Si tuviera que nombrar a los tres pensadores modernos a los que debo más, políticamente hablando, no vacilaría un segundo: Karl Popper, Friedrich August von Hayek e Isaiah Berlin. A los tres comencé a leerlos entre los años setenta y ochenta del siglo pasado, cuando salía de las ilusiones y sofismas del socialismo y buscaba, entre las filosofías de la libertad, la que había desmenuzado mejor las falacias constructivistas (fórmula de Hayek) y la que proponía ideas más radicales para conseguir, en democracia, aquello que el colectivismo y el estatismo habían prometido sin poder alcanzarlo nunca: un sistema capaz de congeniar esos valores contradictorios que son la igualdad y la libertad, la justicia social y la prosperidad.
Entre esos pensadores tal vez ninguno haya ido tan lejos ni tan a fondo como Friedrich von Hayek, el viejo maestro nacido casi con el siglo (1899) en una familia acomodada, en Viena, capital del entonces imperio austro-húngaro. Estudiante apático pero lector voraz, caminante y escalador de montañas desde su adolescencia hasta su ancianidad, su primera vocación todavía niño fue, por influencia de su padre, la botánica, la elaboración de un herbario, el intento de escribir una pequeña monografía sobre una orquídea (Orchis condigera) que nunca llegó a ver. Plural y curioso, en su adolescencia se interesó en la paleontología, en la teoría de la evolución, en el teatro. Sólo años después, cuando servía en el Ejército como joven oficial de artillería en el frente italiano, durante la Primera Guerra Mundial, descubriría, gracias a un libro de Carl Menger, Principios de economía política (1871), su pasión por la economía, al mismo tiempo que la psicología. Esta lectura disiparía las veleidades socialistas de sus años mozos y lo convertiría en un defensor del individualismo, la empresa privada y el mercado. Aunque eligió estudiar la primera de estas dos ciencias, nunca perdió el interés por la segunda, sobre la que escribiría años más tarde un curioso ensayo: The Sensory Order[27].
De sus estudios en la Universidad de Viena, donde se doctoró en Leyes en 1921, recordó siempre a Carl Menger, quien, dice, fue el primero en concebir una idea, la generación espontánea de las instituciones, que sería más tarde uno de los pilares de su teoría económica y política. En su país natal, recién graduado, trabajó cerca de un lustro a las órdenes de otro gran pensador liberal, Ludwig von Mises, de cuyo famoso Privatseminar formó parte. De él llegó a decir «que era la persona de quien más había aprendido»[28]. Entre marzo de 1923 y mayo de 1924 estuvo en Nueva York. Fue por su cuenta, con muy poco dinero, y sobrevivió con sesenta dólares al mes aquellos quince meses en los que se dejó crecer la barba, trabajó de asistente de Jeremiah Jenks, profesor de la New York University, y leyó sin descanso en la New York Public Library. Su pobreza era tan extrema que, contaría más tarde, sólo tenía dos pares de calcetines agujereados que se ponía al mismo tiempo por el frío.
Al retornar a Viena, se casó por primera vez, en 1926, con Hella Berta Maria von Fritsch, con quien tendría dos hijos: Christine Maria Felicitas (nacida en 1929) y Laurence Joseph Heinrich (nacido en 1934). Antes de partir a Nueva York enamoraba a una prima lejana, Helene Bitterlich, pero ella lo dejó y se comprometió con otro mientras él estaba en los Estados Unidos. La antigua relación sentimental resucitaría años más tarde.
En 1931 fue invitado a Londres a dar unas conferencias en la London School of Economics, donde al año siguiente, 1932, le concedieron la cátedra de Ciencia y Estudios Económicos, que mantendría hasta fines de 1949. Sus estudiantes, al principio, tenían dificultad en seguir su enrevesado inglés teñido de música germana, pero, luego de hacer el esfuerzo, solían quedar fascinados con sus clases. En Londres, el año 1935 conocería a Karl Popper, con quien lo unió desde entonces una sólida amistad, además de una coincidencia grande en sus ideas filosóficas y cívicas; a Popper dedicaría Hayek su libro Studies in Philosophy, Politics and Economics (1967). Popper, que siempre agradeció la ayuda que le prestó Hayek cuando buscaba editor para The Open Society and Its Enemies (1945) y para obtener un lectorado en la London School of Economics, había dedicado a Hayek unos años antes Conjectures and Refutations (1963). Obtuvo la nacionalidad británica en 1938. Más tarde enseñaría en las universidades de Chicago (1950-1962), Friburgo (1961-1969) y Salzburgo (1969-1977). Fue un verdadero ciudadano del mundo. Murió en sus luminosos 93 años, en 1992, en Breisgau, Alemania.
A Hayek el destino deparó la mayor recompensa a que puede aspirar un intelectual: ver cómo la historia contemporánea —o, al menos, los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y el de Margaret Thatcher en el Reino Unido— confirmaba buena parte de sus ideas y desautorizaba las de sus adversarios, entre ellos el famoso John Maynard Keynes (1883-1946). De sus tesis, la más conocida, y hoy tan comprobada que ha pasado a ser poco menos que un lugar común, es la que expuso en su pequeño panfleto (luego convertido en libro) de 1944, The Road to Serfdom (Camino de servidumbre): que la planificación centralizada de la economía socava de manera inevitable los cimientos de la democracia y hace del fascismo y del comunismo dos expresiones de un mismo fenómeno, el totalitarismo, cuyos virus contaminan a todo régimen, aun el de apariencia más libre, que pretenda «controlar» el funcionamiento del mercado.
La famosa polémica de Hayek con Keynes de la que se habla tanto no fue nunca algo equitativo, aunque mantuvieran un breve pero intenso intercambio intelectual en 1931, luego de una muy severa crítica de Hayek al ensayo de Keynes A Treatise on Money, en Economica, la revista de la London School of Economics. Pero, como dice Robert Skidelsky, quien ha reseñado esta polémica en un persuasivo ensayo, «Hayek versus Keynes»[29], pese a sus diferencias había entre ambos un importante común denominador que se percibe ahora mejor que en aquella época, cuando casi todo el medio económico y político relevante compartía las ideas de Keynes. El alegato radical de Hayek fue entonces minoritario, transitoriamente inútil, la lucha quijotesca de un hombre con convicciones firmes contra la cultura dominante de su tiempo. Pero ambos eran liberales, aunque Keynes creía que cierta intervención estatal en la economía podía proteger mejor el capitalismo; Hayek rechazaba semejante idea. Según Skidelsky, en la célebre división que estableció Isaiah Berlin entre zorros y erizos en su ensayo sobre Tolstói, Hayek era el erizo (que sabe una sola gran cosa) y Keynes el zorro (que sabe muchas cosas). Ambos habían llegado a la economía a través de la filosofía y los dos creían en la importancia del elemento subjetivo en el quehacer intelectual, al que se negaban a subordinar a lo puramente científico. Ninguno fue un ardiente demócrata y ambos se declaraban admiradores de Hume, Burke y Mandeville. Y los dos creían que la civilización occidental era «precaria» pero discrepaban en la manera de salvarla. Aunque se conocieron y trataron con respeto, no fueron amigos y mantuvieron escasa correspondencia. Keynes leyó The Road to Serfdom cuando iba a la Conferencia de Bretton Woods en 1944; el 28 de junio de ese año escribió a Hayek felicitándolo por haber escrito «un gran libro». «Todos debemos estarle agradecidos por decir aquello que era necesario que se dijera», añadía. «Moral y filosóficamente estoy virtualmente de acuerdo con todo lo que usted dice, y no sólo de acuerdo, sino con un acuerdo muy sentido». Pero, a continuación, formula sus críticas: «Usted admite que el problema [de la planificación] estriba en dónde se marca el límite […]. Pero no nos da una guía para saber dónde fijarlo. Es verdad que usted y yo, sin duda, lo fijaríamos en diferentes sitios. De acuerdo a mis ideas usted subestima el término medio […]». En esto último no hay duda que Keynes tenía razón: Hayek detestaba los términos medios y las aguas tibias, era un hombre de extremos, lo que motivaba que, entre sus grandes aciertos, cometiera a veces errores garrafales. Pero, no hay duda, pese a sus diferencias, siempre tuvo un gran respeto por Keynes. Y así se lo dijo a su viuda, Lydia Lopokova, cuando aquél falleció en 1946: «[Su esposo es] el único gran hombre que conocí y por quien sentí siempre una ilimitada admiración»[30].
