En la bañera de la suite, Lilah apoyó la cabeza en el pecho de Carlos mientras él estiraba las piernas a cada lado de su cuerpo. Había pétalos de rosa flotando en el agua… nunca había estado en un sitio con flores frescas en cada esquina, incluso había jarrones a cada lado de la pantalla de televisión. Y en el estéreo sonaba una sinfonía de Beethoven.
Habían hecho el amor de una forma intensa en la sala de música y luego en la cama antes de ir al cuarto de baño. Su cansado corazón se preguntaba si podía confiar en lo que habían compartido, pero daba la impresión de que Carlos había superado eso que tanto lo asustó la primera noche.
Estaba claro que el pasado de Carlos era mucho más amargo de lo que ella había creído. Y que le había dejado muchas cicatrices.
Pero mientras pudiesen hablar, comunicarse, tal vez habría una oportunidad para ellos. Y si volvía a pedirle que se casara con él, no podría negarse.
¿Qué habría hecho si se lo hubiera pedido cuando le contó que estaba embarazada?, se preguntó. Quería pensar que le habría dicho que no después de cómo la había tratado durante esos meses. Lilah necesitaba, y merecía, la confirmación de que sentía algo por ella, no sólo porque fuera a tener un hijo suyo.
Apoyada en su pecho, le gustaría poner a prueba esa tregua, pero la preocupación por su padre tenía precedencia. Era lógico que Carlos hubiese volcado su corazón mientras tocaba el piano…
–Cuanto tocabas el piano… era mágico. Eres un pianista estupendo.
–No tenía mucho que hacer cuando era adolescente, así que practicaba a menudo. Entre operación y operación… –Carlos carraspeó y Lilah se dio cuenta de que le resultaba difícil hablar de ello–. Mi padre hizo que construyeran una sala de música abierta y alegre, casi como si estuviera al aire libre. Un día, mis hermanos me sorprendieron con una silla de ruedas que habían robado en la clínica. Colgaron una red de baloncesto en medio de uno de los murales de la pared y le dieron a la sala de música un nuevo cometido.
Lilah intentó reír, pero no era capaz.
–¿Ibas en silla de ruedas?
–Durante un tiempo, los médicos no sabían si podría volver a caminar algún día.
–¿Cuánto tiempo duró eso?
–Estuve tres años en la silla de ruedas. Y siete años más de operaciones después de eso –contestó él.
–Carlos… no tenía ni idea –Lilah intentó volver la cara para mirarlo, para consolarlo, pero él empujó suavemente su cabeza.
–Hablemos de otra cosa. Estás descubriendo mucho sobre mi triste pasado, pero no me cuentas nada sobre ti.
–El póquer de secretos no sirve de nada cuando uno ya está desnudo –bromeó Lilah.
–Yo tengo otras cosas que ofrecer –murmuró él, metiendo una mano entre sus piernas.
No le pasó desapercibido que intentaba cambiar de tema, aunque sus expertos dedos hacían que resultase difícil seguir pensando.
–¿Qué quieres saber?
Riendo, Carlos subió la mano hasta su estómago.
–¿Qué esperas que sea, niño o niña?
Ah, había elegido bien el tema. Por fin estaban hablando de su hijo.
–Aún no lo he pensado, pero me da igual.
–¿Piensas hacerte una ecografía para averiguar el sexo?
–No lo sé, es posible. ¿Tú esperas que sea un niño?
–No, no tengo ninguna preferencia. Sólo quiero que nazca sano y que sea feliz.
–En eso estamos de acuerdo –Lilah jugó con un pétalo de rosa que flotaba en el agua–. ¿Y has pensado en el nombre?
–En mi familia solemos usar nombres del árbol genealógico.
Todo lo que había descubierto desde que llegó a la isla era muy esclarecedor y le servía para entender a aquel hombre enigmático. ¿Se atrevería a presionarlo un poco más? ¿Cómo no iba a hacerlo cuando aquellos días podían ser su única oportunidad?
–El nombre de tu madre era Beatriz, ¿verdad?
–Sí, pero a ella no le gustaba mucho. Siempre decía que era muy anticuado.
–¿Y si fuera un niño?
–Mi árbol genealógico es enorme, habrá mucho donde elegir.
–Tendremos que hacer una lista.
–¿Y tu familia? –preguntó Carlos entonces, acariciando su cuello–. ¿Hay algún nombre en particular que te guste?
–No, la verdad es que no. No es que nos llevemos mal, mis hermanos y yo nos llamamos por teléfono a menudo y nos reunimos algunas veces, pero no tenemos una relación muy estrecha.
–¿Le has contado a tu familia que estás embarazada?
–Mis padres están de viaje. En su decimoquinta luna de miel.
