CAPÍTULO 13

Los misterios de Felipe II

Felipe II y el Templo de Salomón

Uno de los títulos de Felipe II (1527-1598) era rey de Jerusalén. Para él era algo más que una mera distinción honorífica. Aspiraba a ser un segundo Salomón. De hecho, los artistas representaban a veces el Salomón bíblico con los rasgos de Felipe II.

La gran obra de Salomón había sido el Templo de Jerusalén. Este edificio diseñado por el propio Dios (las medidas precisas aparecen en la Biblia, palabra revelada) equivalía a un tratado cabalístico en piedra, un ámbito necesariamente único y perfecto. Es comprensible que el nuevo Salomón, Felipe II, se propusiera reproducirlo en el templo de El Escorial. Pero había un problema: si lo reproducían en las proporciones exactas consignadas en la Biblia, resultaba un edificio más bien modesto, una especie de nave cuadrangular, de 55 metros de largo, 28 de ancho y 15 de alto, con una puerta principal flanqueada por dos columnas, Jakim y Boaz, de 12 metros de altura. Al lado de las grandes catedrales góticas que ya existían en Europa iba a resultar un edificio sin mayor mérito, un pajar.

Los arquitectos recurrieron al llamado «Segundo Templo», el construido por Herodes el Grande ya en tiempos de Cristo que, a su vez, había tenido en cuenta el templo de la visión del profeta Ezequiel, un edificio cuadrado, de quinientos codos de lado, nunca construido.

No era el único problema que planteaba la reproducción exacta de aquella arquitectura arcaica. Los intelectuales renacentistas habían acatado como canónicos los cinco órdenes del estilo clásico griego y romano, estilos posteriores al Templo de Salomón en unos quinientos años.

Los estudiosos del Templo de Salomón, el teólogo y arquitecto jesuita Juan Bautista Villalpando (1552-1608) y su ayudante, el también jesuita Jerónimo de Prado, idearon una explicación satisfactoria: Dios había creado el estilo clásico precisamente para su Templo de Jerusalén. Desde allí, el estilo divino irradió a los pueblos vecinos de Israel hasta llegar a Grecia y a Roma, que los consideraron creación autóctona. Villalpando, basándose en la visión bíblica de Ezequiel, diseñó un templo tan desmesurado que no podía realizarse.1 Inevitablemente surgió una polémica entre los puristas, que se atenían estrictamente a las dimensiones del Templo de Salomón ofrecidas por la Biblia, y los que, con Villalpando, propugnaban un edificio gigantesco a partir de la visión onírica del profeta Ezequiel. En el bando de los puristas militaban el padre Sigüenza y Arias Montano.2

Al margen del papel, El Escorial se edificó según la «traza universal» de Juan Bautista de Toledo (1515?-1567), que dirigió los primeros trabajos, y las remodelaciones de su discípulo y sucesor Juan de Herrera (1530-1597), que dio forma definitiva al proyecto.

Dios y El Escorial

El Escorial, palacio, monasterio y panteón en un solo edificio, se inscribe dentro de una larga tradición española que sólo tiene paralelos en las ciudades palaciegas de los monarcas del Antiguo Oriente, Mesopotamia o Egipto.

El Escorial es un edificio contradictorio: por una parte encierra elementos de modernidad racionalista pero, por otra, es una construcción mágica que refleja las creencias espiritualistas de sus constructores. Los dos arquitectos colaboradores del diseño y construcción de El Escorial, Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, eran adeptos a las doctrinas de Raimundo Lulio y creían en la arquitectura mágica.

El ocultismo cristiano reconocía dos vías para acceder al conocimiento absoluto (que es también el poder absoluto). El primer camino era la Biblia. Si Dios mismo los había inspirado, era evidente que en sus textos se contenían las claves del conocimiento secreto del universo. La búsqueda de tales claves era materia de Cábala, por medio de la cual el adepto podía acceder al conocimiento absoluto, al conocimiento del Nombre Secreto de Dios, el Shem Shemaforash. Otra vía para el conocimiento era la arquitectura divina del Templo de Salomón, diseñado por el propio Dios, que da instrucciones precisas y detalladas para su correcta construcción. Lo que los arquitectos de El Escorial intentaron fue una especie de Cábala geométrica o arquitectónica.

