Mesa o espejo, ese objeto maravilloso, cincelado por genios o ángeles para el rey Salomón, ha poblado los sueños de muchos hombres. Quizá nunca existió, quizá sólo sea el arquetipo de la eterna búsqueda del saber, de la riqueza o del poder.
Salomón, el rey de Israel, del que la Biblia asegura que alcanzó el conocimiento absoluto,1 diseñó una mesa de oro y pedrería, de valor incalculable, y la encerró en el Templo de Jerusalén, residencia de Dios.
El verdadero valor de la Mesa de Salomón era espiritual: un jeroglífico dibujado en su tapa cifraba el nombre secreto de Dios, el Shem Shemaforash, la palabra secreta y santa que, una vez al año, en fecha señalada, el Sumo Sacerdote de Israel susurraba ante el Arca de la Alianza para renovar la Alianza entre Dios y la humanidad.
El Arca de la Alianza y la Mesa de Salomón estaban confinadas en el Devir, Kodesh HaKodashim o sancta santorum del templo, una estancia sin ventanas, de techo bajo, a la que sólo el Sumo Sacerdote accedía, tras revestirse con el pectoral de las doce piedras (las tribus de Israel), untarse con la sangre de un cordero sacrificial y envolverse en una nube de incienso, precauciones necesarias para que la mera presencia de Dios no lo aniquilara.
Además del Sumo Sacerdote, una segunda persona conocía el Shem Shemaforash: el Maestro del Nombre o Baal Shem que el Sumo Sacerdote hubiera designado para sucederlo. De este modo se evitaba que la palabra se perdiera si el Sumo Sacerdote perecía. No obstante, como se vivían tiempos azarosos, y el pequeño Israel estaba constantemente amenazado por vecinos poderosos, el precavido Salomón comprendió que alguna vez podían morir simultáneamente los dos portadores del Nombre divino, llevándose al otro mundo la palabra secreta de su pacto con Dios. Para que no se perdiera el Nombre, del que dependía la alianza de su pueblo, el sabio rey ideó un complejo entramado geométrico que contenía las claves del Shem Shemaforash, aunque descifrarlo requería una entrega tal a la contemplación de Dios que sólo estaría al alcance de un místico capaz de meditar sobre el misterio divino hasta el punto de merecer ese último secreto. Ése sería el origen y la meta última de la cábala, la ciencia de Dios.
La mesa, portadora del Shem Shemaforash, era el único objeto santo que, debido a su carácter, compartía con el Arca de la Alianza la shekiná o presencia de Dios.
Salomón murió hacia el año -922. Después se inició una rápida decadencia de Israel y no faltaron ocasiones para que los atribulados judíos tuvieran que disponer del tesoro del templo: el expolio comienza durante el reinado de Roboam, hijo de Salomón, que tuvo que aplacar a los egipcios (1 Reyes 14,26) y prosiguió en años posteriores (1 Reyes 15,18; 2 Reyes 16,8, etc.). A ello hay que sumar las desviaciones paganas (2 Reyes 16,17; 21,4; 23,1-12), flaquezas de los propios judíos en el mantenimiento de su alianza sagrada. En resumen, que en cuatrocientos años hay amplio espacio para dudar de que una mesa de oro y pedrería se conservara intacta.
En el -586, el rey Nabucodonosor II conquistó Israel y destruyó el templo, después de saquearlo de todo lo saqueable. Cabe dentro de lo posible que los sacerdotes pusieran a salvo los objetos confinados en el sancta sanctorum antes de la llegada de los caldeos (aunque nadie nos asegura que fueran los originales que hizo forjar Salomón).
A partir de la destrucción del templo, la Biblia no vuelve a mencionar el Arca de la Alianza, la sede de Dios, aunque una fuente tardía, el Libro II de los Macabeos (2,4-10), asegura que el profeta Jeremías la puso a salvo en una cueva del monte Nebo.
