CAPÍTULO 3

Cnosos, ¿tumba o palacio?

En 1967 el doctor Hans Georg Wunderlich (1928-1974), catedrático de Geología y Paleontología de la universidad de Stuttgart, visitó Creta. El profesor estaba interesado por la geología de la isla, pero incluso para un profano de la ciencia arqueológica hubiese sido imperdonable no darse una vuelta por las ruinas de los palacios minoicos, que son el cebo del turista culto en la isla. Wunderlich recorrió el palacio de Cnosos con un folleto turístico en la mano y no quedó convencido con las explicaciones oficiales sobre el monumento. Escrupulosamente germánico, el geólogo adquirió la bibliografía básica sobre Cnosos y, en la primavera de 1971, publicó sus conclusiones en un artículo titulado El secreto de los palacios minoicos: «Los palacios de Cnosos, Festos, Hagia Triada, Malia y Kato Zakros [...] no eran las alegres residencias de gobernantes pacíficos y aficionados al arte, como sir Arthur Evans y sus sucesores pretenden. En realidad eran complejas edificaciones levantadas para el culto y la sepultura de los difuntos [...] un conjunto de construcciones cuyo objeto era la veneración ritual y la conservación de miles de cadáveres de la nobleza cretense.»

Tales afirmaciones causaron notable revuelo entre arqueólogos e historiadores, quienes, como era de esperar, acusaron al geólogo de ser el Von Daniken de la arqueología, e incluso de necrofilia. A pesar de ello, y en honor a la verdad, hay que apuntar que la idea de Wunderlich no era absolutamente original. Oswald Spengler había llegado a la misma conclusión en 1935, cuando escribió: «¿Eran los palacios de Cnosos y Festos templos de los muertos, santuarios de un poderoso culto del más allá? No quiero insistir en esta afirmación, puesto que no puedo probarla, pero me parece que esta posibilidad merece ser considerada seriamente.» Desgraciadamente, Spengler falleció al año siguiente y su idea, solamente apuntada, pasó inadvertida. El profesor Wunderlich llegaría a la misma conclusión por medios muy distintos y sin tener noticia de su ilustre predecesor en esta nueva y revolucionaria visión de los palacios cretenses.

El monstruo de Creta

Según la leyenda, hace casi cuatro mil años reinó en la isla de Creta un poderoso soberano llamado Minos. El dios marino Poseidón, ofendido por Minos, hizo que Pasífae, esposa de éste, se enamorase de un toro, se ayuntase con él y diese a luz al Minotauro, un monstruo con cuerpo humano y cabeza de toro. Minos encargó al industrioso Dédalo la construcción de un laberinto donde encerrar al Minotauro. Para satisfacer la voracidad de aquel monstruo, los pueblos sometidos a Minos debían entregar cada año a siete muchachos y siete muchachas. Cuando le llegó el turno a Atenas, el joven Teseo se postuló como voluntario para el sacrificio y, antes de penetrar en el laberinto, convenció a Ariadna, hija de Minos, para que le entregase un ovillo de hilo que, convenientemente desenrollado por la maraña de pasillos y cámaras del siniestro edificio, le ayudaría a encontrar la salida. Teseo mató al Minotauro, escapó del laberinto, sedujo a la enamorada Ariadna y la abandonó después.

Si alguien hubiese tratado de reducir la fábula a su posible entramado histórico, habría llegado a la conclusión de que en Creta existió alguna vez una poderosa civilización cuya influencia se extendía por lo menos hasta la península griega. ¿Dónde estaban los restos de aquella civilización?

En 1878, el arqueólogo griego Minos Kalokairinos comenzó a excavar un yacimiento cerca de la ciudad de Herakleion, en Creta, pero tuvo que abandonar los trabajos al poco tiempo. Nueve años más tarde Schliemann, el famoso descubridor de Troya, convencido de que en aquel lugar estaba sepultado el palacio prehistórico de los reyes de Cnosos en Creta, anduvo en tratos para comprar los terrenos a su propietario turco, pero no se pusieron de acuerdo en el precio. Pasarían otros diez años antes de que el arqueólogo británico Arthur Evans adquiriera los terrenos y excavara sistemáticamente las ruinas, adelantándose al francés Joubert, que también estaba interesado. En 1900 las excavaciones comenzaron a revelar los restos de un enorme edificio de más de mil doscientas habitaciones.

