Capítulo Seis

Con la suave piel de Lilah tatuada en su memoria, grabada en su cerebro, marcada en su alma, Carlos inclinó la cabeza hacia ella. Pero no para rozar sus labios, sino para apoderarse de su boca.

La había advertido, le había dado tiempo para apartarse y ella no había protestado, no le había pedido que parase. Tal vez no estaba cumpliendo su palabra, pero necesitaba que supiera cuánto la deseaba. Y le dolería como un demonio apartarse, pero lo haría si ella se lo pidiera.

Carlos empezó a explorar su boca, preguntándose cómo era posible que le pareciese tan familiar. Habría reconocido su sabor, su aroma, en cualquier parte.

Estaba quitando capas de Lilah con la misma seguridad con la que ella levantaba su jersey para acariciar su torso. Con la misma que él bajaba la cremallera del vestido.

Sólo las braguitas se interponían entre sus manos y la piel femenina. Le había dicho que durante esa semana deberían intentar entenderse, llegar a un acuerdo, pero el suelo parecía moverse bajo sus pies.

Ella agarró su jersey, seduciéndolo con un simple roce de sus manos, de su lengua.

Nadie lo excitaba como Lilah. Nadie más que ella lo hacía olvidar el dolor de su espalda, el persistente fantasma del pasado. En sus brazos incluso podía olvidar el deseo de borrar la pena y la agonía de su adolescencia, de los niños que lo necesitaban, niños a los que a menudo fallaba como lo hacían todos los médicos.

Y, por todas esas razones, necesitaba tener cuidado con aquella mujer. La única mujer que podía hacerlo olvidar su propio fracaso.

Llevando aire a sus pulmones, algo que hizo poco por evitar que respirase el aroma de Lilah, Carlos apartó las manos y volvió a subir la cremallera del vestido. Miró luego esos ojos de color esmeralda, esos labios húmedos, todas las señales del efecto que sus besos ejercían en ella.

Lilah puso las manos sobre su torso.

–Pensé que no ibas a seducirme.

–¿Te he seducido con un beso? –intentó bromear él.

–No seas idiota. Tú sabes que sí.

–También sé qué más me gustaría hacerte, pero prometí no seguir adelante a menos que tú me lo pidieras –le recordó Carlos–. Además, creo que estamos a punto de aterrizar.

En ese momento, oyeron por el altavoz:

–Les habla el piloto. Por favor, vuelvan a sus asientos y abróchense los cinturones de seguridad. Estamos a punto de aterrizar en Vail, Colorado. En nombre de mi copiloto y en el mío propio, deseo que hayan tenido un viaje agradable.

Habían llegado. Y pronto tendría a Lilah para él solo en una casa vacía con ocho habitaciones. No sabía si era un genio o un completo imbécil.

Pero si había alguna posibilidad de que Lilah fuera la madre de su hijo, tenían que conocerse mejor fuera del ambiente de trabajo, de modo que aquel viaje tenía sentido. Y aquel beso le había recordado lo bien que se llevaban.

Pero, con hijo o sin él, necesitaba encontrar la forma de arrancar a Lilah de su corazón, y de su cuerpo, antes de que rompiera todas sus defensas.

Permanentemente.

Unos días a solas con Carlos de repente le parecían una eternidad.

Mientras el coche subía por el sendero helado, Lilah estudió la casa, cruzando los dedos para que hubiera gente de servicio. No porque quisiera ser atendida las veinticuatro horas del día, sino porque necesitaba algo que impidiera que se acostase con aquel hombre. Carlos, mientras tanto, iba dándole detalles sobre la zona.

La casa tenía tres plantas en el centro, pero varios niveles a los lados. Era una especie de chalé alpino art decó que, de inmediato, la cautivó. Construida en madera en la cima de una montaña, tenía enormes ventanales… y las luces encendidas, una señal de que allí había gente.

Carlos conducía el cuatro por cuatro entre los pinos, con ramas cubiertas de nieve, sin dejar de contarle cosas sobre Vail, Colorado. Desde que el piloto anunció que estaban a punto de aterrizar parecía haber pasado de seductor a experto guía turístico.

