Capítulo Cinco

El teléfono del avión sonó en ese momento y Lilah apartó la mirada de la ventanilla, indecisa. Iba a levantarse para contestar, pero Carlos se despertó sobresaltado y tomó el auricular a toda prisa.

–¿Sí? –murmuró, pasándose una mano por la cara.

Y, de repente, volvió a estar alerta, de nuevo era el cirujano al que ella conocía tan bien. Después de murmurar, «muy bien», «de acuerdo» y «tenme al corriente», un par de veces, volvió a colgar y se levantó del asiento haciendo una mueca de dolor.

–Aparentemente, Nancy descubrió mis planes de viajar por una nota que Wanda había dejado sobre su escritorio. Y si ése es el caso, sólo conoce la localización del aeropuerto.

Lilah asintió con la cabeza.

–Es un alivio pensar que Nancy no estará esperándonos cuando aterricemos en Vail.

–Siento haber dormido tanto rato –se disculpó él entonces, mirando el reloj–. Debes de tener hambre. El auxiliar de vuelo puede traer algo de comer. Lo que tú quieras.

–¿Qué tal una hamburguesa doble con queso y beicon, pastel de chocolate y helado de fresa? –bromeó Lilah.

Carlos pulsó un botón.

–Veremos lo que se puede hacer.

–No, no, era una broma. La verdad es que aún no tengo hambre. Sólo necesito estirar un poco las piernas. Los asientos son fabulosos, por cierto –le dijo. Lo eran, como lo era todo en aquel avión privado–. Pero me duele la espalda si estoy sentada mucho tiempo.

Carlos la estudiaba, con el ceño fruncido, pero sin decir nada. Esos anchos hombros bajo el jersey de cachemir negro parecían llamarla… y cuando miró su boca, Lilah no pudo evitar pasarse la lengua por los labios.

Carlos y ella tenían una conexión sensual, lo sabía, pero no había una conexión emocional. Y mientras recordase eso, sería capaz de proteger su corazón.

Él se acercó entonces para poner los dedos en la base de su espina dorsal.

–¿Qué haces?

Cuando siguió aplicando presión, Lilah dejó escapar un suspiro de alivio.

–¿Te duele mucho?

–No, sólo un poco… justo ahí.

Carlos sabía qué hacer, estaba claro. Él vivía sufriendo constantes dolores y sin quejarse nunca.

–No te preocupes, ya se me está pasando.

–Sólo intento ser considerado, así que deja de discutir. Órdenes del médico.

–Muy bien, de acuerdo.

Qué especial hubiera sido eso de haber ocurrido el día después de que se acostaran juntos, pensó. O si él se hubiera disculpado apropiadamente el día anterior por haber sido un imbécil durante todos esos meses. O si le hubiera dado una explicación razonable para su comportamiento.

Pero no lo había hecho y ella era una mujer práctica. Y, por lo tanto, disfrutaría de aquel masaje todo lo posible. Era algo físico, no tenía nada que ver con sus emociones.

Hablar, sin embargo, la ayudaría a recordar la realidad.

–No hemos hablado desde que subimos al avión. ¿Es tuyo?

–Mi familia posee una pequeña flota de aviones privados –contestó él–. Es una buena inversión que, además, nos permite viajar donde sea sin tener que esperar colas o compartir asientos con desconocidos.

–Y nadie conoce vuestros itinerarios.

–Ésa es la idea. Afortunadamente, yo he podido llevar una vida relativamente normal desde que se dio a conocer mi identidad. Tú diriges el hospital con mano de hierro y te lo agradezco, pero en el mundo real debo tener cuidado.

Eso explicaba que pareciese tan preocupado por la repentina aparición de Nancy.

Carlos siguió masajeando su espalda hasta llegar a los hombros.

–Así, relájate, déjate ir –murmuró.

Incapaz de resistirse, Lilah inclinó un poco la cabeza hacia atrás. Estaba tan cerca que podía oler la menta de su pasta de dientes. ¿Cómo sería si le dijera eso mientras hacían cosas más… íntimas?, se preguntó.

Pero tenía que dejar de pensar tonterías.

–De modo que tu familia tiene una flota de aviones privados para los ricos y famosos –fue lo primero que se le ocurrió.

Ella había viajado en aviones privados con su padre cuando era niña. Pero pensar en su padre era peor que pensar en Nancy.

–En realidad, mi padre diversificó la compañía hace unos años, de modo que cuando no necesitamos ningún avión, se usan para servicios de emergencia. Incluso de rescate.

–Ah, de modo que es un filántropo. Se parece a ti entonces.

–Tú eres la primera persona que dice eso.

–¿Cómo describirías a tu padre?

Carlos se puso tenso.

–Está enfermo.

No era eso lo que esperaba que dijera. Lilah intentó volverse para mirarlo, pero en ese momento estaba estirando su espalda y no podía hacerlo.

–Lo siento. ¿Qué le pasa?

–Tiene un problema de hígado –respondió él–. Durante nuestra huida de San Rinaldo pasó algún tiempo escondido, viviendo en pésimas condiciones sanitarias.

Ella había leído algo sobre la familia real de San Rinaldo, pero no conocía los detalles. Y escuchar eso de labios de Carlos la hacía imaginar el miedo que debieron de pasar.