Las teorías intervencionistas del brillante John Maynard Keynes, según las cuales el Estado podía y debía regular el crecimiento económico y asegurar el pleno empleo supliendo las carencias y corrigiendo los excesos del laissez-faire, se convertirían con los años (probablemente yendo más lejos de lo que el mismo Keynes quería) en un axioma incontrovertible de socialistas, socialdemócratas, conservadores y aun de supuestos liberales del viejo y nuevo mundo. Ya lo eran cuando Hayek lanzó aquel formidable llamado de atención al gran público, que resumía lo que venía sosteniendo en sus trabajos académicos y técnicos desde que, en los años treinta, junto a Ludwig von Mises, inició en Austria la reivindicación y actualización del liberalismo clásico de Adam Smith.
Aunque The Road to Serfdom alcanzó una larga difusión en Gran Bretaña y Estados Unidos, donde el popular Reader’s Digest dio una versión condensada del libro, fue prohibido en la Alemania de la posguerra por las potencias ocupantes que no querían enemistarse con la URSS. Sus ideas sólo tuvieron eco entonces en grupos marginales del mundo académico y político y, por ejemplo, el país en el que el libro fue escrito, Gran Bretaña, inició en esos años su marcha hacia el populismo laborista y el Estado benefactor, es decir, hacia la inflación y la decadencia que sólo vendría a interrumpir décadas más tarde el formidable (pero, por desgracia, trunco) sobresalto libertario de Margaret Thatcher. En lugar de merecerle el respeto de sus colegas economistas, The Road to Serfdom sirvió más bien para desprestigiarlo, desprestigio que iría desapareciendo en los años siguientes, sobre todo desde que obtuvo el Premio Nobel de Economía en 1974.
Como Von Mises, como Popper, como Berlin, Hayek no puede ser encasillado dentro de una especialidad, la economía, porque sus ideas son tan renovadoras en el campo económico como en la filosofía, el derecho, la sociología, la política, la psicología, la ciencia, la historia y la ética. En todos ellos hizo gala de una originalidad y un radicalismo que no tienen parangón entre los pensadores modernos. Y, siempre, manteniendo un escrupuloso respeto por la tradición clásica liberal y las formas rigurosas de la investigación académica. Pero sus trabajos están impregnados de fiebre polémica, irreverencia contra lo establecido, una creatividad intelectual que coincide con cierta fría rigidez analítica y, a menudo, de propuestas explosivas como la que hizo en 1950 de que Alemania Occidental se integrara a Estados Unidos y que luego otros países europeos la imitaran (pensaba sobre todo en los países escandinavos). O como su propuesta, no menos polémica, de privatizar y librar al mercado la fabricación del dinero de las naciones, una idea que el Gobierno de Margaret Thatcher estuvo a punto de proponer a la Unión Europea a través de su ministro de Economía, Nigel Lawson, según cuenta aquélla en sus memorias[31]. Podía defender, en nombre de la libertad individual, cosas que le disgustaban, como el derecho a ser homosexual sin verse por ello perseguido o discriminado, y, al mismo tiempo, nunca renunció a un cierto pragmatismo como cuando, en lo que concierne a la venta libre de armas de fuego, defendió la idea de que sólo probadas personas de cierto nivel intelectual y moral pudieran ejercer ese comercio.
Pero algunas de sus convicciones son difícilmente compartibles por un auténtico demócrata como que una dictadura que practica una economía liberal es preferible a una democracia que no lo hace. Así, llegó al extremo de afirmar en dos ocasiones que bajo la dictadura militar de Pinochet había en Chile mucha más libertad que en el Gobierno democrático populista y socializante de Allende, lo que le ganó una merecida tempestad de críticas, incluso entre sus admiradores[32].
A partir de los años sesenta, luego de la aparición de The Constitution of Liberty, comenzó a sufrir períodos de depresión que por cierto tiempo paralizaban su quehacer intelectual. Estas caídas de ánimo se agudizaron en su vejez, sobre todo cuando los achaques de la edad le impedían trabajar.
En abril de 1947, convocados por Hayek, treinta y nueve eminentes pensadores, entre los que se encontraban Karl Popper, Milton Friedman, George Stigler, Ludwig von Mises, Lionel Robbins y Maurice Allais, además de otros prestigiosos economistas e investigadores de Estados Unidos y Europa, se reunieron en Vevey (Suiza), junto al lago de Ginebra, donde tuvieron diez días de debates y exposiciones. Así nació la Mont Pèlerin Society, cuyo objetivo era actualizar y defender el liberalismo clásico, y cuyo primer presidente fue el propio Hayek. Su influencia en el horizonte intelectual y político sería de largo alcance.
A fines del año 1949 experimentó un drama personal, que afectaría la relación que Hayek tenía con algunos amigos, entre ellos el más íntimo, su compañero de la London School of Economics Lionel Robbins. Ocurrió cuando Hayek abandonó a su primera mujer, Hella, y obtuvo un divorcio en Arkansas, adonde se trasladó para poder acogerse a las leyes de divorcio allí vigentes. Luego, se volvería a casar con aquella prima, Helene Bitterlich, su amor de adolescente. Esta ruptura indignó a varios de sus amigos, entre ellos Robbins, quien cortó su amistad y toda relación con Hayek por muchos años; sólo se reconciliarían once años después, según señala Alan Ebenstein, con ocasión del matrimonio del hijo de Hayek, Larry.
Su obra magna es The Constitution of Liberty (1960) (La constitución de la libertad), a la que vendrían a enriquecer los tres densos volúmenes de Law, Legislation and Liberty (1973-1979) (Derecho, legislación y libertad) en la década de los setenta. En estos libros está explicado, con una lucidez conceptual que se apoya en un enciclopédico conocimiento de la praxis, lo que es el mercado, sistema casi infinito de relación entre los seres que conforman una sociedad, y de las sociedades entre sí, para comunicarse recíprocamente sus necesidades y aspiraciones, satisfacerlas y organizar la producción y los recursos en función de aquellas necesidades. Nadie, ni siquiera Von Mises, ha reseñado mejor que Hayek los beneficios en todos los órdenes que trajo al ser humano aquel sistema de intercambios que nadie inventó, que fue naciendo y perfeccionándose a resultas del azar y, sobre todo, de la irrupción de ese accidente en la historia humana que es la libertad.
¿Cuándo nace la idea socialista de organizar la sociedad según un plan premeditado para acabar con la explotación de los pobres por los ricos y reemplazar la lucha de clases con una supuesta fraternidad universal? Nace al mismo tempo que la idea de abordar las cuestiones sociales con el mismo método científico con el que se estudia la naturaleza, algo que a Hayek le pareció siempre una astuta manera de justificar «el constructivismo», es decir, la planificación, enemiga de la libertad. Esta idea es anterior al «socialismo científico» de Marx y Engels, un producto decimonónico, el siglo de las grandes construcciones ideológicas, aquellas creaciones intelectuales empeñadas en fundar la sociedad perfecta o, en el vocabulario de la época, «traer el paraíso a la tierra». En un libro publicado por primera vez en 1952, que reúne estudios de distintas épocas discutiendo que los métodos científicos sean válidos para enfrentar las cuestiones sociales, Hayek demuestra que la idea de la «planificación socialista» tiene en verdad su origen en el sansimonismo y que esta doctrina es el antecedente más evidente e inequívoco del socialismo marxista-leninista y su obsesiva vocación planificadora[33].
