Aquel día estaba lleno de sorpresas.
Carlos miró de una mujer a otra. ¿Qué habría dicho Lilah antes de que su presencia interrumpiera la conversación? Seguramente no mucho, ya que Nancy no parecía saber nada.
Nancy Wolcott era una chica encantadora con la que había salido un par de veces con la esperanza de borrar a Lilah de su memoria.
Y era todo lo que él quería: inteligente, ingeniosa, tenían intereses comunes y no le exigía nada. Sería perfecta para él, pero la verdad era que lo dejaba frío. En lugar de hacerlo olvidar un error monumental, la presencia de su «novia» le recordaba que las demás mujeres palidecían al compararlas con Lilah.
Había pensado romper con Nancy esa noche, antes de la sorprendente revelación de Lilah. Pero debería haberlo hecho mucho antes.
La nueva radióloga miró de uno a otro con cara de sorpresa.
–Si tenéis que hablar de trabajo, puedo volver más tarde.
Carlos asintió con la cabeza.
–Sí, sería lo mejor.
–Muy bien –Nancy se puso de puntillas, como para darle un beso, pero pareció pensárselo mejor.
O se había dado cuenta de que esas muestras de afecto eran inadecuadas en un lugar de trabajo o vio que Carlos fruncía el ceño. En cualquier caso, pareció entender el mensaje y se apartó a toda prisa.
–En realidad, tengo una cita de la que debo ocuparme en cuanto haya ido a ver a mi paciente.
Se había puesto en contacto con el laboratorio para hacerse un recuento de esperma. Él sabía cuál sería el resultado, pero debía confirmarlo por Lilah.
¿Pero y si por algún milagro pudiera tener hijos? Entonces olvidaría sus reservas y se lanzaría a una campaña para conquistarla. Se lanzaría de cabeza, las veinticuatro horas del día, hasta que hubieran solucionado el asunto.
Al ver que Lilah llevaba el pelo suelto recordó por qué lo llevaba así y tuvo que tragar saliva. –Hablaremos mañana –le dijo.
Carlos salió del laboratorio y volvió rápidamente a su despacho, con el corazón acelerado. Había sido un día tremendo, primero la operación a esa niña afgana, una niña atrapada en medio de una guerra de la que ella no era responsable. Luego, antes de que pudiera descansar cinco minutos, Lilah había aparecido en la ducha para decirle que estaba esperando un hijo suyo y ahora la revelación del laboratorio. No era un resultado definitivo, pero existía alguna posibilidad de que pudiera tener hijos.
Esa posibilidad lo había alterado por completo. Tenía que ir a su despacho y encerrarse allí para planear lo que iba a hacer.
Pero Nancy estaba esperando en la puerta del despacho, enviando un mensaje de texto a alguien. Se había cambiado de ropa y llevaba un vestido de falda corta.
No, no podía cenar con ella esa noche. Y ninguna otra noche. Tenía que dejar clara su posición y lo antes posible. Era lo más justo tanto para Nancy como para Lilah.
–Siento mucho haberte hecho esperar.
–No hace falta que te disculpes –Nancy guardó el móvil en el bolso–. Estaba contándole a mi mejor amiga que iba a cenar contigo esta noche.
–Verás… –Carlos hizo una mueca–. Ven, entra en mi despacho.
–Tienes que cancelar la cena, ¿verdad? No te preocupes, lo entiendo. Podemos cenar juntos mañana. ¿Qué te parece si yo hago la cena en casa…?
–Nancy –la interrumpió él–. Me temo que te he dado una impresión equivocada. Pero esto no es algo que quiera discutir en el pasillo.
Nancy entró delante de él. Se sentía fatal porque sabía que ella se había hecho ilusiones, pero no podía hacer nada. ¿O sí? No podía cambiar el pasado, pero tenía la intención de controlar su futuro.
Y no podía esperar más.
No volvería a cometer el mismo error. En cuanto hubiese hablado con Nancy iría a hablar con Lilah, esa misma noche, no al día siguiente, para decirle cuál era el resultado del laboratorio.
Lilah abrió la puerta del ático y deseó haber echado un vistazo por la mirilla antes de abrir. ¿Pero por qué no la había avisado el conserje de que Carlos estaba en camino? Supuestamente, ni siquiera un príncipe podía entrar en el edificio sin permiso.