Por fin, detuvo el coche en un garaje que parecía medir doscientos metros. Lilah había crecido en una familia de clase acomodada, pero incluso ella se quedó asombrada al ver los vehículos que la rodeaban, desde un Lamborghini a un Mercedes descapotable y otros automóviles de alta gama.

Carlos vivía de manera espartana en Tacoma, pero aparentemente, su familia no reparaba en gastos cuando se trataba de «juguetes».

Antes de que pudiera desabrocharse el cinturón de seguridad, él había salido del cuatro por cuatro para abrirle la puerta. Su cojera era más pronunciada en aquel momento, pensó Lilah. Tal vez estaba siendo un día muy largo para él. Y, sin embargo, no se había quejado ni una sola vez.

Sabía que tenía un bastón en su despacho, pero jamás lo había visto usarlo. Era un hombre orgulloso, sin duda. Ofrecerle su brazo estaba fuera de cuestión.

¿Cómo sería tener la libertad de pasar un brazo por su cintura, de tocarlo íntimamente y ayudarlo sin herir su orgullo?, se preguntó. Pero, por muy bien que fuera aquel viaje, ella nunca tendría esa clase de intimidad con Carlos. Y eso le dolió más de lo que podría haber imaginado.

Él se detuvo para desactivar un sistema de seguridad tras otro, como capas de una cebolla. Una cebolla muy paranoica, pensó.

Mientras colgaba su abrigo en un perchero de hierro forjado, miró los enormes ventanales que llegaban hasta el techo, convencida de que los cristales eran blindados.

No había árboles delante de la casa, seguramente para poder admirar el paisaje nevado y el precioso jardín de estilo inglés. O tal vez era un plan de seguridad bien pensado...

Y ella se estaba volviendo paranoica.

Pero tenía que concentrarse en lo bueno de estar allí. Había una piscina fuera y otra climatizada en el interior, las dos con una vista fabulosa de la montaña, que se veía incluso en la oscuridad. Pero no había visto a nadie más en la casa.

En cualquier caso, tenía que admitirlo: era un sitio precioso. Un chalé de montaña amueblado con un gusto exquisito y lleno de cuadros y obras de arte.

–Los Pirineos –dijo Carlos, señalando uno de los cuadros–. Mi familia solía esquiar allí.

Antes del golpe de Estado que los expulsó de San Rinaldo.

Antes de que destronaran a su padre.

Antes de que Carlos perdiera su hogar y a su madre.

Lilah pasó los dedos por un marco de caoba labrada. ¿Cuántas cosas de su herencia europea debía de haber echado de menos durante esos años? Qué amargos debían de ser esos recuerdos.

Carlos abrió una puerta que llevaba a una cocina con electrodomésticos de última generación y granito negro en las encimeras. Una nevera de temperatura controlada para el vino ocupaba una de las paredes, las exóticas etiquetas eran visibles a través de la puerta de cristal.

Carlos se apoyó en la encimera, cruzándose de brazos.

–El servicio está de vacaciones, pero han dejado todo lo que pudiéramos necesitar y podemos llamar a un servicio de limpieza cuando lo necesitemos.

Bueno, eso respondía a su pregunta. De modo que tendría que portarse como una adulta y decidir si iba a dormir sola esa noche o no.

–Puedo lavar el plato que use para comer, no te preocupes.

Él abrió la nevera, de tamaño industrial.

–¿Entonces, qué te parece si comemos algo antes de irnos a dormir?

Quince minutos después, Lilah estaba sentada en un enorme sofá, con Carlos tirado en el de al lado. La chimenea se hallaba encendida, calentando sus pies, las botas estaban tiradas sobre la alfombra.

La chimenea de piedra llegaba hasta el techo y todo olía a pino y cedro, hasta la leña que crepitaba en la chimenea.

Aún nerviosa después del beso en el avión y necesitando algo para calmarse, tomó su taza de té y un plato de sándwiches. Carlos había tomado un bocadillo enorme que él mismo había preparado. Comía como lo hacía todo: con eficiencia, como si la comida no fuera más que gasolina para su cuerpo. Algo necesario, como lavarse las manos antes de cada operación. Tenía dinero y privilegios y, sin embargo, había elegido convertirse en médico y vivir para los demás, pensó Lilah, sintiendo una oleada de admiración.