En el -535 los judíos repatriados del exilio babilónico levantaron el denominado «Segundo Templo» en las ruinas del primero. Sobre esta construcción, seguramente modesta, Herodes el Grande remodeló un templo magnífico con amplios edificios auxiliares en el año -19. A este segundo templo, que fue destruido, junto con el resto de Jerusalén, por las legiones de Tito el año 70, pertenece el Muro de las Lamentaciones.2
El historiador Flavio Josefo, testigo presencial y cronista de la conquista romana de Jerusalén, escribe: «Entre la gran cantidad de despojos, los más notables eran los del Templo de Jerusalén, la mesa de oro, que pesaba varios talentos, y el candelabro de oro.»3
¿Se refería a la Mesa de Salomón? Es posible, pero también podría tratarse de otra, la llamada «mesa de los panes» que a veces se menciona entre el mobiliario del templo.
Cuando el general vencedor, Tito, regresó a Roma, exhibió este tesoro en su procesión triunfal inmortalizada en el arco que la ciudad erigió para honrarlo. Entre los relieves que decoran el monumento distinguimos la ménorah o candelabro de los siete brazos y una mesa de la que sólo podemos apreciar las largas patas y el perfil del tablero, cuadrado y de unos cuatro palmos de lado.
Después del desfile triunfal, los objetos del templo se depositaron en el Templo de Júpiter capitolino y, posteriormente, en los palacios imperiales o en el Templo de la Paz, donde se sumaron a otros muchos objetos sagrados expoliados a diferentes pueblos. Los romanos, en su condición de politeístas, creían que el poder de los objetos sagrados de los pueblos sometidos se transmitía al conquistador. Depositando esos objetos en el Templo de Júpiter capitolino, su templo máximo, acrecentaban la protección mágica de Roma y, por consiguiente, su poder.
En el siglo V, ya en plena decadencia de su imperio, Roma sufrió dos saqueos, el primero a manos de los godos de Alarico I el año 410, y el segundo por los vándalos en 455.4
Los godos depositaron el tesoro romano en Toulouse, la capital de su reino, que abarcaba desde el sur de la península Ibérica hasta el norte de la actual Francia.5 Éste sería el llamado «tesoro antiguo» integrado por objetos sagrados cuya virtud supuestamente fortalecía al poseedor. Era, por lo tanto, un legado inalienable, sagrado, estatal, distinto del tesoro real, la reserva monetaria del monarca reinante.
La fama del tesoro godo, acrecentada por la de los objetos del Templo de Jerusalén, se divulgó entre los pueblos del entorno e incluso alcanzó a otros bastante lejanos.6 El historiador bizantino Procopio de Cesarea (siglo VI), comenta: «y los ostrogodos ganaron la batalla, matando a la mayor parte de los visigodos y a su jefe Alarico (el Joven). Entonces tomaron posesión de la Galia, la dominaron y asediaron Carcasona con gran entusiasmo, porque sabían que estaba allí el tesoro real que había tomado Alarico (el Viejo) en los primeros tiempos, como botín cuando asaltó Roma. En este tesoro estaban los tesoros de Salomón, el rey hebreo que tenía el más extraordinario aspecto: la mayor parte estaba adornado con esmeraldas y había sido tomado en Jerusalén por los romanos en tiempos antiguos.»7 Esta fama estimuló la codicia de los francos, que invadieron el reino visigodo y se enfrentaron a su ejército en Vouillé (507). El combate se saldó con la derrota de los visigodos y la muerte de su rey, Alarico II, al que sucedió su hijo bastardo Gesaleico, elegido por los nobles en el mismo campo de batalla. San Isidoro lo considera «de origen plebeyo, torpe y desacertado en sus actos». Con esas credenciales y con las malas vecindades que tenía, no es de extrañar que el suyo fuera un reinado fugaz. Como francos y borgoñones prosiguieran su avance, Gesaleico abandonó Toulouse y se replegó, con los tesoros, a Carcasona. Tras dos años de reinado calamitoso, lo depuso (y ejecutó) en 511 el rey de los ostrogodos Teodorico, que entregó el trono vacante a su nieto Amalarico (hijo de Alarico II y de su hija Tindigota) y desempeñó la regencia en su nombre. Una de las primeras disposiciones que tomó fue trasladar el tesoro de los godos de Carcasona a Rávena, la capital de su reino.
El joven Amalarico accedió al gobierno de los visigodos el año 526, tras la muerte de su abuelo. Su primer acto de gobierno fue trasladar el tesoro godo a Toledo, aunque él no pasó de Barcelona, donde fue asesinado. Quizá convenga advertir al lector de que era costumbre entre los reyes godos morir asesinados. Como la monarquía era electiva, no hereditaria, la impaciencia por alcanzar la corona consumía a muchos nobles godos y los inclinaba a eliminar al monarca.
