A la mañana siguiente, Bruce acudió al garaje de los camiones de la empresa Onegan, donde el capataz le dijo el camión que debía conducir en una ruta que iría de Nueva York a Miami, de Miami a Montreal, de Montreal a Chicago, de Chicago a Los Ángeles, y así hasta estar cinco meses en la carretera antes de volver a Nueva York de nuevo.
—Me parece a mí que voy a coger complejo de pelota de pimpón, yendo siempre de un extremo al otro del país —le dijo Bruce al capataz.
—Eso es lo que hay, o lo tomas o lo dejas —contestó el capataz de mala manera.
—Está bien, lo tomo. —Bruce cogió los papeles de la ruta y se marchó a comprobar el estado del camión antes de partir. Entonces observó que acababa de llegar un tráiler y que colocaron junto al suyo. Un hombre armado salió de la cabina, lo que llamó su curiosidad, por eso se ocultó tras su camión, haciendo como que comprobaba las ruedas, y una vez allí, se dirigió a intentar abrir la puerta trasera del camión que acababa de llegar para ver lo que contenía, pero sin conseguirlo al estar cerrada con un potente candado, en el momento que se acercaron hasta él, dos tipos con muy mala pinta, con sus corbatas y sus chaquetas de Armani , mientras blandían en sus manos sendos bates de béisbol.
Los dos macarras, eran miembros del Consejo de Administración de la empresa que al ver a Bruce cerca de aquel camión empezaron a increparle.
—¡Apártate de ese camión! ¡Apártate de ese camión! —le gritó de mala manera el Jefe de Servicios Hipotecarios, mientras se dirigía a él desafiante.
—¡Tú, gilipollas! ¡Retírate de ahí o voy y te reviento la cabeza! —amenazó el jefe de Inversiones y Asesoramiento Legal, empleando lo mejor de su vocabulario.
—¿Ah, sí?, pues mucho estáis tardando. Venid aquí si tenéis huevos —dijo Bruce desafiante, con su natural tono con una pizca de chulería.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó el capataz acercándose a él al oír las voces.
—Aunque sea un conductor nuevo, he pensado que era mi obligación ver el estado de las ruedas de mi camión.
—Los obreros no tenéis por qué pensar, de eso ya nos encargamos nosotros —dijo el capataz al tiempo que se le acercaba Elena Onegan —. No quiero discusiones en el garaje –terminó diciendo el capataz.
—Solo eran esos dos tipos —dijo Bruce señalando a los dos macarras trajeados, que se quedaron retirados unos metros al ver que el capataz se ocupaba de todo—. Decían que iban a venir, para acá pero no vienen. —dijo Bruce cruzándose de brazos, haciendo como que los esperaba—. Seguro que son unos maricones.
—Si quieres seguir trabajando aquí, debes de respetar a esos tipos —le dijo Elena a Bruce—. Son dos personas importantes del Consejo de Administración.
—Este es el conductor nuevo —le dijo el capataz a Elena Onegan—. Hoy parte con el camión para un ruta de cinco o seis meses en carretera.
—¡Eres un estúpido! —le gritó Elena al capataz—. Te dije que lo quería cerca de mí.
—Lo siento, creía que era conveniente —comentó el capataz mientras Bruce intentaba comprender lo que estaba escuchando.
—En esta empresa yo soy la que digo siempre lo que es conveniente, y Bruce Tanner desde estos momentos será mi chofer personal, nada de camiones. —Miró a Bruce mientras le pasaba Elena su dedo sobre la camisa, a lo largo del pecho—. Este chico tiene habilidades que hay que aprovechar. — descargando en esas palabras todo su deseo—. Estas son las llaves de mi coche. —le dijo con voz sugerente entregándoselas a Bruce y dirigiéndose para adentro, mientras ordenaba en voz baja al capataz, que descargaran la «valiosa» carga del camión que acababa de llegar y que la guardaran en la cámara acorazada, a la espera que llegase el camión blindado para distribuirla por los bancos.
Mientras tanto, Federico Mendoza se había desplazado hasta el lugar donde decían sus padres que estaba retenida Olivia Wilde, una especie de comuna hippy donde un montón de jóvenes descontentos con la vida consumista trataban de vivir de acuerdo con la naturaleza, cultivando y criando sus propios alimentos y tratando de tener como más importante en su vida la felicidad y no el dinero.
