Castigada

 

Le colocaron la venda con cuidado, de manera que cubriera sus ojos. Gemía, pero no podría abrir la boca. Podía sentir el redondo objeto de plástico contra sus labios, y el arnés mantendría todo en su lugar. También podía sentir el entusiasmo de su compañero y su pulso acelerado.

—Cálmate, —dijo. —Cálmate.

Sonrió y cosquilleó el plástico con su lengua.

—Ahora.

—¿Ahora?

—Ahora.

Abrió la boca. Tras una pausa, oyó el sollozo de su compañero al oído, y luego el arnés se tensó alrededor de la bola burdeos.

—¿Está bien?

—Mmmm.

—Puedo apretarlo más si está demasiado flojo.

—Mmmm.

Se sentía segura, confiada y segura en su propia piel, e incluso con las cuerdas que se atarían alrededor de sus codos y muñecas.

Pero él se tomó su tiempo.

Impaciente, la mujer las colocó tras su espalda para mostrarle que estaba lista.

—Cálmate —le dijo su compañero. —¿No es eso lo que me acabas de decir?

Le desabrochó el sujetador con decisión.

—Por cierto, hoy no usaremos cuerdas.

Ella levantó las cejas por debajo de la venda. ¿Qué ha querido decir con… no usaremos cuerdas?

Un silencio rebosante de impredecibles promesas apareció en la habitación. Ella suspiró y cerró los ojos sintiendo un fuerte agarre alrededor de su cuello. Sin pensarlo, colocó sus manos sobre el escritorio. Con firmes movimientos, él ajustó sus caderas, hizo que doblara la espalda y empujó su trasero hacia afuera. Una idea de lo que estaba a punto de suceder comenzó a formarse en la cabeza de su compañera; una eufórica excitación bombeaba por todo su cuerpo. La oscura voz del hombre le susurró al oído.

—Bájate las bragas.

En una rápida sucesión tras sus palabras, la palma de una mano golpeó la piel de la mujer. Esta mordió la bola empapada, pero no pudo evitar que su saliva se derramara.

—Más despacio. Yo te diré cuándo.

Empezó a morder más fuerte. Le caían gotas de la barbilla.

—Muy bien, buena chica. Ahora quédate totalmente quieta.

Con un suave movimiento, le retorció las bragas con sus manos y tiró con fuerza. La tela estirada en sus muslos solo quedó interrumpida por su tatuaje. Estaba encerrada, inmóvil y tan caliente que comenzó a temblar.

Él alzó la voz.

—Puedes secarte la boca.

Los dedos de la mujer tocaron torpemente la bola, pero se detuvo cuando, nuevamente, empezó a formarse más saliva alrededor de sus labios. Un nuevo susurro, esta vez, con más determinación.

—Si gimes otra vez, tendré que castigarte.

Una sensación de inquietud se extendió por el interior de sus piernas. Quería obedecer, pero también quería rendirse; quería sentir sus palmas castigadoras cuando desobedeciera sus órdenes. No pudo evitar gemir.

Una bofetada.

—Mmmm.

Dos.

—¡Mmmm!

Tres.

—¡¡MmmmmMMMM!!

Bien, ambos en la misma sintonía.

Los golpes variaban de intensidad, pero el último fue muy, muy duro. A continuación, sintió un fuerte contraste con una ligera caricia. Estudió su obra de arte; sabía que luego ella podría mirarse en el espejo. La línea del bikini cambió de tono; de un blanco porcelana a un rojo delicado, irritado.

Cuatro.

Cinco.

Las bragas cayeron al suelo.

Seis.

Siete.

Ocho.

De repente, paró.

—Las bragas. Recógelas. Ahora.

Los golpes le quemaron la piel como las órdenes resonaron en sus oídos.

—Recógelas, he dicho.

Nueve.

—¡MmmmMM!

Diez.

—¡MmmmMMM!

Once.

—¡¡MmmmmMMMM!!