Ella había visto cuántos médicos acababan quemados y tal vez Carlos necesitaba esa semana libre por razones que ni él mismo era capaz de reconocer.

–Este sitio es… no sé cómo describirlo.

No sabía cómo describirlo, pero era exactamente lo que necesitaba. Quisiera reconocerlo o no, había sido estresante descubrir que estaba embarazada y no poder compartirlo con Carlos. Y, en aquel momento, agradecía esos días libres para ordenar su futuro. La casa de la montaña, alejada de todo, era un lugar agradable y acogedor, un refugio en el momento necesario.

Al menos, esperaba que fuera la casa lo que la hacía sentirse así y no el hombre que estaba a su lado.

–Cuando mi padre aceptó por fin que sus hijos no iban a vivir escondiéndose en la isla, intentó controlar que el resto de las propiedades tuvieran todo lo que hacía falta –con la taza en la mano, Carlos señaló alrededor–. Menos razones para salir por ahí.

Lilah pensó en las preocupaciones de un padre por sus hijos. Las de un monarca destronado debían de ser abrumadoras.

–Tenía razones para querer que estuvierais a salvo –murmuró, llevándose una mano al abdomen.

–Sí, claro. Pero vivir escondido no es vivir en absoluto.

–Aunque esa vida esté rodeada de lujos.

–Especialmente –asintió él, dejando la taza sobre la mesa–. En cualquier caso, éste es un sitio estupendo para unas vacaciones. Incluso tiene una sala de golf con un simulador de swing. Aunque tendremos que olvidarnos de la bodega esta vez, ya que estás embarazada.

¿Esta vez? ¿Iba a haber más visitas?

Por supuesto, cuando aceptase que estaba embarazada de su hijo, habría muchas razones para que sus caminos se encontrasen a menudo. Lo supiera Carlos o no, a partir de aquel momento sus vidas estarían unidas por el niño y para siempre.

–La sauna tampoco es una opción –siguió él–. Creo recordar que las mujeres embarazadas pueden sufrir bajadas de tensión en saunas y bañeras.

Lilah carraspeó, nerviosa, al recordar su encuentro en la bañera, la noche que engendraron el niño. Su casa era más bien espartana, salvo por un jacuzzi enorme, tan grande que cabían dos personas. Sabía que lo había instalado por razones prácticas, para aliviar su constante dolor de espalda, pero esa noche habían usado el jacuzzi de manera muy poco práctica.

Al ver el brillo de sus ojos se dio cuenta de que también Carlos estaba recordando ese momento. Y que lo afectaba.

Y desde esa noche, cuando la tocó por primera vez, no había podido dejar de pensar en él…

Desde el jardín del ático, Lilah miraba las luces de Navidad de los edificios que había frente a ella, intentando descansar un rato de la charla con los patronos del hospital. Tan concentrada estaba, que no oyó los pasos tras ella.

Se alarmó durante un segundo, pero enseguida reconoció el paso irregular al que se había acostumbrado después de cuatro años trabajando con Carlos. Le iría bien aquella distracción, pensó, tras la turbadora llamada de su madre, llorando por una nueva aventura de su padre.

Lilah se agarró a la balaustrada de la terraza y, un segundo después, notó que Carlos le ponía un chal sobre los hombros.

–No quiero que pilles un resfriado.

–Ah, gracias –Lilah sonrió–. Esta noche has sido especialmente amable con el consejo de administración, así que no me voy a enfadar si quieres marcharte a casa.

Carlos metió las manos en los bolsillos del pantalón del esmoquin, las luces se reflejaban en sus ojos castaños.

–¿Estás insinuando que he sido menos que amable en el pasado?

–Sé que estas fiestas no son lo tuyo. Normalmente, miras alrededor con una expresión vagamente tolerante, como diciendo que ya has hecho lo que tenías que hacer y estás deseando volver al trabajo. O no dejas de mirar el reloj.

–Sería absurdo mirar el reloj cuando puedo admirar a una mujer tan bella como tú.

