Un sacerdote egipcio le contó esta historia al griego Solón y él la transmitió a sus descendientes en Grecia. Una vez, hace muchas generaciones, existió una isla enorme llamada «la Atlántida». Era un paraíso en la Tierra: clima apacible, espesos bosques, fértiles campos, variedad de frutos, fauna abundante, subsuelo rico en metales...
Los atlantes, así llamamos a los habitantes de la isla, residían en ciudades bien urbanizadas y dotadas de cómodas viviendas y baños. Su capital, Atlantis, estaba diseñada de manera que participaba tanto de la tierra como del mar: anillos de tierra y agua alternos se disponían concéntricamente en torno a una isla central que comunicaba con el mar a través de un ancho canal navegable. La muralla exterior, blanca y negra, encerraba otros tres recintos murados: uno de piedra roja, otro de bronce por fuera y estaño por dentro, y el último, que rodeaba la acrópolis, revestido de oricalco, un metal precioso brillante como el fuego, que sólo se encontraba en la isla.
El palacio real de Atlántida, en la cima de la colina central, estaba rodeado por un muro de oro. Era, al propio tiempo, el santuario en el que Poseidón había engendrado en su amada Cleito las cinco parejas de gemelos de las que descendían diez estirpes reales que gobernaban los reinos de la confederación atlante.
Los primeros reyes atlantes, en la Edad de Oro, fueron pacíficos y piadosos. No conocían las guerras. Reinaban sobre una sociedad perfecta en la que cada individuo ocupaba el lugar que le correspondía según su mérito. Lástima que sus sucesores se volvieran tiránicos y codiciosos y decidieran conquistar el resto del mundo. Al principio les fue bien. Sometieron fácilmente el norte de África y Europa, pero cuando se disponían a invadir Egipto y Grecia, los griegos los derrotaron. Al propio tiempo, Zeus, el padre de los dioses, decidió castigar su soberbia. En solamente un día y una noche un violento terremoto, seguido de devastadoras inundaciones, sumergió la Atlántida en el océano y aniquiló su brillante civilización.
«Por este motivo —terminó su relato el sacerdote egipcio—, el océano es desde entonces innavegable, porque todavía subsiste la capa de fango que produjo el hundimiento de la isla.»
El filósofo Platón, en sus tratados Timeo y Critias, relató la historia de la Atlántida tal como se había transmitido desde Solón. Algunos autores prestaron crédito a la historia, a pesar de que Aristóteles (-384), el gran discípulo de Platón, la consideraba una fábula ideada por el maestro para exponer sus tesis sobre la sociedad ideal.1
En el siglo VI, el historiador y viajero bizantino Kosmas Indicopleustes, autor de Topografía cristiana (hacia 550), identificó la Atlántida con el Paraíso del Génesis y a las diez estirpes reales nacidas de Poseidón con las diez generaciones humanas que median entre Adán y Noé. El hundimiento de la Atlántida en el océano no sería sino el eco paganizado del Diluvio universal.
A partir del siglo XV, coincidiendo con el inicio de las grandes exploraciones europeas, arreciaron las especulaciones sobre la Atlántida, como si hubiera una urgencia por situarla en el mapamundi. En 1592, el padre Juan de Mariana identificó la Atlántida con la península Ibérica; el filósofo inglés Francis Bacon, con América (en su obra Nova Atlantis, 1638). John Swan, en Speculum Mundi (1644), y el jesuita alemán Athanasius Kircher, en Mundus Subterraneus (1655), la creyeron hundida en medio del Atlántico. En 1675, el filólogo aragonés, y cronista mayor de Felipe IV, José Pellicer Ossau y Tovar se adhirió a la opinión del padre Mariana e identificó la Atlántida con la península Ibérica. Incluso señaló Tartessos como origen del mito y situó el templo atlante en la desembocadura del Guadalquivir.2 Por su parte, el naturalista sueco Olaus Rudbeck inauguró, en su obra Atlantica (1675), la larga serie de los que intentan ubicar la Atlántida lo más cerca posible de su gabinete de trabajo. Para Rudbeck la ciudad sumergida estaba al sur de Suecia, justo enfrente de upsala. Jean Bailly, en sus Lettres sur l’Atlantide de Platon (1779), propuso una localización al norte de la península Escandinava.
En 1801, el ocultista Antoine Fabre d’Olivet (1762-1825), uno de los especialistas en lenguas orientales que acompañó la expedición napoleónica a Egipto, propuso una Atlántida mediterránea primero entre España y Marruecos y después en el Cáucaso.3 El naturalista Bory de Saint-Vincent precisó, en su Carte conjecturale de l’Atlantide (1803), que los archipiélagos de las Canarias y las Azores son restos de la Atlántida sumergida.4
Estas tesis atlantistas, que cautivaron a tantos autores hasta el siglo XX,5 compiten hoy con las mediterráneas. Algunos atlantólogos actuales (Collina-Girard, Marc-André Gutscher, Johan Van de Velde, entre otros) creen que la misteriosa isla está inmersa en el estrecho de Gibraltar, en la zona de Spartel, a unos sesenta metros de profundidad. El físico Axel Hausmann asevera, en su libro Atlantis (2000), que la isla platónica estaba entre Sicilia y Malta, a unos cien metros de profundidad. El periodista italiano Sergio Frau, en Le Colonne d’Ercole (2002), la sitúa en Cerdeña y relaciona con los atlantes la cultura de las nuragas, supuestamente barrida por un tsunami. Algunos supervivientes del desastre emigrarían a Italia y fundarían el pueblo etrusco; otros, se dispersarían por el Mediterráneo y serían los Pueblos del Mar que desembarcaron y guerrearon en Egipto y otros lugares. Frau identifica las famosas Columnas de Hércules con dos promontorios a uno y otro lado del estrecho de Sicilia.
En 1864, Charles Étienne Brasseur de Bourgbourg (1814-1874), un obispo belga que había ejercido su santa misión entre los indígenas mejicanos, encontró en la Biblioteca de la Sociedad Histórica de Madrid un manuscrito titulado Relación de las cosas del Yucatán, obra de su colega fray Diego de Landa (1524-1579), destinado en México poco después de su conquista por Hernán Cortés. En el fervor de su juventud, Landa había arrojado al fuego decenas de libros mayas supuestamente depositarios de doctrinas idolátricas, pero cuando creció en edad y sabiduría atemperó su celo y, dejándose llevar por una tardía vocación científica, intentó descifrar la escritura de aquel pueblo.
Resulta irónico que el inquisidor que condenó a las llamas los tesoros inestimables de los archivos mayas sea hoy la principal fuente de lo poco que conocemos de la escritura maya. Fray Diego de Landa aplicó a su estudio las convenciones propias de las escrituras fonéticas del español y otras lenguas europeas, una labor absolutamente improductiva porque la escritura maya era ideográfica (como el jeroglífico egipcio) y no fonética. No obstante, el esforzado obispo identificó como letras veintisiete signos que se lo parecieron y plasmó sus conclusiones en su informe citado que quedó inédito y olvidado hasta que Brasseur de Bourgbourg dio con él, lo editó, resumido, en Francia e Inglaterra y puso en circulación la idea, hoy muy arraigada entre muchos pseudohistoriadores, de que las culturas precolombinas olmeca, tolteca, maya y azteca son producto de algunos atlantes supervivientes del hundimiento de su isla que llegaron al continente americano.
En el curso de sus investigaciones, fray Diego de Landa había oído decir a los indios que descendían de los supervivientes de una tierra hundida en el mar. El fraile, más familiarizado con la Biblia que con los escritos del pagano Platón, pensó que se referían a las míticas Diez Tribus perdidas de Israel, la descabellada idea propuesta siglos atrás por el bizantino Kosmas Indicopleustes.