Si tomamos un plano de El Escorial y suprimimos patios y edificios adyacentes, comprobaremos que el núcleo central de todo el edificio, su iglesia, su tabernáculo y el patio que le sirve de antesala, reproducen los mismos diseños rectangulares del Templo de Salomón. El conjunto escurialense responde a proyecciones geométricas herméticas, con las tres figuras básicas, el cuadrado, el círculo y el triángulo equilátero. De hecho, sus constructores dejaron las claves de este singular mensaje en la tabla que sostiene el Euclides pintado por Tebaldi en el techo de la biblioteca escurialense. Allí apreciamos las tres figuras herméticas superpuestas.

La voz de los textos

En la sala vicarial de El Escorial, existen dos inscripciones redactadas por el bibliotecario y ocultista Arias Montano: «Hic Lapis offensus ferrient, feretque ruinam; Hic es inoffensus petra salvtis erat» («Ofendida está la piedra o despreciada, / mortal ruina o irremediable herida, / hará su ofensor; mas, si es temida, / será refugio de salud cumplida»); «Hanc haec mirandam tibi protulit unio gemman authori cara est vtraque petra deo» («¿Ves esta unión, ves estas piedras bellas? / De aquí salió la piedra tan preciosa / que te enriquece, y de su autor amadas / son sumamente piedras tan apreciadas /...»).

Estas inscripciones aluden a la legitimidad dinástica de la bíblica casa de David, que se asocia a Felipe II, rey también de la ciudad de Jerusalén, y remite al ansiado imperio universal.

El cubo de El Escorial

La arquitectura renacentista de El Escorial intenta armonizar con el orden cósmico, convirtiendo todo el edificio en un acumulador y dispensador de energía. El arquitecto Juan de Herrera trabajaba según la noción pitagórica de la música de las esferas que establece la armonía existente entre los cuerpos celestiales. En El Escorial descubrimos dos elementos omnipresentes, la esfera y el cubo. La esfera, símbolo de la propia Tierra o del Huevo Primordial de la Creación, es un obosón u objeto sagrado adorado desde la prehistoria dentro de la cueva o matriz de la tierra. La esfera es visible, móvil y femenina, «la unidad, esencia infinita, uniformidad y justicia de Dios», según Palladio. El cubo o hexaedro presenta a la Tierra como un elemento y el supremum numen, concepto fundamental del pensamiento pitagórico-platónico y de la arquitectura de origen divino, viene a ser la esencia invisible de esa esfera, inscrita en ella. De hecho, la piedra fundacional o primarius lapis de El Escorial fue precisamente una piedra cúbica sobre la que varios obispos desarrollaron una compleja ceremonia propiciatoria.

Juan de Herrera compuso un libro, Discurso de la figura cúbica, según los principios y opiniones del Arte del místico y cabalista Raimundo Lulio (1232?-1315) que encierra «grandes i subidos misterios i secretos difíciles de calar» y que, armonizando ortodoxia cristiana y tradición hermética, se propone demostrar que la figura cúbica es en esencia «raíz i fundamento de la dicha arte lulliana».3 En los frescos de Tibaldi, en la biblioteca, Euclides sostiene una tabla en la que se superponen las tres formas básicas, el círculo, el cuadrado y el triángulo. Trasladado al plano de El Escorial, el vértice de ese triángulo señala el tabernáculo, un «lugar de mucha devoción» (según el propio Herrera) que el rey Felipe II no se atrevió a pisar, el lugar del Shem Shemaforash. ¿Convirtió Herrera a Felipe II al lulismo? En el fresco de Luca Cambiaso que decora la bóveda del coro alto encontramos una escenificación del Paraíso descrito por Raimundo Lulio: en la cúspide de «la asamblea de los justos y los ángeles», está la Trinidad Divina, los pies de la Primera y la Segunda Persona descansan sobre un bloque de piedra cúbico. La gran influencia de Lulio en el pensamiento occidental tiene aquí un buen ejemplo.

