No sabemos casi nada de la niñez y juventud de Adam Smith, salvo que nació algún día de 1723, en Kirkcaldy, pueblo comerciante escocés situado a unas diez millas al norte de Edimburgo, donde pasó muchas temporadas de su vida y por lo menos seis de los diez años que le tomó escribir su obra maestra: An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (1776). No conoció a su padre, abogado e inspector de aduanas muerto antes de que él naciera, y quiso siempre a su madre, Elizabeth Douglas, con locura. No está probada la leyenda de que a los tres años fuera raptado por una partida de gitanos y que el secuestro durase apenas unas horas. Fue un niño enfermizo, nada agraciado, y, antes de ser conocido por su sabiduría, lo fue por sus extraordinarias distracciones. Un día, el cochero de la diligencia que venía de Londres descubrió en las afueras de Kirkcaldy a un solitario caminante en medio del campo, muy lejos ya de la ciudad; frenó los caballos para preguntar al señor Smith adónde iba; éste, desconcertado, reconoció que se había alejado tanto sin advertirlo, sumido en sus reflexiones. Y un domingo se lo vio aparecer, con su extraño andar sin compás, como el de un camello, embutido todavía en su bata de levantarse, en Dunfermline, a quince millas de Kirkcaldy; miraba el vacío y hablaba solo. Años más tarde, los vecinos de Edimburgo se habituarían a las vueltas y revueltas que daba por el barrio antiguo, a horas inesperadas, la mirada perdida y moviendo los labios en silencio, aquel anciano solitario, un tanto hipocondríaco, a quien todo el mundo llamaba sabio. Decenas de anécdotas así jalonan su vida.
Estudió en una escuela vecina a su hogar, en Hill Street, entre 1731 y 1737 y debió de ser un buen estudiante de latín y griego porque cuando entró a la Universidad de Glasgow, a los 14 años, fue exonerado del primer año, dedicado a las lenguas clásicas. Los tres años que pasó allí, confesó en una carta citada por su biógrafo Nicholas Phillipson[2], «fueron los más útiles, felices y honorables de su vida»; en ellos descubrió la física de Newton y la geometría de Euclides y tuvo un profesor de Filosofía Moral, Francis Hutcheson, eminente figura de la Ilustración escocesa, que influiría mucho en su formación intelectual. Luego de pasar tres años en la Universidad de Glasgow, obtuvo una beca para Oxford, donde permaneció de 1740 a 1746, en Balliol College. No sabemos casi nada de la vida que llevó en esos seis años. Sus biógrafos suponen que debió ser bastante solitaria, pues el clima político y cultural de la universidad estaba impregnado del «jacobismo» más conservador y reaccionario, írrito a su formación presbiteriana y whig (liberal), salvo que aprendió francés por su propia cuenta, leyó con pasión la literatura francesa y que sus autores preferidos eran Racine y Marivaux. Pero lo más importante que le ocurrió en los años de Oxford fue conocer la obra de David Hume, otra de las grandes figuras de la Ilustración escocesa, y, tal vez, a él mismo. Doce años mayor que Smith, Hume, de gran prestigio en el medio intelectual, era sin embargo repudiado en la jerarquía universitaria por su ateísmo; una de las pocas cosas que sabemos de Adam Smith en Oxford es que fue reprendido en Balliol College al ser descubierto leyendo a escondidas el Treatise of Human Nature (1739) del influyente filósofo escocés, que sería más tarde su mejor amigo. A él y a Hutcheson les hizo elogios en su Teoría de los sentimientos morales (1759).
Circula aún la idea errónea de que Adam Smith fue sobre todo un economista —se lo llama «padre de la Economía»—, algo que lo hubiera dejado estupefacto. Siempre se consideró un moralista y un filósofo. Su interés por las cuestiones económicas, al igual que por otras disciplinas como la astronomía —escribió una Historia de la astronomía que sólo se publicaría póstumamente—, surgió como consecuencia de su empeño en desarrollar una «ciencia del hombre» y explicarse el funcionamiento de la sociedad. Se tienen más noticias de él luego de terminar Oxford, a partir de su llegada a Edimburgo, donde, entre 1748 y 1751, gracias a lord Kames, otra figura de la Ilustración escocesa, dio una serie de conferencias públicas que tuvieron mucha resonancia y fueron forjando su prestigio. Los textos de estas charlas se han perdido, pero se conocen por las notas de dos estudiantes que asistieron a ellas. La primera versaba sobre la retórica y la manera como había nacido el lenguaje, la comunicación humana, quehacer al que Smith identifica no sólo por una necesidad de supervivencia sino con la propiedad y la simpatía, el don de gentes y el sentido común, pilares de la vida social y de su argamasa: la sociabilidad. Para demostrarlo, usaba ejemplos de la literatura. A su juicio, el lenguaje claro, directo y conciso expresa mejor las emociones, sentimientos e ideas y debe ser preferido al estilo barroco y pomposo (como el del tercer earl of Shaftesbury, decía), característico de una minoría selecta que excluía al hombre común y corriente.
En otra de las conferencias, sobre la jurisprudencia, Smith esbozó algunas de las ideas que desarrollaría más tarde, a partir de la tesis de David Hume de que «la propiedad es la madre del proceso civilizador». Este tema apasionó a los mejores intelectuales escoceses de la época. Lord Kames, por ejemplo, sostenía que el instinto más acentuado en el ser humano era el de «poseer» y que de ello había nacido la propiedad privada y, en cierta forma, la sociedad misma. En su libro Historical Law Tracts (1758), lord Kames sostuvo que el desarrollo de la historia se componía de cuatro etapas: a) la edad de los cazadores; b) la edad de los pastores; c) la edad de los agricultores y, finalmente, d) la edad de los comerciantes. El intercambio de productos, dentro y fuera del propio grupo, habría sido el verdadero motor de la civilización. Los gobiernos aparecieron cuando los miembros de la comunidad tomaron conciencia de la importancia de la propiedad privada y entendieron que ésta debía ser protegida por leyes y autoridades que las hicieran cumplir. Estas ideas tuvieron gran influencia sobre Adam Smith, quien las hizo suyas y las iría luego extendiendo y matizando. Acaso desde sus años de Edimburgo llegó a esbozar la convicción —lo acompañaría toda su vida— de que la peor enemiga de la propiedad y del gobierno era la nobleza latifundista, aquella aristocracia rentista que a menudo se las arregló para derribar a los gobiernos que limitaban sus poderes, y que, por lo mismo, fue siempre una amenaza para la justicia, la paz social y el progreso. Gracias a sus conferencias en Edimburgo se comenzó a ver en este joven a un integrante de ese movimiento —la Ilustración escocesa— que revolucionaría las ideas, valores y la cultura de su tiempo.
De Edimburgo, Adam Smith pasó a Glasgow, donde permaneció trece años —hasta 1764— como profesor de Lógica y Metafísica muy brevemente y, luego, de Filosofía Moral. Tenemos más noticias sobre su vida desde entonces; vivió allí con su madre y una prima, Janet Douglas, que se ocuparían de llevar el hogar en todos los años que residió en Escocia. La suya fue una vida de austeridad estoica, presbiteriana, sin alcohol y probablemente sin sexo —nunca se casó ni se le conoció una novia y los rumores que corrieron sobre supuestos romances tienen todos tintes irreales—, dedicada a la enseñanza y el estudio. Su prestigio como profesor fue tan grande que, entre otros, James Boswell, el futuro biógrafo de Samuel Johnson, se matriculó en la Universidad de Glasgow para seguir sus cursos. Según el testimonio de sus discípulos, llevaba las clases escritas, aunque a menudo se apartaba de sus apuntes para desarrollar o precisar algunos temas, y detestaba que los alumnos tomaran notas mientras hablaba («I hate scribblers») (Odio a los escribidores). Destacó también como administrador; fue encargado de organizar y dirigir la biblioteca y adquirir libros para ella, de construir locales para nuevas disciplinas y participar en la administración y contabilidad de una universidad en la que llegó a ser decano y vicerrector. En todas estas actividades mereció tanto respeto y elogios como por su trabajo intelectual.
