La napolitana

Sobre las siete de la tarde, Klaudia y Bruce llegaron por fin a tocar el timbre del apartamento de Tony. Estaban deseando contarles todo lo que había ocurrido esa mañana y que a pesar de todas las vicisitudes, los dos seguían juntos, amándose como siempre.

—¡Klaudia, se puede saber dónde te has metido! —dijo Tony—. Te fuiste esta mañana sin decir ni adiós y llevo todo el día intentando llamar a tu teléfono.

—Mi teléfono no lo tengo aquí, ya sabes que me lo dejé en el coche de mi amigo John —dijo ella con cara de felicidad, pasando al apartamento de su hermano cogida de la cintura por Bruce.

—¿Pero qué es eso que tienes en la cara? —exclamó su hermano al observarle el arañazo—. ¿Este te ha pegado? —preguntó muy serio mientras miraba a Bruce con cara de pocos amigos.

—Yo no suelo arañar cuando me peleo con la gente —dijo Bruce bromeando. Klaudia les explicó todo lo ocurrido con pelos y señales, aunque cambiando algunas cosas, como que ella fue hasta allí porque intuía que Bruce estaba en peligro, y como que Elena la atacó, cuando ella estaba esperando tan tranquila.

—Sois unos héroes —dijo Carol—. Y sobre todo tú —dijo refiriéndose a Klaudia—. Que gracias a tu amor intuiste que tu marido estaba en peligro.

—No es nada —dijo ella quitándole importancia—. Cualquier mujer enamorada en mi caso hubiera hecho lo mismo.

—Ya he hablado con mamá y papá para intentar calmarla de que todavía no habías llegado a San Valentino, la familia en el pueblo te esperan todos con los brazos abiertos. Deberías llamar a mamá para tranquilizarla y que hable contigo, está muy asustada.

—Pobrecitos —dijo Klaudia cayendo en la cuenta—. Con todo este ajetreo se me olvidó llamarlos. —Marcó de inmediato el teléfono de su madre—. ¿Mamá? ¿Sí? Soy yo, Klaudia.

—¡Es la bambina! ¡Es Klaudia! —le gritó la madre a su marido, que se encontraba junto a ella en la cama tratando de dormir a esas horas de la madrugada, allí en Italia.

—Me ha dicho Tony que tenías mucho miedo —comentó Klaudia a su madre intentando tranquilizarla.

—Sí, molto miedo, tengo molto miedo de que vayas a divorciarte del tuo marito. En América están todos locos, pero tú eres italiana, católica y para nosotros il matrimonio é per tutti la vita.

—No te preocupes, mamá, Bruce y yo nos queremos y estamos más unidos que nunca. Aquí en América no tenemos ningún problema.

Lo único que necesitáis para estar unidos son muchos bambinos. Seis o siete u ocho, o como tu abuela Luciana, que tuvo diecinueve.

—¡Mamma…! —dijo ella asombrada.

—Con muchos bambinos no tienes tiempo para pelearte con tu marido porque solo puedes pensar en los píccolos —dijo su madre convencida, levantando las risas de Klaudia al escucharla—. Al menos uno, podías tener al menos uno, y que me dieras la alegría de ser abuela.

—Eso te lo prometo —dijo Klaudia—. Te voy a dar el bebé más bonito del mundo para que seas la abuela más orgullosa de toda Italia.

Después de hablar con sus padres, Klaudia y Bruce estuvieron un rato de charla cordial entre amigos.

—Ya sabía yo que tú no habías engañado ni maltratado a mi hermana.

—Pues esta mañana y ayer por poco si me das una paliza —protestó Bruce.

—Bah —dijo Tony quitándole importancia—. Eso son bromas de colegas. ¿No te lo tomarías en serio?

—No… para nada. —dijo Bruce entre risas.

—De hecho, somos buenos amigos. Soy uno de los mejores amigos que tienes, aunque no te acuerdes.

—¿Como cuando cogiste mi caña de pescar nueva y me la devolviste hecha tres pedazos? —dijo Bruce, que lo acababa de recordar en ese momento.

—Exacto, ¿ves? Estás empezando a recordar —dijo Tony eufórico.

—Sí, y recuerdo también que me prometiste comprarme una nueva —comentó Bruce provocando la risa de los demás.

—Eso ya no lo recuerdo —dijo Tony—. Pero no te preocupes, que te la compraré en cuanto pueda.

