para que cada uno se sirviera. Todos fumaban unos pitillos y unos puros traídos directamente de La Habana.
—Voy —dijo Víctor poniendo un fajo de billetes sobre la mesa.
—Oye, ¿esas no serán de las estampitas de colores recién sacadas del banco? —preguntó Walter, el consejero delegado.
—No seas tonto —replicó Víctor—. Todavía no tenemos las planchas, pero cuando las tengamos no habrá ninguna diferencia porque son auténticas.
—Yo también voy —dijo Alfred, el director de marketing, poniendo otro fajo de billetes en el centro.
—Yo paso, esta mano es muy fuerte para mí —dijo George, el jefe de hipotecas, alquileres y ventas, tirando sobre la mesa sus cartas boca abajo, con una mueca de malestar mientras se levantaba de la silla.
—Lo siento, chicos, trío de ases. Esta vez me quedo yo con las papeletas de colores —anunció Alfred cogiendo todo el dinero, al tiempo que Elena entraba en el despacho luciendo su cuerpo despampanante y un bonito modelito de impresión, con un sugerente escote.
—Chicos, abrid una ventana, esto parece una zorrera –—dijo Elena nada más entrar.
—Ábrela tú —contestó Víctor dándole una palmada en el culo.
—Con este olor se podría llevar una mala impresión si viniera alguien.
—Pues que se siente aquí con nosotros a jugar a las cartas, hay sitio —dijo George—. ¿Quieres jugar tú? – le preguntó a Elena.
—Sí, hacedme sitio, chicos —aceptó ella al tiempo que entraba por la puerta el director de logística empresarial.
—Jefe, acaba de llegar el barco que trae el cargamento de Beirut —le dijo a Onegan, refiriéndose a cinco toneladas de droga camufladas en latas de conserva para no ser detectadas por los perros, y que venían disimuladas en un contenedor completo de latas de conserva auténticas.
—Pero el señor Bilsom no quiere que distribuyamos más cargamento de este tipo —hizo notar Elena—. Él tiene otros planes para nosotros.
—Yo le paso a Bilsom la comisión de todos mis negocios, y él no tiene derecho a decirme lo que tengo que hacer —dijo Víctor.
—Además, el negocio es perfecto. Recibimos la droga en latas que después distribuimos por todo el país como si fueran alimentos —argumentó el jefe de logística.
—Yo soy el jefe de la empresa y digo siempre lo que se tiene que hacer —indicó Víctor mientras su mujer le lanzaba una mirada recriminatoria, pues no quería que su marido estropeara sus ambiciosos planes.
Klaudia se había pasado la tarde encerrada en el cuarto de invitados del apartamento de su hermano, echada en la cama y rompiendo a llorar de vez en cuando, cuando entró en la habitación su cuñada Carol y se sentó en la cama junto a ella, acariciándole la cabeza.
—Klaudia, no puedes seguir así, ni siquiera has almorzado. Vas a caer enferma.
—Mejor. —Klaudia rompió a llorar de nuevo—. Porque preferiría estar muerta.
—No digas tonterías, tú siempre has sido la más vital de la familia, tú no puedes cambiar ahora.
—Esto es molto importante. Lo vi haciendo el amor con otra mujer.
—Él dice que no pasó nada —dijo Carol quitándole importancia.
—Porque es un maldito mentiroso. Lo vi con mis propios ojos, ella desnuda totale y él con la cosa desplegatta con esa zorra.
—¿Y vas a dejar que esa lagarta te quite el marido? La Klaudia que yo conozco hubiera ido a arrastrar a esa zorra de los pelos y trataría de luchar por su marido con uñas y dientes, para reconquistar su amor con el fuego de la pasión, demostrándole a su hombre que esa tipa no es más mujer que tú y que ella no tiene nada que tú no tengas, y que le puedes dar a él más de lo que ella es capaz de dar.
—Pero esto me ha dolido mucho y no puedo perdonarlo —dijo Klaudia sentada en la cama de su amiga.
—Mira, no sé si Bruce ha hecho el amor con otra mujer o no, pero lo que sí sé es el cariño que os tenéis los dos, y te pido que escuches a tu corazón, porque sé que tú estás loca por él y él, desde que te volvió a conocer en Beirut, también está loco por ti, y ese cariño que os tenéis el uno al otro es demasiado importante como para tirarlo todo por la borda en un segundo. Si te ha engañado con otra mujer, tienes derecho a abandonarlo, pero aunque esto sea cierto, también tienes derecho a perdonarlo porque el amor que sientes por él es más fuerte que nada y sería un delito que dos personas que se quieren tanto vivan separadas.
—Gracias por querer consolarme —le dijo Klaudia—. Pero ahora prefiero estar sola.
Carol salió de la habitación para no molestar a su amiga y Klaudia cogió instintivamente el teléfono y marcó el numero de su madre en Italia.
—Mamma —dijo Klaudia nada más descolgar su madre el teléfono.
—¡Klaudia! ¡Bambina! Estoy molto felice di parlare con te.
—Mamma, te quiero mucho. —La interrumpió con voz triste.
—Klaudia, cara, ¿estás triste? ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás enferma?
—Nada —respondió Klaudia sin querer preocupar a su madre ni darle detalles de lo que había pasado entre ella y Bruce—. No me pasa nada.
—¿Has llorado? —insistió su madre que, por el tono de voz, sabía que le pasaba algo a su hija—. ¿Te ha pegado il tuo marito?
—No, no me ha pegado, no me pasa nada —dijo con voz acongojada, intentando tranquilizar a su madre—. Y no he llorado — rompiendo a llorar de nuevo—. Quiero dejar a mi marido e irme a Italia contigo -le confesó rota en lagrimas.