Brasseur de Bourgbourg, armado con el disparatado alfabeto maya de Landa, se lanzó a traducir, a su manera, el manuscrito maya conocido como Códice Troano. El texto resultante describía una catástrofe volcánica en una tierra que Brasseur denominó, arbitrariamente, «Mu», simplemente porque en el códice aparecían dos signos levemente parecidos a estas letras del alfabeto latino propuesto por Landa. Brasseur, ni corto ni perezoso, decidió que fueran el nombre de aquella tierra imaginaria.6
La historia de la catástrofe que Brasseur creyó encontrar en el Códice Troano se parecía tanto a la de la Atlántida que acabó relacionándola con ella. En estos textos supuestamente traducidos por Brasseur se basan todas las especulaciones sobre Mu, el continente perdido en el Pacífico, que hoy compiten con las de la Atlántida.
La obra de Brasseur creó una escuela con destacados discípulos tan disparatados como el maestro, entre los que cabe mencionar al médico francés Augustus Le Plongeon (1825-1908), fotógrafo y arqueólogo aficionado, quien, tras hurgar en las ruinas mayas del yucatán, llegó a la conclusión de que los mayas fueron la cuna de la civilización a través de la Atlántida primero y de Egipto después.
El supuesto continente sumergido Mu inspiró, por su parte, una subliteratura atlántida bastante notable. Hacia 1926, el inventor y mitógrafo James Churchward (1851-1936) publicó El continente perdido de Mu, cuna de la humanidad,7 en el que aseguraba haber descifrado los anales de Mu en unas tabletas hasta entonces celosamente guardadas por los sacerdotes de un monasterio de la India. El paralelo con el sabio Solón de los diálogos platónicos es evidente. De la lectura de estas tabletas se deducía que el Paraíso Terrenal no estuvo en Asia sino en Mu, el continente hundido en el océano Pacífico. «La historia bíblica de la Creación, el relato de los siete días y las siete noches en que Dios creó el mundo, no se originó, por lo tanto, en los pueblos del Nilo y el Éufrates sino en este continente sumergido, la verdadera cuna de la humanidad.»
James Churchward es un notable precursor de la historiaficción, este ingenuo subgénero literario que florece en nuestro tiempo y que no hay motivo para rechazar siempre que no pretenda sustituir a la Historia con mayúscula. Churchward se oponía a la teoría darwinista de la evolución y publicó una serie de libros sobre el origen del hombre en aquel continente perdido.8 Sus textos abruman al lector con multitud de datos arqueológicos o procedentes de la tradición ocultista, de la especulación y de la pura fantasía, con mucha nota a pie de página que remite al lector a libros desconocidos o a códices que solamente Churchward parece haber consultado. Leemos, por ejemplo: «En aquel tiempo las gentes de Mu eran civilizadas y cultas. No existía la violencia en la faz de la tierra, puesto que todos los pueblos eran hijos de Mu y acataban la soberanía de su tierra de origen.» Naturalmente, los habitantes de Mu eran «blancos y notablemente hermosos, con ojos grandes y de mirada suave y cabello negro y lacio. Había también otras razas con la piel negra, amarilla o tostada, pero éstas no dominaban».
Advertimos cierto tufillo racista, ¿no?
El mismo que advertimos en Karl Zschaetzsch, quien, en 1922, cuando ya Hitler estaba incubando su serpiente, imaginó en su libro Atlántida, patria primitiva de los arios una isla poblada por germanos rubios y vegetarianos a los que corrompió una especie de Eva llegada del mundo exterior con la fórmula de la fermentación de las bebidas alcohólicas. Después de esta caída, la Atlántida fue aniquilada por la cola de un cometa que pasó demasiado cerca de la Tierra.
Según las ensoñaciones de Churchward, Mu decayó debido a una catástrofe natural: «El subsuelo estaba minado de cavernas en las que se había acumulado gas volcánico. Estos depósitos letales fueron los asesinos de Mu: el gas escapó a través de los volcanes, y las grutas se hundieron al descender la presión interna sobre la corteza, lo que provocó la inmersión en el mar de todo el continente de Mu. Sus hijos supervivientes, desperdigados por toda la Tierra, originaron las civilizaciones conocidas.»
Parecía que los argumentos históricos y geográficos en pro o en contra de la existencia de la Atlántida se estaban agotando cuando los avances en la geología revitalizaron la discusión trasladándola a nuevos campos. Ignatius Donnelly (1831-1901), un miembro muy instruido del congreso de Estados unidos que, en lugar de atender a las comisiones y chanchullos propios del oficio, se pasaba las horas en la estupenda biblioteca de la institución, publicó el libro Atlantis: The Antediluvian World (1883), en el que exploraba las coincidencias entre las culturas egipcia y americanas precolombinas: pirámides, artefactos, costumbres, etc.
Abundando en la idea expuesta por Bory de Saint-Vincent en su mapa, Donnelly pensó que las montañas más altas de la Atlántida sumergida constituían una cresta atlántica de la que despuntaban, sobre la superficie de las aguas, las islas Azores y las Canarias. Ciertamente existe una cordillera submarina, la Dorsal Mesoatlántica, que recorre el centro del Atlántico de norte a sur asomándose acá y allá en sus cumbres mayores para formar las islas de Cabo Verde, Santa Elena, Ascensión o Islandia, y en algunas de estas islas la actividad volcánica es intensa, pero los geólogos han demostrado que la Dorsal Mesoatlántica se formó bajo la superficie marina y que el océano lleva varios millones de años sin experimentar cambios sustanciales. Esta evidencia descalifica también la teoría del cataclismo expuesta por Otto Muck en 1954, según la cual el hundimiento de la Atlántida se debió al impacto de un gigantesco meteorito caído sobre el Atlántico occidental que produjo, además de inmensas olas, erupciones volcánicas y alteraciones del fondo marino. Muck estaba convencido de que los mitos del diluvio transmitidos por diversas culturas constituyen el desvaído recuerdo de esta catástrofe.
La explicación del meteorito gigantesco ha creado escuela entre algunos atlantólogos que sitúan el mítico continente en el océano índico basándose en que algunos pueblos ribereños conservan la memoria legendaria de una Tierra de Gondwana desaparecida en un cataclismo.9
Los esotéricos enriquecieron la teoría pseudoarqueológica de Donnelly con originales aportaciones. La famosa impostora madame Helena Blavatsky (1831-1891), fundadora de la teosofía y autora de La Doctrina Secreta (1888), un indigesto potaje de doctrinas religiosas y filosóficas (Zoroastro, los gnósticos, los platónicos, el hinduismo, cábala...), habla de siete razas primigenias, la tercera de las cuales se estableció en Lemuria y la cuarta en la Atlántida. No queda claro dónde estuvo la pretendida Lemuria, si en el océano índico o en el Pacífico.
Madame Blavatsky citaba en sus obras un manuscrito tibetano, El Libro de Dzyan, receptáculo de sabidurías atlantes, para defender la idea, no exenta de cierto tufillo racista, de un pueblo atlante física y espiritualmente superior a las miserables razas humanas que hoy pueblan el planeta. El eco de esta raza superior sonó a música celestial en los oídos de los tenderos alemanes que impulsaron el misticismo racista nazi. De hecho, Heinrich Himmler envió al Tíbet, en 1938, una expedición de sabios alemanes para indagar sobre los orígenes atlantes de la superior raza aria a la que él, estrecho de pecho, miope y enclenque, creía pertenecer.10
Después de Donnelly, la Atlántida se convirtió en un mito popular y muchos otros autores se ocuparon de él, casi siempre situando la isla sumergida en el Atlántico, como parece desprenderse del relato platónico, aunque en las más variadas localizaciones que abarcan desde la costa de Marruecos hasta la de Venezuela, incluyendo las islas Canarias y Azores y el mar de los Sargazos.