–¿Cómo?
Lilah soltó una carcajada.
–¿Has oído hablar de las parejas que intentan animar su matrimonio con varias lunas de miel? Pues mis padres son así. Ésta será su decimoquinta reconciliación.
–Parece que su matrimonio no es muy sólido –dijo él, tan diplomático como siempre.
–No, no lo es –Lilah se sentó, abrazándose las rodillas–. Mi padre engaña a mi madre continuamente. Y mi madre lo perdona. Luego se van a hacer un crucero y ella vuelve a creer sus mentiras… hasta la próxima vez.
Carlos la abrazó, apoyando la cara en su espalda.
–Te han hecho mucho daño.
–¿En el pasado? Sí, mucho. Ahora… estoy acostumbrada. En lo que se refiere a mis padres, nada me sorprende.
–Por eso te enfadaste tanto al ver a Nancy en mi despacho.
–Y no olvides el aeropuerto.
Carlos se levantó entonces y tiró de ella para mirarla a los ojos.
–He salido con ella, pero nunca nos acostamos juntos. Tú siempre estabas en medio.
–¿Yo? –Lilah necesitaba que dijera eso para salvar su orgullo herido. Y para reafirmar la esperanza que albergaba su corazón.
Carlos la sujetó por los hombros, mirándola a los ojos.
–Nancy es una chica encantadora, pero me aburría de muerte con ella porque no eras tú.
–Sólo lo dices para que te perdone –lo retó ella. Aunque no estaba segura de por qué se esforzaría tanto Carlos. Ya se acostaban juntos y aunque no había aceptado su proposición de matrimonio, aún tenían tiempo.
–Siento mucho que tu padre haya hecho difícil que confíes en los hombres, Lilah.
Estaba tocando una herida abierta y no le hizo ninguna gracia.
–No culpes a mi padre de esto y no creas que tengo algún complejo –replicó, tomando una toalla–. Eres tú quien se negó a dirigirme la palabra después de la fiesta de Navidad.
–Hice lo que me parecía mejor para ti.
–Para ti, querrás decir.
¿Cómo era posible que esa conversación hubiera terminado en una pelea? ¿Estaría saboteándose a sí misma? ¿Le daba miedo aceptar la felicidad que tenía en la punta de los dedos?
–Entonces vamos a solucionar esto –Carlos volvió a tomarla por los hombros–. Olvida la prueba de paternidad. Acepto que el niño es hijo mío y quiero que nos casemos. Mañana mismo. Sin esperar más. Podemos celebrar la ceremonia en la habitación de la clínica para que mi padre esté presente.
¿No quería una prueba de paternidad?
¿La creía?
Por fin, Lilah escuchaba las palabras que había querido escuchar, las que había esperado desde el principio.
Pero no había dicho que la quisiera. Claro que, había quien usaba la palabra «amor» como si tirase monedas a una fuente. Carlos estaba ofreciéndole algo mucho más precioso y tangible.
Respirando profundamente, Lilah decidió arriesgarse.
–Llama al sacerdote –contestó.
Después de decirlo, intentó no pensar en lo que pasó aquella mañana, después de haber hecho el amor con él por primera vez…
Lilah alargó un brazo hacia Carlos, murmurando su nombre… pero sólo encontró la sábana fría. Y casi estuvo a punto de pensar que todo había sido un sueño. Pero un agradable escozor entre las piernas le recordó el impetuoso encuentro, desde las acrobacias en el escritorio del despacho al jacuzzi en su casa sobre el acantilado.
Qué apropiado que viviese en un acantilado, pensó. Iba mucho con la personalidad de Carlos.
Lilah se estiró, parpadeando varias veces para acostumbrarse a la oscuridad de la habitación. El débil sol de invierno apenas penetraba las gruesas cortinas, pero no podía quedarse allí mucho tiempo.
De modo que saltó de la cama y buscó algo más apropiado que una sábana o el vestido de noche, arrugado en el suelo, para salir de la habitación.
Con una sonrisa en los labios, tomó la camisa del esmoquin, que estaba sobre una lámpara. Aparentemente, también Carlos había tirado su ropa en cualquier parte en su prisa por hacerle el amor. La tela aún conservaba su aroma, excitándola de nuevo y despertando recuerdos…
Lo encontró en la cocina, otra habitación sencilla con lo más esencial: electrodomésticos de acero y baldosas blancas y negras en el suelo.
Y un chef guapísimo que sólo llevaba un pantalón de chándal que destacaba su trasero mucho mejor que un pantalón de esmoquin.
El aroma a beicon y café flotaba en el aire mientras él movía algo en una sartén.
Carlos se dio la vuelta al oírla entrar y cuando la miró con ojos fríos, serios, Lilah se quedó helada. La vio allí, con su camisa y nada más y no sonrió. No intentó abrazarla.