Los ensayos que Hayek dedica al conde Henri de Saint-Simon, a Auguste Comte, a Barthélemy-Prosper Enfantin y, de paso, a Charles Fourier, Victor Considerant y Pierre-Joseph Proudhon, es decir, a sansimonianos, fourieristas y otros movimientos y sectas de ideólogos enfrentados entre sí pero todos empeñados en reconstruir la sociedad de pies a cabeza según modelos intelectuales prefijados, constituyen un animado mural de vidas trepidantes, atrevidas fantasías ideológicas y aventuras novelescas, en las que prevalece la convicción de que la realidad humana se puede edificar como una obra de ingeniería (recordemos que Stalin quería que los escritores fueran «ingenieros de almas»). El sansimonismo elimina todo lo que puede ser causa de división y desigualdad entre los seres humanos: la propiedad privada, el mercado, la competencia, y, en última palabra, aquella libertad que es fuente de desigualdades, abusos y explotación en el mundo capitalista. La ciencia y el orden sustituirían de este modo a la anarquía y la codicia en el campo económico. La vida productiva estaría bajo la vigilancia de un Banco Central a través del cual el Estado ejercería su benevolente autoridad sustentada en la competencia de sus ingenieros, empresarios y técnicos, los héroes intelectuales del momento, sobre todo si egresaban de la École Polytechnique, a la que los sansimonianos veían como una verdadera fábrica de genios. Algo después Marx y Engels descartarían de manera un tanto despectiva lo que llamaban este «socialismo utópico». Hayek muestra que aquel ensoberbecido delirio de rehacer la sociedad para transformarla de perfectible en perfecta de acuerdo a un modelo que funcione como una máquina, que el socialismo marxista haría suyo, deriva sin equívoco del sueño sansimoniano gracias al cual el intrépido conde creyó que los seres humanos alcanzarían por fin la verdadera libertad.
Sólo para los ignorantes y para sus enemigos, empeñados en caricaturizar la verdad a fin de mejor refutarla, es el mercado únicamente un sistema de libres intercambios. La obra entera de Hayek es un prodigioso esfuerzo científico e intelectual para demostrar que la libertad de producir y comerciar no sirve de nada —como lo comprobaron la ex-Unión Soviética, las repúblicas ex socialistas de Europa Central y las democracias mercantilistas de América Latina— sin un orden legal estricto y eficiente que garantice la propiedad privada, el respeto de los contratos y un poder judicial honesto, capaz e independiente del poder político. Sin estos requisitos básicos, la economía de mercado es una retórica tras la cual continúan las exacciones y corruptelas de una minoría privilegiada a expensas de la mayoría de la sociedad, lo que los liberales llamamos «el mercantilismo».
Quienes, por ingenuidad o mala fe, esgrimen hoy como prueba del fracaso del liberalismo las dificultades que atraviesan Rusia y algunos de sus antiguos países satélites que pasaron de un régimen totalitario a intentar una democracia dotada de políticas de mercado, desconocen a Hayek o lo leyeron mal. Porque nadie insistió tanto como él en señalar que el liberalismo no consiste en liberalizar los precios y abrir las fronteras a la competencia internacional, sino en la reforma integral de un país, en su privatización y descentralización a todos los niveles, y en transferir a la sociedad civil —a la iniciativa de los individuos soberanos— las decisiones económicas esenciales. Y en la existencia de un consenso respecto a unas reglas de juego que privilegian siempre al consumidor sobre el productor, al productor sobre el burócrata, al individuo frente al Estado y al hombre vivo y concreto de aquí y de ahora sobre aquella abstracción con la que justifican todos sus desafueros los totalitarios: la humanidad futura.
El individualismo es un factor central de la filosofía liberal y, por supuesto, del pensamiento de Hayek. Individualismo no significa desde luego aquella visión romántica según la cual todos los grandes hechos históricos, así como los progresos definitivos en los ámbitos científicos, culturales y sociales, son producto de hazañas de individuos excepcionales —los héroes—, sino, más simplemente, que las personas individuales no son meros epifenómenos de las colectividades a las que pertenecen, las que los modelarían tal como hacen las máquinas con los productos industriales. El individuo goza de soberanía y, aunque parte de lo que es se explica por el medio en que nace y se forma, hay en él una conciencia y un poder de iniciativa que lo emancipan de esa placenta gregaria y le permiten actuar libremente, de acuerdo a su vocación y talento, y, a menudo, imprimir una huella en el entorno en el que vive. La ambición en el individuo es la fuerza que dinamiza la economía de mercado, lo que hace posible el progreso. Por eso, las fórmulas keynesianas de confiar al Estado la guía y orientación de la vida económica, mediante la planificación, le parece que embotan aquella «ambición» y producen hondas distorsiones en el funcionamiento del mercado.
Esta concepción deriva de la idea de la libertad que está en el corazón de la doctrina liberal. Los destinos humanos no están escritos, no se hallan trazados de manera fatídica. Individuos y sociedades pueden trascender los condicionamientos geográficos, sociales y culturales y alterar el orden de las cosas mediante actos, optando por ciertas decisiones y descartando otras. Por eso, porque gozan siempre de ese margen de libertad son responsables de su propio destino. Todo esto lo describe Hayek admirablemente en un ensayo dedicado a mostrar las semejanzas entre dos pensadores a quienes se creería muy alejados uno del otro: «Compte and Hegel»[34].
El respeto a la ley es en Hayek inseparable de su fe en el mercado libre; pero él distinguió siempre —y lo explicó con mucha claridad en los tres volúmenes de Derecho, legislación y libertad— entre ley y legislación: kosmos, el orden legal espontáneo, y taxis, la legalidad impuesta por el poder. La primera es aquella forma de legalidad natural, creada y perfeccionada por la costumbre y la tradición, en respuesta a la necesidad de crear un orden para resolver los litigios y evitar el caos y la violencia en el seno de una sociedad; y, la segunda, aquella justicia planeada y racionalmente sancionada por parlamentos y tribunales que, a veces, fractura y distorsiona a la primera y puede llegar a ser tan perjudicial, en el campo jurídico, como la planificación económica, algo que, en el ideario hayekiano, constituye siempre una amenaza contra la libertad.
El gran enemigo de ésta es el constructivismo, la fatídica pretensión —así se titula el último libro de Hayek: Fatal Conceit (1989) (La fatal arrogancia)— de querer organizar, desde un centro cualquiera de poder, la vida de la comunidad, sustituyendo las instituciones surgidas sin premeditación ni control (la ley común, el kosmos) por estructuras artificiales y encaminadas a objetivos como «racionalizar» la producción, «redistribuir» la riqueza, imponer el igualitarismo y uniformar al todo social en una ideología, cultura o religión.
La crítica feroz de Hayek al constructivismo no se detiene en el colectivismo de los marxistas ni en el Estado-benefactor de socialistas y socialdemócratas, ni en lo que el socialcristianismo llama el «principio de supletoriedad», ni en esa forma degenerada del capitalismo que es el mercantilismo —las alianzas mafiosas del poder político y empresarios influyentes para, prostituyendo el mercado, repartirse dádivas, monopolios y prebendas—. No se detiene en nada, la verdad. Ni siquiera en el sistema del que fue uno de los más pugnaces valedores en nuestro tiempo: la democracia, a la que, en sus últimos años sobre todo, el indomable Hayek se dedicó a autopsiar de manera muy crítica, describiendo sus deficiencias y deformaciones, una de las cuales es el mercantilismo y, otra, la dictadura de las mayorías sobre las minorías. Este tema lo llevó a proclamar que temía por el futuro de la libertad en el mundo en los precisos momentos en que se celebraba, con la caída de los regímenes comunistas, lo que parecía el apogeo del sistema democrático en el planeta.
Para contrarrestar aquel monopolio del poder que las mayorías ejercen en las sociedades abiertas y garantizar la participación de las minorías en el Gobierno y en la toma de decisiones, Hayek imaginó un complicado sistema —que no vaciló en bautizar como «utopía»— llamado demarquía. En él, una asamblea legislativa, elegida por quince años entre ciudadanos de mayores de cuarenta y cinco, velaría por los derechos fundamentales. Al mismo tiempo, un Parlamento, semejante a los que existen en los países democráticos, se ocuparía de los asuntos corrientes y los temas de actualidad.
