CAPÍTULO 12

El secreto de Cristóbal Colón

Los historiadores se enfrentan con grandes dificultades cuando intentan esclarecer los muchos misterios y enigmas que rodean la vida del almirante. Cristóbal Colón era un redomado embustero que iba dejando tras de sí una estela de humo para ocultar sus orígenes, sus empresas, sus conocimientos, sus proyectos... Incluso su origen continúa siendo motivo de discusión.

¿De dónde era? Se han escrito decenas de libros para probar que era griego, que era inglés, que era portugués, que era francés, que era suizo, que era bizantino... Los que creen que era español no se ponen de acuerdo sobre cuál de las diecisiete autonomías debe contarlo entre sus grandes hombres. ¿Era castellano, era gallego, era catalán, era mallorquín, era extremeño, era andaluz...? No faltan los que opinan que, en realidad, el misterio de su origen estriba en que tenía razones importantes para ocultar ese origen. ¿Pertenecía Colón a una minoría étnica o social perseguida? De este razonamiento nacen nuevos posibles colones. ¿Era homosexual, en un tiempo en que tal condición se consideraba nefanda y se castigaba con la hoguera? ¿Era, quizá, una mujer travestida que ocultaba su sexo para triunfar en un mundo regido por los hombres? ¿Era, por ventura, judío, perteneciente a una raza y cultura marginada y, en el caso de España, expulsada por los Reyes Católicos?

Cualquier hipótesis, por descabellada que sea, sirve para explicar los enigmas del escurridizo personaje.

Hay aspectos de Colón que todavía pertenecen al terreno de la especulación, pero su origen y nacimiento han quedado definitivamente aclarados desde que, en los años treinta, Mussolini, deseoso de establecer la italianidad de Colón, empleó a una legión de historiadores en escudriñar en los archivos notariales de Génova. El resultado fue la exhumación de documentos que prueban, sin lugar a dudas, que Colón era genovés y que había nacido en el seno de una familia muy humilde, hijo de un tejedor que a veces se pluriempleaba de tabernero. Fue precisamente su deseo de escalar un puesto entre la aristocracia lo que le llevó a ocultar estos orígenes. En la sociedad clasista en que se movía Colón, la posición de las personas venía predeterminada por la cuna.

Su origen genovés resuelve el enigma de su nacimiento, pero plantea otros: ¿cómo es que desconocía el italiano? ¿Por qué prefería escribir en castellano? Quizá porque el idioma que Colón había aprendido en su infancia era el dialecto genovés, muy distinto del idioma italiano y desprovisto de expresión escrita. Esto explica que prefiriera escribir en castellano, que se le daba mejor que el italiano, pero entonces ¿por qué al escribir en castellano utiliza grafía portuguesa? ¿y por qué hablaba un castellano ceceante, pronunciado a la manera andaluza? ¿y por qué estofaba su parla con tantas palabras portuguesas y catalanas?

La sorprendente realidad es que Cristóbal Colón no hablaba correctamente ningún idioma; aunque chapurreaba varios, una limitación bastante extendida entre los marinos de su tiempo.

En lo que se refiere al vocabulario, el almirante era ecléctico y casi esperantista. Usaba indistintamente palabras que se entendieran en el mayor número de idiomas posibles.

¿Era Colón judío?

Se ha especulado que su misterio consistía en que ocultaba ese origen, que lo hubiera convertido inmediatamente en sospechoso, especialmente en España, donde sus valedores, los Reyes Católicos, acababan de expulsar a los judíos.

No, Colón era católico practicante. Puede que la madre descendiera de judíos, como tanta otra gente en la Italia de su tiempo, pero él era hijo y nieto de cristianos. La ocultación que hace de su vida es simplemente cuestión de prestigio: no quiere que los nobles, entre los que se está abriendo paso, sepan que procede de una familia humildísima.

Colón, antes de descubrir América, era un don nadie, pero era también un sujeto inteligente y ambicioso, que se había propuesto ser alguien, que ambicionaba riquezas, poder y títulos de nobleza.