Cnosos, «Disneylandia arqueológica»

Evans consagró su vida al palacio de Cnosos y a la civilización cretense. Su monumental obra El palacio de Minos, publicada entre 1922 y 1935, lo revalidó como pontífice indiscutido de lo cretense que él había bautizado «minoico». Hoy conocemos la civilización minoica especialmente a través de lo que han escrito de ella Evans y sus discípulos, que, a su vez, se basaron en la interpretación de las ruinas del palacio de Cnosos. En este hecho reside quizá la debilidad de las teorías aceptadas acerca de la civilización de los antiguos habitantes de Creta, teorías que hoy comienzan a ser contestadas por algunos historiadores y arqueólogos. C.W. Ceram resume la cuestión con estas palabras: «La gente de principios de siglo vio a los cretenses como Evans los veía. Pero ¿es correcta su visión? Hoy son cada vez más numerosos los arqueólogos que rechazan las restauraciones de Evans. No cabe duda de que Evans permitió a su imaginación mayor iniciativa de la que los hallazgos justificaban.» Otros críticos de Evans son menos moderados. El arqueólogo austríaco Camillo Praschniker compara Cnosos con las ciudades que Hollywood levantó para sus películas de romanos y añade: «En Cnosos caminamos a través de hipótesis de cemento armado.»

Para un profano en arqueología que visita Cnosos estos fallos no son visibles. La reconstrucción de Evans fue tan radical que es prácticamente imposible distinguir lo original de lo moderno. Muchos aspectos de su labor en Cnosos podrían ilustrar lo que no debe hacerse en una excavación. En descargo de Evans cabe señalar que cuando él excavó Cnosos las técnicas arqueológicas no habían avanzado demasiado y aún se vivía en la época romántica de esta ciencia. Menos disculpa admiten otras facetas del famoso arqueólogo, quien, como apunta R. Hachmann, «siempre estaba sorprendiendo con ideas brillantes. A menudo estas ideas no coincidían con los resultados de la excavación o sólo coincidían parcialmente. Tenemos pruebas de que alteró frecuentemente los informes de las excavaciones para que los datos coincidieran con sus teorías. Las notas de sus competentes ayudantes, que se conservan en Oxford, ponen de manifiesto estas falsificaciones. De hecho incluso los propios planos publicados por Evans difieren entre ellos».

Evans ofreció una pintura idílica de los cretenses: una familia real, cuya escuadra detentaba la indiscutible hegemonía del mar, habitaba en un hermoso palacio en una isla. Diseminadas por el campo, múltiples mansiones pertenecientes a la aristocracia. Dentro del palacio había hermosas pinturas en las que se observan —reconstruidas como están— abundantes elementos del art nouveau de moda en la época de Evans. Los cretenses eran cultos, civilizados y prósperos: hasta disfrutaban de artefactos tan sofisticados como bañeras y retretes con cisterna (el último avance del confort, recientemente alcanzado en la propia época de Evans). Este cuadro parece al profesor Wunderlich sospechosamente familiar: «Los arqueólogos británicos proyectaron en Cnosos su visión de la vida inglesa de finales de siglo (la Inglaterra victoriana).»1

El trasfondo filosófico de la Creta de Evans tributa también a las ideas de la época en que fue excavada. A principios del siglo XX, el historiador Oswald Spengler preconizaba la catástrofe como elemento decisivo en la historia de las civilizaciones. En puertas de la primera guerra mundial, el ambiente de Europa se prestaba a ello. Esta idea parecía brillantemente confirmada en el caso de los minoicos: su civilización tuvo, para Evans, un final rápido con erupciones volcánicas, terremotos, tsunamis e invasiones que borraron del mapa, en un brevísimo espacio de tiempo, la civilización de los palacios. Cuando Evans publicó su material, la Europa de entreguerras podía ver sus tristes destinos fielmente reflejados en el espejo cretense.