Entre los años 1900 y 1906, el arqueólogo británico Arthur Evans excavó, en la isla mediterránea de Creta, los palacios de la civilización minoica que había florecido hacia el año -2000. Su influencia se extendía por las islas Cícladas, por el sur de Grecia e incluso por muchas otras riberas mediterráneas con las que mantenía activo comercio. De manera aparentemente inexplicable, hacia el -1500 le sobrevino una súbita decadencia y su resplandor se apagó.
¿No resultaba este hecho sospechosamente parecido a la abrupta desaparición de la Atlántida? ya en 1872 el científico Louis Figuier (1819-1894) había sugerido la explosión del volcán de Thera como origen del mito atlante. El arqueólogo e historiador Auguste Nicaise (1828-1900) recogió y divulgó la idea en una conferencia titulada Les Terres disparues: l’Atlantide, Théra, Krakatoa (1885). La explicación de Nicaise obtuvo amplio eco en la prensa porque el público estaba muy sensibilizado tras la gigantesca explosión, en 1883, del cono volcánico del Krakatoa, una isla indonesia situada entre Sumatra y Java.11
Tras las excavaciones de Evans, que divulgaron inéditos aspectos de la cultura minoica, el historiador K. T. Frost desarrolló la idea en varios artículos aparecidos entre 1907 y 1913: la Atlántida no fue otra cosa que el imperio marítimo de la Creta minoica que dominó el mar Egeo en la Edad del Bronce, ya que «toda la descripción de la Atlántida contenida en el Timeo y en el Critias tiene características tan perfectamente minoicas que ni siquiera Platón pudo haber inventado tantos hechos insospechados [...] cuando leemos cómo el toro es cazado en el Templo de Poseidón sin armas, pero con varas y lazos corredizos, tenemos una inequívoca descripción de la plaza de toros de Cnosos, aquello que tanto sorprendía a los extranjeros y que dio origen a la leyenda del Minotauro». La tesis de Frost, reforzada por los nuevos testimonios arqueológicos, constituye hoy la más comúnmente aceptada por los historiadores.
Los defensores de esta teoría disculpan ciertas discrepancias entre el texto platónico y la realidad del imperio minoico (principalmente en lo tocante a la localización de la isla, sus dimensiones continentales y la fecha de su destrucción). Luce ha señalado que el nombre antiguo de Creta era Keftiu, que significa «columna» o «soporte». En la mitología egipcia de la Edad del Bronce, la cúpula del cielo se apoya precisamente en una roca que brota del centro de una isla. Pudo ocurrir que los griegos, conocedores de esa leyenda egipcia, la relacionaran con su propia leyenda de Atlas, el gigante que sostiene el mundo sobre su cerviz, y tradujeran el nombre de Creta, Keftiu, como Isla de Atlas, es decir, Atlántida.
La ubicación de la mítica Atlántida en medio del océano pudiera derivar de un despiste de Platón causado por la lectura defectuosa de algún texto. La palabra griega «a medio camino» se parece bastante a la que significa «más grande que». Es posible que donde Platón leyó «más grande que Libia y Asia juntas», pusiera en realidad «a medio camino entre Asia y Libia».
En cuanto a la localización de la tierra de los atlantes «más allá de las Columnas de Hércules», quizá Platón se dejó llevar por una tendencia griega a situar todas las historias míticas más allá de los confines del Mediterráneo o quizá identificaba, como muchos griegos, las Columnas de Hércules con el estrecho de los Dardanelos.
Más dificultad entraña concordar las fechas platónicas con las minoicas. Según el relato de Platón, la Atlántida existió hacia el -9600, época que, en términos arqueológicos, correspondería al Mesolítico. Sin embargo, la sociedad atlante descrita por Platón se inscribe claramente en una cultura mediterránea de la Edad del Bronce, en torno al -1500. Si aceptamos la posibilidad de que el relato griego utilizado por Platón provenga de una fuente egipcia, el desfase de fechas pudiera deberse a una lectura defectuosa del pictograma egipcio de la cifra cien, que se confunde fácilmente con el de mil. Aplicando la corrección pertinente resulta que la Atlántida habría sucumbido nueve siglos antes de Solón, fecha bastante razonable que vendría a coincidir con la liquidación del imperio minoico, hacia el -1500. En el ambiente histórico mediterráneo de este tiempo es plausible que un poder marítimo egeo rivalizara con Atenas y Egipto. Otros datos corroboran esta teoría: si, como asegura Platón, el ejército ateniense sucumbió en la catástrofe que destruyó la Atlántida, es evidente que el desastre tuvo que ocurrir relativamente cerca de Grecia porque es impensable que en época tan remota un ejército griego estuviese operando más allá del estrecho de Gibraltar. Tampoco es plausible que la fuente de la Acrópolis ateniense que se secó como consecuencia del cataclismo resultara afectada si la catástrofe hubiera sucedido en medio del Atlántico, a muchos miles de kilómetros de distancia.
Las pruebas históricas apuntaban a una abrupta decadencia del imperio minoico, pero faltaba encontrar sus causas. En 1932, el arqueólogo Spyridon Marinatos encontró en Amissos, cerca de Heraclion, un potente muro desplomado que asoció al impacto de una ola gigantesca provocada por la explosión de la isla de Thera, a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia. Era sólo una hipótesis, pero si lograba probarla quedaría demostrado que la leyenda de la Atlántida se había inspirado en el fin del imperio minoico. El asunto era tan complejo que no dudó en recabar la ayuda de un equipo interdisciplinar que incluía a los geólogos B. C. Heenen y Ninkovitch y, a partir de 1966, a Christos A. Galanopoulos, jefe del gabinete sismológico de la universidad de Atenas. La geología confirmó que la súbita destrucción del imperio minoico «en un día y una noche», como la Atlántida de Platón, se debió a la explosión volcánica de la isla de Thera, conocida también en la Antigüedad como Kalliste («la más perfecta») y Strongyle («la redonda»). Hoy se llama Santorini y dista, lo que quedó de ella, ochenta millas de Creta.
El interés científico por la explosión de Thera comienza en el año 1879, cuando apareció el libro de F. Fouqué Santorin et ses éruptions, que describe el volcán peleano de la isla. Estos volcanes manan una lava tan espesa que tiende a taponar la chimenea de manera que la erupción se produce por una violenta explosión de los gases y sustancias comprimidos en la caldera. A la explosión sigue un diluvio de rocas o pumitas de piedra pómez, y un flujo de lava.
¿Qué ocurrió en Thera? Antes de la erupción que la destruyó, era una isla de unos dieciséis kilómetros de diámetro en cuyo centro se erguía una montaña volcánica de lava solidificada de un kilómetro y medio de altura. Hacia el año -1470 (la fecha se deduce del análisis por radiocarbono de un trozo de madera que quedó engastado en la lava), la montaña estalló, sometida a enorme presión, lanzando por los aires más de veintidós kilómetros cúbicos de rocas. Ciento diez kilómetros cuadrados, unos dos tercios de la isla, desaparecieron. El estampido se percibió en Escandinavia.
La ola que levantó la explosión de Thera, de unos cien metros de altura, pudo ser el «toro venido del mar» que derrotó a los reyes minoicos.
La materia expulsada por el volcán, en forma de chorro de magma incandescente, piedra pómez y ceniza, cubrió la parte restante de la isla. Casas y cultivos quedaron sepultados debajo de un enorme sedimento de sesenta metros de espesor.
Después de la catástrofe, lo que quedaba de la isla volvió a poblarse y aprendió a convivir con el volcán e incluso a vivir de él, del turismo, y de la cantera inagotable de puzolana formada por los materiales volcánicos.
Hoy la boca del volcán está sumergida y la parte visible de su boca forma el semicírculo de las islas Thera y Thirasia, amén de Aspronisi, que es sólo un islote desierto.12 Las islas presentan un característico paisaje de roca volcánica roja, ocre y blanca. No hay en ellas manantiales: sus cinco mil habitantes dependen del agua que les traen en barco desde Grecia y de la que recogen en cisternas cuando llueve. La vegetación se reduce a pocos árboles y algunos arbustos.