Glasgow vivía en esos años una extraordinaria prosperidad, gracias a la apertura de mercados que había generado el Tratado de Unión con Inglaterra, y, en especial, al comercio del tabaco que sus barcos traían de Virginia, en los Estados Unidos, y distribuían luego por el Reino Unido y el resto de Europa. Según Arthur Herman, en su ensayo sobre la Ilustración escocesa, fue en esta época y a raíz del notable desarrollo que experimentaba Glasgow que Adam Smith comenzó a interesarse en las operaciones comerciales de las grandes empresas. Gracias a un amigo, uno de los Reyes del Tabaco de la ciudad, llegó a conocerlas desde dentro: «Smith fue un buen amigo de John Glassford, quien lo mantenía informado de lo que ocurría en América y quien a su vez se interesaría mucho en la elaboración de La riqueza de las naciones. El provost de Glasgow, Andrew Cochrane, organizó el Politicol Economy Club, del que fueron miembros Smith, Glassford y otro poderoso comerciante de tabaco, Richard Oswald. Cochrane presidió incluso la sesión del Ayuntamiento de Glasgow el 3 de mayo de 1762 cuando el profesor Smith fue adoptado como “burgués honorario de la ciudad”»[3].
El primer libro que publica Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales (1759)[4], fue elaborándose en sus clases a lo largo de los años, y muestra hasta qué punto la preocupación por la moral fue dominante en su vocación. En la tesis que allí desarrolla están presentes las ideas de su antiguo maestro, Francis Hutcheson, de David Hume, las de Rousseau sobre la desigualdad y las de Bernard Mandeville sobre la moral. Pero en el libro ya hay un sólido pensamiento propio, una primera aproximación a esa «ciencia del hombre» que desde joven soñaba con elaborar.
Ciertas palabras son claves para entender este libro —simpatía (en el sentido de empatía), imaginación, propiedad, el espectador imparcial— y una pregunta a la que esta voluminosa averiguación quiere responder: ¿a qué se debe que la sociedad humana exista y se mantenga estable y progrese con el tiempo, en vez de desarticularse debido a las rivalidades, los intereses opuestos y a los instintos y pasiones egoístas de los hombres? ¿Qué hace posible la sociabilidad, ese pegamento que mantiene unida a la sociedad pese a la diversidad de gentes y caracteres que la conforman?
Los seres humanos se conocen a través de la imaginación y una actitud natural de simpatía hacia el prójimo que acerca un individuo al otro, algo que nunca llegaría a ocurrir si las acciones humanas estuvieran guiadas exclusivamente por la razón. Ese sentimiento de simpatía y la imaginación atraen a los extraños y establecen entre ellos un vínculo que rompe la desconfianza y crea solidaridades recíprocas. La visión del hombre y de la sociedad que transpira este libro es positiva y optimista, pues Adam Smith cree que, pese a todos los horrores que se cometen, la bondad prevalece sobre la maldad, es decir, los sentimientos morales. Un buen ejemplo de esa decencia innata que caracteriza a la mayoría de los seres humanos aparece en las últimas páginas del libro: «Decirle a una persona que es embustera constituye la más mortal de las afrentas […]. El hombre que padeciera la desgracia de pensar que nadie iba a creer ni una sola palabra que dijera, se sentiría el paria de la sociedad humana, se espantaría ante la sola idea de integrarse en ella o de presentarse ante ella, y pienso que casi con certeza moriría de desesperación» (p. 587). Las cosas han cambiado mucho en los siglos transcurridos desde que Adam Smith escribió estas líneas, y, desde el punto de vista moral, los seres humanos de nuestro tiempo han ido para peor, pues es difícil imaginar en nuestros días muchas personas capaces de morir de espanto ante la idea de ser consideradas embusteras por su prójimo. Sin embargo, quien escribió aquello estaba lejos de pecar de ingenuo: sus análisis de la conducta moral son de gran sutileza y complejidad, sustentados siempre en la convicción de que, aun en las peores circunstancias, la decencia prevalece sobre la indecencia: «La naturaleza, cuando formó al ser humano para la sociedad, lo dotó de un deseo original de complacer a sus semejantes y una aversión original a ofenderlos. Le enseñó a sentir placer ante su consideración favorable y dolor ante su consideración desfavorable» (p. 236).
Otra palabra clave en este ensayo es «propiedad», no en el sentido de pertenencia, sino en el de actitud adecuada, justa y cuidadosa —apropiada— en las relaciones del individuo con los demás.
Libro curioso, versátil, ambiguo y sutil, a ratos parece un tratado de buenas maneras, a ratos un análisis psicológico de los sentimientos y emociones que siente el ser humano hacia su prójimo y, a veces, un manual de sociología. En verdad, se trata de un estudio sobre las relaciones humanas y la manera como ellas permiten que una sociedad funcione y surja en su seno una solidaridad de base que le impide disgregarse y desaparecer. También, sobre el sentido moral que nos permite diferenciar lo bueno y lo malo, lo postizo de lo auténtico, lo verdadero de lo falso. Éste fue el primer volumen de Adam Smith dedicado a forjar esa «ciencia del hombre» que le ocuparía el resto de la vida y que nunca llegó a concluir.
Las reacciones y actitudes que el libro describe tienen en cuenta la pobreza y la riqueza, los prejuicios sociales, la posición en la sociedad de los individuos, pero, en general, se concentra en los ciudadanos comunes y corrientes, los que representan la normalidad. Por lo general, pasa de prisa sobre quienes la esquivan y transgreden (esos hombres-monstruos que fascinaban tanto a Georges Bataille). Por eso, la sociedad descrita en La teoría de los sentimientos morales nos parece por momentos un tanto idealizada por su ejemplaridad y corrección. Porque la vida no está hecha sólo de gentes normales, también de anormales y excepcionales. Pero esto no se debía sólo a la manera de ver la sociedad que tenía Adam Smith, sino, sobre todo, a su manera de ser. Aunque no abundan los testimonios sobre su persona, los que existen coinciden en afirmar que se trataba, además de un intelectual de altísima valía, de un hombre bueno, de sanas costumbres, modesto, sencillo, austero, correctísimo, con excepcionales arrebatos de mal humor, cuya vida estaba volcada en el estudio. Sorprendía a todo el mundo por su costumbre de hundirse en sus reflexiones y cortar con lo que lo rodeaba en cualquier circunstancia. Uno de sus amigos de la Select Society, con los que solía reunirse en las tabernas de Edimburgo, cuenta cómo, de pronto, en medio de una discusión sobre temas jurídicos o filosóficos, todos advertían que Adam Smith se había ido: ahí estaba, con los ojos fijos en un punto del vacío, murmurando suavemente algo que apenas se oía, sumido en un mundo privado, ausente de todo lo que lo rodeaba.