El palacio de Cnosos

Hoy las ruinas de los palacios están rodeadas por fértiles tierras de cultivo y la mano del hombre ha suavizado el paisaje. Sin embargo, teniendo en cuenta las limitaciones de la agricultura en la época minoica, estos parajes debieron de ser montes sin roturar cuando los palacios se construyeron. La belleza de las vistas desde el palacio debió de ser mayor entonces. Aparentemente, sin embargo, los arquitectos de Cnosos desdeñaron la construcción de ventanas y galerías al exterior y cerraron su edificio con altos muros condenándose a vivir en tinieblas, como dentro de una cueva. Tampoco se les ocurrió levantar fortificaciones para defender el lugar, ni planear el edificio para procurarse un mínimo de comodidad: en la fachada del oeste no hay ninguna puerta. Para entrar había que dar un rodeo por el sur. Allí una puerta comunicaba con un corredor de treinta y cinco metros de largo por tres y medio de ancho, sin ventanas ni puertas (el llamado «corredor de la procesión»). El pasillo tuerce bruscamente en ángulo recto. Unas escaleras conducían al piso alto donde, según Evans, estaba la residencia. En el bajo estaría el almacén, compuesto por más de veinte habitaciones largas y estrechas, sin luz, en las que aparecieron grandes ánforas (pithoi).

Parece evidente que el elemento básico en torno al que se ordena la arquitectura del palacio es el gran patio central. Como muchos edificios y ciudades antiguas, este patio se orienta a los cuatro puntos cardinales (aunque con una significativa y consciente desviación de diez grados que también se observa en otros edificios de la Antigüedad). La escasez de ventanas unida a la abundancia de presuntos pozos de luz, dudosamente eficaces en este cometido, sugiere que la ventilación del edificio era importante, pero no así su iluminación. Estas condiciones podrían, sin duda, ser las idóneas para la conservación de las momias.

En la zona de los almacenes un pasillo enfila el norte para torcer abruptamente y continuar hacia el sur. Una simple puerta en el muro habría evitado, con toda sencillez, un rodeo de más de veinticinco metros. Otro delito de lesa funcionalidad es el de las escaleras: hasta tres distintas se acumulan en un espacio inferior a diez metros. El cuarto de estar de la reina comunica con su dormitorio por otra escalera, puesto que están en planos distintos.

¿No nos parece un extraño derroche arquitectónico, impropio de una civilización avanzada y amante de la vida cómoda como se supone que fue la cretense?

Pero hay más. Los almacenes ocupan diversas partes del edificio. En algunos, los grandes recipientes (pithoi) son tan voluminosos y las puertas tan estrechas que forzosamente debieron colocarse antes de construirlas. ¿Qué hacer si una de las pithoi se rajaba o se rompía? Otro absurdo: en el palacio no se han encontrado habitaciones que pudiesen servir de cocinas, de sala de banquetes, de salas de armas ni de establos, a no ser que estuviesen en el desaparecido piso alto, lo que es improbable si aceptamos, con Evans, que las habitaciones reales estaban en la entreplanta. Por su ubicación, las habitaciones reales recibían sólo luz indirecta que en invierno debía de ser escasísima.

El megarón de la reina impresionaba por su comodidad: una habitación espaciosa con su cuarto de baño. La bañera, sin embargo, sólo mide un metro de largo y, aunque tiene agujero de desagüe, en la habitación no hay cañerías por las que pueda verterse el agua. Tenían, por tanto, que vaciarla con ayuda de un recipiente o bien llevarla fuera para volcar su contenido. Si esto era así, ¿para qué servía el desagüe?

Un estrecho pasillo conduce a una especie de nicho donde hay un agujero en el suelo. Evans no dudó de su función: el retrete. Cerca existe un patio de luz de reducidas dimensiones, poco más que un pozo, donde, según la explicación oficial, hilaban la reina y sus damas. No debió de ser un lugar agradable: estrecho, escasamente iluminado y rodeado de muros que ascendían hasta una altura de cuatro pisos.

La vida en un palacio tan oscuro debió de ser penosa. Al propio salón del trono no se llega desde el interior del edificio como parecería normal sino desde el patio central y a través de una antesala cuadrada. El salón del trono no tiene ventanas. Recibe la luz a través de la puerta que comunica con la antesala, que a su vez la recibe del patio. Su techo es más bajo que el de la antesala.