Lilah se quedó helada. Llevaban cuatro años siendo amigos y compañeros de trabajo, siempre con cuidado de no cruzar esa línea divisoria. Ella había aceptado tiempo atrás que se sentía atraída por él, pero que Carlos no se daba cuenta.

–No sé qué decir. ¿Gracias?

Se le había acelerado el corazón de una forma loca, absurda. Ella era normalmente una persona muy sensata.

–Si nunca has notado cuánto me gustas, está claro que controlo mis emociones mejor de lo que creía.

–¿Has estado bebiendo? –le preguntó ella entonces.

–Ni una gota –dijo Carlos.

–Yo tampoco.

–En realidad, he tenido un día de perros y algo en tu expresión me dice que tú también. La clase de día que no se puede arreglar con el alcohol.

Afortunadamente, el resto de los invitados seguían dentro y no estaban presenciando ese encuentro, pensó Lilah. No sabía por qué había salido Carlos a buscarla, tal vez necesitaba un poco de paz, como ella.

Lilah parpadeó varias veces, intentando decirse a sí misma que era el viento lo que hacía que sus ojos se hubieran empañado.

–Tú también estás muy guapo.

Carlos tomó su mano entonces y Lilah pensó que era una mano cálida, fuerte, noble. Como él.

–Ya que los dos tenemos la cabeza despejada –empezó a decir, inclinándose un poco para hablarle al oído–, no hay razón para no hacer esto.

¿Eso que había escapado de su garganta era un gemido?

Deliberada, lentamente, los labios de Carlos rozaron su cuello de tal forma que tuvo que agarrarse a la balaustrada para evitar que se le doblasen las piernas.

–Y esto –Carlos capturó el siguiente suspiro con sus labios…

–¿Lilah?

La voz de Carlos interrumpió sus pensamientos, devolviéndola al presente. Estaba en Vail, Colorado, en un refugio de montaña. Pero el recuerdo de aquel beso le había parecido tan real…

Nerviosa, tomó su taza de té para ganar tiempo.

–Perdona, ¿qué has dicho?

–¿Por qué no te has casado nunca?

Esa pregunta tan personal la pilló totalmente por sorpresa y, durante unos segundos, Lilah se quedó callada, el silencio sólo era roto por el crepitar de los leños en la chimenea. ¿Cómo era posible que la conversación hubiera dado un giro tan inesperado?

–¿Por qué no te has casado tú? –replicó–. Tú eres mayor que yo.

–Ah, touché –Carlos sonrió–. Perdona si la pregunta te ha parecido sexista. Para mostrar mi contrición, yo contestaré primero: decidí hace mucho tiempo permanecer soltero.

–¿Por qué?

–Por las típicas razones: soy adicto al trabajo y no quiero someter a ninguna mujer a la locura de pertenecer a mi familia.

La última razón no era típica en absoluto.

–Pero he visto mujeres haciendo cola en la puerta de tu despacho. De hecho, Nancy parecía dispuesta a colocarse al principio de la cola.

–Pero yo no las he animado.

–Y aun así, te persiguen –en cuanto lo hubo dicho, se arrepintió porque sonaba celosa. Pero, después de todo, estaba esperando un hijo suyo. Y cualquiera de esas mujeres podría formar parte de la vida de su hijo algún día.

Genial, ahora estaba celosa y preocupada.

Carlos se masajeó la rodilla con expresión ausente.

–Lo que buscan es el título y el dinero. Les daría igual que fuese un monstruo con un ojo en medio de la frente.

Lilah soltó una carcajada.

–Lo digo en serio.

–Ya, pero es que estaba intentando imaginarte con un ojo en la frente… –Lilah se tapó la boca con la mano, sin dejar de reír. Sabía que la risa tenía más que ver con los nervios que con otra cosa, pero era relajante. Estaba tan tensa después de aquellos días de estrés, que necesitaba un alivio. Se había hecho la fuerte desde que supo que estaba embarazada y ahora…

Carlos la miraba como si se hubiera vuelto loca, y tal vez estaba en lo cierto. La risa hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas y, de repente, una de ellas rodó por su mejilla. Y luego otra y otra, hasta que un sollozo que pareció salir de su corazón escapó de su garganta.