En el siglo y medio que se extiende entre la obra de Procopio de Cesarea y la de los cronistas árabes de la conquista de España, la Mesa de Salomón no vuelve a mencionarse, pero es presumible que permaneciera en Toledo con el resto de los tesoros. Es a partir del año 711 cuando adquiere una súbita notoriedad que se refleja en las crónicas árabes de la conquista.
Existe otro posible itinerario de la Mesa de Salomón hasta Toledo, esta vez a lo largo del norte de África. «El rey de los rumíes (o sea, de los romanos ya convertidos al cristianismo) entregó la mesa a la gente de Egipto. Los obispos la llevaron a Alejandría, pero cuando ‘Amr ben al-As atacó Egipto huyeron con ella hacia la ciudad de Trípoli. Cuando se les acercó, huyeron con ella a la ciudad de Cartago. Al entrar los musulmanes en Tánger, se trasladaron con ella a la ciudad de Toledo, sin que tuvieran un lugar inaccesible donde huir con ella después de Toledo.»8
El año 711, los moros desembarcaron en las playas de Tarifa, derrotaron al ejército godo del rey Rodrigo y conquistaron España. Entre las piezas más preciosas del botín capturado en Toledo, la capital del reino, figuraba la Mesa de Salomón, de oro cincelado con adornos de perlas y pedrería. Era tan valiosa que «no se encontró un hombre en todo el ejército que pudiera tasarla».
Las noticias sobre la Mesa de Salomón proceden de dos fuentes, una egipcia y otra andalusí, que postulan tres posibles edificios toledanos donde la mesa se encontró: en la Casa de los Reyes, en la casa de los Cerrojos, o en una iglesia. Otros creen que estaba en el castillo de Firas, a dos días de Toledo (lo que equivale a unos sesenta kilómetros), donde quizá la interceptaron los conquistadores cuando los godos intentaban ponerla a salvo, y otros, finalmente hablan de la «Ciudad de la Mesa» (madinat alma’ida). Cabe dentro de lo posible que las fuentes confundan dos objetos distintos situados en dos emplazamientos. Algunos godos desmentían que hubiera pertenecido a Salomón y aseguraban que era el producto de la fundición de una serie de objetos de oro donados por devotos a la Iglesia (lo consigna al-Himyari). Quizá intentaban restar importancia a la mesa para protegerla o preservar su secreto.9
No hay unanimidad entre los cronistas árabes que mencionan el objeto sagrado forjado por Salomón: para la mayoría es una mesa, o sea, un tablero horizontal con patas, pero para otros es una arca (tabut), un espejo o el missorium aureum, una bandeja de oro votiva, donada por el patricio Aecio.10 Mesa, espejo y missorium nos remiten, en cualquier caso, a una superficie pulida, presumiblemente metálica.
El historiador Aben Al Hakam escribe: «Cuando Muza conquistó España, se apoderó de la Mesa de Salomón, hijo de David, y de la corona. Le dijeron a Muza que la mesa estaba en un castillo llamado “Faras”, a dos leguas de Toledo. La mesa tenía tanto oro y aljófar como jamás se vio nada igual. Tariq le arrancó un pie con el oro y perlas que tenía y le mandó poner otro semejante. Estaba valorada en doscientos mil dinares, por las muchas perlas que tenía.»11
Otro historiador, al-Maqqari, escribe: «La mesa estaba hecha de oro puro, incrustado de perlas, rubíes y esmeraldas, de tal suerte que no se había visto otra semejante [...] estaba colocada sobre el altar de la iglesia de Toledo, donde la encontraron los musulmanes, volando la fama de su magnificencia. Ya sospechaba Tariq lo que después sucedió de la envidia de Muza, por las ventajas que había conseguido, y que le había de ordenar la entrega de todo lo que tenía, por lo cual discurrió arrancarle uno de los pies y esconderlo en su casa, y ésta fue, como es sabido, una de las causas de que Tariq y Muza disputasen ante el califa sobre sus respectivas conquistas, disputa en la que Tariq quedó vencedor.»12