Si el conserje la hubiera avisado, tampoco le habría dicho que lo echase a patadas, pero le habría gustado tener unos segundos para prepararse antes de verlo.
Carlos ya no llevaba la bata del hospital, sino un traje oscuro debajo de una gabardina. Y una corbata de tonos rojos.
Era tarde y el rellano estaba muy silencioso. Todos los habitantes del restaurado edificio situado frente al paseo marítimo se habían retirado a descansar. Carlos había estado allí otras veces para tomar café o cenar con compañeros del hospital, pero siempre con más gente. Nunca a solas.
Totalmente a solas.
Lilah se agarró al picaporte de la puerta.
–¿No habías dicho que hablaríamos mañana?
–He hecho lo que tenía que hacer y tengo el resultado antes de lo que esperaba –dijo él–. ¿No me invitas a entrar?
Aunque llevaba un pijama de seda, Lilah se daba cuenta de que era muy tarde y de que era un peligro.
–Es más normal pedir que te inviten y no exigirlo.
Carlos hizo una mueca de irritación.
–Vamos a dejarnos de juegos de palabras, Lilah. Tenemos cosas importantes que discutir.
Tenía razón, pero le molestaba que hubiera elegido el momento para hablar sin consultarle. Y que hubiese aparecido sin avisar.
–Entra –dijo por fin–. Pero no te pongas demasiado cómodo. Ha sido un día muy largo y estoy cansada.
También había sido un día muy decepcionante, pero eso no lo dijo en voz alta.
Lilah apoyó la espalda en la pared para dejarlo pasar, evitando rozarse con él, y Carlos miró alrededor. Le encantaba su casa porque tenía mucha personalidad, desde las paredes de ladrillo blanco hasta los techos altos con vigas descubiertas. A través de una pared enteramente de cristal se veían los edificios situados frente al histórico canal y, a lo lejos, una montaña envuelta en niebla.
Carlos se quitó la gabardina y se quedó de pie al lado del sofá de color granate, ni dentro ni fuera, como era su costumbre.
–Respecto a Nancy… –empezó a decir.
Pero Lilah lo interrumpió con un gesto.
–Me da igual con quién salgas, eso no tiene nada que ver con nosotros –le dijo. No era cierto, pero tal vez podría terminar por convencerse a sí misma–. Nosotros nunca hemos sido una pareja y no tenemos nada que decirnos hasta que hagamos la prueba de paternidad.
–Nancy y yo no somos pareja –le explicó él–. Hemos salido un par de veces, pero nada más. Y ya había decidido romper con ella.
–Ah, muy conveniente pero nada relevante –replicó Lilah–. Si eso es lo que querías decirme, ya puedes marcharte –añadió, señalando la puerta.
Carlos tiró la gabardina sobre el respaldo de una silla y la tomó por la muñeca, mirándola a los ojos.
–Lilah…
–No me toques –le advirtió ella, pero no se apartó–. Cualquier deseo de besarte se evaporó cuando te negaste a creer que estaba embarazada.
–He venido a decirte que estoy dispuesto a creer en la posibilidad de que el niño sea hijo mío.
El roce de su mano y el calor de su cuerpo evitaron que entendiese de inmediato lo que estaba diciendo. Pero, de repente, las palabras de Carlos penetraron en su cerebro. Estaban cerca, muy cerca, tanto que si daba un paso adelante sus pezones rozarían el torso masculino.
–Te has hecho un recuento de esperma, ¿verdad?
–Sí.
–Qué rápido.
–Ayuda tener contactos en el mundo de la medicina.
No estaba allí porque hubiese cambiado de opinión o porque hubiese decidido que debía creerla, sino porque tenía una prueba. Siendo práctica podría aceptarlo, pero en aquel momento no le apetecía nada ser práctica.
Y tampoco amable.
–Cuánto me alegro por ti –le dijo, soltándose la mano–. Ha debido de ser una gran sorpresa.
–Qué bien que encuentres divertido mi historial médico.
–Yo no creo que nada de esto sea divertido. Particularmente, tus insinuaciones sobre mi honestidad. ¿Se lo has contado a tu novia?
Porras, no había querido mencionar a Nancy porque sabía que parecería celosa. Lilah apartó la mirada para no delatar sus emociones.