La teoría de los sentimientos morales se centra sobre todo en los hombres, pero hay algunas especificidades que cree encontrar en la mujer que la distinguen de aquellos, como por ejemplo ésta, tan sutil: «La humanidad es propia de la mujer, la liberalidad, del hombre» (p. 342). Buena parte del libro analiza al individuo aislado, pero, en los capítulos finales, antes de pasar revista a todos los sistemas sobre la moral —Platón, Aristóteles, Zenón y los estoicos, los epicúreos, Cicerón—, para contrastarlos con el suyo, el análisis se extiende al individuo como parte de la familia, de la nación y, finalmente, de la humanidad. Estos capítulos preludian algunos de los grandes hallazgos de La riqueza de las naciones. Por ejemplo, su clarísima toma de posición contra el nacionalismo, la idea de que, en razón del vínculo afectivo que une al individuo con su patria, deba darle a ésta siempre la razón aún cuando no la tenga: «El amor a nuestra nación a menudo nos predispone a mirar con los celos y la envidia más malignos la prosperidad y grandeza de cualquier nación cercana» (p. 411). A esto llama «el mezquino principio del prejuicio nacional» (p. 410). Poco después, refiriéndose a Francia e Inglaterra, afirma que «es ciertamente indigno de unas naciones tan ilustres como ellas que sientan envidia de la felicidad y la prosperidad interna de la otra» (p. 412). Este rechazo de la perspectiva nacional como algo preponderante y egoísta, que justifica lo arbitrario, lo lleva a condenar el espíritu dogmático de aquellos «doctrinarios» «tan fascinados por la belleza de su proyecto político ideal» que creen que se puede «organizar a los diferentes miembros de una gran sociedad con la misma desenvoltura con que se disponen las piezas en un tablero de ajedrez» (p. 418). A continuación recuerda que estas piezas no tienen otro «principio motriz» que la mano que las mueve y que «en el vasto tablero de la sociedad humana cada pieza posee un principio motriz propio», independiente del que la legislación quiera imponerle de manera arbitraria. Es la primera vez en la historia que alguien señala que la sociedad pudiera tener un movimiento propio, derivado de su organización interna, que debe ser respetado so pena de provocar la anarquía o tener que recurrir para conseguirlo a la más brutal represión, algo a lo que él se opone recordando «la divina máxima de Platón»: no emplear más violencia contra el país de la que se emplea contra los padres (p. 418).
Pero acaso lo más original de La teoría de los sentimientos morales sea la aparición en sus páginas del espectador imparcial, un juez o árbitro que los seres humanos llevamos dentro y que, adoptando siempre una posición objetiva sobre nuestra conducta, la juzga, aprobando o condenando lo que hacemos y decimos. Este personaje es calificado de manera distinta a lo largo del libro: «el gran recluso, el egregio semidiós dentro del pecho», «la propia conciencia», «el juez interior», «el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta», el «eminente recluso», «esos vicegerentes de Dios que tenemos dentro de nosotros», etcétera. La identificación de este espectador imparcial con la conciencia no es del todo justa, pues se supone que un ser humano gobierna su conciencia, en tanto que el espectador imparcial mantiene una distancia sobre el sujeto del que forma parte, posición que le permite dar con independencia su aprobación o su condena a todo lo que aquél hace, piensa o dice. Y tampoco es una exacta proyección de la divinidad en el individuo, pues, según muestran algunos de los análisis más sutiles de Adam Smith en el libro, el espectador imparcial no es siempre tan neutral como lo sería Dios mismo; tiende a ablandarse con el sujeto, muestra ráfagas de favoritismo o, por el contrario, de excesiva severidad con sus deseos, sentimientos y pasiones, y, de manera igualmente subjetiva, puede exagerar sus descalificaciones y condenas. En cierto modo, este observador imparcial en la vida de los seres humanos es, como advierte el profesor D. D. Raphael en su libro sobre Adam Smith[5], un anuncio de lo que un siglo más tarde Sigmund Freud, en su descripción de la vida inconsciente, llamaría el superego. Este espectador imparcial tiene, además, una razón de ser que aparecerá luego como uno de los pilares de la doctrina liberal: el individualismo. Si la conducta moral depende en buena parte de esa personalidad propia de cada individuo, éste constituye la célula básica de la sociedad, el punto de partida de las distintas colectividades a las que al mismo tiempo pertenece, pero ninguna de las cuales puede subsumirlo o abolirlo: la familia, el oficio, la religión, la clase social, el partido político.
Adam Smith escribía con elegancia y precisión (dicho sea de paso, la traducción de La teoría de los sentimientos morales al español por Carlos Rodríguez Braun es excelente), y era un hombre sensible a la buena literatura (en este ensayo hay un elogio muy entusiasta de la Fedra de Racine) y la belleza, que no sólo encontraba en las obras literarias y artísticas, también en las acciones humanas y, por supuesto, en la naturaleza y los objetos. Una acción virtuosa, un gesto de desprendimiento, un acto solidario despiertan, dice, una sensación de belleza comparable a la que deparan un bello paisaje, una música armoniosa o una vida que transcurre dentro de la prudencia, el respeto del prójimo, la amistad y la conducta irreprochable. En algún momento de las conclusiones menciona «ese gusto por la belleza que nos suscitan tanto los objetos inanimados como los animados» (p. 570).
La teoría de los sentimientos morales fue el libro preferido de Adam Smith, quien nunca imaginó la revolución que La riqueza de las naciones causaría en el mundo de las ideas, de la política y de la economía. Fue muy elogiado por David Hume, por Edmund Burke, y, en el resto de Europa, por intelectuales tan prestigiosos como Kant y Voltaire. Este último habría dicho después de leerlo: «No tenemos a nadie que se le compare, lo siento por mis queridos compatriotas».
Pero algo todavía más importante: el prestigio que alcanzó le permitió liberarse de las obligaciones universitarias, adquirir una ocupación que le aseguraría su futuro y le permitiría dedicarse a escribir sin contratiempos y hacer el codiciado viaje por la Europa más culta. David Hume le informó en abril de 1759 que Charles Townshend, padrastro del joven duque de Buccleuch, que estaba todavía en Eton, pensaba enviar a éste a Glasgow a seguir sus clases. No llegó a ocurrir, pero, algunos años después, Adam Smith recibió de Townshend una propuesta muy concreta: encargarse de la tutoría del joven duque —heredero de una gran fortuna— y acompañarlo en un largo viaje de estudios por Europa. Las condiciones no podían ser más ventajosas: un salario de 500 libras, seguido luego por una pensión anual de por vida de 300 libras (suma más elevada que la que había ganado como profesor). Smith aceptó, renunció a la Universidad de Glasgow, y partió a Londres, donde conoció a quien sería su discípulo —éste tenía dieciocho años— los tres años siguientes. De inmediato brotó entre ambos una comprensión y un afecto que duraría el resto de sus vidas. El joven aristócrata era atento y trabajador, respetuoso y amable, y guardó siempre una enorme admiración y gratitud por el preceptor que lo acompañó en su gira europea entre 1764 y 1766.
Smith y su discípulo estuvieron primero en Toulouse, donde permanecerían dieciocho meses. Hay indicios de que en esta ciudad comenzó a tomar apuntes para La riqueza de las naciones. La segunda ciudad de Francia estaba todavía conmovida con l’affaire Calas, que había impresionado a media Europa por el fanatismo y la crueldad que lo envolvieron. En 1761, se encontró ahorcado en la ciudad al hijo de un mercader protestante, Jean Calas. Éste fue acusado de haberlo matado para impedir que se convirtiera al catolicismo. El pobre Calas, condenado por el Parlement, fue descoyuntado en la rueda, estrangulado y luego quemado en marzo de 1762. Esto desató la célebre campaña de Voltaire contra la injusticia cometida, pidiendo un desagravio póstumo a la víctima. Su famoso panfleto sobre el asunto, que apareció en su Traité sur la tolérance, fue uno de los muchos libros y opúsculos que Adam Smith iría enviando a Escocia durante los dos años que pasó en Francia y Suiza.