Eran solo las diez de la mañana y los integrantes de la comuna ya habían hecho sus ejercicios de yoga y sus meditaciones, y estaban ya cada uno en sus labores diarias de la granja. Fede se acercó a la puerta de entrada llamando para que le abrieran, cuando apareció una mujer joven que llevaba un bonito bebé en brazos.
—Paz y amor para todos —dijo la joven saludándolo.
—Paz, paz —dijo Fede en tono más seco—. Quería hablar con el director.
—Aquí no tenemos director, esto es una comuna y tomamos todas las decisiones en asamblea. El portavoz de la comunidad ahora mismo es Robert Majors, que se encuentra en el huerto.
—Pues con ese quiero hablar —dijo Fede.
Fede se estuvo informando sobre el paso de Olivia Wilde por la comuna en la que estuvo realmente unos meses, pero que después, se marchó de allí según decía, para irse con un amigo a no se sabe dónde, pero que él no era el único que había ido a buscarla a la comuna. Un mes atrás tres tipos armados habían ido a buscarla diciendo que eran de la policía y les habían dado una paliza a los integrantes de la comunidad para que les dijeran dónde estaba Olivia Wilde, pero no les pudieron decir nada porque en realidad, Olivia no le había dicho a nadie a donde iba.
Aquel mismo día, Klaudia había quedado con Carol y Cristina para hacer algunas compras. Eran las tres muy buenas amigas y, de vez en cuando, les gustaba salir a tomar café e ir de compras. Esa era su terapia particular, si estaban contentas, compraban, si estaban deprimidas, compraban, si estaban aburridas, compraban. Definitivamente salir de tiendas era su mejor medicina.
—¿Que tal con Bruce? ¿Te sirvió la receta que te di ayer? —le preguntó Carol a Klaudia cuando estaban las tres sentadas en la cafetería.
—Sí, la receta es perfecta. Por ahora se resolvieron nuestros problemas.
—¿Qué receta es esa?—preguntó Cristina intrigada.
—Es una receta que le di para que se la hiciera anoche a Bruce —dijo Carol riendo—. Y entonces, ¿hubo fuegos artificiales? —preguntó con tono cómplice.
—Sí —dijo Klaudia riendo—. Toda la noche –echándose las tres a reír.
—Me parece que ya sé de qué receta habláis —dijo Cristina—. La misma que se empeña Fede que cocine todas las noches.
—Lo que pasa es que todavía no he conseguido que deje la empresa Onegan.
—¿Todavía sigue en la empresa de la guarra esa? —exclamó Cristina cabreada—. Pues eso vamos las tres, le pegamos una buena paliza a la zorra esa que se quede que no se pueda ni mover, y veras que pronto lo despide.
—Vosotras dos estáis embarazadas y el otro día ya le di la paliza yo. De todas maneras, gracias.
—¿Y cómo os va la empresa de detectives? —le preguntó Carol a Cristina.
—Fede ha empezado ya con el caso, pero se ha llegado esta mañana a la comuna Arco Iris, donde se supone que debía estar la chica, y por lo visto no saben nada de su paradero.
—Eso es que no se lo han querido decir —apostilló Carol—. Lee Perrine, el guía espiritual de las comunidades del Arco Iris, da una conferencia esta tarde en el hotel Royal.
—¿Por qué no nos llegamos y le preguntamos a Lee Perrine sobre el paradero de Olivia? Quizá sepa algo —dijo Klaudia con total espontaneidad, intentando ayudar a su amiga.
—Estupendo —dijo Carol que normalmente ejercía de sensata.
—Sería una manera de ayudar a Fede —añadió Cristina entusiasmada con la idea—. No quiero que su negocio fracase.
Poco después llegaba John hacia la cafetería donde se encontraban las chicas.
—¡Ah! ¡Guarronas! —dijo en tono cómico—. ¡Una reunión de chicas sin avisarme!
—Es que tú no eres una chica —bromeó Cristina para chincharle.
—¡¿Ves?! ¡Ya me estáis discriminando! —dijo John en tono divertido—. Bien, ¿de qué estábamos cotilleando? —dijo John tomando una silla para sentarse junto a sus amigas.