—¡Ah, no! Tú tienes un marito, e il matrimonio é per sempre, es algo sagrado, é sacro, e non e possibile romperé, per il bene e per il male. Tú te quedas en América con il tuo espposo..
—¡Pero él me ha puesto los cuernos! ¡Ha hecho el amore con otra donnna! —le reveló a su madre sin dejar de llorar—. Yo misma la vi a la donna desnuda restregándose a Bruce con el instrumento desplegatto.
—¿Y qué dice tuo marito?
—Que ella se le insinuó, pero que no llegaron a hacer nada.
—¿Lo ves? ¡il tuo marito é un santo! Questa donna era la tentazione, un diavolo, il tuo marito ha superato le tentazioni, come San Francesco d’Assisi, ora non si debe abbandonare —dijo su madre, de mentalidad tradicional y rural que creía que el matrimonio había de perdurar por encima de todo y para siempre.
—¡Ma ho visto con lo strumento desplegato! —dijo Klaudia exasperada—. Restregándose la porca il flauto por la sua almeja —añadió tratando de que su madre comprendiera, aunque sabía que tenía mentalidad del siglo diecinueve.
—Si tu marito la rechazó, merece un premio, superando la tentazione –le dijo su madre irritando a Klaudia sobremanera.
—Me voy a Italia, ¿estamos? Y si no me quieres recibir en tu casa, pondré una tienda de campaña en mitad del pueblo —exclamó totalmente irritada por la actitud desfasadamente tradicional de su madre.
—Tú sabes que aquí siempre estará tu casa, solo quería salvar vuestro matrimonio —le dijo su madre en tono cariñoso.
—Dentro de un par de días estaré allí. Cogeré el primer vuelo que vaya para Italia —le dijo a su madre colgando el teléfono.
En el apartamento de enfrente, Bruce estaba en su dormitorio sentado en la cama, abatido, con los codos apoyados en las rodillas y sus manos sosteniendo su cabeza, sin dejar de pensar con angustia que la había perdido para siempre por esta jugada del destino, mirando los restos de los jarrones de cerámica esparcidos por el suelo, con el corazón encogido y un nudo en la garganta, sin poder llorar, con los ojos enrojecidos por la pena, distante y alejado del mundo. Veía cómo se le había desmoronado su vida. El teléfono que tenía sobre la mesilla de noche empezó a sonar. Lo cogió instintivamente, sin saber ni siquiera lo que hacía.
—Sí, dígame —dijo con voz melancólica, débil, como una llama que se apaga.
—¿Bruce? —dijo otra voz al otro lado de la línea telefónica.
—Su hija no se encuentra ahora mismo aquí —dijo Bruce al reconocer la voz de su suegro, sin querer dar explicaciones, con el ánimo de colgar pronto el teléfono y sin querer hablar con nadie.
—¡Bruce Tanner, eres un cabrón! ¡Has humillado a mi hija y has mancillado el honor de la familia Fabrichi! —dijo el padre de Klaudia muy alterado.
—Mire usted, no sé de qué me habla —dijo Bruce oyendo la voz que le provocaba un tremendo dolor de cabeza.
—¡¿No lo sabes?! ¡Mi hija me lo ha contado todo! Pero tú no te preocupes, que yo tengo muy buenos amigos allí que te pondrán unos zapatos de cemento y te arrojaran al río Hudson. ¡Por hijo de puta!
—Perdóneme, Franki, pero ahora mismo no puedo atenderle. —Bruce colgó el teléfono, que al instante volvió a sonar, y que él cogió con fuerza, arrancándolo del cable y arrojándolo contra la pared. Rompió a llorar, de pie, con el brazo apoyado en el tabique del dormitorio, el mismo tabique que lo separaba de la habitación donde presumiblemente estaría Klaudia en el apartamento de su hermano, un tabique inmenso e infranqueable que había separado sus vidas para siempre.
Elena Onegan se encontraba en su mansión cuando recibió una llamada en su móvil. Miró el número para ver de quien se trataba, y comprobando que se trataba de Peter Bilsom, se apresuró a contestar.
—Hola, Peter —le dijo con voz insinuante—. ¿A qué se debe la grata sorpresa de que te hayas acordado de mí?
—No me he acordado de ti, sino del imbécil de tu marido —soltó Bilsom en tono bronco—. ¿Cómo se le ocurre traficar con «sardinas» cuando tiene entre manos negocios más importantes que nos pueden dar millones de dólares? Lo va a echar todo por tierra. Me han informado que tiene pretendientes, que en su argot significaba que la policía le seguía la pista a alguno de ellos—. Y no tardará en caer, yo no puedo protegerlo siempre, su teléfono esta «duplicado» —Así era cómo los gánsteres explicaban sus sospechas de que la policía le tenía pinchado el teléfono a alguien—. Díselo cuando puedas, no quiero que suelte una burrada.
—No te preocupes, hablare con él. —Elena intentó tranquilizarlo.
—Ah —dijo Peter más aliviado—. Cuanto daría por que tú te hicieras cargo de la empresa. Eres mucho más inteligente que tu marido, me evitarías muchos problemas.
—Todo se andará —dijo Elena—. Pero ahora dime, ¿cuándo voy a poder tener otra vez tu vergajo entre mis piernas?
—Pásate mañana por mi casa, que te daré todo cuanto quieras —contestó Peter con voz morbosa—. Mañana por la tarde tengo que atender un ratito al ministro de economía, pero el resto del tiempo es tuyo.