La piedra de la Iglesia

En el altar de la Sala de Poniente de El Escorial, debajo de la cabeza del Salvador, leemos: «Jesucristo, Divini Templi Lapidi poes tantisimo» («Dedicado a Jesucristo, preciosísima piedra del templo divino»). Sobre la puerta, bajo la virgen: «Arahanicoe Lapidicinoe specimini duplici incomparabili, S.» («Consagrada a los dos maestros incomparables de la cantera de Abraham»). El símbolo de la piedra asociado a la Iglesia es tan antiguo como los propios Evangelios. El apóstol Pedro era Simón Cefas; kêpha significa roca o aguja de piedra, y kipahâ es rama de palmera, la rama del tronco de Jessé. En Mateo 16-18, la interpretación correcta es: «Tú eres kephâ (roca) y de ti haré kipahâ (rama de la palmera, símbolo de la victoria).» Este sentido esotérico se pierde en la traducción del texto arameo al griego y luego al latín. Una de las dificultades de los cabalistas cristianos radicaba en captar los términos primitivos de los textos bíblicos.

Alquimistas reales

Felipe II se interesó por la alquimia tanto en la faceta más espiritual y filosófica, como en la material y crematística, es decir, en la transmutación de un metal innoble, plomo, en otro noble, oro o plata. También en la posibilidad de sanar enfermedades incurables mediante ingestión de sustancias alquímicas. Este interés del rey por el arte explica la abundancia de textos herméticos entre los códices que atesora la Real Biblioteca de El Escorial. Felipe II siempre anduvo escaso de dinero. A lo largo de su reinado conoció tres bancarrotas y se endeudó con usureros italianos y alemanes (los Fúcares). Al menos en tres ocasiones (1557, 1559 y 1560) el Rey Prudente contrató los servicios de alquimistas para que le fabricaran plata. Cuando se encontraba en Malinas (Flandes), contrató al alquimista Tiberio da Rocca. El embajador de Venecia, Marcantonio da Mula, informaba a su República de que los españoles pagaban a sus tropas con una plata alquímica que colaba por buena en algunas pruebas pero se delataba como metal ilegítimo en otras.

De los experimentos alquímicos desarrollados a lo largo de 1567 tenemos noticia cierta por las ocho cartas intercambiadas entre el rey y su secretario Pedro del Hoyo, supervisor de los alquimistas. Felipe II les había acondicionado una casa con los hornillos y trebejos propios de un laboratorio. En una carta, el rey había expresado su esperanza de que «con buena diligencia» le fabricaran siete y ocho millones al año. Apremiado por Pedro del Hoyo, el alquimista da más crecidas esperanzas: «Respondiome muy en sana paz que y aún veinte.» Poco después la correspondencia se interrumpe y vemos al rey más pobre que nunca.

A pesar de estas adversas experiencias, Felipe II nunca dejó de creer en la verdad última del magisterio filosofal. Como algunos ilustrados de la época, diferenciaba la alquimia como filosofía integradora del universo, de la que predicaban los «sopladores», o sea, los alquimistas prácticos, los que se ponían a los fogones para obtener oro.

Hacia 1584, el llamado «Círculo de El Escorial», un grupo de estudiosos que trabajaba bajo protección real, estudiaba textos herméticos atribuidos a Raimundo Lulio y otros sabios, creando obras relevantes. El boticario Diego de Santiago escribió Dos libros de Arte separatoria (Sevilla, 1593); Lorenzo Gozar escribió De medicine Fonte y Jerónimo Gracián, Diálogo de Alquimia.

La piedra filosofal

El manuscrito 2058 de la Biblioteca Nacional contiene el interesante opúsculo Toque de alquimia, un trabajo que Felipe II encargó al alquimista Ricardo Estanihurst, componente del Círculo de El Escorial. Se trata de un informe técnico en el que se expone el estado de la cuestión en un lenguaje sorprendentemente moderno, directo, preciso y claro.

Para el alquimista, todos los metales proceden de una sustancia primigenia común y sus diferencias dependen de las impurezas que contienen. Sometiéndolos a procedimientos químicos, pueden refinarse en estadios sucesivos hasta conseguir plata u oro. La Piedra Filosofal o Elixir es la sustancia salutífera capaz de devolver la pureza al metal impuro. A ella tienen acceso sólo unos escogidos seguidores de Hermes a los que hay que distinguir de la turba de embaucadores que pueden engañar a la gente con crisoles de doble fondo o varitas de remover huecas donde ocultan polvo de oro para fingir su transmutación.4

Los iluminados

Entre 1530 y 1570 la Inquisición española se empleó a fondo contra la secta de los alumbrados o iluminados, un movimiento espiritual típicamente urbano que arraigó principalmente en Sevilla y Toledo, en Valladolid y Salamanca, ciudades estofadas de conventos, o en aquellos pueblos donde abundaban los descendientes de conversos, como Llerena o Baeza.