—Y hablando de buenos amigos —dijo Bruce—. Hace dos días me encontré con uno de mis antiguos amigos, Federico Mendoza, y hoy me ha llamado para que nos fuésemos a cenar juntos —les dijo a Tony y Carol—. A un bonito restaurante de la ciudad.

—Me encanta —manifestó Klaudia—. Es una noticia estupenda.

—Pues yo también tengo que daros una noticia estupenda — declaró Carol totalmente entusiasmada—. ¡Esta mañana me he hecho la prueba del embarazo y vais a ser tíos! —anunció radiante de felicidad, provocando una ola de alegría en los allí presentes. Klaudia se levantó de un salto, contenta por la noticia, abrazándose a su cuñada mientras se le escapaba una lágrima de felicidad.

—¡Esto es fantástico! —le dijo a su cuñada—. Se lo has dicho ya a mamá. Será su primer nieto.

—No, quiero esperar a que pasen algunos días, todavía es pronto —dijo Carol serenamente mientras el teléfono de Bruce empezaba a sonar.

—Es para ti, Klaudia —dijo Bruce alargándole el teléfono.

—¿John? Dime —dijo Klaudia al teléfono.

—Mira, bonita, te he tenido que llamar al teléfono de Bruce porque no sé si te acordarás que tu teléfono lo dejaste en mi coche cuando decidiste ser Juana de Arco e ir tú solita a meterte en un tugurio del hampa.

—Sí, me acuerdo —dijo ella dándole la razón.

—Por lo menos me podías haber llamado a mi teléfono para hablar conmigo, no sé nada de ti desde ayer —le recriminó John medio en broma medio en serio.

—Perdona, pero es que me han surgido cosas muy importantes que hacer.

—¡Ah! —gritó John como una loca—. ¡No me lo cuentes! ¡Que me lo imagino! ¡¿Esa cosa tan importante tenía melenita negra y ojos azules?! Qué suerte tienes de tener un marido tan guapo, para mí desde ayer es mi héroe. Para mí en América hay tres héroes fundamentales: Superman, el Capitán América y Bruce Tanner, nadie más podría hacer lo que tu marido hizo ayer en cinco minutos.

—Pues hoy se ha superado a sí mismo —dijo Klaudia entre risas—. Porque ha liquidado a más mafiosos armados en menos tiempo.

—¡Ah! ¡Que macho! —volvió a gritar—. ¡Es mi ídolo!

—John, mira —dijo Klaudia—. Hoy vamos a ir con unos amigos a cenar al restaurante la Napolitana, ¿por qué no te vienes con nosotros y de paso me devuelves el teléfono propuso ella acordando reunirse en el lugar.

La Napolitana era un bonito restaurante al que solían acudir. Klaudia y Bruce llegaron acompañados de Tony, Carol y de un íntimo amigo de Bruce, Federico Mendoza, un hispano de color de unos veintinueve años de edad, de trato cordial y alegre, que venía acompañado de su esposa, Cristina Madero, una guapísima hispana blanca de ojos castaños y pelo negro que llevaba dos años casada con su esposo, y que se había convertido en buena amiga de Klaudia y Carol, con ese carácter alegre y extrovertido, de trato cariñoso para los amigos.

Pietro Luilli, el propietario del restaurante, en cuanto los vio llegar se apresuró en ir a saludarlos. Pietro era un hombre de unos sesenta años, pelo blanco y no muy alto de estatura, que salió de Nápoles con once años de edad, y siempre soñó con volver a su patria, pero que ahora, con hijos y nietos en América había perdido ya esa esperanza.

—Klaudia, bambina, molto gusto de saludarte —dijo dándole dos besos en las mejillas, y cogiéndole las manos muy efusivamente de forma cariñosa.

—¡Pietro! ¡Padrino! —contestó Klaudia con alegría echándole los brazos al cuello para saludarlo con dos besos.

—¡Cuánto tiempo sin veros! —les dijo Pietro a Klaudia y a Bruce después de un año de no aparecer por allí –—. Creía que os habíais vuelto sensatos y os habíais ido a vivir a la bella Italia. Allí se vive mejor que aquí. —aseveró bajando un poco el tono de la voz, como si eso fuera un secreto entre ellos.

—No, solo hemos estado un año de vacaciones. —Bruce le estrechó la mano a su amigo—. Pero te prometo que iremos a Nápoles pronto.