Colón era un típico hombre de su tiempo. En el siglo XV, en la bisagra entre la mentalidad medieval y la renacentista, menudeaban los tipos contradictorios. En Colón detectamos una patológica mitomanía sujeta a ideas preconcebidas y a menudo disparatadas, bagaje propio de un hombre medieval, junto al hombre abierto a lo nuevo, a las ideas revolucionarias del renacentista. Colón incesantemente aprende de la experiencia. Está decidido a transgredir añejas normas y leyes sociales heredadas de un tiempo viejo que caduca. Ha nacido en lo más bajo y quiere colocarse en lo más alto. En este sentido, es un hombre plenamente moderno.

¿Cómo escogió Colón su vocación marinera?

Génova era una ciudad de marinos, mercaderes y prestamistas en la que los pobres tenían más posibilidades de progresar si se hacían a la mar. Colón se enroló de grumete. Como él mismo cuenta, «de muy pequeña edad entré navegando y lo he continuado hasta hoy». ¿Dónde navegó Colón? Si creemos lo que cuenta, surcó todos los mares conocidos: el Mediterráneo y el Atlántico desde Islandia a Guinea, todo el Levante y el Poniente. Lo malo es que Colón mentía a menudo. Es posible que imaginara algún viaje, incluso que se apropiara de experiencias ajenas, como hacen tantos viajeros y la casi totalidad de los cazadores.

El piloto desconocido

Colón se casó con la hija de un marino portugués. El nuevo matrimonio se estableció, durante un tiempo, en Porto Santo, una islita atlántica de cuarenta y dos kilómetros cuadrados que el suegro de Colón había descubierto y colonizado.

Colón había llevado, hasta entonces, una existencia muy ajetreada, de barco en barco, de puerto en puerto, de mar en mar. De él se ha dicho que sólo se sentía bien en otra parte, que estaba poseído de esa inquietud enfermiza que lleva a muchas personas a mudar continuamente de lugar, una condición propia de marinos y de desarraigados. Pero Colón, de pronto, parece que quiere echar raíces. Se casa y establece su residencia en la islita de Porto Santo, donde hay poco que hacer y no mucho que ver.

Y, sin embargo, esta isla, y el poco tiempo que Colón permaneció en ella, fueron la decisiva bisagra de su vida, que se divide en dos partes: antes y después de la estancia en Porto Santo.

En Porto Santo, Colón encontró su gran secreto, que determinó el resto de su vida y también alteró el rumbo de la historia, un secreto aparentemente muy simple: supo que a 750 leguas justas de la isla canaria de Hierro, en el grado 28 del paralelo norte, cruzando el océano, existían islas y tierra firme.

¿un secreto geográfico? Sí, pero también un secreto marinero que lo complementaba: las rutas idóneas para ir y para regresar de aquellas tierras desconocidas, las rutas que aprovechaban los vientos y corrientes favorables.

¿Quién le confió a Colón este secreto?

Los historiadores barajan dos posibilidades: los papeles de su suegro o el llamado «piloto desconocido».

En la casa familiar de Porto Santo, la suegra de Colón conservaba intacta la arqueta donde su marido, el viejo marino y explorador, guardaba sus papeles. «Porque vio que daba mucho gusto a Colón saber semejantes navegaciones y las historias dellas, su suegra le dio las escrituras y cartas de marear que habían quedado de su marido.» ¿Encontró Colón entre aquellos papeles el secreto de las islas y tierras que había de descubrir? ¿Tuvo el suegro de Colón noticia de América antes que ningún otro europeo?

Podría ser.

No obstante el secreto pudo llegar a Colón por un conducto diferente. El futuro almirante paseaba a diario por las playas y acantilados de Porto Santo, rumiando sus proyectos. Un buen día encontró a un hombre tendido en la arena, moribundo, el único superviviente de un barco naufragado. Colón lo instaló en su casa y lo cuidó personalmente hasta su muerte, que ocurrió a los pocos días. Antes de fallecer, el marino confió un importante secreto a su benefactor: la existencia de tierras al otro lado del océano, a poniente.

Unos creen que el piloto desconocido era andaluz; otros, que vizcaíno o portugués. Los que lo creen andaluz lo identifican como Alonso Sánchez de Huelva e incluso precisan que era tuerto y que se llevaba bien con los franciscanos de La Rábida. Siendo así, Colón oiría de sus labios, por vez primera, el nombre de aquel convento y quizá también el de algunos de sus frailes, doctos en los asuntos de la mar.