Los iluminados preconizaban una religión intimista y personal, de relación directa con Dios, al margen de los formalismos y ceremonias de la Iglesia oficial. Como toda doctrina basada en las experiencias personales, despedía un sospechoso tufillo protestante y resultó inaceptable para una Iglesia cada vez más burocratizada y dogmática.

Los iluministas se emparentan con otras corrientes espiritualistas desviadas de la ortodoxia romana: el erasmismo y la mística de los franciscanos reformados. A un nivel más amplio, se encuadran en los movimientos espiritualistas que arrancan de la Antigüedad (neoplatónicos, Plotino, gnósticos), se prolongan en la Edad Media (cábalas judía y cristiana, espiritualismo musulmán), florecen en el Renacimiento europeo (misticismo de Valentin Weigel y Jakob Böhme) y alcanzan el siglo XVIII con ramificaciones esotéricas y ocultistas (martinismo, teosofía, mesianismo y otros ideales románticos).

En el mismo grupo de los iluminados, aunque con otros matices, cabe integrar a los dexados, que aconsejaban abandonarse a la voluntad de Dios y dejarse llevar pasivamente por los impulsos. El dexado, como un budista occidental, aniquila sus sentidos para integrarse en el resplandor de la luz divina, donde el deseo desaparece y el pecado carece de importancia porque el infractor no es responsable de sus actos. Una versión culta del dexamiento fue el quietismo, predicado por el jesuita Miguel de Molinos (1628-1696), autor de una influyente Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la interior paz (1675).5 Fue procesado por la Inquisición sospechoso de predicar que, para el adepto instalado en la perfección, los movimientos de la carne se hacen irresponsables porque son estériles venganzas del demonio. Además, no contento con teorizar, como hacen tantos curas, predicaba con el ejemplo. El obispo de Téano, Giuseppe Maria Giberti, escribe: «No observaba el ayuno ni viernes ni sábado ni día de vigilia ni de cuaresma, sino que siempre comía carne, y el pescado era sólo para aguzarse el apetito, juntamente con la carne. Confesó haber tenido durante dieciocho años continuos comercio con una mujer (ésta también del Santo Oficio, con lo que cada mañana se comunicaba). Para conseguir la libido, se hacía servir en la mesa y desnudarse a más mujeres desnudas, y otras veces estaba presente para ver mujeres y hombres desnudos entrelazarse juntos y relacionarse. De haber sido más veces sodomizado (acto que él decía que no era pecado porque no estaba escrito en el Decálogo, lo mismo que decía del bestialismo).»6

Cuerda de pícaros

Al socaire del iluminismo y de la mística bullían muchos embaucadores que fingían visiones celestiales y arrobos, desmayos y éxtasis, llagas y dones divinos. Así se granjeaban la admiración de personas simples obsesionadas con la salvación del alma. Como acaece con los gurús de las sectas actuales, estos predicadores buscaban en aquellos adeptos dinero o satisfacción sexual. El asunto venía de antiguo. Ya en tiempos del cardenal Cisneros, un franciscano iluminado de Ocaña había concebido una doctrina que consistía en copular con todas sus seguidoras para engendrar profetas. Muchos adeptos a grupos iluministas eran meras víctimas de lo que la psicología denomina «contagio psíquico», es decir, los débiles mentales son inducidos por psicópatas fanáticos. En una relación de la época leemos: «Anda uno ahora corriendo por las calles de Sevilla, que dice que ha estado en el Infierno y ha visto a muchos conocidos [...] hombres con barba y mujercillas a docenas lo buscan en secreto y le piden, con lágrimas en los ojos, que les diga si los ha visto en el Infierno.» Engaños que siguen ocurriendo. Hoy sale en la tele una rubiasca belga que convoca a difuntos de famosos y famosillos. Lo más notable es que cuando el programa se interrumpe para dar paso a la publicidad, a la vuelta, el difunto sigue ahí, disciplinado, deseoso de dar a la médium pelos y detalles de intimidades que demuestren que en efecto es él. Ya se ve que en el otro mundo lo que sobra es tiempo, del mismo modo que en éste sobra tontería y memez.