Fue la única vez que Adam Smith recorrió estos países, donde, gracias a las recomendaciones del padrastro del duque de Buccleuch, de David Hume y otros, frecuentó los salones de moda en París, además de asistir a teatros y conciertos y conocer a intelectuales de renombre. Hay, incluso, indicios de una dama que, entusiasmada con él, lo asediaba, mientras él hacía lo que podía para librarse de ella. Estuvo varias veces en Ferney con Voltaire y, en París, con filósofos y escritores como D’Alembert, Turgot, Helvétius, el barón d’Holbach, Marmontel, y, sobre todo, con François Quesnay y los fisiócratas, sobre cuyas tesis económicas haría una dura crítica en La riqueza de las naciones. Pero Quesnay en persona, con quien tuvo varias reuniones probablemente muy polémicas, le cayó muy bien; alguna vez dijo que si Quesnay hubiera estado vivo cuando su libro apareció, se lo habría dedicado. La estancia en Europa debió acortarse; una enfermedad del duque de Buccleuch y la muerte de un hermano menor de éste los obligó a adelantar el retorno. A mediados de noviembre de 1766 estaban de vuelta en Inglaterra. Adam Smith nunca volvería a apartarse de su país.
A su vuelta de Francia, permaneció en Londres unos seis meses, hasta mayo de 1767. Se demoró en retornar a Escocia por la corrección de pruebas de la tercera edición de La teoría de los sentimientos morales y trabajó un poco en la National Library, la extraordinaria biblioteca que se había inaugurado en esa época. Viajó a Kirkcaldy con cuatro grandes cajas de libros y allí permaneció, viviendo con su madre y su prima Janet Douglas, seis años, en los que dio un gran avance al ambicioso libro con el que quería proseguir su averiguación sobre los sistemas que mantenían el orden natural y social. Desde muy joven estuvo convencido de que sólo la razón —no la religión— podía entenderlos y explicarlos. Se había propuesto, ahora, describir la organización de la vida económica y el progreso de una sociedad.
Su vida era espartana y estaba concentrada en el estudio y la redacción de su obra. Salía poco; acostumbraba dar largos paseos a orillas del mar y la leyenda cuenta que a veces se lo veía aparecer, muy sofocado, en aldeas situadas a varias millas de su casa, en un estado de abstracción extrema de la que sólo lo sacaba el tañido de las campanas de una iglesia o las esquilas de una manada de ovejas. En sus ratos libres, se entretenía con la botánica, clasificando plantas de su jardín según las pautas del naturalista sueco Carl Linné, cuyas investigaciones lo habían impresionado. Uno de sus pocos viajes fue para asistir a un cumpleaños de su ex discípulo, el duque de Buccleuch, que había desposado a Elizabeth, hija del duque de Montagu. Con esta pareja permaneció un par de meses en su residencia de Dalkeith Palace, en las afueras de Edimburgo.
Aunque tenía reunida en su espléndida biblioteca de Kirkcaldy buena parte del material económico y político que necesitaba consultar, podemos seguir por su correspondencia, pidiendo a amigos del Reino Unido y de Europa que le enviaran libros, folletos o informaciones, la ardua tarea que fue y los años que le tomó La riqueza de las naciones.
En la primavera de 1773, decidió dejar Kirkcaldy y trasladarse a Londres, donde residiría los siguientes tres años. Allí terminó su libro. Pero, antes de partir, decidió hacer su testamento. Dejó como albacea testamentario a David Hume, a quien debía ser enviado el manuscrito de La riqueza de las naciones si él moría sin haberlo terminado. Dejaba también la consigna de que se destruyeran todos sus papeles, con exclusión de su inédita Historia de la astronomía: su amigo debía decidir si merecía la pena que fuera editada. Se piensa que motivos de salud lo llevaron a hacer su testamento, pero la verdad es que en los diecisiete años que todavía le quedaban por vivir no tuvo males físicos que le estorbaran mucho la vida. Y nunca se ha dado una explicación persuasiva de por qué decidió quemar sus manuscritos.
A diferencia de su estancia en Kirkcaldy, de absoluto aislamiento, en Londres hizo una intensa vida social. Se reunía y discutía con amigos en los dos clubs de los que fue socio —The Royal Society y The Club—, ambos de gran prestigio social e intelectual, y en casas particulares de gente de fortuna y alto nivel, donde conoció y trató a políticos e intelectuales influyentes como Edmund Burke, Edward Gibbon y Samuel Johnson. Generalmente caía simpático a sus interlocutores, quienes solían tomar con humor sus inevitables distracciones. Una excepción fue Samuel Johnson, con quien al parecer tuvo una discusión en la que Smith, rompiendo su bonhomía habitual, se irritó tanto que le mentó la madre. No es sorprendente, pues, que el célebre lexicógrafo y crítico literario dejara de él una impresión bastante cruel: que era «triste como un perro», babeaba y «se volvía uno de los tipos más desagradables después de tomarse unas copas de vino»[6]. Adam Smith ha dejado una impresión no menos desdeñosa y sarcástica del gran filólogo, viajero y crítico inglés[7].
El libro salió publicado el 9 de marzo de 1776 y agotó la primera edición de 500 ejemplares en seis meses; Smith recibió de sus editores trescientas libras. Casi al mismo tiempo apareció en Gran Bretaña otra obra maestra de la cultura occidental: Decline and Fall of the Roman Empire, de Edward Gibbon. La segunda edición de La riqueza de las naciones se publicó un par de años más tarde, con algunos cambios; la tercera, de 1784, incluyó muchas correcciones y añadidos. En vida de Adam Smith se publicaron todavía la cuarta (1786) y la quinta (1789) con nuevas modificaciones, así como las traducciones del libro al francés (hubo tres), alemán, danés e italiano[8]. En España tradujo la obra al español Carlos Martínez de Irujo y se publicó en 1791, pero el libro fue denunciado al Santo Tribunal (la Inquisición) y prohibido al año siguiente. Tres años más tarde, en 1794, salió publicado en Valladolid un pequeño compendio de la obra, sin que el nombre de Adam Smith apareciera en la portada[9].
Notable por la variedad de temas que lo ocupan, monumento a la cultura de su tiempo, testimonio de lo que en el último tercio del siglo XVIII significaba el conocimiento en los campos de la política, la economía, la filosofía y la historia, lo más notable y duradero del libro es el descubrimiento del mercado libre como motor del progreso. Un mecanismo no inventado por nadie al que la humanidad fue llegando gracias al comercio. Este intercambio continuo produjo la división del trabajo y la aparición del mercado, sistema distribuidor de recursos al que, sin pretenderlo ni siquiera saberlo, todos los miembros de la sociedad —vendedores, compradores y productores— contribuyen, haciendo avanzar la prosperidad general. Fue insólita la revelación de que, trabajando para materializar sus propios anhelos y sueños egoístas, el hombre común y corriente contribuía al bienestar de todos. Esa «mano invisible» que empuja y guía a trabajadores y creadores de riqueza a cooperar con la sociedad fue un hallazgo revolucionario y, también, la mejor defensa de la libertad en el ámbito económico. El mercado libre presupone la existencia de la propiedad privada, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, el rechazo de los privilegios y la división del trabajo. Nadie antes que Adam Smith había explicado con tanta precisión y lucidez ese sistema autosuficiente que hace progresar a las naciones, y para el que la libertad es esencial, ni explicado de manera tan elocuente que la libertad económica sustenta e impulsa a todas las otras.