No es alabastro sino yeso

No fueron, sin embargo, estos detalles los que inclinaron al profesor Wunderlich a formular su flamante teoría, sino uno mucho más revelador para un geólogo. El material de suntuosa apariencia que reviste suelos y paredes no es alabastro como se creía sino simple yeso. Una variedad hermosa y de buen tono que se confunde fácilmente con el alabastro, miembro noble de la familia mineral, pero yeso al fin y al cabo; un yeso que se puede marcar presionándolo con la uña. Después de un siglo de visitas turísticas, el piso de los sectores del palacio abiertos al público se ha deteriorado considerablemente. Este desgaste es más notorio en los peldaños de las escaleras. En las partes expuestas a la lluvia se han formado ya acanaladuras. A Wunderlich le pareció imposible que se construyera un palacio con un material tan frágil y deleznable, máxime cuando los prósperos cretenses tenían tan cerca los mármoles de la isla de Paros. Sólo cabe una explicación: únicamente estaban interesados en la apariencia, no en la solidez de la obra. Ya preveían que aquel edificio no se iba a usar mucho puesto que se trataba de una construcción funeraria. Incluso las pilas de abluciones de los presuntos «cuartos de baño», donde el agua corriente hubiera sido inevitable, están revestidas con una capa de yeso. ¿Es posible que los cretenses no supieran que el agua disuelve el yeso? Debieron de advertirlo en las mismas canteras de las que lo extraían.

El profesor Wunderlich rebate, además, la tesis del incendio de los palacios. El análisis mineralógico de los materiales demuestra que nunca se incendiaron. Las placas de yeso empleadas en ellos presentan unas originales vetas grises de bitumen que les prestan belleza y marmórea apariencia. El bitumen es una sustancia orgánica que comienza a escapar de la piedra a sesenta grados centígrados y la abandona por completo a unos ciento veinte grados. Por encima de esta temperatura, el yeso pierde las vetas grises y se vuelve inmaculadamente blanco. En muchos lugares de Cnosos las vetas persisten. Esto descarta la posibilidad de un gran incendio. Más bien habría que pensar en fuegos controlables localizados en algunas áreas.

Evans reconoció en el palacio cantidad de restos de «bañeras» y ánforas (pithoi) que se almacenaban por doquier. En la tesis de Wunderlich se trata de simples sarcófagos. Evans no pudo reconocerlos como tales porque estaban vacíos, rotos y saqueados por los ladrones de tumbas, plaga universal en la Antigüedad, que habrían sacado las momias al exterior del palacio, a la luz del día, para allí despojarlas de sus vendajes en busca de joyas y máscaras funerarias de oro. Esto explica que Evans encontrara en el palacio imágenes votivas y ofrendas mortuorias de escaso valor, pero muy pocas joyas, solamente aquellas que pasaron inadvertidas a los saqueadores. Sin embargo, alrededor de los accesos a Cnosos aparecieron abundantes huesos y trozos de cerámica que no procedían seguramente del vertedero de las cocinas sino de los desechos de los saqueadores del lugar.

Una de las reconocidas excelencias de la artesanía cretense es la cerámica denominada «de cáscara de huevo», tan fina y frágil que muchos piensan que no es probable que fuese fabricada para sobrevivir a los azares del uso diario. La superficie de esta cerámica imita la textura, grosor y color de los objetos de bronce. Otras piezas estaban revestidas de una lámina de oro. Originalmente debieron de parecer objetos de bronce o de oro. El mundo cretense está lleno de imitaciones. ¿Serían copias funerarias de objetos valiosos usados en vida por los difuntos? En las tumbas etruscas se encuentran interesantes paralelos de estas cerámicas, y nadie discute que su papel fuera simbólico y sólo funerario. Las cisternas cretenses se parecen también a los pozzi etruscos de Toscana y Poggio Renzo, pozos votivos destinados a almacenar los ajuares del difunto. ¿No tendrían la misma función las ocho cisternas de Mana, laboriosamente excavadas en el rocoso suelo cuando un simple pozo en la parte opuesta, al noroeste del palacio, hubiese bastado para asegurar el suministro de agua?