El estímulo principal de los moros en la conquista de España fueron los dos tesoros de la monarquía visigoda, el tesoro real y el tesoro sagrado. ¿Dónde se guardaban estos tesoros? El tesoro real, del que la corona podía disponer, acompañaba al monarca en sus desplazamientos. El tesoro sagrado era intocable y se guardaba, según la persistente leyenda, en una casa cerrada con muchos cerrojos, o sea, el Palacio Encantado. Algunos historiadores suponen que estaría en Toledo, ya que era la capital del reino, pero otras fuentes no se muestran tan seguras. En Las Mil y una noches, colección de cuentos que transmite diversas noticias históricas, se habla de «un país al que llamaba Lepta que pertenecía al reino de los cristianos». Otras fuentes especifican que aquella casa, palacio o cueva del tesoro era una construcción antigua, obra de Hércules. Casi todos los autores suponen que la famosa cueva de Hércules estaría en Toledo, pero existe una arraigada tradición que la sitúa cerca de Jaén, en la peña de Martos, donde, como escribe Francisco Delicado en 1524, «puso Hércules la tercera piedra o columna que al presente es puesta en el templo».13 Jorge Luis Borges, en La cámara de las estatuas, escribe: «En los primeros días había en el reino de los andaluces una ciudad en la que residían sus reyes y que tenía por nombre Lebit, o Ceuta, o Jaén.»14
A la historia, muchas veces nutrida de leyendas que acaban siendo respetables en razón de la antigüedad de los textos que las sustentan, se añaden los mitos creados en torno al maravilloso objeto de Salomón. Es evidente que muchos componentes de la religión y de los ritos hebreos proceden de Egipto, donde los judíos habían recibido la influencia de una cultura superior durante varias generaciones. El monoteísmo hebreo (tan parecido al de Akenatón, el faraón hereje) es de inspiración egipcia.15 El Arca de la Alianza, las Tablas de la Ley y otros objetos sagrados del templo reproducen objetos rituales egipcios en los que Moisés se había iniciado cuando era un príncipe a orillas del Nilo.
Dijimos más arriba que el previsor Salomón intuyó que adversos avatares políticos de su reino amenazarían la transmisión oral del secreto y esa incertidumbre le aconsejó reducir el Nombre Secreto de Dios a un ideograma geométrico y transmitirlo en el objeto que llamamos Mesa de Salomón.
La formulación geométrica de ese sonido sagrado, el Nombre Oculto de Dios, no es un secreto privativo de los hebreos. También pertenecía a los iniciados de otras culturas, entre ellos a Pitágoras. El sabio griego considera que el cosmos es un único y mismo ser cuya armonía se expresa en la aritmética sagrada del tetractis o cuaternario. En el campo cristiano medieval, Bernardo de Claraval escribe en De Consideratione: «Dios es longitud, anchura, altura y profundidad.» Es decir, Dios es Geometría.
¿Conocía el secreto de la Mesa de Salomón Alarico, el caudillo godo que la capturó junto con los otros tesoros sagrados de Roma? Algunos autores lo creen posible.
Los dos caudillos de la conquista, Tariq y Muza, se disputaron la mesa, pero el califa de Oriente, la máxima autoridad musulmana, zanjó la cuestión reclamándola. Según la tradición, la Mesa de Salomón se extravió en el trayecto entre Toledo y los puertos andalusíes donde tenía que embarcar. Desde entonces diversos personajes, en épocas distintas, han buscado el famoso talismán en varios lugares, especialmente en Toledo y Jaén.16 Para acabar de enredar el asunto, la realidad se empeña en respaldar la leyenda: en 1858 se encontró un tesoro visigodo cerca de Toledo, en Guarrazar; y en 1924 se encontró otro en Jaén, en la finca los Majanos de Garañón, término de Torredonjimeno, a pocos kilómetros de la cueva de Hércules que la tradición sitúa en la Peña de Martos.
El tesoro de Guarrazar, constituido por una serie de coronas votivas, puede admirarse en el Museo Arqueológico Nacional. El de Torredonjimeno, también formado por coronas y otros objetos, no tuvo tanta suerte. El labriego que lo halló pensó que era hojalata dorada y que las gemas eran cristalitos de colores y lo entregó a sus hijos como juguete. Años después, unos anticuarios cordobeses adquirieron lo que restaba a precio irrisorio. Cuando la noticia llegó a las autoridades, sólo se pudieron rescatar unas pocas piezas menores, en algunas de las cuales aparecían los nombres germanizados de Trutila (Totila) y Rovine (Rufinus).