Leyendo este oceánico libro, que se dispersa en temas y subtemas hasta el infinito, se tiene la impresión de que ni siquiera el propio Adam Smith fue consciente de la importancia de sus hallazgos. Resultó desconcertante para muchos lectores de La riqueza de las naciones descubrir que no es el altruismo ni la caridad, sino más bien el egoísmo, el motor del progreso: «No obtenemos los alimentos de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino de su preocupación por su propio interés. No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo, y nunca hablamos de nuestras necesidades, sino de sus propias ventajas»[10].
John Maynard Keynes, aprovechado discípulo, aunque algo díscolo, de Adam Smith, se burló de que éste sostuviera que el capitalismo se fundaba «en la asombrosa creencia de que los peores motivos de los peores hombres de una u otra manera laboran para obtener los mejores resultados en el mejor de los mundos posibles». Sin embargo, como todos los grandes pensadores sociales y políticos que lo sucedieron, entre ellos Marx, Keynes terminaría aceptando, a regañadientes, el descubrimiento que Adam Smith resumió así: «Por regla general, el ciudadano no intenta promover el bienestar público ni sabe cuánto está contribuyendo a él. Prefiriendo apoyar la actividad doméstica en vez de la foránea, sólo busca su propia seguridad, y dirigiendo esta actividad de forma que consiga el mayor valor, sólo busca su propia ganancia, y en éste como en otros casos está conducido por una mano invisible que promueve un objetivo que no entra en sus propósitos»[11].
El sistema que Adam Smith describe no es creado, sino espontáneo: resultó de unas necesidades prácticas que comenzaron con el trueque de los pueblos primitivos, siguieron con formas más elaboradas del comercio, la aparición de la propiedad privada, las leyes y los tribunales, es decir, el Estado, y, sobre todo, de la división del trabajo que disparó la productividad. Este orden espontáneo, como lo llamaría más tarde Hayek, tiene a la libertad —a las libertades— como su cimiento: libertad de comercio, de intervenir en el mercado como productor y consumidor en igualdad de condiciones frente a la ley, de firmar contratos, de exportar e importar, de asociarse y formar empresas, etcétera. Los grandes enemigos del mercado libre son los privilegios, el monopolio, los subsidios, los controles, las prohibiciones. Lo espontáneo y natural del sistema se reduce a medida que la sociedad progresa y se crean estructuras legales que regulan el mercado. Ahora bien, siempre que preserven, por lo menos en grandes márgenes, la libertad, el sistema será eficiente y dará resultados positivos.
Es verdad que el mercado es frío, pues premia el éxito y castiga el fracaso de manera implacable. Pero Adam Smith no era el ser cerebral y deshumanizado con que sus enemigos atacan su liberalismo. Por el contrario, era muy sensible al horror de la pobreza y creía en la igualdad de oportunidades, aunque no usara nunca esta expresión. Por eso afirmaba que, para contrarrestar el estado de ignorancia y estupidez que podía acarrear a los trabajadores lo mecánico de su tarea, la educación era indispensable y debía ser financiada, para quienes no podían costeársela, por el Estado o la sociedad civil. En la educación también favorecía la competencia y defendía una educación pública junto a la privada.
Adam Smith se hubiera sorprendido de que en el futuro sus teorías fueran acusadas, por los enemigos del liberalismo y de la empresa privada, de estar desprovistas de sensibilidad y solidaridad; él estaba seguro de que su investigación favorecía a los pobres y contribuiría a erradicar la pobreza. «Ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables»[12], afirmó. Su idea de los ricos de su tiempo solía ser severa: «En cada negocio, la opresión del pobre supone el monopolio de los ricos, quienes, al acaparar la totalidad del comercio para sí mismos, serán capaces de obtener grandes beneficios»[13]. El monopolio distorsiona la oferta y la demanda al conferir a un fabricante o a un comerciante el poder de alterar los precios para satisfacer su apetito de lucro; al eliminar la competencia, la calidad del producto degenera y el comercio, de ser un servicio, se convierte en explotación del comprador. Los grandes beneficiarios de la teoría de Adam Smith son los consumidores, el conjunto de la sociedad, por encima de los productores, una minoría que tiene desde luego derecho de beneficiarse por el servicio que presta, a veces con gran talento y audacia, pero para ello es indispensable que haya una competencia equitativa, sin favoritismos, y, por supuesto, que se respete la propiedad privada.
Según Adam Smith, «la propiedad que cada hombre tiene de su propio trabajo es la más sagrada e inviolable, puesto que es la base de todas las demás. El patrimonio de un hombre pobre consiste en la fuerza y habilidad de sus manos, e impedirle el empleo de su fuerza y habilidad en la forma que considere apropiada sin perjudicar a nadie es una violación fragrante de la más sagrada de las propiedades. Es una intromisión manifiesta en la libertad de trabajadores y de aquellos que quieren emplearle…»[14].
El libro se inicia explicando que «la división del trabajo» ha aumentado de manera notable la productividad en la fabricación de bienes. Pone el célebre ejemplo del alfiler y de las dieciocho actividades que se complementan en producirlo; las máquinas, que la división del trabajo impulsó, han aliviado mucho el quehacer de los trabajadores, quienes, afirma, fueron sus inventores.
La civilización nace con la necesidad del ser humano de recurrir a los otros para satisfacer sus necesidades. La división del trabajo está limitada por la extensión del mercado. Es obvio que en un pequeño pueblo un agricultor tiene que hacer también de carpintero, albañil, plomero. Las ciudades fueron un paso adelante que permitieron a unos dedicarse a una cosa y otros a otras.
La riqueza de las naciones explica el origen y la función del dinero en esas sociedades primitivas que poco a poco se volvieron mercantiles. En un momento dado de la evolución histórica el trueque cedió el paso a una mercancía que serviría de intermediaria para compras y ventas; cumplieron esta función el ganado, las conchas marinas, el bacalao, los cueros y las pieles, y, finalmente, los metales. El dinero se convertirá en el instrumento universal del comercio. Al principio, las monedas tenían la cantidad de metal que decían tener. Luego «la avaricia e injusticia de los príncipes y Estados soberanos […] abusando de la confianza de sus súbditos fueron disminuyendo la cantidad de metal que sus monedas contenían…»[15]; así estafaban mejor a sus acreedores.
El precio de las mercancías, según Adam Smith, se mide por el trabajo invertido en fabricarlas[16]. En el precio hay que distinguir el «precio real» del «precio nominal». Este último lo fija el mercado, según la abundancia o carencia de los metales con que se fabrican los productos. Las tesis de Smith, aunque las declara «científicas», están cargadas de sensibilidad. Afirma que los trabajadores bien pagados rinden más y que con su prosperidad está garantizada la paz social. Al mismo tiempo, describe la magnitud de la pobreza en países como China y la India, donde las mujeres matan a sus hijos por no tener qué darles de comer, y en las partes altas de Escocia donde, de las veinte criaturas que llegan a parir las madres, apenas sobreviven dos.
A minuciosas descripciones de asuntos económicos, continúan recuentos históricos y análisis sociológicos a veces tan prolijos que abruman al lector. Pero, de tanto en tanto, surgen las ideas renovadoras. Por ejemplo, en el décimo capítulo se enumeran las cinco circunstancias que explican las pequeñas ganancias que deparan ciertos empleos y las altas que se obtienen en otros: 1) lo grato o ingrato del trabajo; 2) la facilidad o dificultad al realizarlo y el menor o mayor costo del aprendizaje del trabajador; 3) la continuidad o eventualidad en los contratos; 4) la mayor o menor responsabilidad que se adquiere al ejercerlo, y 5) la probabilidad o improbabilidad del éxito.
