I
Me cité con Eduardo Casal en el momento adecuado. Yo había decidido salir el próximo verano al extranjero o adonde fuera con tal de no pasarlo en Madrid, no por los calores inhóspitos que abrasan la ciudad, que también, sino porque no quería desperdiciar el tiempo vendiendo lejías y detergentes en la droguería de mi padre, que sin consultarme había decidido que sustituyera al veterano dependiente Mateo Cruz en sus vacaciones estivales. Mateo llevaba doce años tras el mostrador de la droguería y, gracias a su permanente disponibilidad, mi padre podía mantenerla abierta durante todo el verano, lo que le permitía ganar unas pesetas para redondear los beneficios del negocio. Es cierto que Madrid en verano se queda vacío, pero como son muchas las droguerías que cierran, las pocas que permanecen abiertas, sin llegar a forrarse, resultan rentables. Eso al menos dice mi padre. Mateo es canario de Tenerife y lleva cuatro años sin coger vacaciones y tiene todo el derecho del mundo a disfrutarlas, un derecho que en esta ocasión se ha convertido en necesidad después de la última carta de su madre contándole que se ahogaba con los frecuentes ataques de asma. Me cuesta respirar, escribía, abro angustiosamente la boca buscando un aire que no encuentro. Cuando estoy bien me angustio solo con pensarlo y me provoca agobios de ansiedad. Las Canarias están lejos y Mateo precisaba de dos meses, julio y agosto, para que le compensara el viaje desde Madrid a Málaga en tren y desde allí en barco hasta Santa Cruz. Me enteré del verano que me tenían reservado mis padres una tarde mientras colgaba con chinchetas un mapa físico de España en el pasillo de casa, cerca del cuarto de estar donde comentaban mi destino veraniego. Lo había diseñado mi padre y lo discutía con mi madre. A los dos les parecía una buena idea que ayudara en la droguería sustituyendo a Mateo en combinación con otro de los dependientes, aunque mi madre logró mejorar las primeras condiciones liberándome de trabajar los viernes por la tarde y el sábado entero, así podría hacer deporte, ir ocasionalmente a alguna piscina y salir con los amigos que quedaran en Madrid. Después de una breve pausa añadió: eso si no suspende ninguna asignatura, si suspende las condiciones serán por fuerza diferentes.
—Bueno, con eso y diez días de vacaciones en La Coruña puede estar contento. Si nos atenemos a lo hablado con él parece que lleva buenas notas en los exámenes parciales y no teme suspender. Sin llegar a la altura de Clara, Julio es buen estudiante.
—No podemos quejarnos —añadió mi madre.
Que mis padres me comparen con mi hermana Clara me repatea y ellos lo saben, pero lo siguen diciendo con el argumento de que es para estimularme. No se enteran de que produce el efecto contrario. Es cierto que Clara es diez veces más inteligente que yo, pero no tienen por qué repetirlo constantemente como si fuera una jaculatoria. Además cada uno es inteligente a su manera, las inteligencias son tan variadas como las formas de los peces, decía mi profesor de matemáticas del bachillerato, y creo que tenía razón.