El arqueólogo Spyridon Marinatos visitó Thera en 1960. Lo que vio le confirmó sus presentimientos. Dos años después, tras una prospección aérea, desde un helicóptero, de la zona de Bronos, junto a la aldea de Akrotiri, comenzó a excavar. En sucesivas campañas, entre 1967 y 1972, salieron a la luz los restos de una ciudad importante que yacían sepultados bajo veinte metros de escoria volcánica. La pasión de Marinatos por Thera acabó costándole la vida cuando, en 1974, se despeñó desde una altura de veinte metros en un talud de las excavaciones.
La arqueología ha reconstruido el pasado de una rica comunidad que, desde el segundo milenio antes de nuestra era, construía edificios de hasta tres plantas, y los decoraba con suntuosos frescos. No aparecieron esqueletos ni tesoros como en Pompeya, también destruida por un volcán, seguramente porque los habitantes de Thera advirtieron a tiempo la inminencia de la erupción y pudieron abandonar la isla y ponerse a salvo en Creta.
El puerto de Thera, probablemente uno de los principales enclaves minoicos, quedó borrado de la faz de la tierra. El tsunami destruyó la flota, las instalaciones portuarias y hasta los pueblos de la costa oriental cretense. Potentes niveles de cenizas volcánicas cubren restos de poblados con sus muros aplastados por la gigantesca ola. Solamente se salvó del desastre el palacio de Cnosos, cinco kilómetros tierra adentro.
La catástrofe ocurrió hacia el -1470. Después de esta fecha, la actividad política y comercial de los minoicos se tornó insignificante, lo que confirma que la explosión de Thera diezmó a los minoicos y las cosechas devastadas y los campos improductivos a causa de las cenizas condenaron al hambre a los supervivientes. La isla quedó indefensa. Las ciudades carecían de murallas pues confiaban en su potente marina para defenderse de agresores exteriores. Desprovista de su flota, Creta sucumbió fácilmente ante los griegos micénicos.
El recuerdo de la catástrofe de Thera persistió en las tradiciones y mitologías del mar Egeo: la lluvia de piedras que se desencadena sobre los argonautas cuando penetran en las tinieblas que rodean Creta; la inundación de la leyenda de Deucalión, etc. El historiador Plutarco menciona una ola gigante que Poseidón envió contra la isla Lycia. En Samotracia se mantuvo durante siglos la costumbre de sacrificar cada año un animal en los altares que señalaban el máximo avance de la ola en una mítica inundación.
La identificación del imperio minoico con la Atlántida parece sensata y sólidamente fundamentada, pero el mundo está lleno de soñadores, algunos de ellos atlantólogos que defienden su derecho a imaginar una Atlántida sumergida, inmensos palacios e inescrutables misterios que esperan que un arqueólogo afortunado, a lo mejor un loco como Schliemann, venga a desvelarlos.
S. C. Fredericks cree que «la relación entre Thera y los diálogos platónicos es artificial e innecesaria» y señala que Platón nunca relacionó su Atlántida con Creta ni habló de volcán alguno. Además, Platón se refirió a una inmersión total de la isla y es evidente que un tercio del territorio de Thera quedó a flote, y aún queda, en la isla de Santorini. Otros argumentan que quizá la explosión de Thera y el aniquilamiento del imperio minoico se parezcan mucho al fin de la Atlántida, pero esto no demuestra necesariamente que no existiera otra Atlántida, la verdadera, en el océano, o que Thera, una ciudad de treinta mil habitantes emplazada en una islita del Egeo, no pudo ser la cabeza de un imperio tan poderoso. Por otra parte, si buscamos en el océano, encontramos también islas volcánicas como Tristan da Cunha o el Peñón de San Pablo, si bien tampoco son suficientemente grandes como para albergar poblaciones importantes.
J. Rufus Fears señala que «no existe ninguna fuente egipcia antigua que hable de un imperio insular marítimo identificable con la Atlántida o con la Creta minoica y el mito de la Atlántida no aparece en otros autores griegos, ni siquiera en los contemporáneos de Platón». Incluso pudo ocurrir que Platón urdiera la fábula inspirándose en un terremoto que ocurrió en su tiempo y que levantó una ola tal que barrió la islita griega de Atalante (topónimo bastante parecido a Atlántida). Quizá Platón conocía el texto de Tucídides, en su Guerra del Peloponeso, que narra el suceso en términos bastante similares a los que luego él usaría para referirse a la destrucción de la Atlántida: «En las proximidades de la isla de Atalante se produjo una inundación de tal magnitud que arrasó parte del fuerte ateniense que allí había y echó a pique uno de los dos barcos que estaban en la playa.»
Sin salir del ámbito egeo, el español Paulino Zamarro expone en Del estrecho de Gibraltar a la Atlántida (2004) una sugerente teoría —con la que coincide el griego Diamantis Pastras—: el archipiélago de las Cícladas no es más que un conjunto de cumbres de una gran isla de unos 5.300 km2 que existió 7.500 años antes de nuestra era. Entonces existía una barrera en el estrecho de Gibraltar que aislaba el Mediterráneo del Atlántico. Cuando esta barrera se rompió, las aguas se comunicaron y el Mediterráneo subió bruscamente de nivel. La Atlántida quedó reducida a las Cícladas y Creta.
El arqueólogo alemán Eberhard Zangger (nacido en 1958), autor de El diluvio del cielo: descifrando la leyenda de la Atlántida,13 cree, por su parte, que el mito de la Atlántida se inspiró en la caída y destrucción de Troya, cantada por Homero en la Ilíada. Argumenta el teutón que, en la Antigüedad, también se denominó «Columnas de Hércules» al estrecho del Bósforo, entre Europa y Asia.14 Más allá de las Columnas de Hércules del mar Negro, en la actual Turquía, estaba Troya, la inspiradora de la Atlántida. Zangger se esfuerza en probar su teoría con el exhaustivo recuento de las características físicas de la antigua Troya y el territorio circundante y comparándolas con las de la Atlántida, que, según él, se inspiró en ella: una llanura rodeada de montañas donde el viento dominante sopla del norte; dos manantiales, de agua fría y caliente, respectivamente, que también menciona Homero. Además, la estirpe troyana descendía de Electra, hija de Atlas. Una de las Troyas superpuestas fue, según Zangger, destruida por las inundaciones de ríos desbordados, y ello motivaría el mito.
En los años cuarenta, el historiador turco Hasan umur (1880-1977) propuso la localización de la Atlántida en el mar Negro, teoría que retoman los alemanes Siegfried y Christian Schoppe en La Atlántida en el mar Negro y La Atlántida y el diluvio (2004),15 donde intentan demostrar que el mar Negro era un gran lago de agua dulce antes del -5500, cuando desapareció la barrera del Bósforo y el mar salado inundó su cuenca originando también la leyenda del diluvio universal.16
Muchos buscadores de la Atlántida en el siglo XX tienen a Heinrich Schliemann (1822-1890) por patrón y santo popular. Recordemos que el millonario alemán, mero aficionado a la arqueología, descubrió Troya siguiendo las pistas de la Ilíada contra la autorizada opinión de muchos historiadores y académicos que lo menospreciaban. Este soberbio patinazo de la ciencia oficial suministra un poderoso argumento a los atlantistas porque demuestra que los historiadores también yerran y que un visionario puede acertar. ¿Por qué no había de repetirse el caso de Troya con la Atlántida?