La única vez que conversé con Hayek, en Lima, en noviembre de 1979, durante una conferencia sobre «Democracia y economía de mercado», que fue un ventarrón de modernidad y liberación para un país que padecía ya once años de dictadura militar, alcancé a decirle que, leyéndolo, había tenido a ratos la impresión de que algunas de sus teorías parecían materializar aquel ambicioso fuego fatuo: el rescate, por el liberalismo, del ideal anarquista de un mundo sin coerción, de pura espontaneidad, con un mínimo de autoridad y un máximo de libertad, enteramente construido alrededor del individuo. Me miró con benevolencia e hizo una cita burlona de Bakunin, por quien, naturalmente, no podía tener la menor simpatía.
Y, sin embargo, en algo se parecen el desmelenado príncipe decimonónico de vida aventurera que quería romper todas las cadenas que frenan los impulsos creativos del ser humano, y el metódico y erudito profesor de mansa vida que, poco antes de morir, afirmaba en una entrevista: «Todo liberal debe ser un agitador». Tenían en común la desconfianza que a ambos les merecía la razón humana ensoberbecida hasta el extremo de creerse capaz de remodelar la sociedad sin tener en cuenta a las instituciones creadas espontáneamente y la fe desmedida que los dos profesaron a esa hija del azar y la necesidad que es la libertad, la más preciosa creatura que el Occidente haya aportado a la civilización para dar solución a sus problemas y catapultar la aventura humana a nuevas y riesgosas hazañas.
La fatal arrogancia (1989), el último ensayo que escribió Hayek cuando tenía ya ochenta años, es uno de los libros más importantes del siglo XX y, también, uno de los más originales y revolucionarios. No es un ensayo económico sino un tratado filosófico y moral, escrito por un pensador con una sólida formación económica, que, como Adam Smith y John Stuart Mill, sus antecesores y maestros, nunca creyó que la economía fuera capaz de resolver por sí sola todos los problemas humanos.
El tema central del libro son la civilización y el progreso, aquello que distingue al hombre del resto de los seres vivientes, siempre iguales a sí mismos, prisioneros de sus instintos o de una conformación biológica inamovible, incapaces por ello de transformarse.
En el otoño de su vida, una larga existencia dedicada a estudiar, investigar y enseñar, Hayek explica en este libro sin notas, de manera sencilla y al alcance de cualquier lector medianamente culto, su concepción de cómo y por qué los seres humanos a lo largo de su milenaria historia han ido cambiando el ambiente en que vivían y al mismo tiempo transformándose ellos mismos hasta alcanzar, en nuestros días, la civilización, palabra que en boca de Hayek quiere decir libertad, legalidad, individualismo, propiedad privada, mercado libre, derechos humanos, convivencia y paz. Que a la civilización nadie la inventó, que ella fue naciendo de a pocos y de manera más bien inesperada era una antigua idea de Hayek: «Pero en realidad nuestra civilización es en gran medida un resultado imprevisto y no pretendido de nuestro sometimiento a las reglas morales y legales que no fueron nunca inventadas con un resultado prefijado, sino que crecieron porque las sociedades que poco a poco las fueron desarrollando se impusieron en cada caso sobre otros grupos que seguían reglas diferentes, menos favorables al desarrollo de la civilización»[35].
El proceso que ha permitido al ser humano salir de la vida animal de sus ancestros —la vida de la caverna y la tribu— y llegar a las estrellas y la democracia, fue posible, según Hayek, por lo que llama «los órdenes espontáneos» surgidos, como su nombre indica, de manera imprevista, no planeada ni dirigida, como un movimiento de grandes conjuntos sociales empeñados en superar sus condiciones de vida que descubren de este modo determinados instrumentos o tipos de relación capaces de facilitar aquella mudanza para mejorar la vida que llevan.
Típicos ejemplos de estos «órdenes espontáneos» son el lenguaje, la propiedad privada, la moneda, el comercio y el mercado. Ninguna de estas instituciones fue inventada por una persona, comunidad o cultura singulares. Fueron surgiendo de manera natural, en lugares distintos, como consecuencia de determinadas condiciones a las que la comunidad respondió creativamente, siguiendo más una intuición o un instinto que un razonamiento intelectual y que, luego, la experiencia vivida iría legitimando, modificando o eliminando y reemplazándola por otra distinta.
Estos órdenes espontáneos son, para Hayek, instituciones pragmáticas pero también morales porque, gracias a ellas, no sólo la realidad material, las condiciones de vida, han ido evolucionando, también las costumbres, la manera de comportarse con el prójimo, el civismo, la ética. En otras palabras, gracias a la aparición del comercio, de los contratos, de la legalidad, de la comunicación y el diálogo el hombre se fue des-barbarizando, desapareciendo la fiera que lo habitaba y reemplazándola el ciudadano respetuoso y solidario de los otros, iguales o distintos a él. Según Hayek, el factor clave de la civilización no es la razón, ni el conocimiento —siempre fragmentario, incompleto y disperso— sino cierto sometimiento de ambos a una tradición depurada por la experiencia vivida.
Los órdenes espontáneos no son todos buenos, desde luego. En el largo proceso de la civilización, los seres humanos han ido eligiendo aquellas instituciones que contribuían a su progreso real y abandonando aquellas que lo perjudicaban. La experiencia vivida fue la gran maestra y consejera a la hora de proceder a esta selección. Y también lo fueron las religiones, ayudando a los conjuntos sociales a entender con mayor claridad el carácter positivo o negativo de las instituciones creadas por el «orden espontáneo». Todo ello, claro está, sin tener en cuenta la pretensión de todas las religiones de expresar una verdad última y definitiva, algo que ha hecho y sigue haciendo correr mucha sangre en la historia. Hayek, que se declaraba agnóstico e incapaz de aceptar el antropomorfismo de Dios que postula el cristianismo, juzgaba el papel positivo de las religiones en términos estrictamente históricos y sociales.
El gran adversario de la civilización es, según Hayek, el constructivismo o la ingeniería social, la pretensión de elaborar intelectualmente un modelo económico y político y querer luego implantarlo en la realidad, algo que sólo es posible mediante la fuerza —una violencia que degenera en dictadura— y que ha fracasado en todos los casos en que se intentó. Los intelectuales han sido, para Hayek, constructivistas natos y, por ello, grandes enemigos de la civilización. (Hay algunas excepciones a esta creencia extremista, desde luego, empezando por él mismo). Ellos no suelen creer en el mercado, ese sistema impersonal que aglutina dentro de un orden las iniciativas individuales y produce empleo, riqueza, oportunidades y, en última instancia, el progreso humano. Como el mercado es el producto de la libertad, los intelectuales son a menudo los grandes enemigos de la libertad. El intelectual está convencido de que, elaborando racionalmente un modelo justo y equitativo de sociedad, éste se puede imponer a la realidad. De ahí el éxito del marxismo en el medio intelectual. Esta creencia le parece a Hayek «la expresión de una soberbia intelectual que es lo contrario de la humildad intelectual que constituye la esencia del verdadero liberalismo, que considera con respeto aquellas fuerzas espontáneas a través de las cuales los individuos crean cosas más importantes que las que podrían crear intencionadamente»[36]. El efecto práctico de esta creencia es el socialismo (que Hayek identifica con la planificación económica y el dirigismo estatista), un sistema que, para imponerse, necesita la abolición de la libertad, de la propiedad privada, del respeto de los contratos, de la independencia de la justicia y la limitación de la libre iniciativa individual. El resultado son la ineficacia productiva, la corrupción y el despotismo.
La idea de la civilización de Hayek se ha erosionado profundamente desde su muerte. Las ideas que, para él, desempeñaban un papel tan importante en la vida de las naciones libres, se han deteriorado mucho y en el mundo moderno las imágenes han cobrado el protagonismo que antes tenían aquéllas. En cierto modo, las pantallas han reemplazado a los libros como la fuente primera del conocimiento y de la información para lo que se llama la opinión pública.
