Pelea de gatas

Después de marcharse Bruce, Klaudia se fue a su apartamento muy dubitativa, pensando si de verdad Bruce iría a la comisaria o a la oficina de Víctor Onegan para encontrarse nuevamente con Elena y revolcarse allí como cerdos a la vista de todos. Esa idea de verlos allí juntos, le removía las entrañas, se le enredaban las tripas solo de pensarlo y una furia incontenible le inundaba el cuerpo, mientras las campanas de su mente tocaban a arrebato, levantándose de improviso y saliendo del apartamento, al tiempo que su mente repasaba la escena en la que había visto a su marido con esa zorra.

Víctor Onegan se encontraba en su despacho con siete de sus hombres de confianza, todos armados debajo de sus bonitas chaquetas. Estaban indagando qué había fallado el día anterior para que le requisaran el cargamento de droga y perder a ocho de sus hombres.

—¡El culpable ha sido el hijo de puta de Bruce Tanner! —dijo Víctor totalmente encolerizado—. ¡Quiero que lo encontréis y quiero que acabéis con el! ¡No importa donde se esconda! ¡Bruce Tanner está muerto! ¡¿Me oís?! ¡Muerto!. Él y la puta de su esposa fueron los que entraron en el almacén, mataron a mis hombres y les entregaron la droga a la policía. ¡Quiero que lo encontréis!, ¡Quiero que lo matéis!, ¡Quiero que lo descuarticéis y se lo echéis de comida a los peces del río Hudson! ¡¿Está claro?!.

—Sí, jefe, pero ya viste lo que le hizo a los chicos del almacén. Pillarlo desprevenido no va a ser fácil —dijo el jefe de personal, que tenía miedo de terminar como sus amigos.

—¡No me importa! —replicó Víctor furibundo.

—Y también está el tema de encontrar dónde se esconde —dijo el director de política financiera de la empresa—. Después de colaborar con la policía sabrá que vamos a por él y seguramente lo mantendrán escondido en un piso de protección de testigos. Será difícil encontrarlo.

–dijo al tiempo que por el interfono, la secretaria de Víctor le anunció en ese instante que Bruce Tanner acababa de llegar y que estaba en la oficina esperándolo para hablar con él y pedirle trabajo.

—No puede ser posible que tengamos tanta suerte —se felicitó el jefe de personal incrédulo.

—Puede que sea una trampa, esto es demasiado fácil —expresó el jefe de ventas e inversiones.

—Nada de eso, chicos. Me dijeron que Bruce Tanner había perdido la memoria en Beirut y puede que todavía no la haya recobrado. Si es así, no le daremos tiempo a que recuerde. Hágalo pasar —le dijo Víctor a su secretaria por el interfono.

Cuando Bruce entró en el despacho, todos al unisonó, lo apuntaron con sus armas.

Klaudia, nada más salir del apartamento, se fue derecha a la oficina del señor Onegan, donde pensaba arrebatarle a su marido de los brazos de Elena Onegan y arrastrarla del pelo por toda la oficina para que se le quitara de una vez las ganas de quitarle el marido a otra. Iba tan ofuscada en estos pensamientos que no veía a nadie, cuándo entró de improviso en la oficina donde había varias secretarías.

—¿Dónde está? —gritó como un ciclón—. ¡¿Dónde está mi marido?!

—Acaba de llegar, está en el despacho del señor Onegan —dijo Judy al reconocerla.

—¡Lo sabía! —señaló Klaudia con lágrimas en los ojos y con un dolor inmenso en su pecho de ver que su marido le había mentido de nuevo—. ¡Sabía que estaba con la zorra de Onegan!

—Me imagino que te refieres a la señora Onegan —dijo Ellen, la secretaria, recalcando lo de señora intentando rectificarla..

—¡No! ¡Me refiero al putón de Elena Onegan! ¡¿La conoces?!

—Para tu información, te diré, que la señora Onegan no ha venido hoy por encontrarse indispuesta, pero si quieres puedo avisar a tu marido de que estás aquí, puedes esperar un minuto en el sofá. —le dijo indicándole el sofá del vestíbulo, desde donde se divisaba por los cristales el despacho de Víctor Onegan.

—Sí, desde aquí hay muy buena vista —aceptó Klaudia furiosa, mientras se sentaba, esperando ver algo desde allí y con el deseo de levantarse e ir corriendo hasta el despacho para arañar a esa bruja, mientras que por otro lado pensaba: «no, Bruce no me puede hacer eso a mí, él me quiere, esto son imaginaciones mías, mi marido no me dijo nada para no preocuparme y solo está hablando con su antiguo jefe, y la bruja de la señora Onegan ni siquiera está aquí».