El terreno parecía abonado para que Paul Schliemann, nieto del famoso descubridor, explotara el prestigio de su abuelo anunciando al mundo, en 1912, que, además de Troya y de las tumbas micénicas, su abuelo había descubierto la Atlántida y legaba el secreto de su descubrimiento al miembro de su familia que se comprometiera a estudiarlo, o sea a él. Abierto el informe apareció un nuevo pliego de instrucciones. La cosa se ponía más emocionante que una película de Indiana Jones. Lo primero que el abuelo ordenaba desde el otro mundo era romper cierto recipiente de su colección, el que tenía dibujada una cabeza de lechuza. En su interior aparecieron algunas monedas de platino, aluminio y plata y una placa de metal cuya inscripción en fenicio decía «Acuñada en el Templo de los Muertos Transparentes». Paul mostró a la prensa las monedas y el medallón. La noticia apareció en los diarios de medio mundo y dio tema para charlas de casino durante unos días, pero era tan fantástica que poca gente la tomó en serio. Paul Schliemann volvió a la carga y prometió dar a la luz, muy pronto, el resultado de nuevas investigaciones. Luego, en vista de que su patraña no obtenía el eco esperado, se olvidó del tema.
La Atlántida mediterránea no acalló las voces que la reclamaban en diferentes predios del viejo mundo. Geoffrey Ashe (1923), autor del libro La Atlántida,17 defendía la identificación de la Atlántida con Gran Bretaña a consecuencia de fecundos contactos entre las islas Británicas y el Egeo en la Edad del Bronce, cuando se construyó Stonehenge. Después, proclama Ashe, los lazos entre las dos regiones se aflojaron y los recuerdos cada vez más deformados de aquella tierra originaron la leyenda en la que se mezclan las confusas noticias de Gran Bretaña, una isla cercana a un continente, con su gran templo a Apolo (Stonehenge) y su raza de hombres cultos y civilizados, quizá los hiperbóreos. Son demasiados quizá, podríamos objetar, sólo por arrimar el ascua atlántida a la sardina británica.
Antes mencionamos a los venerables autores que situaron la Atlántida en España, más concretamente en Tartessos, el reino del mítico rey Argantonios, que floreció hace dos mil quinientos años en la actual Andalucía. El erudito Juan Fernández Amador de los Ríos retomó el tema en 1911 y relacionó a los atlantes de la leyenda platónica con los misteriosos Pueblos del Mar. Poco después, el arqueólogo alemán Adolf Schulten, que buscaba Tartessos obsesivamente en el Coto de Doñana (Huelva), declaró que la Atlántida no era más que la huella legendaria de su Tartessos, naturalmente sin citar que la idea no era suya sino de varios autores españoles.18
El caso es que, bien mirado, existen muchas similitudes entre la mítica Atlántida y la histórica Tartessos: la situación, en el extremo de las Columnas de Hércules, las fabulosas riquezas en metales y productos agrícolas, la intensa actividad comercial y hasta el templo central con dos fuentes de agua, caliente una y fría la otra, que podría identificarse con el santuario gaditano de Hércules. El mar de barro que amenazaba a los navegantes en aguas atlántidas podría aludir a las barras arenosas de la desembocadura del Guadalquivir que tantos naufragios han provocado. La arqueología no desmiente el paralelismo, puesto que la cronología de las industrias micénicas del Bronce, en cuyo ambiente parece inspirarse la Atlántida, vienen a coincidir con la cultura mastiena del Algar en la península Ibérica. Otras similitudes no son menos sorprendentes. Los tartesios retratados en los mitos griegos de Hércules (el jardín de las Hespérides, los bueyes de Gerión...) son gigantes.
Lo más sorprendente es que las similitudes entre Tartessos y la Atlántida no se limitan al mito. El diseño de la capital atlante, en anillos concéntricos de agua y tierra, se corresponde, con sorprendente exactitud, con un poblado formado por un núcleo principal rodeado de cinco anillos concéntricos de tierra y canales de agua encontrado en las afueras de la ciudad de Jaén, en el pago de Marroquíes Bajos. El sugerente paralelismo se refuerza si tenemos en cuenta que el Guadalquivir tartesio era navegable aguas arriba de Córdoba, que una antigua calzada discurría paralela al curso fluvial y que las tierras del Alto Guadalquivir fueron muy ricas en metales.
El investigador hispano-cubano Georgeos Díaz-Montexano, muy refutado desde el mundo académico, defiende la identificación atlante del poblado jiennense. «El diámetro del anillo exterior —señala— alcanza unos 1.900 metros, medida bastante similar a la sugerida por Platón para su mítica ciudad, 1.953 metros. [...] Creo que la existencia de la primitiva ciudad concéntrica de Jaén —tan similar a la acrópolis de Atlantis— podría demostrar que éste era el patrón arquitectónico usado por determinados pueblos de Iberia durante el Calcolítico y la Edad del Bronce, pueblos que serían los mismos que Platón describe bajo el nombre de atlánticos, es decir, pueblos de las costas atlánticas. La ciudad de Marroquíes Bajos fue edificada por estos pueblos que podríamos llamar (como lo hizo Platón) “atlantes” o “atlánticos”, que no sólo habitaron en Andalucía, según se deduce de los últimos hallazgos en otros lugares de Iberia como en la propia capital de España, Madrid...»
Schulten nunca halló su Tartessos-Atlántida, y esa pena se llevó a la tumba, porque su mayor ilusión, aparte de la de ser condecorado por Alfonso XIII y recibir libros gratis, era emular a Schliemann, el descubridor de Troya.
Unos años después de Schulten, la esposa de un arqueólogo inglés, Elena M. Whishaw, teósofa y masona, quedó tan impresionada del recinto murado de la cercana localidad de Niebla, que se empeñó en que era obra de atlantes. ¿Tenía la cabeza a pájaros la señora Whishaw? Cabe dentro de lo posible. Hemos de imaginarla como una dama algo aburrida en la colonia minera inglesa de Riotinto que, después de leer algunos papeles de los arqueólogos de la zona (Schulten, Bonsor, entre otros), hace excursiones por los pueblos del entorno, se interesa por las costumbres de los nativos y sueña, en sus horas libres, que son casi todas, con labrarse un huequito entre los descubridores de las grandes civilizaciones del pasado (Schliemann, Evans, Petrie, Carter, reciente descubridor de la tumba de Tutankamon, y toda la panda). El resultado fue la obra La Atlántida en España, un estudio de los antiguos reinos del sol de España (1928), en la que argumenta que la capital de los atlantes yace delante de Cádiz, no muy lejos de la costa, cubierta de arenas y sedimentos acumulados por las corrientes marinas, que Tartessos era una colonia atlante, no el origen del mito de la Atlántida (como pretendía Schulten) y que los doce esqueletos en círculo hallados en la cueva de los Murciélagos no eran sino la familia real tartesia que se había suicidado ¡mediante ingestión de opio!19 La misma validez científica encierran los estudios del teósofo, masón y esoterista español Mario Roso de Luna (18721931), que encontraba firmes vestigios de colonias atlantes en Extremadura y el sur de Portugal.
El historiador y etnólogo holandés Herman Wirth (1885-1981), relacionado con el instituto de investigaciones raciales nazi Ahnenerbe, señaló en 1929 el Atlántico norte como probable emplazamiento de la Atlántida. La idea de la Atlántida nórdica, fundamento de la superior raza aria, se repite en autores posteriores como el clérigo alemán Jürgen Spanuth, que en Atlantis: the Mystery Unravelled (1956) la identifica con la Atland de las sagas nórdicas, frente a las tierras de los vikingos, hogar de los Pueblos del Mar.20 Otras posibles localizaciones, sin salirnos de la zona, son las del francés Jean Deruelle (1990), que encaja la Atlántida entre Inglaterra y Dinamarca, y la del geógrafo ulf Erlingsson, quien, en 2004, sugirió que la Atlántida fue la Irlanda neolítica (y su hundimiento aludiría a las tierras del banco de Dogger sumergidas en el mar del Norte hacia el año -6100).
Los paleontólogos rusos Suskin y Ferov sitúan el mítico continente aún más al norte, bajo los hielos del Ártico, en Beringia, el puente de unión entre América y Asia a través del estrecho de Bering.