De otro lado, jamás pudo imaginar Hayek que el fenómeno de la corrupción se extendiera como ha ocurrido al penetrar en el seno de unas instituciones que, a causa de ello, han perdido mucha de la autoridad que antes tenían. Es el caso de la justicia, propensa en muchos lugares a casos clamorosos de corrupción por obra del dinero o la influencia del poder.
Esto ha repercutido también en la empresa —pública y privada— y en el funcionamiento del mercado, que no sólo se ha visto afectado por el intervencionismo estatal, sino, a menudo, por tráficos e influencias que favorecen a determinadas empresas o particulares gracias al poderío político o económico de que disponen.
La moral pública, a la que Hayek concede tanta importancia, se ha resquebrajado también por doquier debido al apetito de lucro, que prima sobre todos los valores, y que lleva a muchas empresas y a particulares a jugar sucio, violentando las reglas que regulan la libre competencia.
La gran crisis financiera moderna ha sido una expresión dramática de ese desplome de las ideas y valores hayekianos.
Las ideas básicas de Camino de servidumbre, otro de los grandes alegatos a favor de la libertad en el siglo XX, que aparece en 1944, las tenía Hayek desde 1933, a juzgar por el Informe que escribe ese año sobre la subida al poder del nazismo en Alemania. Consisten en sostener que, pese a su odio recíproco, hay entre el comunismo y el nazismo un denominador común: el colectivismo. Es decir, su odio al individualismo y al pensamiento liberal basado en el respeto a la propiedad privada, a la coexistencia de ideas y creencias distintas en el seno de una sociedad democrática, a la libre empresa, a la economía de mercado y a la libertad política.
Para Hayek, sólo el individualismo, la propiedad privada y el capitalismo de mercado garantizan la libertad política. Lo contrario conduce a la corta o a la larga al fracaso económico, la dictadura y el totalitarismo. La idea de que hay una identidad básica entre comunismo, socialismo y nazismo, era revolucionaria cuando Hayek la esboza por primera vez, en 1933. Se equivocó en no dar la importancia que tenían, en el caso del nazismo, a su nacionalismo y su racismo, la delirante creencia de que la raza aria era superior a las otras y por lo tanto podía ejercer un dominio brutal sobre todas las demás. En esto existía una diferencia sustancial con el colectivismo comunista, que defendía el «internacionalismo proletario» y no alentaba prejuicios teóricos sobre una supuesta superioridad racial aria ni discriminaba a los judíos como raza inferior ni se proponía exterminarlos.
Las críticas de Hayek a la planificación por ser, en primer lugar, una tentativa de control económico de la sociedad condenada al fracaso y, en segundo lugar, un proceso que conduce inevitablemente a la desaparición de las libertades y a la instalación de una dictadura, son de una acerada lucidez. Novedosas por lo radicales, eran una deriva lógica de su desconfianza en las grandes construcciones racionales para transformar la sociedad y su defensa de los «órdenes espontáneos», como el mercado libre y el régimen de competencia que, según él, pusieron en movimiento el proceso de modernización en Occidente.
Hayek es muy perspicaz al señalar cómo en las democracias occidentales la idea de la planificación económica se ha ido abriendo paso, sin que quienes la alentaban comprendieran que sus consecuencias políticas serían, tarde o temprano, el recorte de las libertades en todos los ámbitos, no sólo el económico, también el político, el cultural, el individual. Por eso el libro está dedicado a «los socialistas de todos los partidos», es decir a aquellos que, creyéndose adversarios de los socialistas, aceptan una política económica intervencionista que a la corta o a la larga podría destruir la democracia. Hayek pone como ejemplo el caso de H. G. Wells, quien se declaraba decidido defensor de la planificación económica y al mismo tiempo escribía un libro en favor de los derechos del hombre: «Los derechos individuales que Mr. Wells espera salvar —lo amonesta Hayek— se verán obstruidos inevitablemente por la planificación que desea». Su caso es el opuesto al de Max Eastman, antiguo defensor del comunismo y la URSS, que, luego de visitar este país y descubrir la distancia que había entre la utopía colectivista y la realidad, comprendió que «la propiedad privada» dio al hombre «la libertad e igualdad que Marx esperaba hacer infinita aboliendo esta institución».
Se pueden hacer algunas matizaciones a las tesis de Hayek. El Estado de Derecho, que él defiende con argumentos sólidos, es una forma tenue de planificación, pues orienta las actividades sociales y económicas en determinada dirección y les pone ciertos límites. Este tipo de planificación —la legalidad— es indispensable, a condición, claro está, de que se respeten la propiedad privada, la libre competencia y se reduzca el intervencionismo estatal a lo mínimo indispensable para garantizar la seguridad de los ciudadanos y su coexistencia pacífica. Ese «mínimo indispensable» varía de país a país y, también, de época a época.
Un tema que Hayek no toca ni en éste ni en ninguno de sus otros ensayos, no, por lo menos, con la importancia que el asunto ha alcanzado en nuestros días, es la corrupción. Se trata de uno de los fenómenos que más debilita el Estado de Derecho y, en general, el funcionamiento de una democracia; también, por supuesto, al mercado libre. El crecimiento inmoderado del Estado facilita la corrupción, sin duda, pero, en nuestros días, acaso la razón primordial por la que ha alcanzado la magnitud que tiene —algo que comparten países desarrollados y subdesarrollados, democráticos o autoritarios— es el desplome de los valores morales, sustentados en la religión o laicos, que en el pasado daban fuerza a la legalidad y que hoy día son tan débiles y minoritarios que, en vez de atajarla, estimulan la transgresión de las leyes en razón de la codicia. La última crisis financiera que ha sacudido a los Estados Unidos y a Europa desde 2008 resulta en buena parte de esa voluntad de lucro que llevó a bancos y empresas a groseras violaciones de la ley. Éstas precipitaron el colapso de las economías, aquéllos se arruinaron y debieron ser rescatados con dinero público, es decir, el dinero de sus víctimas. Lo cual ha hecho un daño enorme al capitalismo y a la economía de mercado y ha devuelto algo de vitalidad a lo que parecía un moribundo colectivismo. De ahí que sea conveniente recordar la vieja idea de los fundadores del pensamiento liberal, como Adam Smith, de que sin sólidas convicciones morales (él las creía inseparables de la religión) el liberalismo no funciona.
Tanto en Camino de servidumbre como en otros libros suyos, Hayek emplea la palabra socialismo en una acepción que se confunde con la de comunismo: un concepto que significa colectivismo, dirigismo económico o planificación, desaparición de las libertades y del pluralismo político, totalitarismo. ¿Por qué no estableció nunca una diferencia entre ese socialismo marxista-leninista y el socialismo democrático que, entre otros, practicaban los laboristas ingleses? Y que él pudo ver de cerca, pues vivió muchos años en Inglaterra, donde, precisamente, escribió este libro en los años de la Segunda Guerra Mundial.
La razón es muy simple y está explicada en Camino de servidumbre. Él creía —era uno de sus grandes errores— que la distinción entre socialismo totalitario y democrático es una ilusión, algo provisional y aparente que, en la práctica, se iría borrando a favor del primero. Según Hayek, todo socialismo, al poner en marcha la planificación económica, al acabar con la competencia y la propiedad privada, establece automáticamente un mecanismo que a la corta o a la larga liquida el pluralismo político y las libertades, lo quieran o no los planificadores.
¿Se equivocaba en semejante razonamiento? Si un Gobierno pone fin a la competencia en el dominio económico y no admite en este campo otra alternativa, se ve obligado tarde o temprano a ejercer la coerción, a imponer su política por sobre las críticas que ella pueda merecer, como ocurrió en la Unión Soviética. Sobre esto no hay duda posible. Pero Hayek no advirtió que un sector importante de los socialistas —precisamente aquellos que querían preservar las libertades y por ello habían tomado distancia con los comunistas— renunció a la planificación económica y decidió respetar el mercado, la competencia y la empresa privada, buscando más bien la igualdad a través de la redistribución, medidas fiscales e instituciones de vocación social, como los seguros médicos y los subsidios. Así lo hicieron los socialistas suecos y, en general, los partidos socialdemócratas europeos. Es verdad que, en muchos países occidentales, este socialismo democrático lo es porque ya no es socialismo en el sentido tradicional de la palabra y está bastante más cerca del liberalismo que del marxismo. Pero que Hayek no lo señale y agrupe indistintamente a todos los socialismos en su dura crítica contra la planificación y los planificadores se presta a una confusión que puede hacerlo aparecer como un intolerante, algo que, en verdad, nunca fue.