—Oh, Nápoli —dijo Pietro con nostalgia—. Allí se vive más y se come mejor. Aquí, en América, solo se nutren de comida rápida y hamburguesas. ¡Eso da obesidad!

—Pues tú no estás muy delgado que digamos —dijo Tony al saludarlo entre risas, tocándole con su mano la curvatura de su barriga.

—Pero esta es la curva de la felicidad, de la buena cocina —comentó Pietro sonriendo mientras los conducía a una bonita mesa que tenía reservada para ellos.

—Pietro, estos son unos amigos: Federico y Cristina. Todavía estamos esperando que venga otro amigo más —dijo Klaudia.

Pietro en realidad no era su padrino, pero cuando los padres de Klaudia vinieron por primera vez a Estados Unidos acompañando a su hija, a la que le había salido un contrato muy importante como modelo para una empresa de Nueva York, ellos fueron a comer por primera vez al restaurante La Napolitana, donde conocieron a su paisano Pietro, y le confesaron lo duro que resultaba para ellos volverse a Italia y dejar allí sola a su hija Klaudia de tan solo diecisiete años, cumpliendo los sueños de su vida con un importante contrato de modelo, a lo que Pietro se ofreció a tratarla en el restaurante como si fuera su ahijada y a procurar que comiera siempre como en casa, actitud que los padres de Klaudia agradecieron enormemente, aunque dejaron con ella para vivir en su mismo apartamento a Tony como su perro guardián, que tenía como única misión proteger a toda costa a su hermana, y ahuyentar a todo hombre que quisiera pretenderla con malas intenciones.

Después de que Pietro les llevara unos entremeses, obsequio de la casa, y entregarle la carta a cada uno, volvió a la mesa a anotar los pedidos, pidiendo primero Tony y Carol, que pidieron espaghettis y macarrones, después Federico y Cristina, que pidieron un poco de pescado y unos filetes, Bruce, que pidió unos canelones a la carbonara, y por último Klaudia,

—A mí me apetece «pescado del Mediterráneo» —dijo Klaudia después de leerlo en la carta, mirando afablemente a Pietro mientras notaba cómo este fruncía el ceño, poniendo cara de desaprobación.

—¿Pescado del Mediterráneo en Nueva York? —dijo Pietro poniendo cara de asco.

—No, no, mejor unos filetes de ternera con salsa.- dijo ella rectificando después de volver a mirar la carta.

—¿Filetes de ternera? —volvió a contestarle Pietro con cara de desaprobación, como si no estuviera de acuerdo—. A saber si son de ternera o de vaca vieja —murmuró entre dientes.

—No, no, tampoco —dijo ella al ver la cara de su padrino—. ¿Unos canelones y un poco de pasta? —preguntó Klaudia dubitativa, sin saber qué comería finalmente esa noche.

—¡Tú necesitas comida familiare! —dijo Pietro con efusividad y cariño—. La pasta solo pone a las mujeres gruesas, necesitas algo que te fortalezca.

—Está bien Pietro —dijo Klaudia un tanto desesperada, dándose por vencida—. ¿Qué puedo comer entonces?

—De primer plato vas a tomar una sopa napolitana de habichuelas, para que te haga el estómago, y de segundo te voy a poner un sabroso risotto de marisco acompañado de una saludable ensalada, y de postre, un dulce de Sfogliatella rellena de queso riocotta fresco, envuelto en una concha fragante de hojaldre.

—Bueno, como quieras —aceptó ella con una sonrisa.

—Esta es una comida que te da salud, no como todas esas porquerías que la gente pide en los restaurantes —sentenció Pietro mientras los demás lo observaban, cuestionándose lo que habían pedido ellos.

—Tráigame lo mismo a mí también —rectificó Bruce.

—Lo mismo para nosotros —se apresuraron a decir Tony y Fede, que estaban sentados con sus parejas en la misma mesa.

Cuando Pietro se marchó John hizo su aparición un tanto apresurado.

—Perdonadme chicos, pero me ha surgido una urgencia —dijo John tomando asiento en una silla que le tenían preparada en la mesa—. Me he tenido que echar un tinte del pelo urgentemente —le dijo a Klaudia—. Esta mañana, cuando me he despertado me he encontrado tres canas amenazantes mirándome en el espejo, y me he tenido que pelear con ellas. ¿Te lo puedes creer? Es una catástrofe, dentro de poco tendré todo el pelo blanco —le dijo un tanto aterrado a su amiga mientras los demás veían esta actitud un poco cómica—. Y además me ha salido un enorme espinillón en la mejilla, ¿ves? Es un volcán.