Doce.

—¿Lo sientes?

Trece.

Catorce.

—¡¡MmmmMMMMM!! ¡¡¡MmmmmMMMMM!!!

—Por si dudabas. La próxima vez, haz lo que te digo inmediatamente.

Dolorida y humillada, se agachó. Su cuerpo no podía más.

La cálida exhalación del hombre le envolvió su oreja y le susurró lo que ella ya sabía.

—Ahora… Quiero que las estrujes.

Le acarició la mejilla.

—Espera, espera, lentamente. No tenemos prisa.

La tela mojada se adhirió a las manos de la mujer. La humillación. La mayor humillación.

—¿Lo entiendes ahora? ¿Entiendes por qué tengo que castigarte?

Ella entendió y asintió.

—Bien.

Él le arrancó las bragas de sus manos.

Su voz era más y más fría.

—Tienes la mala costumbre de apoyar los codos en la mesa, pero se acabó. A partir de ahora tienes que aguantarlos detrás de la espalda. La única cuestión es con qué te ato…

Sus dedos repicaron con firmeza sobre la mesa.

—¿Con el cinturón, tal vez? Dios sabe que te mereces una buena paliza con uno, pero no, hoy no. Ah sí, ya sé…

El miedo. La humillación. El placer. La tela mojada se tensó alrededor de sus muñecas. Estaba atada con sus propias bragas.

Su compañero dio un paso atrás y contempló su obra.

—Te dije que no usaríamos ninguna cuerda.

Las yemas de dos dedos se arrastraron por su zona lumbar y bajaron hacia su trasero, pero esta vez no la golpeó. Esta vez, sus dedos viajaron hacia abajo, mientras que la respiración de la mujer se aceleraba. Ahora lo tenía cerca, demasiado cerca. Ella empezó a retorcerse sobre la mesa, poniendo a prueba el nudo que ataba sus manos.

—¡¡Mmmmmmm!!

Era inútil.

Él la acariciaba y deslizaba sus manos hacia dentro. Jugaba con la impaciencia y obediencia de su compañera, cuya zona interior de los muslos reveló que su boca no era lo único que había estado goteando.

—Has sido buena, y si eres buena, tendrás una recompensa.

Los dedos se detuvieron un instante y luego comenzaron a moverse en círculos por toda su zona empapada. La conquista fue completa, perfecta.

Cuando, finalmente, acarició de nuevo sus partes mojadas, ella no pudo resistir más. Su grito fue tan fuerte que su compañero tuvo que taparle la boca.

—Ya, ya. Shhhh.

El dorso de su mano sintió calor al acariciar la mejilla de la mujer, y descendió hasta el arnés, desde donde controlaba su silencio.

—Aún no hemos acabado.

Siguió acariciándola con sus dedos con la presión justa que a ella le gustaba.

—Ahí.

—¡MmmmMMM!.

Justo ahí.

—¡MmmMM! ¡¡MmmMMM!!

Le ajustó la venda de los ojos y volvió a agarrarla por el cuello.

—Ven conmigo.

La mujer se estremeció mientras sentía un placentero bienestar. El suelo de madera crujió bajo sus pies. El número de pasos reveló que habían dejado atrás la habitación.

Entonces, le retorció la coleta.

—Por ahí no.

—Aquí.

De repente, la mujer sintió el calor de la chimenea abierta y la suave alfombra de piel de oveja entre los dedos de sus pies.

—Túmbate.

Hizo lo que le ordenó. Se tumbó y permaneció completamente inmóvil, esperando a que su compañero pasara a la siguiente fase e intentara satisfacer sus deseos sexuales.

La leña crujía con el calor del fuego, haciendo que ambos cuerpos, ardientes, sudaran aún más.

Él apretó sus pechos y besó su escote. Sus pezones se volvieron duros entre sus manos.

—¡MmmMM!

El pellizco repentino la hizo temblar.