Sencillamente, se dio la vuelta.
–¿Quieres desayunar?
Ella iba a decirle que se fuera al infierno, pero en lugar de eso murmuró:
–Creo que es mejor que me marche.
Aun así, como una tonta, se quedó, dándole la oportunidad de decir algo amable. Pero Carlos se limitó a abrir la nevera para sacar un cartón de leche.
Aparentemente, la noche anterior había sido un sueño, después de todo y era hora de despertar.
Incapaz de dormir, Lilah alargó una mano y, con cuidado de no despertar a Carlos, buscó el móvil en su bolso. El aroma a rosas que llegaba del baño llenaba la habitación, un aroma dulce que le recordaba a ese nuevo Carlos...
Las cosas eran diferentes ahora, pensó. Sin embargo, contuvo el deseo de apretarse contra su espalda porque antes de nada tenía que encargarse de un pequeño detalle.
Antes de bajar la guardia del todo, tenía que llamar a sus padres.
De puntillas, salió de la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido antes de sentarse en el asiento de la ventana, intentando contener los nervios. Sabía que se alegrarían, pero se sentía un poco insegura porque Carlos estaba dispuesto a casarse con ella por el niño. De no ser porque estaba embarazada, con toda seguridad no estaría allí.
–¿Mamá?
Una cosa era retrasar la noticia del embarazo y otra muy diferente ocultarle a su madre la noticia de que iba a casarse. Y con un príncipe… pero tal vez sería mejor no contarle eso todavía.
–¿Sí?
–Mamá, soy yo.
–Lilah, cariño, cuánto me alegro de que llames –exclamó su madre, entusiasmada, sin mencionar la hora que era o que debía de haberla despertado–. Espera, voy a decirle a tu padre que se ponga al teléfono.
–Mamá, espera, no tienes que molestarlo…
–No seas boba. ¿Darren? Darren, despierta, es Lilah.
Lilah oyó la voz de su padre, medio dormido. Cómo era posible que sus padres siguieran juntos era algo que nunca podría entender. Y tampoco quería pensar mucho en ello con su propia y apresurada boda en el horizonte.
–Muy bien, espera un momento –dijo su madre–. Voy a poner el altavoz.
–Buenos días, cariño –la saludó su padre.
No había nada que pudiera prepararla para pronunciar las palabras que pensó que no diría nunca:
–Mamá, papá, voy a casarme.
El día de la boda amaneció nublado, pero él era un hombre de ciencia, no de supersticiones.
Estaba en la habitación de su padre en la clínica, con Lilah a su lado. Sus hermanos, su hermanastra y algunas personas muy cercanas se hallaban en una esquina de la habitación. La regla de visitas limitadas se había ido por la ventana para la que iba a ser la ceremonia más breve de la historia.
El sacerdote estaba a los pies de la cama con gesto más bien desconcertado, como si no supiera si lo habían llamado para aplicar la extremaunción o para oficiar una boda.
Enrique intentó incorporarse un poco.
–¿Seguro que quieres hacerlo?
Carlos lo miró, sorprendido, pero entonces se dio cuenta de que estaba hablando con Antonio. El más joven de los Medina de Moncastel era el único que podía donar un segmento de hígado para salvar la vida de su padre. Algo que él no podía hacer a pesar de su título.
–Absolutamente seguro –contestó su hermano.
Enrique sacó su reloj de bolsillo.
–Solías jugar con él cuando eras pequeño. Quiero que te lo quedes. Es poca cosa a cambio de una parte de tu hígado, pero…
–Gracias –lo interrumpió Antonio–. Me lo quedaré hasta que estés recuperado del todo. Sé el cariño que le tienes… –añadió, tragando saliva antes de darle un rápido abrazo–. Además, en cierto modo, este hígado también es tuyo.
–Eres un chico extraño –Enrique sacudió la cabeza–. Carlos, también tengo algo para ti, hijo –dijo luego, ofreciéndole una cajita de terciopelo negro.
Carlos no tenía que abrirla para saber lo que había dentro: el anillo de su madre, un anillo de platino hecho para una reina. Hecho para Lilah.
La esperanza que vio en sus ojos cuando aceptó casarse con él lo había hecho sentirse como un canalla. Él no era el héroe romántico con el que Lilah parecía soñar, un defecto del que era consciente desde el principio. Pero ya era demasiado tarde para protegerla. Estaban atados el uno al otro por la frágil vida que llevaba dentro y haría todo lo posible para que nunca se diera cuenta de que había hecho un mal negocio.
Tras tomar la cajita, Carlos se volvió hacia Lilah con un tesoro digno de un rey en las manos.