Los muros de las tumbas etruscas están decorados con alegres escenas de la vida diaria. ¿Reflejan alguna tradición funeraria mediterránea, también compartida con Creta y Egipto? Las ánforas cretenses (pithoi) son demasiado voluminosas para permitir una manipulación normal en el estrecho ámbito de sus habitaciones. A veces el techo es tan bajo que no permitiría verter o extraer de ellas líquidos o granos con un mínimo de comodidad. Para Wunderlich estos recipientes eran sarcófagos. No faltan paralelos de tal uso, como los enterramientos premicénicos en ánforas de Aphidnai.

La diosa de los pechos desnudos

Seguramente el símbolo casi universal de la alegría de vivir y de la estética sorprendentemente moderna de los cretenses son las estatuillas de mujeres con amplia falda acampanada, cintura de avispa y corpiño apretado que realza la hermosura de los pechos desnudos. A veces estas figurillas llevan serpientes en las manos. Estos hallazgos se interpretan como representaciones de una divinidad cretense. Para Wunderlich, sin embargo, su función es completamente distinta. En muchos pueblos antiguos las mujeres se desnudaban los pechos como símbolo de luto y desesperación por la muerte de un ser querido. Herodoto lo observa en las egipcias y, además, existen pinturas funerarias que lo atestiguan. Un sarcófago romano da fe de esta costumbre, que también fue conocida entre los celtas y germanos. En el libro XXII de la Ilíada, cuando Héctor va a enfrentarse con Aquiles, su madre estaba «deshecha en lágrimas y descubrió su busto y con una mano se sacó un pecho».

Las cuentas de los difuntos

Evans atribuyó las tablillas encontradas en Cnosos a la contabilidad de los palacios. Wunderlich opina que, considerando el papel funerario de estas construcciones, podría tratarse de listas de las ofrendas hechas a los difuntos o por los difuntos a los dioses, listas de pagos por servicios funerarios de embalsamadores, etc. Estas explicaciones podrían despejar algunas incógnitas que el hallazgo y la lectura de las tablillas plantea: por ejemplo, el hecho de que en algunos rebaños de ovejas mencionados los machos sean mayoría. En un rebaño regular esto sería inaceptable, pero si se trata de animales destinados al sacrificio es perfectamente admisible. El hecho de que las tablillas se hayan encontrado en más de cincuenta lugares distintos del palacio parece apoyar la tesis de enterramiento colectivo de gran número de ciudadanos pudientes, cada cual con sus cuentas, más que la posibilidad de un archivo palacial tan diseminado. Los mismos errores de aritmética que presentan las tablillas serían extraños en una administración palaciega, pero justificables si se trata de cuentas relacionadas con el culto a los muertos, que no las iban a comprobar. Quizá hubo incluso una tendencia a exagerar las cifras. Los paralelos egipcios favorecen esta teoría.

Para Wunderlich, los cretenses desarrollaron un culto a los muertos tan sofisticado que sólo tiene parangón en la civilización de sus contemporáneos egipcios. Elemento central en la interpretación de estos ritos es el sarcófago de Hagia Triada, cuyas ilustraciones (que el lector encontrará reproducidas en las páginas de color) retratan claramente las ceremonias funerarias de un difunto de noble posición. Vemos un músico que tañe la lira mientras dos mujeres escancian el contenido de sendas jarras cónicas en un recipiente que hay sobre un altar. A un lado y a otro se observa la doble hacha simbólica. A la derecha de la composición aparece un cadáver vestido hasta el cuello como una momia delante de un sarcófago decorado. Tres hombres le llevan ofrendas: unos cuernos de toro y dos imágenes de animal. En otra parte del sarcófago aparece otro altar con hachas y la escena del sacrificio de un toro cuya sangre se recoge en jarras como las que llevaban las mujeres antes descritas. Esta ceremonia se produce al aire libre y en el exterior, puesto que al fondo se insinúan los palacios.