En el extremo opuesto del globo terráqueo, bajo los hielos de la Antártida, yace la Atlántida propuesta en los años sesenta por diversos autores bastante fantasiosos, pero muy populares (Charles Berlitz, Erich Von Daniken y Peter Kolosimo) que se basan en una lectura acrítica del famoso mapa del almirante turco Piri Reis.
Menos remotas, aunque también en el hemisferio sur, tenemos las Atlántidas de Georg Kaspar Kirchmaier, sumergida frente a Sudáfrica, y la del etnólogo, explorador y arqueólogo alemán Leo Frobenius (1873-1938), autor de Atlantis (1921-1928), quien declaró haber hallado descendientes de atlantes en Benín, los yoruba, una pequeña tribu completamente distinta a las del entorno, cuyo dios, Olokun, procedía de una gran isla. Entre los yoruba son objetos sagrados ciertas tablillas con signos astronómicos cuya utilidad desconocen. Además, practican ritos típicamente mediterráneos tales como la adivinación por las entrañas de los animales. Lo cierto es que las peculiaridades culturales de la comunidad podrían tener una explicación más plausible, aunque igualmente fabulosa. Podrían ser descendientes de fenicios o cartagineses que exploraron las costas de África en la antigüedad.
Las pretensiones de los ocultistas empeñados en fabricar mitologías atlánticas reciben a veces el inesperado refuerzo de observaciones procedentes de la comunidad científica. En 1979 la prensa sensacionalista difundió la noticia de que los rusos habían descubierto la Atlántida. Cinco años antes, un buque oceanográfico soviético había captado imágenes submarinas de una muralla ciclópea y tres terrazas escalonadas en el archipiélago de la Herradura, a unos quinientos kilómetros al oeste de Gibraltar. El descubrimiento fue divulgado por Andrei Aksynov, director del Instituto Soviético de Oceanografía. Otra expedición rusa exploró la misma zona y descubrió unas estructuras «que pueden ser ruinas sumergidas». Las potencias occidentales comenzaron a sospechar que el súbito interés arqueológico de los soviéticos no era más que una coartada para disimular exploraciones en busca de refugios naturales para sus submarinos nucleares.
Hoy la geología no toma en cuenta estas especulaciones y da por sentado que las tierras que emergen del mapamundi constituyen un puzle natural donde no faltan piezas que justifiquen la invención de islas perdidas y continentes sumergidos. Hace más de trescientos millones de años sólo existía un continente (denominado «Pangea» por los geólogos), rodeado por un único océano, al que llaman Pantalasa. Esta masa terrestre se dividió, hace unos ciento cincuenta millones de años, en dos núcleos: Laurasia y Tierra de Gondwana (que toma el nombre de la leyenda índica). Los continentes e islas que hoy aparecen en el globo terráqueo son fragmentos resultantes de sucesivas particiones de aquellas tierras. Estas particiones ocurren porque el interior de la Tierra es una masa incandescente sobre la que flotan los continentes y mares, aunque lo hacen muy lentamente, unos cinco metros por siglo. Los volcanes y los terremotos son consecuencia de ese movimiento.
La ciencia parece descartar la teoría del cataclismo y ahora los atlantólogos partidarios de la inmersión del mítico continente se aferran a la teoría de Vladimir Scherbajov, quien, a finales de los ochenta, señaló que la Atlántida no se sumergió por un cataclismo geológico propiamente dicho sino que fue simplemente inundada por las aguas cuando la fusión de los casquetes polares elevó el nivel de los océanos. Los restos de aquel naufragio siguen siendo las islas Azores, Canarias, Madeira, Cabo Verde y Bermudas.
El chileno Jaime Manuschevich, en su libro La Atlántida: el mito descifrado (2002), señala que los atlantes eran semitas, no indoeuropeos, como generalmente se piensa por la influencia de Platón. Según este autor, la isla atlante correspondería a la placa geológica que hoy ocupan Israel y el Sinaí, que formó una isla hasta hace 7.600 años. «Platón se equivocó al interpretar geográficamente las coordenadas dadas por los egipcios, confundiendo el Mediterráneo con el mar Rojo y el Mediterráneo con el Atlántico, el Punt con Tirrenia, y Arabia con Europa, Gibraltar con Bab-el Mandeb, girando en la práctica la geografía regional en 90º.» Esta isla fue la cuna del primer pueblo productor de alimentos, los naturitas o natufienses que tuvieron el primer puerto en Jericó, y originó las culturas neolíticas de su entorno: Egipto, Anatolia, Mesopotamia, Arabia, Creta y Chipre. El choque cultural de estos atlantes con los indoeuropeos antepasados de los griegos, asentados al norte, se reflejaría en la leyenda de la guerra entre atlantes y griegos, con la victoria final de éstos. La civilización atlante acabó bruscamente con el cataclismo geológico que hacia el -5600 alteró el Mediterráneo oriental: «Al descender el mar, comienza el fin del mar Muerto y se aísla la región por grandes pantanos por un largo tiempo. Luego, las colonias esparcidas hacia los cuatro puntos cardinales darán inicio a las primeras civilizaciones reconocidas.»
La geología se muestra adversa a los devotos de la Atlántida pero ellos, lejos de darse por vencidos, trasladan su batalla a los terrenos mucho más agradecidos de la arqueología, la antropología, la etnología y las religiones comparadas. Parten de la hipótesis de que la Atlántida, cuando estaba en la cumbre de su grandeza, irradió su cultura sobre las tierras del entorno, a uno y otro lado del Atlántico, o bien de que algunos atlantes supervivientes del cataclismo final arribaron a otras tierras llevando la luz de la civilización a los atrasados nativos. En cualquier caso, se intenta demostrar que las más brillantes culturas del viejo mundo y del nuevo —el Egipto faraónico, los mayas y los incas americanos— derivan de la civilización atlante.
El procedimiento seguido por los atlantólogos para llegar a tales conclusiones es relativamente simple y se repite constantemente en los libros de ficción histórica. Se trata de ir rastreando datos arqueológicos o etnológicos y seleccionar aquellos que coincidan con los de una cultura distinta desechando el resto. También procuran hacer hincapié en aquellos datos para los que la ciencia oficial, con su proverbial falta de imaginación, no haya encontrado todavía una explicación satisfactoria. Al final, el lector crédulo queda convencido, abrumado por la avalancha de argumentos del atlantólogo. Se señala, por ejemplo, que a uno y otro lado del Atlántico existen antiguas leyendas que hablan de un gran cataclismo marino y del hundimiento de una pujante civilización. Se señala, también, la presencia de pirámides o monumentos similares a uno y otro lado del Atlántico, desde los zigurats mesopotámicos y los monumentos egipcios de la llanura de Gizeh hasta los americanos del yucatán, Guatemala y El Salvador pasando por las estructuras piramidales tinerfeñas de Güímar, en las islas Canarias, a las mismas orillas del mar atlante.
Luego están las extrañas coincidencias entre las culturas incaica y egipcia. Tanto el calendario egipcio como el peruano constan de dieciocho meses de veinte días, a los que se añaden otros cinco festivos. Por si esto fuera poco, las dos culturas adoran al Sol y tanto el inca peruano como el faraón egipcio son considerados hijos del Sol.
Rastreando indicios comparables entre antiguas culturas a uno y otro lado del Atlántico se puede llegar muy lejos. Los atlantólogos son especialmente aficionados a indagar en los historiadores antiguos dado que los datos que ofrecen raramente pueden ser contrastados por los modernos. De este modo, y añadiendo la necesaria dosis de imaginación, se encuentran huellas atlantes en el Sahara partiendo de la mención que hace Herodoto de cierta tribu del desierto. Los indígenas que plasmaron las pinturas de Tassili serían los faramantes descendientes de los atlantes, de los que a su vez procederían los actuales tuaregs.