Dueño del secreto de la existencia de las tierras que todavía no se llamaban América, Colón maduró un ambicioso plan. A veces es posible que lo asaltara una duda: ¿será verdad que existen esas tierras y que se puede llegar a ellas?

El caso es que, tras el descubrimiento, los indios antillanos corroborarían que algunos europeos habían visitado sus islas antes que Colón. Un cuñado de Colón mencionaba un madero tallado que el mar había depositado en la playa tiempo atrás; un viejo marino hablaba de una enorme caña que el mar arrastró hasta las Azores, tan grande que entre dos nudos le cupieron nueve botellas de vino. Los marinos que hacían la ruta de Guinea aseguraban haberse topado con balsas que sostenían chozas, con palos labrados flotando, con troncos de árboles desconocidos... El piloto Martín Vicente había encontrado un madero muy labrado a cuatrocientas leguas del cabo San Vicente, que conoció venir de islas que estaban al poniente.

¿Islas al poniente?

¿Por qué no? ¿Acaso no existía la leyenda de la Isla Non Troubada, la no encontrada, a pesar de que muchos la buscaron? Algunos marinos osados habían zarpado en su busca y no habían regresado.

Colón tuvo la certeza de que había tierras a poniente, tierras accesibles para el que se atreviera a buscarlas. Trazó sus planes. Allá delante, a muchos días de navegación, se extendían las costas de islas y tierras firmes de un gran continente que no podía ser otro que Asia.

Navegando hacia poniente alcanzaría Japón, China y la India antes que otro barco que hiciera el mismo viaje circunnavegando África, la empresa que habían iniciado los portugueses.

De un modo u otro, Colón supo, con absoluta precisión, la distancia de la tierra y el camino para llegar a ella. Y concibió su idea: ir a Oriente navegando por Occidente. Lo que todos los reyes de la cristiandad estaban buscando.

¿Ir a Oriente? ¿Qué importancia tenía Oriente?

Las especias. Europa prosperaba, aumentaba el nivel de vida y demandaba especias para sus cocinas. La pimienta, el clavo, la nuez moscada y otros productos de lujo procedían de la India. Desde los tiempos de Roma, habían llegado a Occidente con las caravanas que atravesaban el desierto y por los difíciles caminos de Oriente Medio. Pero en el siglo XV, justo cuando la demanda crecía en el mercado europeo, Constantinopla cayó en manos de los turcos, lo que dificultó el aprovisionamiento de especias y disparó los precios.

Los monarcas y los mercaderes de Europa eran conscientes de que el país que consiguiera abrir un nuevo camino para llegar a la India y a la especiería dominaría el mercado y se haría inmensamente rico.

Los conocimientos geográficos de la época sólo permitían entrever dos rutas alternativas a la terrestre para acceder a la India: la africana, navegando alrededor del continente negro, y la de poniente, cruzando el océano Atlántico y accediendo a Asia por la puerta falsa.

Esta presunción se debía a un gigantesco error: creían que enfrente de las costas de Europa, al otro lado del Atlántico, estaban China y Japón (o sea, Cipango y Catay, conocidas a través de las memorias de Marco Polo). Desconocían, por lo tanto, la existencia de América y del océano Pacífico.

El problema era que nadie había atravesado jamás el Atlántico debido a una suposición inamovible: era tan ancho que un barco agotaría su provisión de agua antes de alcanzar las costas opuestas. La tripulación que intentara esa loca aventura estaba condenada a morir de sed en medio del inmenso mar.

Pero Colón, en Porto Santo, averiguó que el océano era menos ancho de lo que se calculaba. El proyecto colombino estaba plagado de errores, pero se fundaba en un par de datos ciertos: la distancia exacta a que se hallaban las dos orillas del Atlántico y la ruta precisa que había que seguir hasta alcanzar las Antillas. Esto implica algún conocimiento previo del lugar. Colón sabía que encontraría tierra exactamente a 750 leguas de la isla canaria de Hierro (las Antillas Menores y Haití).

