Lilah se incorporó de un salto y miró alrededor. La habitación estaba a oscuras, iluminada sólo por la luz de la luna que se colaba a través de las cortinas, momentáneamente desorientada al estar en un sitio extraño y sin saber qué la había despertado. No oía nada más que el ruido de las olas al otro lado de la ventana.
Lilah se pasó una mano por el estómago, como pidiéndole disculpas al bebé por haberlo despertado.
Bajó las piernas y buscó con los pies sobre la alfombra hasta que encontró sus zapatillas. En cualquier caso, su sueño había sido inquieto, con su imaginación creando imágenes de un joven Carlos y sus hermanos escapando de San Rinaldo…
Para vivir luego en aquella increíble mansión, rodeados de riquezas.
Pero no iba a dejarse engullir por ese estilo de vida simplemente porque le apenaba aquella familia que había sufrido tanto. Aunque también ella disfrutaba de las cosas buenas de la vida, se sentía más fuerte en su propio mundo, donde el trabajo duro le había proporcionado todo lo que poseía.
Cuando encendió la lámpara de la mesilla, comprobó que se encontraba sola. ¿Dónde estaba Carlos? ¿Dormido en su cuarto, al otro lado del salón?
Ni siquiera había podido comentar con él lo que Eloísa le había contado. Carlos y sus hermanos se habían quedado mucho rato en la clínica, visitando a su padre. Duarte había llamado a Kate, quien había pasado el mensaje a las demás.
Lilah había intentado disimular su irritación porque Carlos no la había llamado directamente, pero luego se regañó a sí misma por ser tan egoísta. Él tenía preocupaciones familiares serias en ese momento, aquél no era un viaje de placer.
Aun así, podría al menos haberle dado las buenas noches.
Poniéndose una bata blanca de algodón sobre el camisón, salió del dormitorio. La suite de Carlos estaba decorada de manera menos ostentosa que las demás, como su casa de Tacoma, donde sólo tenía lo más básico. Todo de muy buena calidad, por supuesto: sofás de piel y muebles de caoba en tonos oscuros. Pero era un sitio muy masculino sin el menor toque de calidez.
Mientras se alejaba de la enorme cama con dosel le pareció escuchar algo…
¿Música?
Lilah inclinó a un lado la cabeza para aguzar el oído…
Escuchaba las notas de un piano en algún sitio. ¿No había dicho Shannon que había sido profesora de música? Quien fuera, tocaba de maravilla.
Despacio, siguió recorriendo pasillos hasta detenerse frente a la sala de música que había visto brevemente mientras las chicas le enseñaban la casa. Era una sala llena de ventanales, con suelos de madera brillante y un techo altísimo que le daba sonoridad. Lilah vio un piano de cola Steinway…
Y a Carlos tocándolo.
Estaba sentado en la banqueta, la chaqueta y la corbata se hallaban tiradas sobre una silla. Sus pantalones parecían tan bien planchados como siempre, una clara señal de que aún no se había acostado.
Con expresión concentrada, se apoyaba sobre el teclado, sus dedos volaban sobre las teclas de marfil mientras tocaba una pieza clásica. La música era intensa, profunda, tanto que los ojos de Lilah se llenaron de lágrimas.
Sin hacer ruido, se dejó caer sobre una silla. Se sentía más cerca de él en ese momento que nunca, no sabía por qué. Tal vez porque no había barreras entre ellos en ese momento, sólo la cruda emoción de alguien que se había enfrentado con lo peor de la vida y estaba volviendo a la luz nota a nota.
Por fin, Carlos dejó de tocar y ella respiró al fin. No se había dado cuenta, pero estaba conteniendo el aliento.
Él volvió la cabeza entonces.
–Siento haberte molestado. Estabas profundamente dormida cuando fui a verte.
¿Había ido a su habitación? ¿Cuánto tiempo había estado mirándola? Lilah se acercó, sin hacer ruido sobre la espesa alfombra.
–No me has molestado, no estaba dormida –mintió–. ¿Por qué no me habías contado nunca que tocabas el piano?
–Nunca salió en ninguna conversación. Y ya sabes que no soy muy hablador.
–Eso es decir poco –bromeó Lilah–. ¿Cuál es tu compositor favorito?
–¿Ésa es tu gran pregunta? –Carlos se rió, sacudiendo la cabeza.
–Es un principio.
–Rachmaninoff.
–¿Y es él porque…? Venga, ayúdame un poco. Para tener una conversación hace falta algo más que una palabra.
–Mi madre tocaba el piano y Rachmaninoff era su compositor favorito cuando estaba disgustada o enfadada por algo –Carlos tocó una serie de notas furiosas y luego, poco a poco, algo más suave–. Cuando toco el piano, casi puedo escuchar su voz.
–Eso es precioso. Pero te rompe el corazón.
–Sigue diciendo cosas así y dejaré de contarte cosas. Tal vez podríamos jugar a un juego que yo llamo póquer de secretos.
–O podríamos dejar de jugar y podrías decirme qué te pasa. ¿Qué tal la visita a tu padre?