–Debió de ser horrible para tu familia.

–No fue fácil, desde luego –murmuró él, masajeando sus hombros–. Nosotros no estábamos con él. Mi madre, mis hermanos y yo habíamos tomado una ruta diferente cuando los rebeldes atacaron. Mi padre no quería que nos capturasen a todos, de modo que tomó una ruta diferente.

–¿Cuántos años tenías tú entonces?

–Trece.

Carlos metió la mano bajo el vestido, presionando vértebra a vértebra. El sensual roce de sus manos era tal contraste con lo que le estaba contando… pero Carlos siempre había sido una pura contradicción. El cirujano compasivo, el severo profesional.

El tierno amante, el amigo reservado.

Era evidente que quería mantener su relación en un plano físico más que emocional. Y sería perfecto, ya que ella había pensado lo mismo… hasta unos meses antes.

Lilah echó la cabeza hacia delante mientras él seguía dándole un más que bienvenido masaje.

Notó que bajaba la cremallera del vestido, sólo un poco, pero contuvo la respiración.

–Sólo estoy dándote un masaje en la espalda para que estés más cómoda.

–Ya lo sé. ¿Crees que soy tonta?

–Lo que quiero decir es que no haré nada, a menos que tú me lo pidas.

A Lilah se le aceleró el corazón ante la imagen que conjuraba esa frase. Pero se obligó a sí misma a pensar en otra cosa. Ninguna tentación la llevaría a un terreno tan peligroso otra vez. Ella no sería la próxima Nancy Wolcott, corriendo hacia su coche mientras Carlos la miraba con total frialdad.

–No voy a pedirte nada más.

–Eso suena como un reto.

Lilah se volvió ligeramente para mirarlo, sus bocas estaban tan cerca que si se movieran un milímetro, podrían besarse.

–¿De verdad prometes no hacer nada más?

Carlos la miraba con esos ojos suyos, tan serios. Era evidente que la deseaba. No estaba pensando en otra mujer.

–Tienes mi palabra. Dime que pare y lo haré, sin dudar –dijo con voz ronca.

–Entonces, sigue con lo que estás haciendo.

Podía manejarlo, pensó. Pero se preguntaba hasta dónde querría llevar aquel juego.

Carlos bajó un poco más la cremallera y siguió masajeando de forma persistente la zona dolorida hasta la base de la espina dorsal, sus dedos rozaron el elástico de las braguitas.

El vestido empezó a caer hacia delante y cruzó los brazos para sujetarlo en su sitio, pero no podía decirle que parase. La presión de sus manos, tan cerca de donde las quería, donde las necesitaba, sólo servía para excitarla.

Estaban jugando con fuego y lo sabía, pero confiaba en él y si había prometido no seguir adelante sin su permiso, lo haría. De modo que se dejó llevar.

Aquel hombre había convertido los masajes en un arte, pensó. El roce de sus manos la calmaba y la excitaba al mismo tiempo, era a la vez el experto cirujano y el irritante príncipe.

Pero había pasado tanto tiempo desde la última vez que un hombre la tocó...

Según los libros sobre el embarazo que había leído, el dolor de espalda aumentaría con el paso de los meses, como un cósmico preludio al parto. De repente, Lilah sintió cierta ansiedad al pensar en ese día, un día que tendría que vivir sola.

–Tranquila –murmuró Carlos, tirando de ella hacia atrás–. No pienses en nada. Te estás poniendo tensa otra vez y, aunque me encanta darte un masaje, no quiero que el esfuerzo sea en balde.

Había puesto las manos bajo sus pechos, tan cerca que sus pezones se endurecieron bajo el sujetador. Notaba el calor de su cuerpo en la espalda, apretado contra su columna. Le gustaría echarse hacia atrás y frotarse contra él, tomar sus manos y ponerlas sobre sus pechos...

Sólo era algo físico, se recordó a sí misma. Pero su fuerza de voluntad empezaba a esfumarse.

–Creo que es hora de parar.

Carlos se apartó de inmediato. Sin decir una palabra, sin protestar. Pero su cuerpo protestó de manera bien clara. Sujetando el vestido, Lilah se volvió para mirarlo, con el corazón acelerado.

–Los dos… –empezó a decir, pero le temblaba la voz y tuvo que carraspear antes de seguir–. Los dos sabemos que hay una atracción entre nosotros. Y también sé que puedo desearte aunque no me gustes demasiado, pero no creo que fuese buena idea empezar algo que…

–Espera un momento –la interrumpió él–. No tengo intención de seducirte.

–Ah –murmuró Lilah. Eso sí que era dejarla a una sin palabras–. ¿Entonces a qué ha venido ese seductor masaje?

Carlos bajó las manos.

–Lo he hecho para que te relajases y para que te convencieras de que no voy a lanzarme sobre ti. Y puedes seguir disfrutando, no tienes que estar en guardia.

Hablaba con total confianza, con absoluta seguridad.

Incluso en vaqueros, aquel hombre era un príncipe, destinado a liderar y, en aquel momento, le gustaría seguirlo.

«Respira», se dijo a sí misma. «Respira».

–¿Qué quieres hacer?

Carlos sonrió, el brillo de sus ojos oscuros hacía que se le pusiera la piel de gallina.

–Voy a besarte.