El futuro almirante perfiló su plan: primero encontraría financiación; después armaría una flotilla de barcos muy marineros, preferentemente carabelas, alistaría una tripulación experta, navegaría a poniente y abriría una nueva ruta. Se haría inmensamente rico y noble.

Colón en Huelva

Colón tuvo noticias de un predescubrimiento. Éste era el secreto que confió a fray Antonio de Marchena, su gran aliado en España, y quizá también a los Reyes Católicos, para convencerlos de la viabilidad del proyecto. Por eso obtuvo el apoyo real a pesar del informe desfavorable de la comisión científica de la universidad de Salamanca. Esto explica también la extraña redacción de las capitulaciones, en las que se menciona «lo que se ha descubierto en las mares océanas».

Isabel Álvarez de Toledo, la duquesa de Medina Sidonia, dueña del archivo particular más valioso de Europa, donde se guardan muchos papeles relacionados con la navegación portuguesa y española a finales de la Edad Media, con la que el autor de estas líneas mantuvo cierto trato en su etapa sanluqueña, defendía ardorosamente el predescubrimiento de América.1 Desde 1436, portugueses y españoles visitaban América, a la que llamaban «África del Poniente» o «de allende» para diferenciarla de la verdadera, que era la de «aquende» o «Levante».

Si la tesis de la duquesa de Medina Sidonia se probara cierta habría que aceptar que en este caso Colón sólo habría tomado simbólica posesión de América en virtud de una componenda en la que fueron cómplices los juristas y el papa.

Colón, después de enviudar, regresó a Lisboa, sede de la corte portuguesa, con un niño de la mano, su hijo Diego. Poco después consiguió que el rey Juan II de Portugal lo recibiera para explicarle su proyecto de buscar el camino de la India, navegando en dirección contraria. El designio parecía hacedero, pero, a cambio, el genovés pedía una recompensa que le pareció excesiva al rey. No obstante, Juan II requirió la opinión de unos expertos, que emitieron un informe desfavorable a Colón. Puerta en las narices. Caso cerrado.

Hacía tiempo que los geógrafos se interrogaban sobre el tamaño de la Tierra. El médico y astrónomo florentino Toscanelli también se había preguntado si sería posible alcanzar la India atravesando el Atlántico. Todos sabían que la Tierra es redonda, pero ¿cómo es de grande?, ¿cómo se calcula el diámetro de esa esfera?

Los prestigiosos clásicos abundaban en la idea. El sabio griego Aristóteles, la gran autoridad de la época, había señalado que las costas de África y la India estaban bañadas por un mismo océano. Para ello se basaba en la existencia en los dos puntos de ciertas especies comunes, como el elefante.

Otro sabio antiguo, Eratóstenes, creía posible navegar de Iberia a la India. Séneca era de la misma opinión.

El único problema era: ¿se puede realizar esa travesía con las reservas de agua y alimentos que una nave pueda embarcar? ¿Se alcanzará tierra antes de que se agote el agua? Séneca creía que era posible; pero Eratóstenes lo tenía por imposible.

¿A quién creer? ¿Qué anchura tiene el océano?

Aristóteles calculaba la circunferencia de la Tierra en cuarenta miríadas de estadios.

Un portugués lo consultó a Toscanelli, gran autoridad en el asunto, y recibió del sabio un mapa en el que demostraba que el camino oceánico de Poniente era más corto que el que los portugueses intentaban bordeando África. Toscanelli dividía el océano en veintiséis espacios de doscientas cincuenta millas, o sea, en 130 grados terrestres. En realidad incurría en errores: no advertía que la milla árabe sobre la que efectuaba sus cálculos es quinientos metros más larga que la italiana. De este modo, suponía que Japón se encontraba a tres mil millas de Cabo Verde, cuando la distancia real es de diez mil seiscientas millas.

Los portugueses calculaban el grado de longitud en ochenta y tres kilómetros, cuando en realidad mide más de ciento diez.

Con los datos de Toscanelli, Juan II de Portugal intentó realizar el viaje que le proponía Colón. En 1487 envió una expedición que zarpó de las islas Azores y después de enfrentarse a vientos contrarios, tuvo que regresar. Juan II archivó el proyecto.