—El Vesubio. —Le dijo a Klaudia que miró una pequeña espinilla de la cara.

—Y eso que creo que me he echado en la cara todas las cremas del mundo —terminó diciendo.

—Os voy a presentar, creo que no os conocéis —le dijo Klaudia a sus amigos—. Este es John, mi mánager y mi mejor amigo, y este es el matrimonio Mendoza, Fede y Cristina, dos buenos amigos de mi esposo y míos.

—Encantado de conoceros —saludó John estrechándoles la mano gentilmente –—. Hacéis muy buena pareja. Esta guapa mujer de pelo moreno y este… ¡Morenazo! —dijo John con admiración, sin poder disimular su atracción hacia el elemento masculino de la pareja, lo cual notó Fede, que por deferencia a sus amigos no se levantó y le reventó la boca, pues no le gustaban esas bromas.

—Es muy simpático tu amigo —ironizó Fede.

—Sí, él es un espíritu libre —dijo Klaudia intentando maquillar la situación—. Y ha elegido libremente su tendencia sexual —añadió provocando repentinamente con sus palabras un ataque de risa nerviosa de John.

-Ja, ja, ja, ja, ja, -reía John escandalosamente sin poder dejar de reír.

-—¿Qué le pasa a este? —preguntó Tony, extrañado por la actitud de su amigo.

—Ja, ja, ja, ja, ja. —John seguía riendo sin poder parar de reír.

—No lo sé, es un espíritu libre, un genio. Los genios son así, impredecibles —lo excusó Klaudia.

—Ja, ja, ja, ja, ja.

—Yo no me acuerdo —dijo Bruce—. Pero ¿siempre es así? –le preguntó a Klaudia.

—No, no sé qué le habrá pasado —expresó Klaudia.

—¡Ay que chiste más bueno! —dijo John sin dejar de reír mientras se secaba las lágrimas por la risa.

—Pero ¿que he dicho? —preguntó Klaudia desconcertada, riéndose de la situación.

—Que la tendencia sexual se elige —dijo John cortándosele un poco la risa—. Conozco a mil mariconas amigas mías que se cambiaron de acera, y ninguna de ellas que haya vuelto atrás. ¿Dónde está la libertad? Lo mío es diferente, es de nacimiento, un castigo divino, - dijo John ya más serio, mientras se le acercaba un camarero.

—¿Qué va a pedir de la carta, señor? — entregándole la carta de platos del restaurante.

—Nada —dijeron Bruce y Klaudia al unísono, devolviéndole la carta al camarero.

—El caballero comerá lo que comeremos todos, tráigale lo mismo-—anunció Bruce.

—Cristina, ¿sabes que estoy embarazada? —comentó Carol totalmente ilusionada.

—¿De verdad? Eso es fantástico —respondió Cristina con alegría, levantándose para darle a su amiga un abrazo—. No sabes cuánto me alegro de que vayáis a ser papás.

—Ahora solo tenéis que casaros —dijo Klaudia mirando a su hermano—. ¿No querréis que nazca el bebé antes de la boda.

—Pues mejor, así llevamos la mitad del trabajo hecho —bromeó Tony entre risas.

—¡No me seas hortera, Tony! —replicó John—. Que está muy feo que vayan tus hijos llevando las arras en la boda y que cuando te pregunte el cura si quieres a Carol por esposa, te diga el niño: ¡mira papá, como digas ahora que no te casas con mi madre, te pego una patada en los huevos!

Se echaron todos a reír.

—No seas malhablado John —le recriminó de broma Klaudia mientras le servían los platos, sin que ellos dejaran de hablar cordialmente durante la cena.

—Enhorabuena, Bruce —le dijo John mientras comían—. Me ha dicho Klaudia que ha nacido en Nueva York un nuevo superhéroe americano.

—Bah, ¿te refieres a lo de esta mañana? No tiene importancia.

—¡¿Que no tiene importancia cargarte a doce peligrosos delincuentes en dos días?! ¡Como sigas así, quitando delincuentes de las calles, muy pronto Nueva York se va a quedar desierta, va a parecer la ciudad fantasma! ¡Eres el defensor de la Ley! ¡Eres mi héroe! ¿No necesitas un ayudante? Como Lois y Clark, Bonnie and Clyde o Batman y Robin? Yo estoy dispuesto.