Las desigualdades ocasionadas por la política laboral en Europa dan origen a una crítica muy dura de todas las restricciones a la libertad de contratación, así como a los «estatutos de los gremios», que exigían entonces hasta siete años de práctica con un maestro antes de autorizar al aprendiz a trabajar. Todo recorte a la libertad —por ejemplo, las leyes de residencia que impiden a un obrero buscar trabajo fuera de su parroquia— genera injusticias y perjudica la creación de empleo. Adam Smith insiste en que deben suprimirse todos los privilegios de que gozan los gremios: «Las gentes del mismo oficio pocas veces se reúnen, aunque sea para divertirse y distraerse, sin que la conversación acabe en una conspiración contra el público. O en algún arreglo para elevar los precios»[17].
Los análisis económicos alternan con exposiciones históricas, como la evolución del precio del trigo en los siglos XIII, XIV, XV y XVI en Escocia e Inglaterra, en comparación con Holanda y Génova, o sobre el efecto que tuvo en el comercio de los metales en el mundo el descubrimiento de las minas de oro y plata del Perú.
Sin la división del trabajo y la acumulación del capital no habría habido desarrollo de las fuerzas productivas. El capital consta de una parte fija y otra circulante; la primera consiste en las máquinas, tierras y locales en que funciona la empresa, y, la otra, en el dinero que se gasta en salarios, impuestos e inversiones. El conjunto de los capitales representa la riqueza de un país. La estabilidad es condición esencial para el desarrollo, pues, cuando no existe, la gente aparta sus capitales de la circulación escondiéndolos.
Continúa explicando el proceso productivo, la aparición de los bancos, cómo los créditos permiten a individuos aislados (empresarios o artesanos) instalar sus negocios. Esto hace crecer y configurarse a una clase social. Los bancos ayudan al comerciante a convertir el capital circulante en fijo entregándole pagarés que le permiten gastar y mover el dinero que luego devuelve con un interés que, en ese tiempo, era del ocho por ciento. Cuenta cómo las empresas burlan la prohibición de excederse en un cierto tope de pagarés para extender el crédito que reciben. Y relata la historia de un banco escocés que quebró por conceder pagarés a gran número de comerciantes que carecían de responsabilidad y eran pura y simplemente estafadores.
Una y otra vez critica el intervencionismo estatal y los derroches y gastos inútiles que producen «los reyes y ministros», empobreciendo con ello al conjunto de la sociedad. Acaso lo más importante de estas páginas sea el elogio de una sociedad donde el Estado es pequeño y funcional, pues deja trabajar a los ciudadanos y crecer la riqueza que beneficia al conjunto social. El ciudadano ideal, para Smith, es laborioso, austero, prudente y jamás derrocha su patrimonio en gastos suntuarios. El empresario debe dar siempre el ejemplo a quienes emplea: «Si el empresario es atento y parsimonioso, el trabajador también tiende a serlo, pero si el patrón es disoluto y desordenado, el sirviente que estructura su trabajo de acuerdo al modelo que su patrón le describe, amoldará su vida también con arreglo al ejemplo que aquél le ofrece»[18]. Todo el capítulo delata la desconfianza de Smith hacia el Estado como potencial enemigo del ciudadano trabajador y cumplidor de las leyes.
El capítulo siguiente está dedicado a los préstamos con interés. Smith descarta que se prohíban, como piden algunas iglesias —entre ellas la católica— pues, dice, bien llevados cumplen una función útil ya que permiten una circulación mayor del capital. No es el caso del prestatario que usa el préstamo para derrocharlo en diversiones y actividades no rentables. Pero, si el interés no es usurario y el dinero del préstamo resulta fértil, cumple una función valiosa en el mercado. Cita el caso de los países que, para combatir la usura, prohibieron los préstamos bancarios y éstos, entonces, en vez de desaparecer pasaron a ser clandestinos e ilegales.
Adam Smith muestra cómo el capitalismo, sin proponérselo, socava el nacionalismo, moviéndose sobre las fronteras nacionales cuando no encuentra en el propio país inversiones provechosas. El racionamiento es de una lógica aplastante. Cuando en el propio país el capital ha saturado las inversiones productivas, se ve impulsado a salir al exterior; lo hace también para importar aquello que es necesario en el país propio a fin de asegurar el consumo o para activar el comercio interno. Asimismo puede sentirse impulsado a servir a países que carecen de capitales. Esto, dice Smith, aunque directamente no parece beneficiar al país del que son oriundos los capitales, sí lo beneficia indirectamente, situándolo en un marco de desarrollo y progreso más avanzado. En resumidas cuentas, el capitalismo internacional es el enemigo natural del nacionalismo.
La principal actividad comercial tiene lugar entre la ciudad y el campo y consiste en el intercambio de productos primarios por manufacturados. La ciudad obtiene del campo toda su riqueza y subsistencia. Si las instituciones no hubieran frustrado las inclinaciones naturales de los seres humanos, las ciudades no habrían crecido más de lo que podía sostener la producción agrícola del territorio donde estaban emplazadas. El destino original del hombre fue el cultivo de la tierra. Pero la relación entre propietarios y colonos o arrendatarios, que pagan por alquilar la tierra y trabajarla, ha desnaturalizado esta realidad. Los colonos no tienen incentivos para invertir en mejoras y debido a ello la agricultura no progresa. Smith critica el «derecho de primogenitura» que, por favorecer al mayor de los hijos, perjudica a los otros, y condena el trabajo de esclavos tanto por razones morales como económicas, pues es el trabajo más improductivo ya que aquéllos no tienen incentivo alguno para esforzarse.
La riqueza de las naciones explica el nacimiento de las ciudades europeas en razón del comercio. Mejor dicho, de los comerciantes. Éstos eran «despreciados» por los «señores» de Inglaterra, que, al igual que en España y en Francia, consideraban el comercio un quehacer vil. Los reyes permitieron la formación de ciudades por su antagonismo con los «señores» y para recibir tributos de los comerciantes. Gracias a las ciudades se acrecentó el comercio local y extranjero y nacieron las manufacturas, que fortalecieron a las ciudades. Sin embargo, el campo ha seguido siendo el gran suministrador de materias primas para las fábricas.
El comercio y las fábricas contribuyeron al desarrollo de los campos al crear mercados para los productos agrícolas. Smith hace una curiosa diferencia entre el comerciante audaz al que su profesión incita a ser arriesgado y el hacendado tímido, que duda mucho antes de invertir. Por eso, el comerciante es el verdadero pionero del progreso.
El comercio y la fábrica introdujeron gradualmente el orden y el buen gobierno en la sociedad. Hace críticas severas a los hacendados por su manera de tratar a los colonos y gastar su dinero en cosas suntuarias y frívolas, a diferencia de los comerciantes y empresarios que invierten en nuevos proyectos empujados por la competencia. El hacendado, en cambio, tiende a convertirse en un rentista.
El crecimiento de las ciudades implica el de las clases medias en razón del comercio y las fábricas y con ello, el de la civilización, es decir, de la libertad y la legalidad. Este proceso transforma la sociedad: el comercio y las fábricas pasan a ser la fuente principal de la riqueza e influyen en la modernización de la agricultura y la desaparición del hacendado feudal.