El libro Hayek on Hayek (1994) es una buena prueba de la diversidad de opiniones que existen sobre temas económicos entre los propios liberales. Y de que esta doctrina es incompatible con toda forma de dogmatismo y sectarismo.
Reina la idea de que Hayek, Mises y Friedman son tres economistas liberales y sin duda lo son. Lo cual sólo quiere decir que hay entre ellos más cosas que los unen que aquellas que los separan. Pero sus divergencias son importantes y Hayek fue quien las manifestó más, con su característica y a veces tremebunda franqueza.
Él tenía mucha admiración por Ludwig von Mises (1881-1973), con quien trabajó de joven en Viena, al poco tiempo de graduarse. Como ya he recordado, dice de Mises que «probablemente es la persona de la que más aprendí», pese a que nunca fue su profesor. En 1921, Mises lo recomendó para un puesto en el Gobierno austriaco y en los siguientes ocho años estuvieron muy cerca. Hayek reconoce que Mises le dio cargos y responsabilidades que hubiera debido confiar a gente con más experiencia que él. Hayek, además, siguió el célebre seminario (Privatseminar) que daba Mises en su propia oficina de Viena dos veces al mes, desde 1920. Se reunían a las siete de la noche en un recinto espacioso donde cabían entre veinte y veintidós personas. Hablaban de economía, filosofía, sociología, lógica y «epistemología de la ciencia de la acción humana». Mientras lo hacían, Von Mises solía distribuir chocolates a los asistentes. Todos venían de manera voluntaria, como discípulos, y terminaban siendo amigos suyos. A las diez de la noche se iban a cenar a un restaurante italiano y algunos, luego, se quedaban en el café Küstler discutiendo hasta el amanecer[37]. Mises ayudó a Hayek de manera decisiva a fundar el Austrian Institute for Business Cycle Research, concebido por él, donde la esposa de Hayek también encontró empleo.
Hayek señala que sus diferencias se hicieron explícitas en 1937, cuando él publicó un artículo sobre «The Economics of Knowledge», tratando de persuadir a Mises de que se equivocaba cuando sostenía que la markett theorie era una prioridad. Lo prioritario, dice Hayek, es «la lógica de la acción individual». Añade que, aunque Mises era muy reacio a aceptar las críticas de sus discípulos, nunca quiso darse por enterado de la crítica que él le hizo con ese artículo.
Añade que, aunque era tan agnóstico como Mises, él creía, sin embargo, que el pensamiento liberal no hubiera sido posible sólo en función de un esfuerzo intelectual, sin una «tradición moral» (quiere decir religiosa y, sin duda, cristiana).
Por otra parte, acusa a Mises de ser «un utilitario», un estricto racionalista que cree que todo se puede «resolver como nos plazca» («arrange according to our pleasure»). Insiste luego en que un «estricto racionalista» está tan equivocado como un socialista.
En cuanto a Milton Friedman (algunos años más joven que Hayek, pues había nacido en 1912) dice que estaban «de acuerdo en todo salvo en política monetaria». Y le reprocha ser «un positivista lógico» desde el punto de vista de la metodología. Le reconoce, sí, un magnífico poder expositivo. Y lamenta no haber hecho una crítica en profundidad de la compilación de Friedman Essays in Positive Economics que le parece «un libro peligroso» (Hayek on Hayek, pp. 144-145). Friedman le devolvió aquellos puyazos. En diálogo con el biógrafo de Hayek, Alan Ebenstein, dijo que era un gran admirador de Hayek «salvo en economía» y que, aunque creía que The Road to Serfdom era «uno de los grandes libros de nuestro tiempo», la teoría del capital de Hayek expuesta en Prices and Production le resultaba «ilegible»[38].
¿No es ésta una prueba persuasiva de que el liberalismo es una amplia doctrina de corrientes diversas y, también, de que los liberales, no importa cuán sabios sean, son también humanos, es decir, susceptibles de envidias, quisquilloserías y vanidades, igual que el resto de los mortales?
En Camino de servidumbre Hayek insiste mucho en uno de los temas que volverán una y otra vez, con nuevos matices y precisiones, en muchos de sus ensayos futuros: cómo, con las mejores intenciones del mundo, la ignorancia lleva a muchos gobiernos demócratas y a partidos políticos que creen tener una clara vocación anti autoritaria a socavar las bases económicas sobre las que se asienta la sociedad abierta. Este intervencionismo en la economía pretende ser moderado y obtener resultados moralmente justos, atajar los excesos del mercado, crear una igualdad de oportunidades que dé a los pobres las mismas ventajas de que gozan los ricos, impedir que surjan desigualdades económicas tan excesivas que provoquen estallidos de violencia social, y, sobre todo, garantizar una seguridad en el empleo o en las remuneraciones a los propios trabajadores. En nombre de esa seguridad, se ha justificado en muchos países un intervencionismo en la vida económica que ha ido mermando la libertad hasta a veces abolirla. Según Hayek, el intervencionismo estatal tiene una dinámica propia que, puesta en marcha, no puede detenerse ni retroceder y obliga al planificador a incrementar su intrusión en los libres intercambios hasta acabar con ellos y reemplazarlos por un sistema en el que el Estado termina fijando los precios de los productos, produciéndolos, comercializándolos, y hasta determinando el número de trabajadores con que debe contar cada industria. De este modo la libertad se va eclipsando poco a poco hasta desaparecer en el campo económico. Su desaparición, concluye Hayek, es el principio del fin de todas las otras libertades, el camino fatídico al autoritarismo. Esto ocurrió en 1933, afirma, cuando subió Hitler al poder en Alemania: la democracia ya estaba en buena parte corroída por el intervencionismo estatal en la vida económica y sólo hacía falta darle el puntillazo político.
Otro factor que Hayek no pudo tener en cuenta en su lucha tenaz contra el intervencionismo del Estado en la marcha de la sociedad y en la vida de los ciudadanos es el terrorismo. Aunque ha existido desde los tiempos más remotos, ha crecido de tal modo en nuestra época y provocado tales cataclismos como los de Nueva York, París, Madrid, Londres, Bruselas y Barcelona en los últimos años que en las sociedades modernas se ha agudizado el sentimiento de inseguridad y el miedo a un nuevo apocalipsis desatado por el islamismo fanático. Esto hace que la opinión pública vuelva los ojos al Estado, en el que ve la única institución que puede proteger al conjunto social de ese peligro, y, de este modo, sea menos reacia a aceptar un Estado «grande», e, incluso, vea con simpatía, como indicio de su voluntad de proteger a los ciudadanos, el intervencionismo estatal en la vida en general, incluida la economía.