Cuando de repente, entró a las oficinas la señora Onegan vestida con un generoso escote y una minifalda ajustada que enseñaba más de lo que tapaba.

—¡Zorra hija de puta! —gritó Klaudia sin poder contenerse, al tiempo que se abalanzaba sobre ella.

—¿Tú? —dijo Elena muy sorprendida.

—Te voy a quitar las ganas de quitarle el marido a nadie. —le amenazó Klaudia, tirándose como una gata a arañarle la cara, para que no presumiera de ser bonita. Elena intentaba defenderse y tres secretarias trataban de separarlas.

—Yo no he obligado a tu marido a nada, y si folla conmigo será porque le gusto más que tú. —espetó Elena, mientras trataba de que Klaudia no le desgarrara la cara con las uñas.

—¡Maldita hija de puta! —gritó Klaudia a viva voz mientras se agarraba con las dos manos de los pelos de Elena tirando con todas sus fuerzas, logrando tirarla al suelo y cayendo también ella, a la qué Elena había cogido del pelo también, revolcándose por el suelo ambas, mientras se pegaban, al tiempo que las secretarias eran incapaces de separarlas.

—Yo también me alegro de veros —dijo Bruce muy calmado al ver a los ocho tipos que le apuntaban con sus armas, mientras uno de ellos echaba el cerrojo de la puerta.

—No seas payaso, Bruce, sabes muy bien que te vamos a matar y que los peces del río Hudson se darán hoy un festín contigo.

—Ya veo que sois muy valientes. —comentó Bruce esperando que los policías lo escuchasen—. Y necesitáis apuntarme ocho tipos armados con pistolas para matarme. – dijo esbozando una sonrisa de pura chulería –Vosotros sí que tenéis huevos —dijo con sarcasmo, al tiempo que todo era escuchado por la policía.

—Vamos, jefe —le dijo Expósito a su teniente, que estaba con dos policías más en un habitáculo de esa misma planta—. Bruce está en peligro, no hay tiempo que perder.

Klaudia y Elena seguían enzarzadas peleándose como dos gatas rabiosas, recibiendo la señora Onegan la peor parte. Por fin las secretarias lograron separarlas, quedándose Klaudia con dos mechones de pelo entre sus manos.

—¡Esta loca! ¡Está loca! —gritaba Elena Onegan llorando, con la cara ensangrentada y corriendo hacia el exterior de la oficina—. ¡Te denunciarán mis abogados! —gritaba alejándose de allí a todo correr.

—¡No huyas, ven! Que todavía tengo más para ti —dijo Klaudia con furor guerrero mientras era retenida por las tres secretarias a la vez para impedir que saliera corriendo a alcanzar a Elena Onegan.

—Se te ve muy tranquilo para ser una persona que está a punto de morir —dijo el director de créditos e innovación de la empresa, acercándose a Bruce apuntándole con un arma.

—Lo mismo digo —amenazó Bruce con cierta chulería y actitud serena, mirándolo fijamente a los ojos al tiempo que una de las secretarias, que quería avisar al señor Onegan de que había una mujer que le estaba pegando a su señora, golpeó la puerta fuertemente, con insistencia, y llamó la atención de los allí presentes, que miraron un instante hacia la puerta,.

momento que Bruce aprovechó para agarrar de la muñeca al director de créditos, haciéndole una llave de aikido que le obligó a soltar el arma y poniéndolo delante de su cuerpo, se sacó la pistola de entre sus pantalones y disparó cuatro veces seguidas en menos de un segundo, abatiendo a cuatro tipos mientras los demás, incluyendo al señor Onegan, le dispararon a Bruce, pero no le alcanzaron porque usó al Director de Créditos de escudo y fue él quien resultó muerto al instante, al tiempo que Víctor Onegan no dejaba de gritar con todas sus fuerzas: «¡Matadlo! ¡Matadlo!».

Klaudia oyó las detonaciones de los disparos y empezó a correr con el corazón en un puño hacia la puerta del señor Onegan, que seguía cerrada. La aporreó con sus puños desesperadamente.

—¡No maten a mi marido! ¡No maten a mi marido! —gritaba con desesperación y lágrimas en sus ojos.

Bruce soltó al tipo que le había servido de parapeto, se tiró al suelo en un instante, se deslizó por debajo de la mesa y abatió a los dos tipos que estaban disparando detrás de ella.