En un ensayo tan extenso es natural que haya contradicciones. Adam Smith es partidario del comercio libre, pero acepta que se pongan aranceles y prohibiciones si se tiene la seguridad de que con ello se va a aumentar el empleo o si la libertad total de importación amenaza con arruinar a los empresarios y manufactureros incapaces de competir con los productos importados. Páginas después esta tesis es desmentida pues se demuestra que la libertad de comercio exterior es la más eficiente y beneficiosa para los países, pese a que los prejuicios nacionalistas sostengan lo contrario. Es falso que a un país le convenga que sus vecinos sean pobres; eso sólo vale si hay guerras entre ellos. Desde el punto de vista comercial, tener vecinos ricos significa mercados prósperos para las propias exportaciones.
Una inesperada y curiosa observación aparece luego, según la cual hay más borrachos en los países que no son grandes productores de bebidas alcohólicas. Cita el caso de España, Italia y Francia, destacados productores de vinos, donde, asegura, el alcoholismo está menos extendido que en el centro y el este de Europa. Y no menos sorprendente es la afirmación de que todo impuesto que, por su pequeñez, no despierte el interés de los contrabandistas, no tiene mayores efectos comerciales.
Los capítulos dedicados a las colonias son trascendentes. Comienzan con una exposición histórica: las colonias fueron una expansión natural de la población en Grecia y luego en Roma hasta que, estimulados por las aventuras de Marco Polo en el Asia, portugueses y españoles se lanzaron a buscar oro en las Indias. Colón llega a Santo Domingo y cree que ha llegado a la Cipango de Marco Polo. Según Adam Smith, la codicia humana, la avidez por el oro, explica el resto de los descubrimientos y la conquista de las dos Américas, la del Sur y la del Norte. Pero, añade, esta búsqueda de minas de oro y plata fue frustrante porque ambos metales no llegaron a compensar la inversión que la extracción exigía. Ni siquiera las riquísimas minas del Perú (se refiere a las de Potosí) enriquecieron a la Corona española.
Toda la simpatía de Adam Smith se vuelca hacia las colonias inglesas en Norteamérica, los futuros Estados Unidos. Explica que han prosperado mucho más que las de España y Portugal porque Inglaterra les dio más libertad para producir y comerciar, a diferencia del severo control que Lisboa y Madrid imponían a sus colonias. Y, una vez más, subraya que las limitaciones al comercio constituyen «un crimen contra la humanidad». Pronostica que Estados Unidos será un país enormemente próspero por la gran extensión de sus tierras y por la notable libertad de que gozan estas colonias del Norte. También critica la idea misma del colonialismo, que atribuye a aventureros codiciosos, y señala la brutalidad con que los esclavos han sido tratados desde tiempos inmemoriales. Subraya que el intervencionismo estatal, al frustrar la libre competencia, es una receta infalible para el fracaso económico.
El colonialismo, además de inmoral, es económicamente negativo, pues implica la práctica del monopolio que sólo beneficia a una pequeña minoría y perjudica tanto al país colonizador como al resto del mundo. Todo el capítulo es un razonado llamamiento a valerse de la libertad como el mejor instrumento político, moral y económico para asegurar el progreso de una sociedad.
Como le parece difícil que Inglaterra se pueda desprender de sus posesiones americanas, Smith propone una federación en la que las antiguas colonias tendrían los mismos derechos que la metrópoli.
Acaso la prohibición más afrentosa sea aquella que penaliza con una multa y con cárcel a quien incita a un artesano de la lana a mudarse a otro país, con lo que, dice Adam Smith, Inglaterra violaba de manera flagrante aquella libertad que se jactaba tanto de practicar.
Critica (con mucho respeto) a Quesnay y a los fisiócratas franceses por sostener que sólo la tierra produce riqueza y considerar «improductivos» a los fabricantes y comerciantes. Muestra cómo los artesanos, industriales y comerciantes son tan progresistas como los agricultores. Lo que disminuye su papel en la creación de la riqueza son las obstrucciones e interferencias en el sistema mercantil. Abunda en ejemplos para probar que la libertad de comercio es justa y trae prosperidad. Cita innumerables casos históricos —los de China, Indostán, Grecia y Roma— para ilustrar que mientras más libertad había más avanzaban los países y, cuando menos, más se retrasaban.
De la economía, Adam Smith vuelve a la historia, a aquel período de la humanidad dividida entre sociedades de cazadores y agricultores y luego de comerciantes y fabricantes, y las analiza según la fuerza que las protegía o les servía para atacar a los vecinos. En los pueblos cazadores todos los miembros de la comunidad eran guerreros y se sostenían a sí mismos. En las sociedades de agricultores surgen las milicias y, más tarde, los ejércitos. En cada caso, los gastos son mayores. Y, por fin, el Estado financia la defensa de la sociedad. El Ejército será siempre superior a una milicia (aunque la historia de las revoluciones contradiga esta tesis). Y el gasto que significa sostener un Ejército es cada vez mayor, por la evolución de las armas, a las que la invención de la pólvora revolucionó de pies a cabeza. Adam Smith examina los riesgos para la libertad que implica la existencia de un Ejército.
El análisis se desplaza a la Justicia. Explica cómo nació la necesidad de tener jueces y afirma que es consecuencia de la propiedad privada. Los jueces nacen para defender a los ricos de «la voracidad de los pobres». Luego la sociedad paga a las personas encargadas de administrar justicia. En las sociedades más primitivas, los usuarios remuneraban a los jueces o les hacían regalos y después el Estado asumió esta obligación. Sentirse seguro sobre sus derechos es fundamental para que exista una sociedad libre. Pero los jueces han sido sensibles a la corrupción y la administración de justicia se degradó cuando aquéllos, que recibían salarios de acuerdo al número de palabras que usaban en sus peroratas, empezaron a hinchar sus discursos para ganar más.
Es interesante el análisis que hace Smith de cómo se sostiene el clero. Y su idea de que mientras haya muchas iglesias diversas en una sociedad habrá menos fanatismo y mayor espíritu de tolerancia. Adam Smith estaba lejos de ser un creyente fanático, pues habla con una distancia muy objetiva y por igual de católicos y protestantes. Algunos piensan que era ateo, como su amigo David Hume. Pese a su simpatía natural por el presbiterianismo y la Iglesia escocesa en que fue educado, no denota parcialidad y sólo se refiere a hechos objetivos. También en esto se advierte su espíritu sereno y abierto; sin llegar al ateísmo, probablemente había en él un agnóstico que guardaba la apariencia de un creyente porque veía en la religión una de esas instituciones que facilita la convivencia y de alguna manera inculca un orden moral a la sociedad.
Habla de las fuentes de ingreso que mantienen al soberano o al Gobierno, es decir, de los impuestos, sosteniendo a ratos tesis que ahora llamaríamos socialdemócratas. Siguiendo en esto a lord Kames y a Montesquieu, cree que los impuestos deben servir para «igualar» los ingresos, cobrando más a los ricos y menos a los pobres, y evitando aquellos impuestos que por excesivos o arbitrarios invitan a la evasión. Se refiere, en actitud muy severa, a los recaudadores que esquilman a los contribuyentes.
Llama al diezmo que se paga a la Iglesia un impuesto «puramente negativo» pues no genera beneficio alguno ni al propietario, ni al arrendatario, ni al soberano, sólo a la Iglesia (lo que confirma el tibio creyente que era Adam Smith).
Una detallada discusión sobre la razón de ser de los impuestos, sus tipos, su recaudación, en Gran Bretaña y otros países ilustra muy bien su doctrina de que «no hay arte que ningún Gobierno aprenda tan pronto como el de sacar dinero del bolsillo de los contribuyentes»[19]. Ya que no puede dejar de haber impuestos, hay que evitar en lo posible que ellos sean injustos y graven más a los pobres que a los ricos, pues, de otro modo, estimulan el contrabando y la evasión. Y da ejemplo de quienes delinquen abrumados por los impuestos confiscatorios que están obligados a pagar.