Uno de los más brillantes capítulos de Camino de servidumbre es el undécimo: «El final de la verdad». No es económico, sino político y filosófico. Trata sobre la función primordial de las mentiras y la manera como se vuelven verdades en los regímenes totalitarios. Parte de una diferencia esencial entre los gobiernos dictatoriales y los totalitarios; a los primeros les interesa el ejercicio del poder autoritario y nada más que ejercitarlo (y a menudo robar); a los segundos, en cambio, aunque también suelen robar, les importan las ideas que ellos consideran verdades absolutas y por eso hacen esfuerzos inauditos para inculcárselas al público. ¿De qué manera? Convenciéndolo, a través de la propaganda, que aquellas ideas son las suyas propias, las que el pueblo ha estado siempre anhelando aunque no lo supiera de una manera clara, algo que, ahora, el régimen, mediante su empeño pedagógico, le permitirá entender de modo diáfano. Y tanto más irrefutable cuanto que todas las ideas contrarias a aquellas que esgrime para justificar su política quedarán abolidas, sin vías de expresión posible, censuradas en los medios de comunicación, erradicadas de los planes pedagógicos, condenadas en las aulas universitarias, en los libros, revistas, periódicos, radios, canales de televisión. De este modo la «verdad» oficial —la del marxismo-leninismo, el nacional-socialismo, el fascismo, el maoísmo, el yihadismo— quedará entronizada, convertida en algo más importante que una mera idea: en una atmósfera cultural, el aire que se respira a través de todas las disciplinas y conocimientos, que asoma en las ciencias, las técnicas, las artes y las letras. La ideología y la religión alcanzan de este modo la condición del reverso y el anverso de una misma medalla; el conocimiento pasa a ser, como la teología, un acto de fe. Ésa es una deriva inevitable, según Hayek, de la planificación. Ésta jamás puede limitarse a prefijar una política económica; está obligada por su dinámica interna a proyectarse, a controlar y orientar todas las actividades sociales, incluido el dominio intelectual, las ideas. De ello se deriva no sólo una catástrofe económica, sino, también, una perversión y desnaturalización profunda de la verdad; ésta deja de ser algo independiente, un producto que resulta de la investigación científica o intelectual, y pasa a ser una verdad fabricada —en la mayoría de los casos, una mentira presentada como verdad por razones políticas de control del poder— difundida por los organismos oficiales, algo que llega a impregnar a todas las disciplinas, incluidas las más abstractas como las matemáticas o la metafísica. Sobre este tema, Hayek tiene una reflexión inapelable: «En cualquier sociedad, la libertad de pensamiento sólo tendrá, probablemente, significación directa para una pequeña minoría. Pero esto no supone que alguien esté calificado o deba tener poder para elegir a quienes se reserva esta libertad. Ello no justifica por cierto a ningún grupo de personas para pretender el derecho de determinar lo que la gente deba pensar o creer» (p. 203).
El libro más importante de Hayek, The Constitution of Liberty (1960), al que debería añadirse, pues es algo así como su complemento, Law, Legislation and Liberty (1973-1979) no es fácil de leer. Hayek era riguroso y persuasivo como ensayista, pero su genio intelectual carecía de gracia y elegancia expositiva, era denso y un tanto rígido, y, a veces, como en este excepcional tratado, se enredaba en sus exposiciones, lo que dificulta la comprensión de sus ideas. (Una de las razones, sin duda, es que su lengua materna era el alemán y que muchos de sus libros, como La constitución de la libertad, fueron escritos en inglés.) Sus argumentos se interrumpen a menudo con asfixiantes notas a pie de página que hacen perder el hilo del discurso principal. Su cultura económica, amplísima, con frecuencia lo lleva a caer en una erudición tan extrema en la que las ideas generales se estragan en minucias, como suele ocurrir con los grandes eruditos. Pese a todo ello, el libro es una obra maestra, uno de los pilares intelectuales del siglo XX, indispensable para entender la cultura de la libertad.
El esfuerzo que le demandó escribir este libro debió ser enorme; tanto que, al terminarlo, la fatiga acumulada y, también, sin duda la tensión nerviosa que le significó dejar de fumar, lo sumieron en una depresión que le duraría cerca de un año (1960-1961); más tarde, bromeando, diría que intentó salir de ese estado de ánimo empezando a fumar en pipa. Pero sólo lo consiguió después, cuando aprendió a sustituir el cigarrillo por el rapé.
The Constitution of Liberty debió ser, en el designio inicial de su autor, un estudio sobre la aparición de la libertad —el comienzo de la civilización— en la vida del Occidente y la manera como esta libertad se fue consolidando a través de tradiciones, costumbres y leyes, hasta impregnar todas las manifestaciones de la vida social, la economía, la política, la cultura, la religión, la familia, el trabajo, el individuo soberano, lo privado y lo público. El libro también es eso, desde luego. Pero resultó ser, sobre todo, lo que desarrolla su segunda parte, titulada «Freedom in the Welfare State»: cómo ha disminuido esa libertad y crecido el intervencionismo en nuestro tiempo con el nacimiento del Estado benefactor. Hayek toma sus ejemplos casi siempre de Gran Bretaña, aunque hace también frecuentes referencias a Alemania y Estados Unidos. El libro escudriña con abundante documentación y sólidos argumentos cómo las responsabilidades del individuo han ido siendo expropiadas por el estatismo y el colectivismo crecientes, reduciendo su margen de libertad y aumentando la capacidad del Estado de tomar decisiones en asuntos que conciernen esencialmente a la vida privada. Esta «estatización» se lleva a cabo en los países libres de manera discreta, a veces invisible y, a menudo, con el consentimiento de los individuos expropiados de aquellos márgenes de libertad individual, que ven estas medidas «liberticidas» como útiles o justificadas desde el punto de vista moral. Hayek analiza con cuidado todos los campos en que se produce esta paulatina estatización en la vida contemporánea: en lo que concierne al empleo, la salud, la política monetaria, la educación, la vivienda, la agricultura, etcétera.
La Seguridad Social y el seguro médico, servicios que, aunque en un momento fueron privados, ahora son cada vez más, en todo el mundo, prestaciones del Estado, constituyen una prueba típica de que con las mejores intenciones se crean a veces problemas de imposible solución; por ejemplo, la financiación de esos servicios resulta a menudo fuera del alcance de esos mismos gobiernos. Y, a veces, mediante medidas como los impuestos progresivos —progressive taxation— que se dan con la intención de corregir excesivas desigualdades y estimular la igualdad de oportunidades, se obtienen efectos contraproducentes, desalentando las inversiones y la creatividad empresarial, anulando la competencia y abriendo las puertas a un control en la vida económica que empobrece a la nación y la sume en el letargo estatista.
En otro de los capítulos más lúcidos y brillantes del libro, el XXI, «The Monetary Framework», Hayek aborda los fenómenos negativos de la inflación y la deflación (el primero más nocivo que el segundo) y las limitadas posibilidades que para combatirlos tiene el Estado a través de un banco central, en una sociedad libre. Y explica que, quienes proponen políticas inflacionarias, por ejemplo, con el argumento de que con ellas se puede alcanzar el pleno empleo, son casi siempre quienes quieren un mayor control del Estado en la vida económica: «Aquellos que quisieran preservar la libertad deben reconocer, sin embargo, que la inflación es probablemente el más importante factor singular en ese círculo vicioso en el que una clase de acción gubernamental hace que sea más necesario mayor control gubernamental»[39].
En The Constitution of Liberty Hayek explica y defiende la desigualdad, refutando la vieja creencia democrática según la cual «todos los hombres nacen iguales». Esto no significa en absoluto que Hayek proponga un trato discriminatorio entre los seres humanos; por el contrario, sostiene de manera perentoria la necesidad de que todos los hombres «sean iguales ante la ley». Pero, precisamente, según Hayek, esa «igualdad ante la ley» hace que surjan esas diferencias entre los seres humanos que resultan de las desigualdades que hay entre ellos de talento, ambición, capacidad de trabajo, inventiva, imaginación, formación, etcétera. Todas estas diferencias, en una sociedad libre, significan una distinta participación en la producción y en los rendimientos que para la sociedad aporta el trabajo individual. Si el distinto nivel de ingreso corresponde a esa desigual contribución a la producción ello no afecta para nada el principio de la igualdad ante la ley, no hace más que premiar de manera equitativa y justa las distintas aportaciones.
De otro lado, la desigualdad que resulta de aquel sistema es un importante estímulo para el conjunto de la sociedad y para los individuos aislados, pues establece unas marcas o récords que es posible emular, superándose a sí mismo.
Hayek se refiere a los países subdesarrollados y dice que, por fortuna para ellos, los países occidentales han podido prosperar y avanzar gracias a su sistema, de modo que ahora tengan un modelo a seguir y también puedan recibir una ayuda de los países del primer mundo en su lucha por el progreso. Habría sido mucho peor si el progreso de Occidente hubiera sido limitado y anulado mediante una justicia distributiva e igualitarista que lo hubiera mantenido en el subdesarrollo obligándolo a repartir su riqueza. Repartir la pobreza no trae riqueza a nadie y sólo contribuye a universalizar la pobreza. La libertad, nos dice Hayek, es inseparable de una cierta desigualdad. Lo que cabe precisar es que, para ser éticamente aceptable, esa desigualdad sólo debería reflejar aquellas diferencias de talento y esfuerzo de las empresas humanas y no resultar en caso alguno del privilegio ni de cierta forma de discriminación o injusticia.