La leyenda de la cueva de Hércules arraigó profundamente en Toledo. Con el tiempo, la mítica cueva se consideró un espacio sagrado dedicado a prácticas de magia. Los toledanos creían que la cueva estaba bajo la iglesia de San Ginés, hoy desaparecida, y que sus galerías se prolongaban fuera de la ciudad hasta una distancia de tres leguas. En 1546, el cardenal Silíceo hizo explorar la cueva: «A cosa de media legua —leemos en Lozano— toparon una mesa de piedra con una estatua de bronce [...] después pasaron adelante hasta dar con un gran golpe de agua.» No se atrevieron a proseguir y regresaron.17
En 1839, nuevos exploradores se descolgaron con cuerdas hasta un osario cuya entrada cerraba una pesada losa y encontraron vestigios de construcciones antiguas, pero la probable entrada de la cueva estaba taponada de escombros. Doce años después, unos oficiales de zapadores descubrieron una sala subterránea, de quince por nueve metros, sostenida por tres arcos de buena sillería que sostenían fuertes bóvedas. La construcción les pareció romana. Hacia 1929, un sacerdote toledano, Ventura López, dedujo que la cueva había albergado ¡un templo asirio fenicio! una exploración más reciente, de 1974, señala la existencia de diversas galerías, algunas quizá inexploradas, que podrían ser sótanos de viviendas o el depósito terminal del acueducto romano o incluso el aljibe de una mezquita desaparecida.
En 1937, Joaquín Morales, un joven funcionario encargado de inventariar los tesoros artísticos de la catedral de Jaén por cuenta de la Dirección General de Bellas Artes, descubrió casualmente, en el archivo del templo, unos documentos pertenecientes a una sociedad secreta denominada «Los Doce Apóstoles», a la cual habían pertenecido destacados miembros del clero y la burguesía local de fines del siglo XIX y principios del XX. El objetivo de esta sociedad era la búsqueda de la Mesa de Salomón, supuestamente oculta en la ciudad o en sus alrededores. Joaquín Morales, cuyas actividades fueron meramente burocráticas, fue fusilado en 1940, pero parte de sus apuntes, que recogían el resultado de sus pesquisas, quedaron traspapelados entre montones de documentos que permanecieron apilados en un rincón del polvoriento archivo catedralicio hasta 1968, año en que los descubrió otro investigador.
Según los documentos de Los Doce Apóstoles, cuando se produjo la invasión árabe, la Mesa de Salomón estaba depositada en Ossaria, una diócesis de la Iglesia visigoda correspondiente a la demarcación de la Colonia Augusta Gemela romana. Esta diócesis, formada por Torredonjimeno y Martos, perduró nominalmente hasta 1558. En Ossaria existía una iglesia consagrada a san Nicolás en cuya cripta estaba depositada supuestamente la Mesa de Salomón. Quizá resulte casual que san Nicolás sea, en el cristianismo antiguo, el custodio de los tesoros. La diócesis de Ossaria estaba, según los papeles de la logia mencionada, al cuidado de dos obispos: Totila y Rufinus, los dos custodios de la Mesa de Salomón y conocedores del Nombre Secreto que la mesa representa, el Shem Shemaforash. El 711, cuando los árabes capturaron la Mesa de Salomón y destruyeron el santuario, la comunidad se dispersó. Totila se recluyó en el convento de La Negra, cerca de Martos, y Rufinus marchó al santuario de San Nicolás en urgavo, la actual Arjona. Poco después, los musulmanes expulsaron de nuevo a los monjes y Rufinus se estableció en algún lugar denominado «Monte Sión». Totila, por su parte, emprendió una peregrinación a los Santos Lugares, pero enfermó y falleció antes de alcanzarlos. El fraile que lo acompañaba regresó a España y se recluyó en el cenobio mozárabe de Nájera.
El otro obispo de Ossaria, Rufinus, vivió el resto de su vida en su nuevo monasterio de Monte Sión, en Sierra Morena, uno de los muchos cenobios cristianos que los musulmanes toleraban a cambio de un impuesto. Los lugares sagrados han abundado en Sierra Morena desde la prehistoria. Monte Sión, equidistante entre los santuarios ibéricos del Collado de los Jardines y Castellar de Santisteban, estaba muy cerca de la Venta de los Santos, donde hubo otro santuario ibérico, y de Giribaile, donde los santuarios se prolongan por espacio de más de mil años, desde época ibérica hasta bien entrada la Edad Media.