Todos los años, desde hace cuatro, hemos pasado dos meses de vacaciones en La Coruña. Papá va solo los fines de semana dándose una paliza de muerte en el tren expreso que siempre llega con retraso. A veces, de horas. Mamá se echa un montón de amigas que lo cotillean todo, la mayoría son de Madrid, aunque no faltan las coruñesas y de otras partes de Galicia. Veranear en La Coruña resulta elegante, además con suerte puedes ver pasar la caravana de los coches de Franco protegida por la guardia mora en traje de faena e incluso con las capas de gran gala en la plaza de María Pita cuando visita de forma solemne el Ayuntamiento coruñés. Clara se enreda en fugaces coqueteos veraniegos sin llegar a la categoría de novios, buena es ella. Yo tonteaba con diferentes chicas que iban marcando los límites de mis exploraciones en sus anatomías corporales. En el baile sus comportamientos cambiaban, se acercaban bastante en los boleros como Solamente una vez amé en la vida, pero sobre todo se derretían con el Bésame mucho como si fuera esta noche la última vez; era el preferido de todas. Después no besaban un carajo. Preferían pensarlo y soñarlo a hacerlo. En eso consistía su romanticismo. Recuerdo cómo se me pegaba Laura hasta hacerme sentir el choque de sus muslos sobre los míos. Y después nada. Tuve la mala suerte de no encontrar a ninguna de esas que aceptaban los besos en la boca y el morreo a la semana de salir y te dejaban acariciar la espalda bajo la blusa. Incluso conocían los rincones donde hacerlo sin sobresaltos. Siempre ocultos y oscuros, claro. Laura cambió de repente en lo de acercarse. Se lo cuento para que observen el cambio; mi profesor de filosofía de sexto llamaría a esos cambios: metamorfosis. Le encantaba la palabra, pronunciaba separando las sílabas, me-ta-mor-fo-sis, y después decía el significado: mudanza que hace una persona de un estado a otro; como de avaricia a liberalidad. En Laura se había operado una verdadera metamorfosis. De relativamente abierta a estrecha. Descubrí por los amigos una sala de baile que acababan de abrir llamada La Fantasía de Eros. Parece que al principio en el Ayuntamiento rechazaron el nombre, pero el dueño era amigo de un pez gordo de Falange y terminaron por aceptarlo con la oposición cerrada del canónigo de la Colegiata encargado de asesorar al municipio en cuestiones de moral y costumbres. El canónigo argumentaba, con el Diccionario de la Real Academia en la mano, que en la primera acepción de la palabra Eros, decía: «Conjunto de tendencias e impulsos sexuales de la persona humana.» Resultaba evidente para el canónigo que las palabras Fantasía y Eros juntas como nombre para una sala de fiestas era una llamada al vicio y al pecado. Sus razonamientos sembraron dudas entre los miembros de la corporación encargados de admitir los nombres de los establecimientos, por eso fue determinante para la favorable resolución final la recomendación del pez gordo de Falange. Tan gordo que acompañaba al Caudillo a pescar atunes a bordo del yate Azor. ¡Imagínense si sería gordo el tío! De lo más.
La Fantasía de Eros estaba cerca de la playa del Orzán. Tocaban boleros, ritmos melódicos, tangos solo cuando los más bailones lo pedían y el estrepitoso rock and roll, rocanrol, lo último que había llegado de los Estados Unidos a través de la voz y las contorsiones de Elvis Presley, un tipo que las enloquecía. El tango tiene los movimientos muy exigentes y cuando se hace bien resulta perturbador incluso para los que miran, un vistoso espectáculo, artístico y salvaje a la vez. He leído que, según un escritor argentino llamado Jorge Luis Borges, el baile del tango era la síntesis suprema del erotismo. Puede ser. Apenas he visto bailar tangos por expertos. El bolero lo baila cualquiera, pero el tango exige una cierta profesionalidad elástica. Se balancean como si fuera a estirarse él sobre ella cerca del suelo, en unas acrobacias que no veas. Elvis Presley, aparte del rocanrol, interpreta melodías románticas como para morirse. Su canción, Love me tender, ámame tiernamente o ámame con ternura, forma parte del repertorio habitual de la orquesta de La Fantasía de Eros. Es romántica hasta decir basta y estimula los acercamientos. A las chicas les encanta. Con Elvis se puede pasar del rock al terciopelo melódico. ¡Un fenómeno, Elvis! El Bésame mucho lo repetían con fruición, lo tocaban siempre después del Si tú me dices ven lo dejo todo. Parece que la orquesta tiene el orden muy estudiado para despertar emociones crecientes en las tías, y se entreguen, por el acaloramiento, al agarrado intenso. No todas son iguales, por supuesto, algunas resisten más que las murallas de Jericó. He dicho que lo de Laura fue a peor porque lo sufrí. Como alumna del colegio del Sagrado Corazón le parecía el nombre La Fantasía de