–Ya te he dicho que no es mi novia –dijo él, alargando una mano para apartar un mechón de pelo de su frente.
Las luces de los barcos en el puerto se convirtieron en un borrón. Demonios, esas manos de cirujano eran capaces de los movimientos más meticulosos y podían hacer que hasta una ceja se convirtiese en una zona erógena.
–Bueno, pero debería saber que tú puedes…
Carlos la tomó por los hombros entonces.
–No es asunto de Nancy, no tiene por qué saberlo.
¿Significaba eso que no se acostaban juntos o que con ella había tenido más cuidado? Pero no quería que le importase la respuesta porque odiaba que tuviese tanto poder sobre sus sentimientos. Cuando estaba tan cerca parecía tener fiebre, pensó, enfadada consigo misma. Y resultaba demasiado fácil olvidar lo que era importante en ese momento y difícil mantener la cabeza fría.
–¿Qué te han dicho en el laboratorio?
Carlos deslizó las manos por sus brazos antes de meterlas en los bolsillos del pantalón.
–Puedo darte la lectura de motilidad y el recuento de espermatozoides, si eso es lo que quieres. Pero aunque las posibilidades son muy pequeñas –Carlos tragó saliva–, la verdad es que, de manera inesperada, existe la posibilidad de que pueda tener hijos.
Ese gesto, verlo tragar saliva, decía mucho más que cualquier otra cosa. Y, contra su voluntad, Lilah sintió cierta compasión por él. Qué día tan complicado para Carlos… aunque eso no excusaba que hubiera traicionado su amistad en los últimos meses. Pero lo importante no era eso, lo importante era hacer planes para el niño.
Lilah se mordió los labios.
–Me imagino que ha sido una sorpresa para ti.
–Mis sentimientos son irrelevantes –la interrumpió él, volviendo a ponerse esa máscara de frialdad que usaba tan a menudo–. He hablado con un colega de ginecología y podemos hacer una prueba cuando estés de doce a catorce semanas para determinar la paternidad.
¿Seguía dudando de su palabra?, pensó Lilah, atónita. Y ella sintiendo compasión por él…
Furiosa, se apartó.
–Muy bien. Has dicho lo que querías decir, ya puedes marcharte.
–En realidad, no he terminado.
–Pues lo siento, pero yo ya he tenido más que suficiente de tu compañía por un día.
–Sé que hoy ha sido un día difícil para los dos, Lilah. Y sea el resultado el que sea, la verdad es que tendremos que vernos. O por el embarazo o porque trabajamos juntos. Supongo que tú no tienes intención de dejar el hospital y yo tampoco.
–Pero eso no ha evitado que te comportases como un idiota integral desde el mes de diciembre –Lilah clavó un dedo en su torso–. Puede que otras personas estén dispuestas a soportar tus cambios de humor porque eras una leyenda en el hospital incluso antes de descubrirse que eres de sangre real, pero en mi opinión eso no te disculpa en absoluto.
–Y tienes toda la razón –dijo él, sonriendo por primera vez en mucho tiempo. Y el poder de esa sonrisa era abrumador.
–¿Perdona?
–Ya me has oído. Tienes razón, he sido… ¿cómo me has llamado antes, un idiota integral?
Lilah se dejó caer en el sofá, intentando asimilar aquella nueva sorpresa.
–¿Se puede saber por qué has cambiado de opinión?
Carlos se sentó en un sillón gris, frente a ella.
–Fue al verte con Nancy en la oficina.
–¿Qué tiene eso que ver?
–Deberíamos haber hablado después de nuestra impetuosa noche juntos.
Sorprendida de nuevo, Lilah se mordió la lengua para no decir lo que pensaba.
–Sigo diciendo lo que dije a la mañana siguiente –Carlos la miraba intensamente, sus manos estaban tan cerca que podría tocarla en cualquier momento–. No debería haber dejado que las cosas fueran tan lejos, pero también debería haber imaginado que nuestra relación no volvería a ser la de antes.
Durante los últimos meses, él había trabajado más horas que nunca y no tenía un rato libre para tomar un café con ella, como solían hacer antes. Aunque, aparentemente, sí había encontrado tiempo para salir con Nancy.
Demonios, el monstruo de ojos verdes era tenaz.