La titular de la ermita que sucedió al santuario de la Venta de los Santos era una Virgen Negra aparecida en el hueco de la encina, el ancestral árbol santo.
Hacia 1302, o poco después —seguimos citando el relato de Joaquín Morales—, un fraile llamado Pedro o Juan Vergino se afincó en el monasterio de Monte Sión y dejó esculpida, en los alrededores, la llamada «Piedra del Letrero», el diagrama de la Mesa de Salomón con la formulación geométrica del Nombre de Dios, el Shem Shemaforash.
El legendario monasterio de Monte Sión, situado en los términos de la localidad jiennense de Chiclana de Segura, no existe ya, pero se ha dejado su huella en el topónimo Montizón, el monte de la Luz. Esta comarca perteneció a los caballeros de la Orden de Santiago, pero extrañamente, estaba vinculada a la Orden de Calatrava.18
La Piedra del Letrero, también conocida por los campesinos como Piedra del Miedo, era un podio de roca silícea de considerables proporciones marcada con una cruz patriarcal y las letras PBS, posibles iniciales latinas de Signo de Pedro Vergino (con la grafía Bergino). Fue destruida en los años cuarenta.
Según los documentos de Los Doce Apóstoles, en los siglos XVI y XVII, diversos papas se interesaron por el diagrama de la Mesa de Salomón obtenido por Vergino, pero no consta que lo consiguieran. Quizá otros buscadores más cercanos tuvieron más suerte. Desde principios del siglo XVI, notorios personajes relacionados con la catedral de Jaén se han consagrado a la búsqueda del famoso talismán. Lo más sorprendente es que algunos allegaron grandes riquezas de origen cuanto menos misterioso. Entre éstos destaca el obispo don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, quien, entre 1500 y 1520, realizó en la diócesis una ingente cantidad de obras tanto eclesiásticas como civiles. Incluso calculando modestamente el montante de estos trabajos, es evidente que el gasto excedió cumplidamente los ingresos del obispado. Don Alonso Suárez inició en Jaén la construcción de una ambiciosa catedral gótica y dispuso en sus mandas testamentarias que lo sepultaran en su capilla mayor, frente al relicario del Santo Rostro, el presunto velo de la Verónica que reproduce las facciones de Cristo. No obstante, años después, a raíz de la remodelación del templo, el cabildo decidió que no hubiese sepulturas en la capilla del Santo Rostro, por respeto a la insigne reliquia, lo que provocó un pleito secular con los herederos del obispo Suárez. En los cuatro siglos que ha durado el pleito, la momia de don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce ha permanecido «provisionalmente» instalada en una cajonera de la capilla Mayor. La única fotografía que tenemos de ella se hizo en 1968, cuando doña Carmen Polo, esposa del dictador Francisco Franco, manifestó su deseo de contemplar la momia del famoso «obispo insepulto». Finalmente, en 2001, el cabildo cedió a los deseos del obispo constructor y sepultó sus restos en el lugar que había elegido.
Un sucesor del obispo Alonso Suárez al frente de la diócesis de Jaén, que también figura en la lista de «los que buscaron la Cava», es el obispo Moscoso Sandoval (1589-1665). Quizá no sea casual que en 1628 emprendiera extensas excavaciones en Arjona, en el antiguo santuario de San Nicolás y sus alrededores, el lugar donde se refugió el visigodo Rufinus. El pretexto fue desenterrar reliquias de mártires cristianos ejecutados en aquel lugar en tiempos de Diocleciano.
Otro posible buscador de la Mesa de Salomón, también dotado, como el anterior, de inagotables recursos financieros, fue el canónigo Manuel Muñoz Garnica, que vivió entre 1821 y 1876. En víspera de la revolución de 1868, Muñoz Garnica ocultó bajo la sillería del coro de la catedral un tesoro cifrado en unos once mil duros de plata. Posteriormente invirtió verdaderas fortunas en el sostenimiento de la facción neocatólica del partido conservador y en la financiación de revistas religiosas y otras publicaciones consagradas a defender a la Iglesia de los ataques de los masones y de los liberales. Es posible que los documentos hallados por Joaquín Morales en 1937 fueran los mismos que Muñoz Garnica ocultó en 1868, adelantándose a la Ley de Incautación de los Archivos Eclesiásticos que el gobierno decretaría poco después.