—¡MmmMM! ¡¡MmmmMMM!!

El bocado fue fuerte e impulsivo.

Los besos le inundaron el cuello, mucho más delicados y agradables que antes. Besó la bola y lamió la saliva que caía de su barbilla.

—Eres hermosa. Lo sabes, ¿verdad?

Le aflojó las bragas que le ataban las muñecas y marcó el cambio de escenario con otro susurro.

—Tu turno.

Besó su creciente pecho, contando sus costillas lentamente. Sus labios le regañaron la piel. Ambos sintieron la electricidad que recorría el cuerpo de la mujer. Después continuó, pero esta vez no enterró la nariz en su ombligo como solía hacerlo; a ella no le importó. Solo había un lugar en el que quería su lengua.

Sintió a su compañero respirar con dificultad y enredar mechones de su cabello entre sus dedos. Entonces se le ocurrió la razón por la que le había desatado las manos… Cuando la lamió, ella tenía el control de la situación. Si él hacía un trabajo chapucero, ella le tiraría del pelo. Si él hacía algo mal, le obligaría a empezar de nuevo. La venda le impedía ver y la bola le impedía hablar, pero tenía el control de su propio placer y disfrute.

Por eso le tiraba del pelo incluso cuando él hacía todo correctamente.

—¡Mmmm!

Su lengua comenzaba a ser negligente.

Entonces lo empujó hacia ella y lo abrazó con fuerza. En ese momento, estaba tan cerca de correrse que temblaba de excitación. El orgasmo. Abrazó la cabeza de su compañero con sus muslos temblorosos y no lo soltó hasta haber sentido cada átomo de su cuerpo.

Por fin lo dejó respirar, regresando a su pequeña burbuja de sacudidas orgásmicas, pero eso no fue suficiente para ninguno de los dos, y no pasó mucho tiempo hasta que la colocó a cuatro patas.

Con un ritmo seductor, su pene erecto patinaba entre sus muslos, pero no la penetraba. Quería acariciar sus partes externas primero y sentir su suavidad a lo largo de su pene.

Ella comenzaba a estar impaciente, a sentirse salvaje. Con sus codos apoyados, empujó su trasero hacia él.

—¡Nnnn!

—¿Ya?

Él la agarró más fuerte de sus caderas y ella cerró sus puños. Apretó la alfombra con tanta fuerza como pudo. Su compañero era demasiado fuerte; no debía ser muy duro ni muy rápido, pero tampoco muy lento, porque la volvería loca.

Se la metió.

—¡¡MmmmMMM!!

La penetró.

Lentamente.

Con determinación.

Centímetro a centímetro.

—¡¡MmmmmMMMMM!!

Luego… se detuvo.

—¡Nnnn! ¡Nnnn! ¡Cccrrrnnnn!

Desesperadamente, intentó que su compañero reanudara, empujando su culo con tanta fuerza que tuvo que retroceder.

La ignoró. Una mano sostenía su hombro y la otra le quitaba la bola de la boca. No había duda de lo que tenía que hacer. Segundos más tarde, tenía su enorme polla en la boca. La saboreó, al principio con suavidad, y dejó que su lengua se deslizara alrededor de su glande. Luego, apretó la boca y la empujó más adentro. Él la agarró del cabello y comenzó a controlar su velocidad.

Obediente, la mujer la tenía más y más adentro, hasta que los músculos del abdomen de su compañero se contrajeron. Entonces contuvo la respiración; lo lamió y escuchó sus gemidos. Seguía chupando, con movimientos rápidos y más intensos. Quizá él pensaba que aguantaría más y que esto solo era el juego previo al Big Bang; él, que había orquestado e iniciado todo, pero ya no importaba. La lucha había acabado, su miembro palpitante estaba a merced de su compañera. Ella tragó con una sonrisa de satisfacción y se lamió los labios.

El día había comenzado. Ya era hora de que su compañero se fuera a casa.