No siempre Hayek muestra en este libro la seguridad absoluta con la que da opiniones y hace afirmaciones sobre muchos asuntos. Una de estas excepciones es la educación pública (capítulo XXIV). En principio, Hayek acepta la idea de que exista una educación pública accesible a estudiantes de sectores sociales que, sin ella, no tendrían acceso a una buena formación que les permita luego trabajar, ganarse la vida, progresar y contribuir al bien común. Pero señala las dificultades para encontrar un sistema que garantice esa igualdad de oportunidades mediante una educación pública de alto nivel, sin que ello autorice al Estado a establecer un modelo único de educación ni que confunda el justo principio de la igualdad de oportunidades con una igualdad que homogenice de manera arbitraria al conjunto de la sociedad e impida el libre desarrollo de los individuos en función de sus propios méritos y de su esfuerzo. El ideal es que las diferencias no resulten del privilegio sino del trabajo y la creatividad de cada cual en un sistema de libre competencia. Hayek describe las dificultades y contradicciones de crear unas escuelas e institutos para una «élite intelectual» de estudiantes dotados sin establecer privilegios injustificados y propiciar sin quererlo una precoz diferenciación de clases, sin dar con una fórmula que resuelva este dilema.
Y algo similar ocurre en lo que se refiere a la investigación científica y los institutos científicos y técnicos de investigación creados o subsidiados por el Estado. Al respecto se limita a decir que es fundamental que en ellos no haya un criterio único impuesto sino se garantice la libertad para los investigadores que permita distintas y contradictorias orientaciones ideológicas. Con algunas limitaciones, por supuesto, como la de que «Tolerance should not include the advocacy of intolerance» («La tolerancia no debe incluir el derecho a predicar la intolerancia»). Añade que él cree, por eso, que no se debería dar permanencia en las Universidades a los profesores comunistas —algo no compatible con la libertad de mercado que Hayek defendía— pero que, si se les concede, ellos deben ser respetados en todo lo que enseñen y en sus orientaciones ideológicas.
Como colofón de The Constitution of Liberty figura un ensayo titulado «Why I Am Not a Conservative» («Por qué no soy un conservador»), que había leído el año 1957, en el décimo aniversario de la Mont Pèlerin Society. En él Hayek explica la diferencia entre un liberal y un conservador, algo imprescindible en nuestra época, cuando la izquierda suele empeñarse en confundirlos. Es un texto capital en el que se precisa cuál es la línea ideológica, moral y cívica en que, pese a compartir muchas cosas, el liberalismo está esencialmente distanciado del conservadurismo. Y en qué coinciden muchas veces, aunque están en extremos opuestos, los conservadores y los socialistas, que se creen adversarios incompatibles.
Un conservador, dice Hayek, no ofrece alternativa a la dirección en que avanza el mundo en tanto que para un liberal es esencial hacia dónde nos movemos.
El designio de un conservador está dictado por el miedo al cambio y a lo desconocido, por su tendencia natural proclive a «la autoridad» y que por lo general padece de un gran desconocimiento de las fuerzas que mueven la economía. Tiende a ser benévolo con la coerción y con el poder arbitrario al que puede llegar a justificar si, usando la violencia, cree que alcanza «buenos fines». Esto último establece un abismo insalvable con un liberal, para quien «ni los ideales morales ni los religiosos justifican nunca la coerción», algo que creen tanto socialistas como conservadores. Por otra parte, estos últimos suelen responsabilizar a «la democracia» de todos los males que padece la sociedad. Y, de otro lado, a diferencia de los liberales convencidos del poder de las ideas para transformar la historia, los conservadores, «maniatados por las ideas heredadas de un tiempo pasado», ven en la idea misma del cambio y la reforma una amenaza para sus ideales sociales. Por eso, los conservadores son frecuentemente oscurantistas, es decir, retrógrados en materia política. También suelen ser nacionalistas y no entender que las ideas que están cambiando la civilización no conocen fronteras y valen por igual en distintas culturas y geografías. Un conservador difícilmente entiende la diferencia que hacen los liberales entre nacionalismo y patriotismo, para él ambas cosas son idénticas. No así para un liberal. El patriotismo, según este último, es un sentimiento bienhechor, de solidaridad y cariño con la tierra en que nació, con sus ancestros, con la lengua que habla, con la historia que vivieron los suyos, algo perfectamente sano y legítimo, en tanto que el nacionalismo es una pasión negativa, una perniciosa afirmación y defensa de lo propio contra lo foráneo, como si lo nacional constituyera de por sí un valor, algo superior, idea que es fuente de racismo, de discriminación y de cerrazón intelectual.
Liberales y conservadores comparten una cierta desconfianza en la razón y la racionalidad; un liberal es consciente de que «no tenemos todas las respuestas» y de que no es seguro que las respuestas que tengamos sean siempre las más justas y exactas, e, incluso, de que podamos encontrar todas las respuestas para las preguntas que nos hacemos sobre tantas cosas en tantos dominios diferentes. Los conservadores suelen gozar de una seguridad muy firme sobre todas las cosas, algo que les impide dudar de sí mismos. Y, según Hayek —igual en esto a Karl Popper— la duda constante y la autocrítica son indispensables para hacer avanzar el conocimiento en todos los campos del saber.
Un liberal suele ser «un escéptico», alguien que tiene por provisionales incluso aquellas verdades que le son más caras. Este escepticismo sobre lo propio es justamente lo que le permite ser tolerante y conciliador con las convicciones y creencias de los demás, aunque sean muy diferentes de las suyas. Este espíritu abierto, capaz de cambiar y superar las propias convicciones, es infrecuente y a menudo inconcebible para quien, como tantos conservadores, cree haber alcanzado unas verdades absolutas, invulnerables a todo cuestionamiento o crítica.
Los conservadores suelen estar identificados con una religión en tanto que muchos liberales son agnósticos. Pero esto no significa que los liberales sean enemigos de la religión. Muchos son creyentes practicantes, como lo era Adam Smith, el padre del liberalismo. Simplemente ellos creen que lo espiritual y lo terrenal son esferas diferentes y que es preciso que se mantenga esa independencia recíproca, porque, cuando ambas se confunden en una sola entidad, suele estallar la violencia, como muestra la historia de todas las religiones y lo confirma en estos últimos tiempos el islamismo extremista y sus asesinatos colectivos. Por eso, a diferencia de los conservadores, que creen que la verdadera religión podía imponerse a los paganos aunque fuera a la fuerza, los liberales tienden a no favorecer una religión sobre las otras en términos sociales y económicos y, sobre todo, rechazan que una religión se arrogue el derecho de imponerse a nadie por la fuerza. En el libro Hayek on Hayek. An Autobiographic Dialogue (1994), editado por Stephen Kresge y Leif Wenar, se reproduce una entrevista, probablemente de sus últimos años, en la que Hayek dice que «recientemente» ha descubierto que se siente más atraído por el budismo que por las «religiones monoteístas del Occidente» pues éstas son «aterradoramente intolerantes». Y le parece «admirable» que, en Japón, la gente pueda ser, al mismo tiempo, sintoísta y budista[40].
Hayek reconoce que la palabra «liberal» representa en nuestros días cosas diferentes —en Estados Unidos, por ejemplo, ha ido cambiando de sentido hasta querer decir «radical» e incluso «socialista»—, pero no ha encontrado otra que pueda reemplazarla. Y añade, con humor, que el término Whig, aunque bastante exacto, sería excesivamente inactual. Pero su contenido está muy claro cuando la emplean intelectuales como él, quien en toda su obra ha contribuido de manera tan decisiva a dar al liberalismo un contenido muy claro y fijarle unas fronteras muy precisas.