La Cábala

El empeño de Felipe II por reproducir en El Escorial la arquitectura divina del Templo de Salomón prueba que creía firmemente en las posibilidades mágicas de la Escritura revelada. Tanto para los cristianos, como para los judíos, los textos de la Biblia son redactados por Dios, inspirándolos a profetas o evangelistas que los escriben automáticamente, como al dictado, sin intervención personal alguna. Así, un texto emanado directamente de la divinidad tiene necesariamente que participar de la perfección divina; no puede haber en él nada casual. Por lo tanto, la Biblia suministra un fiel mecanismo a través del cual el estudioso puede desvelar los secretos de la Creación. Ese texto es un formidable instrumento de conocimiento y de poder que Dios pone en las manos de los hombres.

La Cábala desarrolla una especie de geometría matemática sagrada, ya que las letras hebreas funcionan también como números.

Felipe II acumuló en la biblioteca de El Escorial la mayor colección de textos cabalísticos de Europa, todo lo que se había producido desde que el rabino galileo Simeón Bar yojai compuso el Zohar o Libro del Esplendor, en el siglo II. Pero en el siglo XVI se planteaba la necesidad de depurar los textos antiguos de una infinidad de errores y omisiones introducidos de forma involuntaria o dolosamente por los copistas que los transmitieron. La necesidad de operar sobre la edición crítica del original hebreo restaurado colisionaba con la Iglesia, cuyo magisterio se basaba en la Vulgata, la traducción de la Biblia al latín realizada por san Jerónimo, una versión plagada de errores y, por supuesto, inutilizable desde el punto de vista cabalístico.

Los humanistas y reformadores rechazaban la desprestigiada Vulgata, pero la Iglesia y la Inquisición la defendían con su enorme poder. En la delicada disyuntiva, Felipe II observó una conducta acomodaticia. Como monarca católico, apoyó a la Iglesia, pero como humanista y ocultista sabía que sus pretensiones de conocimiento y poder tenían que estar basadas en el texto hebreo depurado de antiguos errores, porque sólo en esas condiciones podría interpretar correctamente el mensaje cifrado de la deidad.

El nombre del poder

En España ya se había intentado realizar una edición crítica de los textos sagrados en tiempos del cardenal Cisneros (la Biblia Políglota de Alcalá, en la que colaboraron judíos, muchos conversos, que utilizaron códices procedentes de sinagogas). La crítica textual y la arqueología bíblica habían avanzado mucho en pocos años. El renovado interés por las lenguas clásicas potenció, además, los estudios filológicos. Por lo tanto, Felipe II encargó al prestigioso hebraísta y humanista Benito Arias Montano la preparación de una nueva edición mejorada, la Biblia Regia de Amberes (1560-1573). Algunos creen que lo que el Rey Prudente buscaba era el Nombre Secreto de Dios, el Shem Shemaforash, ya mencionado páginas atrás, el concentrado de la energía de la creación y el poder absoluto.

La obra de Montano es un vivo monumento de sutilezas filológicas y editoriales. Felipe II animó de buen grado este proyecto así como otros muchos comentarios bíblicos.

John Dee y Felipe II

Felipe II, iniciado por el famoso arquitecto Herrera en las doctrinas místicas de Raimundo Lulio, sintió gran interés por la obra del alquimista, astrólogo, matemático y mago inglés John Dee (1527-1608), que era también un apasionado lulista. En su juventud, Dee viajó enseñando y aprendiendo por diversos lugares de la vieja Europa. Su prestigio creció hasta el punto de que, a su regreso, en 1551, el gobierno inglés le concedió una pensión y la reina María Tudor lo nombró su astrólogo. En 1554 Felipe II contrajo matrimonio con María Tudor y residió en Inglaterra durante unos meses. Fue entonces cuando conoció a John Dee, ya famoso por sus horóscopos.