—De hombres —indicó Carol para ver lo que decía.
—¡Ah! ¡Que ilusión! ¡Mi tema favorito!
—No es lo que tú te piensas —dijo Klaudia—. Estábamos diciendo que queremos ir a ver a una charla que va a dar Lee Perrine en un hotel, y no tenemos coche que nos lleve.
—Pues eso sí que no —dijo John—. Ni hablar del peluquín. La última vez que te llevé a un sitio por poco me fríen a balazos. ¡Coged un taxi!
—Pero John, no nos puedes hacer esto —dijo Klaudia de broma, con voz lastimera—. Nosotras confiamos en ti.
—Está bien —claudicó John—. Pero solo si tú me prometes que vendrás a una recepción de trabajo que va a dar al magnate Peter Bilson dentro de unos días, y que puede ser muy importante para tu carrera.
—Te lo prometo —dijo Klaudia—. Sabía que podíamos contar contigo como Dartañan y las tres mosqueteras.
—Todas para una —dijo Cristina en broma poniendo su mano sobre la mesa, sobre las que pusieron las suyas divertidas Klaudia y Carol.
—¡Y una para todas! —se apresuró a decir John corriendo como loca para poner su mano sobre las de las chicas empezando todos a reír.
—Eres nuestro Dartañan —le dijo Carol de broma a John entre risas.
—Sí, pero preferiría ser Lady Romina.
Elena se montó en el coche en el que estaba Bruce al volante.
—No sé si te has dado cuenta de que ahora eres mi chofer —dijo Elena Onegan recalcando el sentido de la propiedad—. Y estás a mi servicio para hacer lo que yo quiera, ¿te has enterado? —Se abrió un par de botones de la camisa para dejar entrever algo de la tela del sujetador y sus sugerentes pechos—. ¿Se me ve bien desde ahí? —le preguntó a Bruce de forma sensual mientras lo miraba a los ojos a través del espejo retrovisor.
—Sí, perfectamente —dijo Bruce mirando por el espejo mientras giraba la llave de contacto—. Se le ve la cara perfectamente. Por cierto, ¿se ha peleado con una gata últimamente? Tiene la cara llena de arañazos –dijo Bruce con una sonrisa.
—A las fieras deberían encerrarlas en una jaula —dijo Elena muy seria mientras Bruce iniciaba la marcha.
—A las fieras no sé —dijo Bruce—, pero como alguien llame a mi casa para poner a mi mujer en mi contra, quien va a meter a esa persona en una jaula voy a ser yo. ¿Dónde vamos? —preguntó en tono seco.
—De tiendas. Tú conduce y te iré yo indicando.
Poco después llegaron a unos grandes almacenes donde Elena Onegan entró para hacer algunas compras. Bruce la esperó en el coche y aprovechó para hacerle una llamada al teniente Forrest de la policía.
—¿Qué hay, Tanner? ¿Tiene algo para mí?
—Creo que sí —dijo Bruce hablando por teléfono—. Hoy han traído un camión con una carga para guardarla en una cámara acorazada y que se llevarán en un camión blindado a repartirla por los bancos. Eso me parece sospechoso —dijo Bruce—. Deberían venir a investigar.
—¿Qué tiene eso de raro? —preguntó el teniente—. Habrán recibido un envío de dinero y tendrán que llevarlo al banco a guardarlo.
—¿En un tráiler de cuarenta mil kilos? Ahí caben muchos billetes, no creo que sean los presupuestos de la nación.
—Mira, nosotros no podemos entrar allí sin una orden judicial, y para conseguirla tenemos que mostrarle al juez indicios claros de delito. Intenta averiguar qué transporta ese camión y luego nos llamas. —El teniente Forrest cortó la comunicación.
—¿No te parece que eso es demasiado peligroso para una persona? —le dijo al teniente el sargento Expósito, que había estado oyendo la comunicación.
—Todos los días matan a alguien —contestó el teniente con desdén—. Ahí no podemos hacer nosotros nada. Además, ese hombre lo puede conseguir, hay que dejar que nos haga el trabajo gratis.
—De todas maneras, creo que es mejor que le pidamos ahora mismo una orden al juez para llegarnos por allí, cuarenta toneladas de billetes es mucho dinero –expresó el sargento Expósito.