Según Wunderlich, a las ceremonias descritas por el sarcófago de Hagia Triada seguía el embalsamamiento del cadáver y su colocación definitiva en el palacio funerario. Al principio los difuntos se veneraban en posición erguida, pero luego el ritual evolucionaría hacia una posición sedente. El llamado «Trono de Cnosos» se emplearía en estas ceremonias. Las incisiones que tiene en los lados pudieron servir para afirmar las ataduras que mantendrían el cadáver erguido. El asiento, que presenta un borde prominente en la parte delantera, hubiese sido bastante incómodo para una persona viva pero adecuado para evitar que un cadáver se deslizara de su posición sedente. Las numerosas asistentes de baño que las tablillas mencionan pudieron ser las que lavaban y preparaban los cadáveres. Estas manipulaciones rituales, atestiguadas también entre los egipcios, explicarían los pozos interiores, las tuberías y los desagües del edificio, según Wunderlich.

Para el geólogo, la arqueología cretense refleja una evolución de los usos funerarios en tres etapas: primero se entierra en cuevas naturales, después en cuevas artificiales y finalmente en tumbas cada vez más elaboradas que culminan en los palacios funerarios. Paralelamente se desarrollan tres tipos de enterramientos: en sarcófagos de cerámica, en ánforas (pithoi), y en el suelo.

La diferencia entre sarcófagos y ánforas podría depender del tipo de embalsamamiento que el cadáver había sufrido. En Egipto hubo tres clases, pero en Creta es posible que sólo se usaran dos: rellenando el cuerpo de aceite de cedro, o simplemente poniéndolo en escabeche. Una preparación pudo entrañar resecación por fuego para eliminar líquidos y grasas. Esto explicaría las trazas de fuego que se observan en muchas tumbas del periodo y en los propios palacios. Quizá la resecación por fuego sería la denominada «kaiein», distinta de katakaiein, que entrañaría la completa incineración del cadáver. Los cadáveres se prepararían en posición fetal, como en Asia Menor, en las islas griegas, en Sicilia, Lípari y otros lugares mediterráneos, lo que explica las reducidas proporciones de las «bañeras» cretenses. La posición fetal continuó usándose hasta el periodo griego arcaico aunque pronto perdió vigencia. En el periodo clásico ya se había impuesto la posición extendida.

El enterramiento en ánforas, típico del Neolítico, supone la existencia de un tipo de vasijas adecuadas, esto es, con la boca más ancha, que las destinadas a almacenar aceite, aunque Evans las confunde, según nuestro geólogo. Además, las pithoi funerarias se distinguen por las tres bandas de dibujo ondulante (serpentino) que las rodean. La serpiente sería símbolo de luto y de resurrección.

¿Por qué decayó en Grecia la costumbre de momificar? Entre los factores culturales que provocaron su abandono habría que mencionar las reiteradas violaciones de tumbas por ladrones codiciosos del ajuar funerario. Poco a poco se impuso la costumbre de incinerar el cadáver, y con él su ajuar. Al principio, durante el periodo de transición, no habría un criterio único. Herodoto nos cuenta que Periandro, tirano de Corinto, fue advertido por un oráculo de que Melisa, su difunta esposa, se quejaba de que la tenía desnuda en el otro mundo porque había quemado los vestidos de su ajuar funerario. Periandro, político enérgico y pronto de decisión, ordenó que todas las mujeres de Corinto se concentraran en el Templo de Hera y allí las hizo quedar en cueros vivos mientras los vestidos confiscados se quemaban. Esta ofrenda satisfizo al inquieto fantasma de Melisa.

La discontinuidad de las costumbres funerarias de los cretenses señala el fin del «periodo palacial» y el comienzo de la oscura época de las incineraciones. Los magníficos palacios funerarios se abandonaron cuando el culto de los muertos decayó. La cremación de los ajuares determina hoy que las pruebas arqueológicas del paréntesis entre lo minoico y lo clásico sean escasas. Sólo los pobres que no podían costear una pira funeraria debieron de enterrar a sus muertos en lugar de quemarlos.

Para Wunderlich no hubo catástrofe que arrasara los palacios. Abandonados y en desuso, no tardarían en desplomarse, particularmente si tenemos en cuenta que su construcción distaba mucho de ser sólida. El empleo de columnas de madera en los pisos bajos, prescindiendo de todo sistema de aislamiento de la humedad del suelo y recubriéndolas, además, de una capa de empaste que impedía la ventilación, favorecería la ruina. No hace falta achacar a los terremotos la destrucción de los palacios. Tal como estaban construidos no podían durar eternamente.