¿Era el viaje inviable? No. Lo que ocurrió es que el astuto Colón había silenciado la ruta exacta que pensaba seguir. Él sabía por dónde ir para evitar los vientos contrarios. Él zarparía al sur de las Canarias, con los vientos alisios a favor (el llamado «callejón de los alisios»).

En vista de que la corona portuguesa rechazaba su proyecto, Colón decidió probar fortuna en Castilla, la competidora de Portugal en el comercio africano.

¿Por qué se dirigió primero al pueblecito onubense de Palos?

Los más hábiles marinos atlánticos estaban en Palos. Los paleños llevaban muchos años recorriendo las costas de África en competencia con los portugueses.

Además, en aquel pueblo vivía Violante Moniz, la cuñada de Colón, casada con el paleño Miguel Moliarte.

Cerca de Palos, entre los franciscanos de La Rábida, había un fraile, Antonio Marchena, experto en cosmografía. Colón le expuso su proyecto. A Marchena le pareció viable. Entre los dos hombres nació una gran amistad, un sentimiento raro en Colón, que era de carácter reservado.

A algunos les parece demasiada coincidencia que Colón y Marchena se encontraran en La Rábida por mero azar del destino. ¿No se conocerían de antes?

Pudiera ser. Marchena procedía del convento franciscano de Setúbal. Quizá fue Marchena el que atrajo a Colón hacia los Reyes Católicos después del fracaso en Portugal.

El caso es que aquel fraile se convirtió en el más firme valedor de Colón. Era un hombre prestigioso, y los franciscanos contaban con buenas aldabas en la corte. Le dieron a Colón las cartas de presentación necesarias para que se le abrieran las principales puertas.

Quizá Marchena, hombre de ciencia, se dejó fascinar por Colón, hombre de acción, pero también pudo ocurrir que el genovés confiara al fraile su gran secreto, el conocimiento de la existencia de tierras a setecientas cincuenta leguas de las Canarias. El futuro almirante habló al fraile, en poridad, es decir, le abrió el corazón, probablemente bajo secreto de confesión.

Fray Antonio de Marchena recomendó a Colón a su amigo el fraile jerónimo Hernando de Talavera, confesor de la reina. El 20 enero de 1486, los Reyes Católicos concedieron audiencia a Colón. La idea de buscar un camino a las Indias navegando hacia poniente les pareció prometedora. Encomendaron su examen a una comisión de expertos nombrada por fray Hernando de Talavera.

A finales de 1486, la comisión examinadora, compuesta por sabios y astrónomos de la universidad de Salamanca, rechazó el proyecto de Colón por los mismos motivos que adujeron los sabios portugueses años antes. A unos y otros les parecía que Colón calculaba la circunferencia de la Tierra mucho menor de lo que era en realidad. El genovés sostenía que el océano tiene 1.125 leguas de ancho, pero ellos, basándose en Tolomeo, lo calculaban en más del doble, 2.495 leguas. Una carabela no puede recorrer tanta distancia sin escalas intermedias.

Hoy sabemos que los cálculos de los expertos eran más exactos que los de Colón. Si el proyecto del genovés tuvo éxito se debió, simplemente, a que en medio del océano estaba América, algo que nadie podía prever. De no mediar esta circunstancia, las reservas de agua de la expedición colombina se hubieran agotado antes de alcanzar las costas de Asia y los expedicionarios habrían perecido de sed, pero Colón jugaba con ventaja ya que conocía de antemano la existencia de tierras a 750 leguas marinas, aunque creyera que formaban parte de Asia.

Cuando los Reyes Católicos conocieron el adverso dictamen de los sabios de Salamanca, le comunicaron a Colón que aplazaban su proyecto. En plena guerra con Granada, escaseaban los fondos. No obstante, le dieron a entender que simpatizaban con la idea y que intentarían realizarla cuando estuviesen más desocupados. Al calor de esta esperanza, Colón permaneció en Castilla mantenido por pequeñas subvenciones reales que le permitían vivir modestamente. En este tiempo muerto, Colón perfilaba sus ambiciosos proyectos. Dedicaría parte de las fabulosas ganancias, de oro y especiería, a financiar una nueva cruzada para rescatar los Santos Lugares de manos de los moros. Aparece nuevamente la utopía caballeresca en este hombre desconcertante, que vive la transición entre dos mentalidades, la medieval y la moderna.