El interés por la Mesa de Salomón fuera de nuestras fronteras tampoco decayó. En 1871 una logia masónica de Ginebra, la Société de l’Orient Latin, comisionó al erudito y arqueólogo Antoine Bigou para que copiase los signos contenidos en la Piedra del Letrero. Por la misma época debió de fundarse en España la sociedad de Los Doce Apóstoles. Uno de sus miembros más destacados, el arquitecto gallego Justo Florián Ardes, se trasladó a Jaén y adquirió unas minas en Fuensanta de Martos, el santuario de la Negra que interesó a los calatravos incluso desde antes de su conquista (por eso hicieron una incursión contra él en 1224, mientras Fernando III atacaba Quesada).
En 1888, Justo Florián exploró una antigua iglesia calatrava medio arruinada en Porcuna y la reconstruyó en estilo bizantino.
Por los mismos años, se advierte una intensa actividad de los componentes de Los Doce Apóstoles, algunos de ellos notorios masones, que construyeron en sus mansiones capillas particulares presuntamente destinadas a la Mesa de Salomón. En 1989, durante la demolición de un edificio de la calle Mesa de Jaén, apareció una de estas capillas, de planta cuadrada, con una bóveda de media naranja. Su única comunicación con el exterior consistía en una alta ventana disimulada en el tejado. En el interior sólo había una pequeña repisa de yeso, a modo de altar, y cuatro pedestales que pudieron sostener otras tantas esculturas de ángeles en disposición de adorar un objeto central.
En 1906 Los Doce Apóstoles acuerdan costear dos contrafuertes monumentales para la ermita-santuario de las reliquias de Arjona con el propósito de mimetizar este santuario con el Templo de Jerusalén, flanqueado por las dos columnas Jakim y Boaz, tan importantes en los rituales masónicos.
En estos años primeros del siglo XX, Antonio Florián, hijo del arquitecto gallego y sucesor de su padre en Los Doce Apóstoles, estudiaba arquitectura en Venecia y en Viena, junto al arquitecto Otto Wagner. Es posible que entrara en contacto con círculos ocultistas estudiosos de la arquitectura iniciática antigua. A su regreso a España siguió una brillante carrera profesional que se interrumpió durante la guerra civil, cuando Antonio Florián fue destituido de sus cargos por los dos bandos. El arquitecto falleció en 1941. En el testamento dispuso que su epitafio fuera una sola palabra: artista.
La obra más enigmática de Antonio Florián, evidentemente relacionada con la búsqueda de la Mesa de Salomón, fue la cripta funeraria bizantina excavada en 1914 en el subsuelo de la iglesia de San Juan, en Arjona, por encargo de uno de sus consocios, el barón de Velasco. La cripta fue saqueada y destruida en 1936, pero aún se pueden admirar consistentes restos de su belleza original. Durante las obras de reconstrucción de la iglesia, realizadas en 1956, apareció una enigmática lápida de mármol entre los escombros de la cripta. Lo que la lápida representa es un complejo mandala formado por círculos concéntricos y una estrella de doce puntas circundada por tres letras hebreas, un laberinto de trazos ordenados en torno a un dedacógono. Posiblemente se trate de una esquemática representación, la única conocida, de la Mesa de Salomón. La lápida, que está empotrada en un muro del patio del Ayuntamiento de Arjona, ha resultado ser un libro cabalístico mudo, en el que las formulaciones de la antigua ciencia mística hebrea se formulan por medio de trazados geométricos complementados solamente con tres letras hebreas, las que los cabalistas llaman «madres».
No parece admisible que los componentes de Los Doce Apóstoles, todos ellos personas mundanas y algunas hasta frívolas, dedicaran sus vigilias al estudio y la comprensión de una disciplina tan ardua como la Cábala. Hemos de pensar que tomaron la presunta Mesa de Salomón de algún manuscrito antiguo, obra de un cabalista auténtico y que nunca intentaron descifrar el verdadero significado del talismán.