–Sigue igual. En todos los sentidos.
Imaginaba que verlo enfermo lo habría disgustado, pero estaba segura de que no era eso lo que lo tenía tan alterado.
–¿Estás pensando en tu madre?
Por tentada que se sintiera de mandarlo todo al infierno y echarse en sus brazos, antes necesitaba respuestas para entender al hombre con el que estaba considerando unir su vida.
Esa idea la dejó perpleja. Estaba considerando su proposición de matrimonio, esperando una señal, algo que le dijera que podía confiar en él.
–Mi madre era una artista en muchos sentidos –empezó a decir Carlos–. Tocaba el piano de oído y era una cocinera asombrosa, pero decía haber aprendido mirando a su madre. Y tejía de maravilla. Hacía mantas y cosas de lana.
–Debía de ser una mujer llena de talento… y muy ocupada.
–¿Ocupada? No, yo nunca la vi así, siempre me pareció que estaba muy relajada.
–¿Cuántos años tenías cuando murió?
–Trece –Carlos apretó su mano–. Pero yo prefiero recordarla cuando estaba viva.
–Estoy segura de que ella lo preferiría así –asintió Lilah.
–Toco para recordarla porque no hay vídeos familiares y tampoco muchas fotografías de ella. Nuestro padre destruyó las fotografías familiares antes de que nos fuéramos de San Rinaldo.
Y su vida seguía siendo una vida sin recuerdos; desde el severo despacho hasta su casa… incluso su suite, discreta en comparación con el resto de la mansión.
El escape de San Rinaldo había marcado a su familia de tantas maneras… pero Carlos llevaba cicatrices físicas además de las que debía de llevar en el alma.
–Tus hermanos mencionaron unos disparos… de modo que no se trató de un accidente de equitación.
Carlos negó con la cabeza.
–Estaba esperando que me lo preguntases.
–¿Vas a contarme lo que pasó?
–Podrías revisar mi historial médico –intentó bromear él.
–Yo no haría eso. Espero que me lo cuentes tú.
–Ah, Lilah… –Carlos le levantó la barbilla con un dedo–. Por eso me gustas. Y te aseguro que nunca digo eso a la ligera.
–Entonces, gracias –ella se apoyó en su mano–. Tú también me gustas… la mayoría del tiempo. Ayúdame a entenderte para que me gustes más.
Él se quedó mirando la pared durante unos segundos.
–Me dispararon en la espalda cuando escapábamos de San Rinaldo, durante el golpe de Estado.
Lilah había imaginado algo así, pero que se lo confirmase la dejó horrorizada.
–Lo siento mucho. No me puedo imaginar lo aterrador que debió de ser para vosotros.
–Sí, lo fue. Pero hay muchos niños en el mundo que pasan por eso todos los días, niños que son atacados por el color de su piel o sencillamente porque están vivos.
Tenía razón, pero eso no mitigaba el horror de lo que él había padecido.
–Sí, lo sé.
–Intenté salvar la vida de mi madre y fracasé –siguió Carlos–. Si hubiera esperado un poco, si la hubiese empujado… he repasado ese momento en mi memoria miles de veces y siempre encuentro opciones, cosas que podría haber hecho.
–Sólo tenías trece años –le recordó ella.
–Entonces yo me creía un hombre.
–Pues debiste de crecer demasiado aquel día –dijo Lilah. Le dolía el corazón al imaginar lo que había sufrido.
–No quiero tu compasión. Y no quiero seguir hablando de ello.
Ella puso las manos sobre su torso, notando los latidos de su corazón.
–¿Cómo puedo saber eso sobre ti y no sentirme conmovida? ¿Cómo puedo olvidarme de ello porque tú me lo ordenas?
Tenía que enfrentarse a la realidad; era imposible permanecer lógica e imparcial cuando se trataba de Carlos.
Él la abrazó entonces y el calor de su cuerpo atravesó la bata y el camisón para llegar hasta su piel.
–Entonces tendré que distraerte.
Carlos se apoderó de su boca con la familiaridad de dos amantes que se conocían bien, que sabían cómo tocarse y acariciarse para volverse locos el uno al otro.
¿Cómo un hombre podía conocer su cuerpo tan bien y, sin embargo, seguir siendo un misterio?, se preguntó. Pero descubriría más cosas esa noche, se dijo. Estaban haciendo progresos, Carlos le había contado más cosas sobre sí mismo en unos minutos que en cuatro años de amistad.
¿Y esa proposición de matrimonio?
Aún no sabía qué lo había empujado a hacerla, pero en aquel momento quería concentrarse en esa nueva conexión que había entre ellos. Se le partía el corazón al pensar en lo que había sufrido y, aunque se negaba a dejar que eso la cegase, tampoco podía cerrar los ojos.
Carlos apartó el cuello de la bata para besar su hombro apasionadamente.
Lilah no tenía tanta experiencia como él lidiando con tumultuosas emociones y, les deparase lo que les deparase el futuro, no podía dejarlo solo con sus tristes recuerdos.
–Creo que es hora de cerrar la puerta.