—Venga, John —dijo Klaudia riendo—. Si cuando el tiroteo te escondiste bajo los asientos del coche y no levantaste cabeza hasta media hora después de que todo hubo terminado.

—Pero eso era para no robaros protagonismo —protestó John—. Primero están los héroes.

—Creo que tiene razón vuestro amigo en lo de que eres un héroe —le dijo Fede a Bruce.

—¿Tu también? —dijo Bruce.

—Me estoy acordando de cuando estábamos en Afganistán y la unidad quedó rodeada por fuego enemigo, uno a uno iban cayendo todos nuestros hombres, hasta que cruzaste las líneas enemigas y empezaste a dispararles por la retaguardia.

—Es verdad —dijo Bruce riendo—. Me puse en lo alto de aquel cerro para abriros paso y que pudierais llegar hasta mí para esperar juntos a que nos rescataran los helicópteros. —dijo Bruce con una sonrisa, quedándose todos enmudecidos por un instante.

—¡Bruce, estás empezando a recordar! ¿Te das cuenta? —dijo Klaudia.

—Es verdad, lo recuerdo perfectamente —afirmó Bruce sorprendido, también igual que ellos.

—¿Por qué no trabajamos juntos? Formamos un buen equipo —preguntó Fede—. Como en los viejos tiempos.

—¿Sí? ¿En qué? Ya no podemos liarnos a tiros como en Afganistán, en Nueva York no estaría bien visto.

—Todo lo que tú hagas estará bien visto, encanto —dijo John con fervor, provocando que Klaudia le diera un pequeño codazo para avisar a su amigo que se estaba pasando. John podría pasarlo realmente mal si Bruce se creyera que lo piropeaba un tipo. –—. Digo que la policía ha visto bien todo lo que has hecho,- rectificó John.

—Sí, de hecho no me han molestado para nada después de disparar contra esos tipos —dijo Bruce un tanto sorprendido—. No han presentado cargos contra mí.

—Es que saben que actuaste en defensa propia. Solo te defendiste de unos asesinos, eso no es delito —le dijo Tony a su cuñado—. No te pueden detener por eso.

—¡¿Pero cómo lo van a detener?! —dijo John con su natural euforia—. Bruce es un superhéroe, ¡sería como querer meter en la cárcel a Superman o al Hombre Araña por defender América! ¡Sería antipatriótico!

—Pero yo no soy ningún héroe —contestó Bruce modestamente.

—Sí que lo eres —dijo Tony—. Y yo sé de más de un periódico que te daría una fortuna por la exclusiva.

—A mí eso no me interesa —contestó Bruce.

—Bueno, si cambias de opinión y quieres ganar un dinerillo, te podría escribir la exclusiva yo para mi periódico.

—Eso del dinero no me vendría mal —dijo Bruce entre risas, pero no pienso dar exclusivas.

—A mí me ha salido un trabajillo extra que yo creo que podríamos hacer a medias —intervino Fede—. Y si nos sale bien nos podríamos establecer por nuestra cuenta. Estoy harto de vender telas por las tiendas.

—¿Y de qué se trata? —preguntó Bruce.

—Hay una madre que ha acudido a mí para que le lleve su hija hasta su casa a cambio de seis mil dólares más gastos.

—¿Y por qué no contratan a una niñera? —preguntó Bruce sin tomar mucho interés—. Le saldría más barato.

—Porque la niña tiene ya dieciocho años, es mayor de edad y no quiere volver por su cuenta. El trabajo está chupado, solo tenemos que ir a por la niña, cogerla y llevarla junto a sus papaítos, el trabajo lo podríamos terminar en una tarde, y serían tres mil dólares por cabeza en un par de horas, es fácil.

—Coger a una persona en contra de su voluntad se llama secuestro, y eso en este estado sigue siendo un delito —bromeó Bruce.

—Pero esto no sería secuestro porque la gente que la tiene secuestrada en realidad, es una secta con la que dicen los padres que está conviviendo, y que no dejan ni que hablen con su hija.

—Pues que llamen a la policía, para eso está —dijo Bruce sin dar su brazo a torcer.