En 1489, Colón compareció nuevamente ante la reina, en Jaén. La guerra de Granada se prolongaba cuatro años más de lo previsto y nuestro genovés, desesperado, había decidido marchar a Francia para ofrecer su proyecto al rey galo.

Fray Juan Pérez tuvo que convencerlo para que insistiera ante los Reyes Católicos una última vez. Colón llega al campamento de Santa Fe, a las afueras de Granada, a finales de 1491, justo a punto para asistir a la rendición de la capital nazarí.

Una nueva comisión de expertos examinó el proyecto del navegante, pero esta vez dejaron a un lado las cuestiones técnicas para hablar de porcentajes y ganancias. Ante las desorbitadas pretensiones económicas del genovés, las negociaciones se estancaron. Como Colón no cedía, los Reyes dieron por terminado el trato. Adiós.

Pero Colón tenía valedores en la corte. Sus amigos intercedieron por él y los Reyes lo enviaron a buscar, cuando ya había marchado con intención de pasar a Francia. El mensajero real lo alcanzó cuando atravesaba el antiguo puente califal de Pinos Puente, donde un sencillo monumento recuerda el hecho. Colón regresó al campamento de Santa Fe y firmó las capitulaciones.

Unas capitulaciones en las que, una vez más, el secreto de Colón queda al descubierto porque en ellas se habla de las tierras que «ha descubierto en las mares océanas», concediendo como hecho un descubrimiento que supuestamente está todavía por hacer. Es evidente que Colón había revelado su secreto a los Reyes Católicos y les había hecho creer que ya había estado allí, aunque siempre guardándose en la manga la última carta: la ruta exacta que había que seguir para no fracasar como habían fracasado, años antes, los portugueses.

El genovés conocía con exactitud el régimen de vientos del océano. En los cuatro viajes que hizo a América demostró un nivel de conocimientos que sólo alcanzaron los navegantes del siglo XIX, cuando Maury y Brault publicaron sus mapas de vientos. Incluso si aceptamos que Colón recibió el secreto de su suegro o del denominado «piloto desconocido», no deja de constituir un enigma cómo éstos llegaron a poseer tales conocimientos.

Colón regresó a Palos, consiguió las naves y enroló las tripulaciones gracias al prestigio de sus dos segundos, los hermanos Pinzones. Luego se hizo a la mar pero, en lugar de navegar desde la península Ibérica, entre los paralelos 35 y 45, como parecía lo más sensato, descendió hasta las islas Canarias aun a sabiendas de que, dado que la Tierra es esférica, la circunferencia y la distancia aumentan a medida que nos alejamos de los polos y nos acercamos al ecuador.

Colón lo sabía, pero a pesar de ello descendió hasta el paralelo 28, al sur de la isla de la Gomera, en el límite de las aguas portuguesas, y una vez allí puso rumbo al oeste y se internó en el Atlántico. ¿Por qué en el paralelo 28 precisamente? Porque allí es donde coinciden los vientos alisios y la corriente ecuatorial que discurren juntos hacia las Antillas. Con vientos de popa, con una corriente marina favorable impulsando el casco, las tres carabelas se dejaron llevar, como en volandas, hacia América.

El almirante enfiló sin vacilar la línea de los vientos alisios y regresó por la de los vientos contrarios y la corriente del golfo, a la altura de Virginia.

Colón conocía un dato que sus tripulaciones ignoraban: que encontraría tierra a cierta distancia. Después de muchos días de navegación, con las reservas de agua peligrosamente mermadas, comenzaron a murmurar que aquel loco extranjero los conducía a la muerte y se amotinaron. Probablemente Colón se vio obligado a comunicar a su segundo en el mando, Martín Alonso Pinzón, el secreto de las tierras descubiertas por el piloto desconocido. Entonces Pinzón aplacó a sus hombres y consintieron en seguir navegando unos días más. Colón sabía que serían suficientes. Tal como había calculado, el 11 de octubre de 1492 avistaron las islas Antillas. El primero en divisar tierra fue un sevillano de la Pinta, Juan Rodríguez Bermejo (en otras relaciones, Rodrigo de Triana): «¡Tierra!»