Loco de deseo, Carlos abrió el panel de seguridad de la pared y tecleó códigos con la misma velocidad con la que había tocado el piano. Todas las habitaciones de la casa contaban con una alarma. Pero, aunque su padre las había instalado para protegerse contra huracanes y ataques, Carlos tenía un propósito completamente diferente esa noche.
La puerta se cerró automáticamente y las persianas bajaron hasta que la sala de música se convirtió en un oscuro e impenetrable capullo.
Lilah, sentada en la banqueta del piano, dejó escapar una exclamación de sorpresa.
–¿Nadie puede vernos?
–Ésta es mi casa, mis dominios –bromeó Carlos–. Nadie puede vernos, no te preocupes.
–No estoy preocupada.
–Siempre cuidaré de ti, Lilah.
Había vivido con la pena de no haber sabido proteger a su madre durante veinticinco años y esa noche, en la isla, los recuerdos lo embargaban. Más que nunca necesitaba el olvido que encontraba en los brazos de Lilah.
Carlos le quitó la bata y el camisón, tirándolos al suelo como una bandera blanca de rendición.
Lilah estaba delante de él, sin ocultarse, orgullosamente desnuda, y le temblaban las manos ligeramente cuando empezó a acariciarla. Le temblaban las manos, por Dios bendito. A él, que era famoso por su serenidad durante las operaciones más complicadas. Pero nada destrozaba su compostura como Lilah, su precioso cuerpo desnudo frente a él.
Sólo para él.
Experimentaba una sensación posesiva, una sensación que echaba raíces y de la que supo que nunca podría escapar. Y en aquel momento era vital que Lilah estuviera tan consumida de deseo como él.
Tomándola por los hombros, la sentó sobre la banqueta, apoyando su espalda en el piano. Sus pupilas se dilataron al darse cuenta de lo que iba a hacer antes de que inclinase la cabeza.
Abriendo sus rodillas con los hombros, Carlos acarició el interior de sus muslos con la boca… y sus suspiros lo animaban a seguir.
Lo excitaban.
Lenta, deliberadamente, rozó el satén de sus braguitas con la boca. Su aroma llenaba sus pulmones cada vez que respiraba y quería hacerlo una y otra vez porque nada, absolutamente nada en el mundo, podía compararse con ella.
Apartó a un lado las braguitas y… sí, saboreó su esencia, acariciando los suaves pliegues con la lengua mientras ella murmuraba frases incoherentes agarrándose a sus hombros.
–Ahora, te necesito dentro de mí…
No tendría que pedírselo dos veces.
–Afortunadamente para los dos, es ahí donde quiero estar –dijo Carlos con voz ronca.
Tras besar su húmedo e hinchado sexo una vez más, se incorporó para mirarla. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, nunca le había parecido más bella.
Carlos la tomó por la cintura para sentarla sobre la tapa del piano y tiró de sus pantalones con manos frenéticas hasta que, por fin, se liberó. Apoyando las manos a ambos lados de su cuerpo, entró en ella de una embestida. Su húmedo calor lo envolvió de inmediato y Lilah enredó las piernas en su cintura, clavando los talones en sus nalgas mientras él empujaba una y otra vez.
Sus corazones latían al unísono, desbocados, sus suspiros se mezclaban. Carlos dejó que ella lo transportase fuera de aquella habitación, que lo alejase de la isla y de los tristes recuerdos. Había pensado que dejándola fuera de su vida podría evitar el pasado. En lugar de eso, con Lilah el infierno desaparecía. Si pudiera quedarse con ella, dentro de ella, podría olvidarse de todo para siempre.
Sus gritos de placer hacían eco en el techo de la sala de música. Oyéndola, sintiéndola, viéndola desmadejada entre sus brazos, Carlos perdió el control y se dejó ir. Se derramó dentro de ella, pero ni siquiera eso era suficiente, porque la deseaba de nuevo.
Intentando respirar, se sentó en la banqueta y la colocó sobre sus rodillas, empujando la cabeza sobre su pecho. Luego, apartó el pelo de su frente susurrando cuánto lo conmovía y otras cosas que ni el propio Carlos podía creer que estuviera diciendo. El poeta que había dentro de él parecía haber despertado a la vida.
Mientras la acariciaba notó una ligera curva en su estómago y se dio cuenta de que el embarazo empezaba a notarse. Él conocía todos los pasos de un embarazo y los cambios que sufriría el cuerpo de Lilah, pero, por primera vez, se permitió a sí mismo pensar que iba a experimentar ese milagro de cerca, de manera personal.
Como padre.
Algo se encogió dentro de su pecho mientras acariciaba su abdomen, a su hijo. Cuando levantó la cabeza, Lilah lo miraba con un brillo de vulnerabilidad en los ojos y, en ese momento, era su vieja amiga, su amante ahora, pronto la madre de su hijo.
El calor de sus ojos lo excitaba, pero no podía perder el control cuando la necesitaba en su vida por tantas razones.
Haría lo que fuera, diría lo que fuera, fingiría ser el hombre que ella parecía querer si de ese modo podía convencerla para que se quedase con él.