Estudia cómo los países contraen deudas para cumplir con sus presupuestos o financiar las guerras, la manera como pagan aquellas deudas y las consecuencias que éstas tienen en la vida económica. Concluye que una vez que una nación se acostumbra a endeudarse, le es casi imposible llegar a pagar las enormes obligaciones que contrae. Y condena con dureza a los Estados que, para pagar artificialmente lo que deben, desvalorizan sus monedas, con lo que pagan sólo una parte generalmente pequeña de las deudas que contrajeron.
Esta apretada síntesis sólo da una idea remota de la ambición y enormidad de La riqueza de las naciones, de la variedad de temas que se ventilan en sus páginas y de cómo en ella, aunque la preocupación económica prevalece, comparecen además la filosofía, la historia y la sociología. Las ideas de Adam Smith se difundieron primero por las islas británicas y luego por Europa y América, y, poco a poco, por el resto del mundo. En cierto modo en el siglo XIX llegaron a configurar de manera parecida a casi todo el Occidente. Sin embargo, muchas de estas ideas, nacidas en el siglo XVIII se refieren a una realidad social que ha cambiado enormemente comparada con la de nuestros días. Pero no es antojadizo decir que estos cambios se han debido en buena parte a los hallazgos e ideas que por primera vez se dieron a conocer en este libro capital.
Los ecos de la aparición de La riqueza de las naciones fueron enormes pero lentos y no da la impresión de que Adam Smith siguiera de manera ansiosa estas reverberaciones. Su correspondencia muestra que respondió con prontitud a amigos, pensadores y autoridades políticas que comentaron su libro, le hicieron elogios o críticas y le pidieron aclaraciones, pero jamás adivinó la manera como sus ideas se difundirían por el mundo entero y marcarían el rumbo de la vida económica del Occidente en las siguientes décadas. Su cabeza había empezado ya, sin duda, a planear en su casa de Kirkcaldy lo que a su juicio sería el tercer y decisivo estudio —el jurídico y legal— sobre el funcionamiento de la sociedad, un libro que nunca llegaría a terminar. Sin embargo, no era éste el ensayo que estaba escribiendo sobre Las artes imitativas cuando, según confesión propia, debió interrumpirlo. Tampoco lo llegaría a terminar.
La enfermedad de su mejor amigo, el filósofo David Hume, que comenzó a manifestarse desde el año 1775 con malestares intensos en la vejiga y el estómago —se trataba de un tumor canceroso— y se tornarían en un suplicio de meses, lo afectó mucho. Al año siguiente, en enero, Hume hizo su testamento nombrando a Adam Smith su albacea literario y dejándole 200 libras esterlinas de herencia. A él le encargaba la publicación de su pequeño opúsculo autobiográfico My Own Life y la decisión de si publicar, y cuándo hacerlo, el polémico ensayo Dialogues Concerning Natural Religion, escrito años atrás y que acababa de revisar, en el que defendía su ateísmo y criticaba severamente a las religiones establecidas, sobre todo al cristianismo. Las opiniones de los amigos de Hume que conocían el ensayo estaban divididas, pero la mayoría de ellos, entre los cuales se encontraba Adam Smith, pensaban que era imprudente, dado el clima imperante, sacar a la luz un libro que probablemente sería censurado por la Corona. Smith hizo un viaje especial a Edimburgo para visitar a Hume, quien fallecería el 25 de agosto de 1777, y, en efecto, se ocupó de la edición de My Own Life, añadiendo algunas cartas de Hume en la publicación y un texto que escribió él mismo en elogio de su amigo. Éste provocó un pequeño escándalo, porque en él, refiriéndose al tema de la educación se permitió hacer algunas críticas a las instituciones religiosas y, en especial, a la Universidad de Oxford, de la que tenía muy malos recuerdos.
En el año 1778, gracias a la influencia de su antiguo discípulo, el duque de Buccleuch y otros amigos importantes, Adam Smith fue nombrado comisionado o jefe de la Aduana de Edimburgo, un cargo que, en formato menor, había ostentado en Kirkcaldy el padre que nunca conoció. Por este trabajo recibió a lo largo de los tres años que lo ejerció unas ocho mil libras esterlinas, una pequeña fortuna que le permitió pasar sus últimos años con mucha holgura. Pero sus biógrafos precisan que fue siempre un hombre desprendido, que ayudó a sus amigos y gastó buena parte de sus ingresos en acciones caritativas. Por eso, el patrimonio que dejó al morir fue modesto. Trasladó a su madre y a su prima Janet Douglas a vivir en una elegante casa, Panmure House, en un aristocrático barrio de Edimburgo, Canongate. Durante este período final llevó una intensa vida social. No fue un funcionario negligente ni mucho menos. Todos los testimonios coinciden en afirmar que fue un jefe de aduanas puntual y responsable, que iba a la oficina toda la semana, con excepción del viernes, día libre, asistía a todas las reuniones de los comisionados, escribía constantemente informes y daba sugerencias para el mejoramiento del servicio. No deja de ser paradójico que el mejor defensor del comercio libre que haya habido en el mundo terminara sus días ejerciendo un cargo cuya sola existencia representaba la negación de sus más caras ideas.
No es raro que, con tan estrictas obligaciones, no tuviera tiempo para escribir aquel volumen dedicado a la jurisprudencia con el que pensaba completar sus investigaciones sobre el desenvolvimiento social. Sólo una vez, en esos años, pidió una licencia de varios meses, en 1787, de enero a julio, buena parte de los cuales pasó corrigiendo la quinta edición de La riqueza de las naciones, que aparecería con muchas enmiendas y añadidos. Todas las semanas solía reunir en su casa de Canongate —a la que llevó a vivir a un sobrino de nueve años, David Douglas, su futuro heredero— a sus amigos intelectuales, entre ellos al joven Walter Scott, quien ha dejado testimonio de ello. Con los filósofos, escritores y hombres de cultura se reunía también en la Royal Society of Edimburg, que había ayudado a organizar, y en el Oyster Club, del que fue asimismo fundador.
En mayo de 1784 murió su madre, a los noventa años de edad. Adam Smith, que la adoraba y había vivido casi toda su vida junto a ella, dejó testimonio de la soledad y el desamparo en que transcurriría el resto de su vida sin la persona «que ciertamente me quiso y querrá más que ninguna otra»[20].
En el año de 1787 recibió un homenaje de su alma mater: la Universidad de Glasgow lo eligió su lord rector. Al año siguiente murió Janet Douglas, que había dedicado su vida a servirlo. La noticia lo afectó también profundamente.
Como Hume, Adam Smith comenzó a tener problemas en el bajo vientre desde comienzos de 1790. Siempre había sufrido de estreñimiento y, en esos cuatro meses de licencia que estuvo en Londres, se sometió a una pequeña intervención quirúrgica, que no atenuó aquel problema, más bien, lo agravó, amargándole sus últimos meses de vida. Dice la leyenda, por boca de su amigo Henry Mackenzie, que la noche del 16 de julio de 1790, en una reunión en su casa de Canongate, se despidió de los amigos que lo visitaban con estas palabras: «Adoro su compañía, caballeros, pero creo que debo abandonarlos, para ir a otro mundo». Dicho y hecho, murió al siguiente amanecer. Está enterrado en Edimburgo, en el barrio en el que vivió, a la entrada de la iglesia de Canongate; una sobria lápida recuerda que fue el autor de La teoría de los sentimientos morales y de La riqueza de las naciones.