«Las islas son todas verdes y las yerbas como en abril en Andalucía —escribe Colón— y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca quería marchar de aquí y árboles y frutos de mil especies, todos huelen que es maravilla.»

Colón era un obseso. Descartaba todo dato que no coincidiera con sus ideas preconcebidas, incluso cuando la experiencia le demostraba su error. Toda la vida creyó que las tierras descubiertas eran China y Japón. Cuando, en un viaje posterior, alcanzó las bocas del Orinoco, pensó que allí había estado el Paraíso Terrenal y fue identificando cada isla, cada valle, cada colina, con los lugares bíblicos.

En el viaje de regreso, Colón ascendió hasta el paralelo treinta y ocho, allá donde las aguas de la mar llevan su curso de oriente al occidente, frente a las costas de Virginia, y se dejó arrastrar por los vientos y corrientes del golfo que soplan hacia las Azores y Europa.

América estaba descubierta, aunque aún tardaría en recibir ese nombre en memoria de uno de sus exploradores posteriores, Américo Vespucio. Pero los misterios de Colón no habían terminado.

Cuando regresó triunfante, lo primero que hizo el genovés fue abandonar su antigua firma y adoptar otra nueva, una especie de jeroglífico que nadie ha conseguido descifrar. El almirante concedía tanta importancia a esta nueva firma que insistió en que sus descendientes la preservaran como una preciosa herencia vinculada a los cargos y honores del descubrimiento.

El otro misterio colombino es el de sus restos.

Dos tumbas, dos catedrales, dos países se disputan el honor de custodiar los restos de Colón. Hay una tumba en la catedral de Sevilla y otra en la de Santo Domingo, la primera isla colonizada. ¿Dónde reposan, en realidad, los cansados huesos del almirante?

Colón falleció en Valladolid y recibió sepultura en el monasterio de San Francisco de aquella ciudad. Tres años después, su hijo Diego trasladó los restos a la cartuja de las Cuevas, en Sevilla. Colón, en su testamento, había dispuesto que lo sepultaran en la isla de Santo Domingo, «en la vega que se dice de la Concepción —leemos— donde yo invoqué a Dios».

La viuda de Diego Colón obtuvo permiso de Carlos V para instalar el panteón familiar en la catedral de Santo Domingo. Los restos de Colón, los de su hijo Diego y, más adelante, los de tres hijos de éste recibieron sepultura en el presbiterio de Santo Domingo. El conjunto de tumbas quedó oculto por sucesivas obras y reformas hasta que en 1664 otras obras las sacaron a la luz. En 1795 España cedió a Francia su parte de la isla por el Tratado de Basilea. Al abandonar Santo Domingo, los españoles exhumaron la caja de plomo con los restos de Colón y la trasladaron a la catedral de La Habana, de donde, en 1898, los baqueteados restos colombinos fueron trasladados a Sevilla y sepultados en el soberbio mausoleo que hoy vemos en su catedral.

Pero ¿eran realmente los restos de Colón?

En 1877, durante unas reparaciones en la capilla mayor de la catedral de Santo Domingo, apareció una caja de huesos orlada con la inscripción: «Ilustre y esclarecido varón don Cristóbal Colón, descubridor de América, primer almirante.»

¿A quién pertenecían entonces los restos trasladados a La Habana primero y a Sevilla después? Muchos dominicanos creen que eran los del hijo de Colón. Otros creen que los verdaderos restos de Colón son los que se guardan en el imponente mausoleo sevillano. En la caja que vemos cabría un buey, pero los restos sepultados no ocupan mayor espacio que una caja de zapatos: un puñado de polvo, varios huesos completos y algunos fragmentos.

Eso es lo que queda de Colón. Y por encima de eso, la incontestable realidad del Nuevo Mundo que él descubrió, probablemente con datos ajenos, un misterio que se llevó a la tumba... donde quiera que ésta se encuentre.