El rey de España adquirió numerosas copias de los escritos del mago (que pasaron a engrosar su notable biblioteca ocultista) y le encargó su horóscopo personal.

A pesar de su privanza con la reina, Dee fue encarcelado bajo la acusación de practicar la magia. Cuando consiguió la libertad, se vio favorecido por la enemiga y sucesora de María Tudor, Isabel I, a la que instruyó en las doctrinas místicas del lulismo y aconsejó sobre el día óptimo para la ceremonia de la coronación. Además, puso sus artes y sus conocimientos al servicio de los intrépidos marinos que la reina enviaba a explorar el Nuevo Mundo. Esta circunstancia, unida a la pensión que tiempo atrás le concediera el gobierno, ha alentado especulaciones sobre la posible condición de John Dee como espía de los Tudor en las cortes europeas.

No parece casual que John Dee sea autor de la primera traducción inglesa de los trabajos de Euclides. Este interés por la obra del griego nos remite nuevamente al círculo, señalado el jeroglífico de la triple figura —círculo, triángulo, cuadrado— en el fresco del pintor y arquitecto manierista italiano Pelegrino Tibaldi, que, como vimos, decora la biblioteca del claustro de El Escorial.

Entre 1583 y 1589, Dee viajó a Polonia y Bohemia. Durante su estancia en Praga, en 1584, volvió a contactar con el rey Felipe II por mediación del prestigioso embajador español ante la corte imperial don Guillén de San Clemente.

El Necronomicón

A finales del siglo XX circularon en los ambientes ocultistas dos presuntos manuscritos criptográficos de John Dee, el Libro de Enoc y el Liber Logaeth, compuesto, al parecer, por su discípulo Edward Kelly hacia 1584. Este vetusto códice lo forman ciento una tablillas cuadriculadas en 49 X 49. Cada uno de los cuadrados contiene una letra latina o una cifra numérica árabe. Dos investigadores ingleses aseguran haber descubierto las claves de la compleja escritura cifrada de Dee con ayuda de un ordenador. Según ellos, el Liber Logaeth contiene muchos fragmentos del Necronomicón, la terrible obra del escritor árabe Abdul al-Hazred cuya sola lectura acarrea la muerte. Lástima que dicha obra nunca haya existido y no sea más que una invención del escritor Howard Philip Lovecraft y su círculo, en 1922, lo que induce a dudar de la autenticidad de los presuntos manuscritos de Dee.

Arias Montano, el gigante ignorado

En 1576, Felipe II nombró bibliotecario de El Escorial al humanista Benito Arias Montano, un hebraísta versado en los arcanos de la Biblia, no sólo en su vertiente teológica sino en la cabalística y secreta que tanto interesaba al rey. Sus conocimientos abarcaban muchas áreas del saber, algunas de ellas perseguidas por el fundamentalismo tridentino. Cuando la España ferozmente católica se cerró al pensamiento europeo, hasta llegar a ser el «Tíbet de Europa» (en palabras de Ortega y Gasset), Arias Montano continuó difundiendo la luz del conocimiento.

Felipe II, que prohíbe la importación de libros en España, pero al propio tiempo atesora libros prohibidos en El Escorial, le dispensa a Arias Montano su protección y aprecio hasta ponerlo fuera del alcance de la Inquisición. Montano, lector de Erasmo desde su juventud, se había licenciado por Alcalá, universidad notablemente progresista y europea, y había ampliado estudios en Italia y en Sevilla (cuna de un movimiento revisionista erradicado por la Inquisición).

Cuando Arias Montano recibe el encargo real de la Biblia Regia, las traducciones de los textos bíblicos están bajo sospecha por considerarse favorecedoras del protestantismo. La Biblia, además de convertirse en el campo de batalla en el que contiende la Iglesia de Roma contra los disidentes (luteranos y calvinistas), escinde también bandos dentro de la propia Iglesia. En España, las excluyentes concepciones teológicas de dominicos y agustinos, escolástica una y escrituraria la otra, se enfrentan en el espeso ambiente universitario de Salamanca. El campeón de los agustinos, Fray Luis de León, gana la partida a sus mediocres oponentes, los dominicos León de Castro y Bartolomé de Medina, y se alza con la cátedra que ambicionaban. Entonces los dominicos, que son también los inquisidores, se vengan procesando a Fray Luis, descendiente de judíos y traductor, sin el preceptivo permiso de la Inquisición, del Cantar de los Cantares de Salomón, uno de los libros más arcanos de la Biblia.