Por este camino, y teniendo en cuenta que las fantasías de los atlantólogos son acumulativas y crecen cuando se transmiten de unos a otros, se puede atribuir a los atlantes cualquier civilización conocida o por conocer. El informático Albert Slosman, autor de Le Grand Cataclysme (1976),21 encuentra menciones de la Atlántida en las inscripciones egipcias de los templos de Karnak, Abu Simbel y Dendera. Cree Slosman que algunos atlantes desembarcaron en Marruecos y dibujaron las figuras de Tassili (que, según él, representan las luchas fratricidas de los clanes atlantes) y después de un exilio de quince siglos, siempre guiados por una especie de brújula sagrada (sin duda hubieran tardado menos si hubieran prescindido de ella), llegaron al Nilo, la tierra prometida.
¿Recuerdan a Thor Heyerdahl (1914-2002), el arqueólogo y aventurero noruego que en 1947 cruzó el Pacífico en la balsa Kon Tiki para demostrar que la población de la Polinesia era de origen amerindio, y en 1970 cruzó el Atlántico en una embarcación de papiro, la Ra II, para demostrar que los egipcios pudieron llegar a América? Pues bien, para Heyerdahl «existe una memoria humana común a todas las culturas y esa memoria se inicia precisamente en la Atlántida». No le parece casual al intrépido noruego que sea precisamente hacia el año -3100 cuando «se inició el primer imperio faraónico, la primera cultura sumeria, la de Mohenjo Daro, en el valle del Indo, y algunos calendarios mesoamericanos, entre ellos el maya, más preciso que el nuestro, que se inicia exactamente en el -3113». Para Heyerdahl «hacia el año -3100 se ha producido un gran cataclismo que ha dado origen a nuevos calendarios, ha creado migraciones marinas y cambios de centros de cultura [...]. Creo que hubo un diluvio, una catástrofe biológica y geológica que cambió el mundo y el clima en esa fecha».
Hemos visto, en nuestro vagabundeo por las teorías sobre la Atlántida, que algunos autores creen que las islas Canarias formaron parte de la tierra atlante o, al menos, recibieron su influencia directa. Stephanie Dinkins señala que los indígenas guanches que poblaban las islas en 1402, cuando llegaron los conquistadores europeos, eran descendientes de los atlantes, a los que la inundación no afectó porque vivían en las montañas dedicados al pastoreo. Esto explica que los guanches desconocieran la navegación y que, teniendo una cultura propia del Neolítico, estuvieran, al propio tiempo, dotados de una organización social inusitadamente compleja. Además, sugiere Dinkins, hay que tener en cuenta sus sorprendentes similitudes con la cultura egipcia: la momificación de los muertos, la práctica de la lucha canaria, similar a la egipcia, y la construcción de pirámides.
¿Pirámides en las Canarias?
Pues sí. En los años ochenta, los cuatro entusiastas miembros del grupo local autodenominado «Confederación Internacional Atlántida» recorrían la isla de Tenerife en busca de asentamientos templarios, cuando observaron, a las afueras del pueblo de Güímar, unas extrañas pirámides escalonadas, construidas con mampuestos de origen volcánico, que recordaban vagamente a las pirámides egipcias.
¡Pirámides en las Canarias! ¿Eran el eslabón perdido que permitiría a los atlantistas vincular las pirámides egipcias y mesoamericanas con la desaparecida Atlántida?22 Los habitantes del pueblo de Güímar no mostraron entusiasmo alguno por las supuestas pirámides:
—Son majanos —decían.
—¿Majanos?
—Sí, hombre, las piedras que se sacan del campo y se acumulan en montones cuando se despiedra para cultivarlo.
—De majanos, nada: aquí hay un misterio atlante.
El alcalde no se mostró nada propicio a colaborar: «Incluso nos acusa de querer hacer del municipio un cachondeo», se quejaba uno de los descubridores. Inasequible a los cantos de sirena, el escéptico edil insistía en que las pretendidas pirámides no eran sino majanos construidos en el siglo XIX cuando el auge del cultivo de la cochinilla aconsejó despiedrar aquellos campos hasta entonces yermos, pero esta explicación, aunque emanada de la máxima autoridad local, no convenció a los entusiasmados descubridores: a nadie se le ocurre disponer tan cuidadosamente miles de piedras en forma escalonada, con desagües y todo.
Todo comenzó por aquellos cuatro amigos que, convencidos de haber realizado un importante descubrimiento, se entregaron al estudio científico de las insólitas estructuras. Hoy existe una extensa bibliografía sobre las pirámides de Güímar que concede al conjunto una antigüedad de doce mil años y lo atribuye a supervivientes de la Atlántida «que habrían arribado a las islas llevando consigo sus conocimientos sobre temas solares, astrales, mágicos y telúricos».
Las pirámides escalonadas de Güímar son tres y se inscriben en una área de cien metros de largo por cuarenta de ancho. Dos de ellas están alineadas frente al mar, dejando un espacio rectangular intermedio, y la tercera situada sobre una colina. Toscas y desgastadas escaleras acceden a la terraza superior. Hay además otra pirámide en Icod, en el interior de la isla, en un lugar denominado «La Mancha», y otra más en El Paso, isla de La Palma.
Los entusiasmados miembros de la Confederación Internacional Atlántida prepararon un detallado informe que incluía planos, fotografías y dibujos, y lo enviaron a Thor Heyerdahl, que a la sazón andaba empeñado en la ardua tarea de probar la existencia histórica de la Atlántida y el origen atlante de las culturas más antiguas de México y Perú. El informe de los devotos atlantistas canarios lo sorprendió en el remoto valle peruano de Lambayeque, excavando un grupo de veintiséis pirámides de adobe, algunas de hasta cuarenta metros de altura, en cuyo interior encontraron momias embutidas en sacos de algodón. El noruego no dudó en abandonar sus pesquisas peruanas para trasladarse a Tenerife y reconocer in situ las misteriosas estructuras. Las pirámides de Güímar lo entusiasmaron tanto que convocó a algunos colaboradores y alquiló una casa en el pueblo para estudiar detalladamente aquellas piedras. Un sondeo del subsuelo con georradares ultrasónicos reveló que «allí hay algo más que lava y tierra». La imaginación se desbocó. Se hablaba de cámaras secretas y túneles, uno de los cuales conduce al cercano barranco de Badajoz, a cuya entrada existe otra pirámide escalonada, en el lugar llamado «Fuga de los Cuatro reales», donde se asegura que por la noche aparecen misteriosas luces blancas. Heyerdahl señala que el patio ceremonial existente entre las dos pirámides de güímar que miran al mar se observa también en el conjunto arqueológico peruano de Chavín, fechado hacia el año 1000.
Para Heyerdahl, «los guanches pertenecieron posiblemente a la misma raza de gentes blancas y barbudas que aparecen en las leyendas de méxico y perú, de Quetzalcóatl y viracocha. De ser así puede asegurarse que hubo en américa una presencia transatlántica anterior a Colón. Y no se trata de los vikingos —asegura—, porque no tienen nada que ver con las culturas americanas. los vikingos no son los únicos blancos en el mundo. la población original preárabe de la costa norteafricana eran los bereberes, en buena parte muy blancos, rubios y barbudos. estoy convencido de que los guanches son descendientes directos de los bereberes».
Heyerdahl estaba convencido del origen común de los ritos sepulcrales guanches y egipcios así como de las técnicas de trepanación de cráneos que se observan en américa y egipto. «todo ello pone de manifiesto la existencia de un pueblo con un nivel bastante alto de cultura, que ha estado antes en alta mar. Y, por supuesto, también ha estado en las Canarias.»