—Siendo mayor de edad, la policía no puede hacer nada en estos casos, por eso es por lo que los padres nos necesitan a nosotros. Trabajar en esto es como hacerles una obra de caridad, y yo solo no puedo hacerlo. ¿Qué me dices?

—Que últimamente me han pasado muchas cosas en poco tiempo y necesito más días de descanso —le dijo Bruce a su amigo.

—He alquilado una pequeña oficina para estos casos —explicó Fede—. Y mañana por la tarde vendrán los padres para hablarme del tema. ¿Podrías estar conmigo para cuando vengan? Me gustaría que los escucharas tú también.

—De acuerdo —aceptó Bruce mientras se terminaban la cena.

Después de comerse los postres , mientras seguían conversando amigablemente, Fede sacó un cigarro habano, encendiéndolo, dándole una calada mientras el aroma se esparcía por el aire, llegando hasta las narices de Bruce, que aspiró hondamente el escaso humo disperso en el aire.

—¡Qué bien huele! —exclamó Bruce respirando profundamente, ¿De verdad que yo nunca he fumado? —preguntó intrigado por el fuerte deseo de fumar que sentía en esos momentos.

—¿!Tú?! ¡Nunca! —exclamó Klaudia rápidamente para quitarle esa idea de la cabeza—. Tú aborrecías el humo del tabaco, te parecía un vicio repugnante — añadió mientras los demás contenían la risa al oírla, pues sabían lo aficionado que era Bruce a fumar antes de perder la memoria.

—Pues ahora me apetece un cigarro —dijo Bruce a voz de pronto—. ¿Me pasas uno? —le pidió a Fede.

—Con mucho gusto. —Fede le lanzó uno de sus puros a las manos y que rápidamente se puso en los labios al tiempo que John se levantaba de su asiento con un mechero en las manos.

—¿Quieres que te dé fuego? —preguntó John encendiendo la llama.

—¡No! —gritó Klaudia a viva voz mientras le daba un manotazo al puro, tirándolo al suelo—. Tú me dijiste, que si alguna vez te ponías un cigarro en la boca te hiciera esto, ¿no te acuerdas?

—Pues la verdad es que no —dijo él un tanto sorprendido mientras los allí presentes no podían contener la risa echando todos a reír, mientras él pensaba que su mujer parecía que lo quería enredar con todo esto del tabaco, pero que ya se desquitaría cuando tuviera ocasión.

Después de cenar, se fueron todos a bailar a una discoteca. Bruce y Klaudia volvieron al apartamento a altas horas de la madrugada. Bruce abrió la puerta, entrando Klaudia con el cuerpo molido, por el baile, el cansancio y unos bonitos zapatos de tacón que le torturaban los pies sobre manera, y que Klaudia se apresuró a lanzarlos contra la pared nada más entrar en el piso.

—¿A quién se le ocurre ir a bailar con zapatos de tacón? —dijo Bruce bromeando mientras cerraba la puerta del apartamento.

—Tienes razón —aceptó Klaudia exhausta camino de la cama—. La próxima vez iré con zapatillas de deporte.

—No debías de haber bailado tanto, se te ve cansada - hizo notar Bruce con una sonrisa.

—No estoy cansada, estoy muerta —afirmó ella dejándose caer de espaldas en la cama, con los brazos abiertos—. Creo que esta noche tengo tanto sueño que no me voy a desvestir siquiera. Despiértame mañana para almorzar, a mediodía —dijo ella cerrando los ojos en la cama.

—De eso nada. —dijo él colocándose sobre ella, quitándole la ropa mientras la besaba.

—Hoy no, cariño, hoy no —dijo ella tan cansada mientras Bruce seguía desnudándola, besándole los labios y acariciándole los pechos.

—Hoy sí —afirmó Bruce rotundo—. ¿No te acuerdas cuando me dijiste, que si alguna vez llegabas muy cansada y sin ganas que no te hiciera ni caso y te hiciera el amor?

—De eso no me acuerdo nada —declaró ella sorprendida.

—Pues fue el mismo día que te dije que me quitaras los cigarros de la boca —insistió él mientras se bajaba los pantalones.

—Ya voy recordando. —dijo ella con una sonrisa mientras le abrazaba el cuello para besarlo, entrelazando sus piernas para tenerlo muy junto.

—¿Ves? Ya vamos recuperando la memoria –susurró Bruce dándose ambos un apasionado beso, realizando el amor mientras notaban, que el cansancio había desaparecido de sus cuerpos.