—¡Matadlo! ¡Matadlo! —gritaba Víctor fuera de sí, con su pistola en las manos, comprobando que no quedaba ya nadie para obedecer sus órdenes, cuando Bruce realizó un certero disparo al arma de Víctor, que cayó a varios metros por el suelo desarmándolo. Bruce puso un pie en una silla y el otro en la brillante mesa del despacho y se lanzó rápidamente sobre Víctor, el cual intentaba escapar prodigándole una buena tanda de puñetazos.

—¡Soy inocente! ¡Soy inocente! — gritaba Onegan como podía—. ¡Llamaré a mis abogados!

—Tú no llamarás a nadie —le dijo Bruce sentado sobre su pecho en el suelo, apuntándole con un arma—. Porque te voy a matar, para que pagues el daño que me has hecho —explicó muy serio mientras Víctor pensaba que ese tipo no amenazaba en vano.

Klaudia se encontraba llorando desesperada, con la impotencia de no conseguir abrir la puerta mientras oía los disparos, sabiendo, que la persona que más quería en este mundo estaba allí dentro y posiblemente estaba muerta, mientras que con la angustia infinita que sentía pedía socorro con todas sus fuerzas.

En ese momento llegó la policía. Un agente cogió un extintor del pasillo con el que golpeó la puerta fuertemente, logrando abrirla y encontrándose a Víctor Onegan en el suelo y a Bruce encima de él, apuntándolo con su arma.

—¡Bruce, estás vivo! —dijo ella llorando al verlo, pero sin abrazarlo por lo delicado de la situación.

—¡Alto, Bruce, detente! —dijo el sargento Expósito sin atreverse a acercarse demasiado para que Bruce no le disparase.

—Sabemos que Víctor Onegan trataba de matarte, déjanoslo a nosotros. Aquí todo ha terminado —dijo el teniente Forrest.

—No, este tipo me ha hecho mucho daño y quiero saber por qué —negó Bruce muy serio, sin dejar de apuntarlo. ¡¿Por qué me disparaste en Beirut?!

—No es… nada… personal —tartamudeó Víctor muerto de miedo—. Yo no soy Víctor Onegan, pero empecé a hacer negocios con su empresa debido a mi parecido con él. Quería introducir en Estados Unidos algunos cargamentos de droga. En Beirut tú me descubriste y yo tuve que dispararte. Eso es todo.

—¿Eso es todo? Estuvisteis a punto de matarme y por tu culpa pasé un infierno en la cárcel, he perdido la memoria y me pasé un año separado de mi esposa. ¡¿Y solo dices: «eso es todo»?! Te prometo que vas a pagar por todo el daño que me has hecho. —Le puso el cañón de la pistola entre ceja y ceja.

—No, Bruce, no lo hagas —dijo Klaudia angustiada—. No mates a ese cabrón.

—Entréganoslo —insistió el teniente Forrest—. Nosotros nos ocuparemos de él.

—Adiós, Víctor Onegan, nos veremos en el infierno —dijo Bruce con intención de apretar el gatillo.

—¡Sí! ¡Arréstenme! —suplicó el Víctor Onegan falso, preso del pánico—. ¡Lo confieso, soy culpable! –Dijo fuera de sí –He traficado con droga, he robado, intenté matar a Bruce Tanner y un montón de delitos más. ¡Deténganme! ¡Me lo merezco! ¡Me merezco estar en la cárcel! ¡Confieso que es verdad! ¡Por mis pelotas!

—Ya es demasiado tarde —anunció Bruce poniéndole el cañón de la pistola dentro de su boca y apretando muy lentamente el gatillo ante los ojos del falso Víctor, abiertos al máximo por el pánico, en el momento que Bruce apretaba irremediablemente el gatillo a la vista de todos sonando el percutor del arma.

—Lo siento, no estaba cargada —explicó Bruce levantándose y guardándose el arma de nuevo—. Ya había gastado los nueve disparos.

—¡Está loco! ¡Está loco! —gritaba Víctor como un poseso —. ¡Se lo diré a mis abogados! ¡Esto es brutalidad policial!

—Tranquilo —dijo Expósito poniéndole las esposas—. Él no es policía.

—¡Bruce, cariño! —dijo Klaudia echándose en sus brazos con toda su pasión.

—¿Cómo es que tú estás aquí? —preguntó Bruce con una sonrisa, tras besar a su esposa.

—Porque sabía que tú estabas en peligro —dijo Klaudia abrazándose a él con todas sus fuerzas, sin querer decirle que el peligro que a ella le había movido y al que ella se refería, era de otro tipo.