Si aceptamos que los palacios eran construcciones funerarias, ¿dónde estaban los verdaderos palacios? Es lógico que éstos estuvieran en las ciudades costeras. Sus restos deben yacer debajo de las poblaciones actuales o cerca de ellas. Es posible que no fueran tan imponentes como las tumbas, tal como ocurre en el caso de los egipcios, de los que conocemos muchos enterramientos pero pocos palacios ya que, al estar construidos en las ciudades o en sus proximidades, fatalmente fueron expoliados para aprovechar sus materiales en nuevas construcciones.

El paralelo egipcio

Creta y Egipto mantenían estrechas relaciones comerciales y culturales. Objetos manufacturados en un país abundan en yacimientos arqueológicos del otro. Procesiones cretenses de ofrendas, como la mencionada en el corredor de Cnosos, aparecen en los frescos de algunas tumbas egipcias de la dinastía XVIII. El profesor Wunderlich está convencido de que las técnicas de embalsamamiento y las ceremonias funerarias cretenses influyeron poderosamente en Egipto y aduce en su probanza múltiples testimonios.

En Medinet el Fayum, el faraón Ammenemes (o Amenemhat) III (dinastía XII, hacia -1800) construyó un laberinto que podría haber servido de modelo a los cretenses. El edificio se levantó como templo a los muertos junto a la pirámide de Hawara. Estrabón y Herodoto lo describen pormenorizadamente. Herodoto dice: «Por dentro, el edificio es de dos plantas y contiene tres mil habitaciones de las que la mitad son subterráneas y la otra mitad está sobre ellas. Me llevaron a través de las habitaciones de la planta superior, por lo tanto lo que digo de ellas procede de mis propias observaciones, pero de las subterráneas sólo puedo hablar de oídas porque los encargados egipcios no me permitieron verlas ya que contienen las tumbas de los reyes que construyeron el laberinto y también las tumbas de los cocodrilos sagrados [...], los intrincados pasillos de una habitación a otra y de un patio a otro eran una interminable sorpresa para mí, porque íbamos de patios a habitaciones, de habitaciones a pasillos, de pasillos a otras habitaciones y de allí a otros patios [...]. Cada patio está excelentemente construido en piedra blanca y rodeado por una columnata.» Ésta es la cita de Herodoto. Fuera de contexto parecería que el padre de la historia está describiendo Cnosos.

Hasta aquí, expuesta a grandes rasgos, la tesis del doctor Wunderlich y algunas de las razones prácticas que la sostienen.

Como él mismo reconocía poco antes de su muerte, hay en su razonamiento muchos elementos mejorables que seguramente requerirán revisión a medida que nuevos hallazgos en Creta aconsejen modificaciones. En sus líneas generales, sin embargo, la hipótesis del geólogo demuestra consistentemente que los pretendidos palacios cretenses pudieron ser santuarios y panteones, con lo cual la civilización minoica se conjuntaría armónicamente con otras civilizaciones del periodo —la egipcia— y otras del periodo que sucederá —la etrusca— en el esquema general de unas culturas mediterráneas que observan parecidas tradiciones.

Las últimas tendencias de los especialistas en historia cretense parecen no contradecir la tesis del doctor Wunderlich. Ya hacía tiempo que la acumulación de elementos religiosos encontrada en Cnosos escamaba a muchos arqueólogos tradicionales. Algunos señalaban que el «Salón del Trono» de Cnosos parece más bien una capilla en la que el trono sería el altar donde se asienta una divinidad invisible. Luego están los otros detalles: los pozos votivos, las medidas de los patios, que podrían obedecer a causas rituales, y la orientación, siempre de norte a sur, con ligera desviación nordeste, los altares, los signos parietales, los vasos rituales y todo el utillaje religioso. Evans creía que el régulo de Cnosos era un rey-sacerdote. Sus sucesores van más allá. Algunos, como P. Faure, están convencidos de que los presuntos palacios fueron, en realidad, santuarios o monasterios, incluso panteones reales o todo ello junto, como El Escorial.