Arias Montano, a menudo en el ojo del huracán, sobrenada estas tormentas gracias al favor del rey. Sus libros De Arcano sermone y De Ponderibus et Mensuris son de inspiración claramente cabalística y no se recatan de citar la autoridad de Sebastián Münster y del Talmud, igualmente condenados por la Iglesia.

El honor de Dios

A veces se acusa a Felipe II de haber sacrificado los intereses de España a los del catolicismo. Esta imputación, que es cierta, debiera matizarse. En su tiempo, muchos teólogos y pensadores llegaron a la conclusión de que España era el paladín elegido por Dios para defender su honor, el honor de Dios. En este sentido, el pueblo español venía a sustituir al hebreo en las promesas divinas del Antiguo Testamento que los judíos habían perdido por su obstinación en negar la divinidad de Jesús. De ahí que Felipe II se identificara con el rey Salomón.

La prueba de que Dios protegía a España era que le había otorgado las riquezas del mundo (las Américas). A cambio, España debía corresponder defendiendo el catolicismo contra el acoso de protestantes y turcos. Sentado esto, el honor de Dios exigía que los rectores de la sociedad española, los paladines de esa lucha, estuviesen limpios de sangre maldita. Por lo tanto, todo cargo o empleo oficial quedó vedado para los descendientes de judíos. Cualquier aspirante a ingresar en orden religiosa, cofradía o hermandad, o a un cargo en la administración o en la Iglesia, debía acreditar la limpieza de su linaje mediante un certificado o estatuto de limpieza de sangre en el que constara que ninguno de sus antepasados había sido moro o judío.

De nada sirvió que voces sensatas clamaran contra este desatino, ni que algunos intelectuales denunciasen los sórdidos motivos que se disimulaban detrás de aquellas medidas: el retoño incompetente o tarado de una familia de cristianos viejos obtenía prioridad sobre el individuo inteligente y capaz, pero descendiente de judíos o moros. De esta manera se dilapidaron valiosos recursos humanos en un país ya bastante castigado demográficamente.

El pueblo llano acató con entusiasmo las exigencias de la limpieza de sangre. Al fin y al cabo, los conversos no se habían mezclado con el pueblo sino con la aristocracia y la burguesía. El ganapán, acostumbrado a ser considerado socialmente inferior a los cerdos que cuidaba para el amo, supo, de repente, que tenía un motivo para sentirse importante: su sangre era limpia. Podía mirar por encima del hombro a muchos poderosos o ricos vecinos que tenían una bisabuela judía o un primo morisco.

Los desheredados de la fortuna descubrieron que tenían pedigrí y se aferraron a él. Los nobles llevaban siglos exhibiendo su honra, excelencia o virtud heredadas por el linaje; ahora, los pobres tenían algo más precioso: el honor, es decir, la pureza de sangre.

La Inmaculada arma la gresca

Hacía siglos que los alumnos de la Sorbona aceptaban rutinariamente el compromiso de defender la Inmaculada Concepción de María, aunque dentro de la Iglesia las opiniones estaban divididas: franciscanos, a favor; dominicos, en contra.

De pronto, en los primeros años del siglo XVII, la obsesión española por la pureza de sangre cristalizó en un frenesí popular por la Inmaculada Concepción de la Virgen. A todo trance se quería proclamar a la Virgen «concebida sin pecado original». Incluso el pueblo más sencillo exigía que esa pureza se considerara dogma de fe que todo cristiano debe admitir sin réplica: «Que María fue preservada de pecado en el vientre de su madre desde el momento mismo de ser concebida», es decir, cuando el espermatozoide del padre se unió al óvulo de la madre.

España se movilizó para apoyar esa verdad y elevarla a la categoría de dogma. Diego Xarava del Castillo, argumentando la pureza de María, señalaba la importancia racial de esa pureza. Es cosa muy necesaria que cuando se busque nodrizas para los hijos «se críen a los pechos de mujeres limpias en calidad, aunque sea a mayor costa». El inquisidor Luis del Páramo señala: «La Virgen María fue fecundada sin conocer el rocío del esperma ni los deseos de la carne, sin fractura de su integridad. Hasta su útero, virgen por castidad, siguió tan blanco como el marfil. Concibió sin maniobra humana... puerta cerrada sólo abierta para el Señor.»