–¿Qué quieres decir?
–Tenemos una semana antes de la prueba de paternidad y propongo que la aprovechemos.
Lilah lo miró, recelosa. ¿Decía eso por el beso? Aunque podría haberse dejado llevar por la tentación unas semanas antes, ahora que sabía que estaba embarazada debía ser juiciosa.
–¿En qué sentido?
–Vamos a tomarnos una semana de vacaciones. Dejaremos Washington y el trabajo atrás para concentrarnos en aclarar las cosas.
¿Quería irse de vacaciones, él, que jamás se tomaba un día libre?
La oferta era tan inesperada, que Lilah se preguntó si hablaría en serio. Pero ella sabía cuál sería el resultado de la prueba de paternidad y aquélla podría ser su única oportunidad de resolver sus sentimientos por Carlos. La única oportunidad de proteger su corazón para las muchas veces que tendría que verlo en el futuro.
–Una semana fuera del hospital –repitió–. ¿Solos tú y yo?
–Eso es –Carlos asintió con la cabeza y, al hacerlo, un mechón de pelo cayó sobre su frente. Trabajaba tantas horas que incluso olvidaba cortarse el pelo.
–¿Y qué pasará con tus pacientes… con esa niña afgana a la que has operado hoy?
–Mi parte del proceso ha terminado y otros médicos se ocuparán de ella. En cuanto a los demás pacientes, permite que te recuerde que no soy el único cirujano del hospital.
Desde luego que no. Y esos cirujanos le debían horas de trabajo por las innumerable veces que se había hecho cargo de sus pacientes, por los incontables días de fiesta en los que se había quedado de guardia para que ellos pudieran estar con sus familias.
Aun así, no podía creer que Carlos estuviera dispuesto a dejarlo todo. Tenía que haber alguna trampa.
–¿Dónde iríamos?
–¿Qué tal a Colorado? Mi familia tiene una casa allí.
–¿Quién más vive en esa casa?
–Nadie. En realidad, es un hotel, pero ahora está vacío, completamente a nuestra disposición.
¿Solos, los dos? Aunque no estaba preparada para conocer a su familia, tampoco estaba segura de que pasar una semana a solas con su ex amante fuese una gran idea.
Aunque el recuerdo de lo mal que se había portado con ella podría ser una protección. Lilah pensó en la vida que crecía dentro de ella y supo que no tenía alternativa. Aquél era un niño inesperado, en un momento en el que había empezado a preguntarse si tal vez la maternidad no estaba en su futuro. Pero desde el momento en que oyó el latido de ese corazoncito en la ecografía supo que haría cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa por su hijo.
Incluyendo pasar una semana a solas con Carlos Medina de Moncastel.
Frente al portal del edificio de Lilah, Carlos subió a su Mercedes SUV y apoyó el brazo sobre el volante. Por las ventanillas tintadas veía caer la lluvia y escuchaba el sonido de las olas…
Los sitios de playa le gustaban, como a sus hermanos, seguramente porque les recordaban a la isla de San Rinaldo. Su hermano mediano, Duarte, había salido de la fortaleza que su padre había construido en la costa de Florida para crear hoteles frente al mar antes de instalarse en Martha's Vineyard. Antonio, el más joven de los tres, se había ido a un clima más cálido en la bahía de Galveston, donde se había convertido en un magnate naviero. Irónicamente, incluso su hermanastra, Eloísa, había pasado gran parte de su vida en Pensacola, Florida, antes de instalarse con su marido en Hilton Head, Carolina del Sur.
De modo que parecía evidente que esa atracción por la costa era algo genético.
El científico que había en él ni siquiera protestó por tal pensamiento porque sentía la prueba en sus venas. Sólo una vez había sentido algo tan poderoso, la noche que pasó con Lilah. Y durante los últimos meses había tenido que hacer un esfuerzo para no pedirle que la repitiesen. No podía ser, tenía que seguir adelante.
Aquel día había demostrado su fracaso y ahora iba a pasar una semana con ella… siete días para solucionar las cosas, para hacer las paces y llegar a algún tipo de acuerdo que duraría el resto de sus vidas. O se quedaba con ella para ser el padre de su hijo o la arrancaba de su corazón si había mentido sobre la paternidad del niño.