Más recientemente, dos investigadores del instituto astrofísico de Canarias, J. a. Belmonte y a. aparicio, han sugerido que estas construcciones fueron «utilizadas como estación astronómica para la predicción de fechas clave del ciclo agrícola y, en consecuencia, para establecer un calendario» dado que «el eje principal del complejo en el que las pirámides se hallan insertas, así como la mayor de ellas, se encuentran orientados, con extrema precisión, a la puesta del sol en el solsticio de verano; además, un segundo eje apunta hacia la salida del sol, seis meses más tarde, en el solsticio de invierno». Por lo tanto las pirámides se construyeron «con una maravillosa y perfecta orientación astronómica, tan bien definida que resulta difícil creer que sea debida a la mera casualidad».
José león Cano, otro estudioso de las pirámides tinerfeñas, apunta sus «relaciones directas con la situación en el firmamento de la luna, venus y la osa mayor».
Bimini es una isla del archipiélago de las Bahamas, a ciento cincuenta kilómetros de las costas de Florida. En 1968, los pilotos Robert Brush y Trigg Adams declararon haber descubierto, frente a las playas de la vecina islita de Andros, en aguas poco profundas, las ruinas submarinas de un edificio formado con grandes sillares cuadrangulares que era perfectamente visible desde el aire porque las acumulaciones de algas y esponjas lo contorneaban. Los dos pilotos eran discípulos de Edgar Cayce (1877-1945), quien, en 1933, estando en estado de trance, profetizó que los templos atlantes yacen bajo el fango del mar en Bimini, a lo largo de Florida, y que la Atlántida se descubriría cerca de este lugar en 1968.
Como es natural, la noticia del hallazgo causó un tremendo impacto. El piloto Brush rechazó varias ofertas de universidades deseosas de explorar el lugar y se reservó el derecho de hacerlo personalmente. Sus conclusiones concitaron la atención de otros fanáticos atlantistas y finalmente la de la prensa sensacionalista: las ruinas de Bimini son los muros del templo de la legendaria Atlántida. El resto se encuentra sepultado en la arena que las mareas han ido acumulando.
Atlantólogos y arqueólogos aficionados se lanzaron a la exploración de la zona, lo que inevitablemente condujo a nuevos descubrimientos. Tengamos en cuenta que en las costas de Florida abundan los buscadores de tesoros.23 Incluso un arqueólogo profesional, Mason Valentine, del Museo de Miami, declaró la existencia de una formación submarina parecida a la sección de un muro de mampostería y un tramo de calzada de medio kilómetro de largo al noroeste de Bimini Norte.
Los estudios sobre Bimini no tardaron en aparecer. Se hablaba de templos y puertos sumergidos, de caminos construidos con enormes losas, e incluso de ciudades cubiertas por las aguas hace ocho o diez mil años. Borrosas fotografías y claros diagramas de muros, arcos y columnas lo atestiguaban. ¿Yacía la Atlántida bajo las aguas del Caribe o pertenecían aquellos vestigios a una civilización distinta que existió incluso antes de que se formara el estrecho de Florida?
La comunidad científica reaccionó con el previsible escepticismo, ignorando los presuntos descubrimientos o sugiriendo el origen natural de las estructuras sumergidas.
Los que aceptan que en Bimini existe una ciudad submarina no se ponen de acuerdo sobre su origen. Los cayceanos sostienen que se trata de la Atlántida, pero otros piensan que lo que se ha encontrado es un puesto avanzado de la civilización maya, una fortificación de los colonizadores españoles hundida por la erosión o incluso una corraliza construida en el mar para el cultivo de productos marinos.24
En 1971 un estudio menos optimista lanzó un jarro de agua fría sobre los entusiasmados atlantistas al señalar el origen natural de los bloques calizos que ellos suponían sillares ciclópeos. Lo que parecían muros y columnas eran, en realidad, formaciones rocosas naturales.
La naturaleza, como es sabido, imita al arte.
El alto contenido cálcico del agua marina combinado con la circulación y evaporación de la zona favorece la formación de este tipo de bancos de caliza con sus características fracturas rectas. Las laminaciones sedimentarias, que coinciden de un bloque a otro, siempre paralelas a la costa, demuestran que se trata de una formación natural. Además, algunos bloques calizos contienen en su interior trozos de botellas y otra basura playera de origen reciente. En cuanto a las estructuras que se habían tomado por fustes de columnas no eran sino bloques cilíndricos de cemento procedentes de barriles llenos de este material que en tiempos recientes se habían arrojado al mar cerca de la entrada del puerto.25 En 1978 Shinn completó la visión desmitificadora al anunciar que la llamada «carretera de Bimini» no era sino un tramo del lecho rocoso de la playa. Su disposición geométrica en forma de estrecha formación que se alarga paralelamente a la costa es consecuencia del régimen de las mareas de la zona.
Naturalmente estas explicaciones que reducen a meros fenómenos naturales las curiosas formaciones geométricas de Bimini no son tenidas en cuenta por los partidarios de la Atlántida ni por los agentes turísticos de la zona. El misterio de Bimini es un poderoso imán que atrae muchedumbres de turistas aficionados al misterio, a la arqueología y a lo exótico. ¿Por qué viajar hasta Europa u Oriente Medio en busca de civilizaciones desaparecidas si se tienen al alcance de la mano en Estados Unidos, sin salir de casa? «Bucee sobre la carretera perdida de la Atlántida», propone un folleto turístico. En las librerías de los hipermercados de Florida abundan los libros y folletos de historia-ficción que ilustran a los veraneantes sobre los misterios de Bimini, sobre la Atlántida y sobre las navegaciones precolombinas a América, los fenicios, los vikingos, los egipcios, etc.
Los atlantólogos que atribuyen a los atlantes las presuntas construcciones de Bimini establecen a veces cierta relación entre los secretos de la Atlántida y las misteriosas desapariciones de barcos y aviones que se supone que ocurren en el llamado «triángulo de las Bermudas», una zona comprendida entre las Bermudas, Florida y las Antillas. El submarinista buscador de tesoros Ray Brown asegura haber descubierto allí las ruinas de una ciudad sumergida cuyo centro ocupaba una gran pirámide. La noticia atrajo varias expediciones financiadas por millonarios excéntricos, que han intentado dar con estos vestigios. Un reportaje aparecido en 1978 ofrece borrosas imágenes submarinas, como captadas a gran profundidad, de una especie de perfil piramidal.
¿Estamos a punto de descubrir la Atlántida? Puestos a creerlo no hay mayor inconveniente en admitir el inminente descubrimiento del completamente fabuloso Mu. A finales de los sesenta, Robert J. Menzies, profesor del laboratorio marino de la Universidad de Duke, fotografiaba moluscos con una cámara submarina a cincuenta y cinco millas de la costa de El Callao, en Perú, cuando encontró columnas talladas e inscritas. El yacimiento se encontraba a gran profundidad y constaba de columnas de medio metro de diámetro que sobresalían del barro del fondo. También fotografió lo que parecía un sillar perfectamente tallado. Como las presuntas columnas estaban en el Pacífico supuso que pertenecían a Mu.
¿Ciudades sumergidas o simples estructuras naturales que despistan a crédulos submarinistas? ¿Existió la Atlántida? Ninguna de las pruebas aducidas por sus partidarios resiste un examen serio. Quizá fue solamente una invención de Platón para hacernos creer que la utopía política que propone en su famoso tratado La República se había experimentado ya con éxito. Quizá pretendía enseñarnos que la historia humana es cíclica, que las civilizaciones ascienden y luego decaen. O quizá simplemente quería contrastar atenienses y atlantes elevándolos a la categoría de símbolo, para explicar lo que sería bueno o malo para Atenas: malo si Atenas se convierte en un Estado dominado por marinos y mercaderes; bueno si continúa siendo una sociedad rural de ganaderos y agricultores.
No está a nuestro alcance desentrañar el grado de invención que Platón introdujo en su historia de los atlantes, pero desde luego tenemos que convenir, con Ramage, en que «resulta irónico que Platón, el filósofo que constituye el centro de nuestra tradición intelectual, haya apadrinado una creencia tan irracional».