A pesar de estos esfuerzos, el papa sólo reconoció el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854.

El demonio del mediodía

A Felipe II lo consideraron un monstruo muchos contemporáneos suyos. Todavía hoy lo sigue siendo para algunos europeos no necesariamente incultos, especialmente ingleses y flamencos, a pesar de los estimables estudios que nos lo presentan como un hombre abrumado por las circunstancias y menos cruel que otros monarcas de su tiempo. Este prejuicio es fruto de una leyenda negra basada en calumnias o en hechos juzgados fuera de contexto.

La visión negativa de Felipe II y los suyos debe su difusión y permanencia a la gran cantidad de libelos antiespañoles que produjeron las primeras imprentas, propiedad, muchas de ellas, de protestantes flamencos, de calvinistas y de enemigos de Felipe que habían presenciado cómo los tercios españoles, una chusma casi siempre exasperada y hambrienta por falta de paga, saqueaba las poblaciones sometidas y cometía terribles desmanes. La durísima represión del Duque de Alba y la ejecución de los condes de Egmont y Horn, hoy héroes nacionales, terminó por cimentar el odio de los flamencos sometidos.

La literatura panfletaria acusó, y acusa, a Felipe II de asesinar a su hijo Carlos, a su esposa Isabel de Valois y a su secretario Escobedo. Las fuentes antifelipistas más notables, en las que se alimentaban estos libelos, eran la Apología de Guillermo de Orange (1580) y las Relaciones de Antonio Pérez (1598). Posteriormente el drama Don Carlos de Schiller y la homónima ópera de Verdi contribuyeron a la extensión y afianzamiento de la calumnia.

Felipe II compendia, también, la presunta codicia de los españoles. Los españoles, asentados sobre un imperio en el que no se ponía el sol, monopolizaban las fabulosas riquezas de las tierras allende los mares. Dueños del oro de Moctezuma y de las minas de plata de Potosí, perseguían a los marinos extranjeros que intentaban recoger las migajas del festín comerciando con el nuevo mundo. Además, los españoles eran inhumanos y crueles con los indios (la denuncia del padre Bartolomé de las Casas), una acusación que hoy encontramos razonable aunque en su tiempo cualquier país europeo hubiese aplicado los mismos crueles procedimientos. De hecho, los ingleses en el siglo XVIII y los americanos en el XIX, no fueron más tolerantes con el indio, y no digamos los belgas con el negro o los holandeses con el indonesio.

La controversia sobre la ciencia española

Masson de Morvilliers, en la Encyclopédie Méthodique (1782), se preguntó: «¿Qué se debe a España? Desde hace dos, cuatro, diez siglos, ¿qué ha hecho por Europa?» Este ataque ocasionó en su día las réplicas del abate Denina en Prusia, y las del botánico Cavanilles y de Forner pero recientemente se ha reproducido, curiosamente en casi idénticos términos, en la obra de Kenneth Clark Civilization, lo que prueba que la polémica no está extinguida.7

Ya en tiempos de Felipe II, Saavedra Fajardo había escrito a propósito de nuestro aislamiento intelectual: «Los españoles que con más comodidad pudieran practicar el mundo están retirados en sus patrias.» En el ánimo de los intelectuales españoles comenzaban a configurarse las dos Españas: la que se repliega en ella misma dando la espalda a Europa y la ilustrada, que pretende incorporarse a Europa con sus ventajas e inconvenientes.

A lo largo del siglo XIX, Europa experimentó un gran avance científico y técnico que dejó a España todavía más a la zaga. Entonces se reavivó la polémica sobre la ciencia española entre los progresistas (krausistas y positivistas) que achacaban nuestro retraso secular a la acción inhibidora de la Inquisición, y los tradicionalistas, capitaneados por Menéndez Pelayo, que se esforzaban en demostrar la participación de España en el progreso de Europa. La polémica colearía en unamuno (¡Que inventen ellos!), en Ortega y Gasset, en Marañón y en otros.