Para conseguir ese objetivo necesitaba alejarla de allí, estar en un sitio que él pudiese controlar, sin sorpresas del trabajo o de la prensa.
Carlos sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y llamó a su hermano Duarte, el siguiente en la línea de sucesión al derrocado trono de San Rinaldo.
Duarte contestó inmediatamente.
–Dime, hermano.
Carlos no se molestó en disculparse por llamar tan tarde, tres horas más tarde para Duarte, que vivía en la Costa Este. Sus hermanos y él no hablaban a menudo, pero cuando uno llamaba, los demás lo dejaban todo.
–Solamente llamo para ver cómo está nuestro padre.
Enrique Medina de Moncastel llevaba seis meses muy enfermo por un problema renal.
–Sigue aguantando. Es duro, ya sabes. Estoy empezando a creer que va a salir de ésta después de todo.
Desde una perspectiva médica, Carlos sabía que no había muchas posibilidades, de modo que optó por hablar de otra cosa.
–Puede que vaya a visitarlo en unos días. Pero no se lo diré hasta que esté seguro.
«Seguro de que el hijo que Lilah espera es hijo mío».
–Dime cuándo quieres ir. Kate y yo estaremos allí.
Carlos escuchó entonces un frufrú de sábanas y el murmullo de una mujer. Duarte estaba comprometido con una periodista, una elección extraña y absolutamente absurda, especialmente sabiendo cómo era su hermano. Pero se había enamorado. No le cupo la menor duda cuando lo vio con ella en la boda de Antonio, un par de meses antes.
Normalmente, no le gustaba ir a la isla en la que habían vivido desde que se fueron de San Rinaldo porque había tantos malos recuerdos allí... el centro de rehabilitación y la clínica en los que había pasado la mayor parte de sus años de adolescencia. Sus hermanos eran los únicos amigos que tuvo allí y entre las operaciones y las largas estancias en la clínica, Carlos no había podido aprender mucho sobre relaciones.
Entonces miró la puerta del histórico edificio de Lilah, pensativo.
–Puede que vaya con alguien.
–¿Con quién?
–Una amiga.
Cuando miró hacia el ático, le pareció que Lilah estaba en la ventana, pero la luz se apagó enseguida. Debía de haberse ido a dormir. Y se puso nervioso al imaginarse quitándole la ropa, tumbándola sobre el colchón, entrando en ella…
Y esperando que ese hijo fuera suyo para poder hacer el amor con Lilah una y otra vez y a la porra las consecuencias en su bien ordenado mundo.
–Vamos a pasar unos días juntos mientras echo un vistazo a algunas de las inversiones familiares.
Enrique tenía propiedades por todo Estados Unidos, incluso algunas fuera del país. Inversiones inteligentes, sí, pero también adquiridas para crear confusión sobre el paradero de la familia real.
Enrique había empezado a repartir esas propiedades entre sus hijos y, aunque a él no podía importarle menos su herencia, sabía que era inteligente proteger los intereses familiares. Además, con ese dinero podía hacer donativos a organizaciones benéficas. Podía hacer posible que niños de países subdesarrollados pudieran recibir tratamiento médico, que disfrutasen de su infancia como él no había podido hacerlo.
Pero se negaba a pensar en el pasado. Él prefería mirar hacia delante y controlar su futuro… y normalmente tenía éxito. Pero en un día como aquél, el pasado, sus heridas y la sensación de pérdida parecían más cerca que nunca.
Suspirando, Carlos contuvo la tentación de imaginar el rostro de un niño. Su hijo.
Esperaba con todo su corazón que Lilah no lo hubiese engañado. Y si decía la verdad… si decía la verdad, no podría seguir viviendo la existencia solitaria que lo aislaba del pasado.
–Duarte, te llamaré dentro de unos días. Que duermas bien, hermano.
Después de cortar la comunicación volvió a mirar hacia las oscuras ventanas del ático, donde Lilah seguramente ya estaría durmiendo. Sola esa noche, pero no por mucho más tiempo.
Al día siguiente empezaría su campaña para recuperarla con un viaje a la casa familiar de Vail, Colorado. Con un poco de suerte, un par de noches frente a la chimenea derretirían su fría mirada y el bloque de hielo que Carlos había sentido en el pecho desde aquella mañana que Lilah se fue de su cama.