Eros un poco atrevido y subido de tono, pero le gustaba por su tufillo transgresor y vicioso, las tías son así, les gusta moverse en los ámbitos eróticos de las incertidumbres. A media luz y todo a media luz. Antes de la cita pasé las horas pensando en el modo de mezclar mis piernas con las suyas al bailar. Si mi hermana Clara no fuera tan estrecha incluso ensayaría con ella las estrategias de una mayor aproximación, pero ¡qué va!, baila como si sus brazos fueran las torres de Hércules, se los planta delante a los tíos para mantenerlos a raya. Domina a la perfección esa técnica. El verano que llega es posible que cambie, ya no es una adolescente, termina primero de Medicina y cumple los diecinueve en agosto. Nos llevamos poco más de un año, yo cumplo veinte dentro de unos días, en mi caso es fácil recordarlo por el cambio de década, nací en 1940 y estamos en el 60, en el 70 cumpliré 30 y así. A veces pienso que en el 2000 tendré sesenta si no me lleva por delante una enfermedad, un accidente o lo que sea. Envejecer es cuestión de resistir vivo. La juventud pasa; la vejez, una vez que llega, permanece, y es irreversible hasta la estocada final que siempre llega. Dicen que los veinte son los mejores años de la vida y por eso quiero salir al extranjero, me atrae lo desconocido y vivir nuevas experiencias y, ¿por qué no?, aventuras. Eso es, aventuras. He leído que las extranjeras son más libres en lo del sexo porque no creen en el pecado, tampoco creen mucho en el infierno y en todas esas cosas que tanto nos predican los curas. Son unos pesados, no saben hablar de otra cosa. Los curas. Les encanta hablar del sexo y sus alrededores. ¿Dónde la acariciaste? En los muslos. ¿En qué parte de los muslos, hasta dónde llegaste? La dimensión del pecado se medía en función del sitio de la piel donde habías puesto la mano. La pista redonda de La Fantasía de Eros se iluminaba combinando luces azules, rojas y verdes disparadas desde unos focos colocados en el techo. Verdaderos latigazos de colores. En la publicidad que hacían en el periódico informaban de que era lo más avanzado en luminotecnia que se podía ver en España. Bajo aquel torbellino de luces salí a bailar dispuesto al asedio de Laura, pero la tía desde los primeros pasos se parapetó como si fuera mi hermana, manteniéndome lejos, los muslos inalcanzables para mis rodillas, a pesar de que era bastante más alto que ella. Un comportamiento muy distinto al de ocho días atrás cuando se me pegó como una lapa. Bailar así era como pedalear en una bicicleta sin cadena, un esfuerzo inútil. Agotador. Se lo dije.
—¿Nos sentamos? —le propuse mientras le tiraba del brazo hacia la mesa. Más que una proposición era una decisión y ella lo entendió como un alivio.
Previendo que se lo preguntara, fue Laura la que me explicó el motivo de su cambio de actitud. Debí decírtelo antes y no aceptar venir aquí, pronunció con el tono de las disculpas. No volveré, afirmó con rotundidad. Me contó que había pasado tres días de Retiro Espiritual en el convento de monjas de la Asunción dirigidos por dos curas relativamente jóvenes, y muy modernos, que nos enseñaron dónde está el Camino de la verdadera felicidad. Y no volveré a apartarme de Él.
—¿De qué os hablaron?
—De la necesidad de seguir a Jesús para ser auténticamente felices. Del gran valor de la virginidad. De la fuerza de la pureza. Del cuerpo como templo del Espíritu Santo. Del sufrimiento y el sacrificio que tanto agradan al Señor, de ahí la redención por la cruel muerte del Hijo. Nos leyeron fragmentos de un libro maravilloso, se titulaba, ¿cómo se titulaba? Lo traigo aquí apuntado.
Sus palabras sonaban como una profanación en una sala de fiestas que se llamaba La Fantasía de Eros. Eran frases para decirlas en un convento, en el claustro de un monasterio o algo así, pero no iba a pedirle que se callara. Yo alucinaba. En el fondo tenía morbo oírla allí.
Abrió el bolso, sacó un papel y leyó el título del libro: Energía y pureza de Tihamer Thot. No sé si habré escrito bien el nombre del autor, se trata de un obispo húngaro o de por ahí. Lo apunté para comprarlo, nos dijeron que convenía leerlo con frecuencia. Tenerlo en la mesilla de noche como libro de cabecera. Perdona que aceptara tu propuesta de venir aquí, no debí hacerlo, ya que no podré bailar como a ti te gusta. Siento que he nacido para cosas mayores.
—Has escrito bien el nombre y mal el apellido del autor del libro —le dije—. No es Thot, es Tóth con acento en la «o» y una «h» final, no sé por qué lleva acento, pero lo lleva, será por alguna norma de la gramática húngara.
Cogí el papel, borré con una raya lo que tenía escrito y lo escribí bien. Tóth.
—¿Conoces ese libro?
—Sí, por supuesto. Nos lo leían con frecuencia en el bachillerato y en Preu. Estudié con curas. ¿Qué te impresionó de lo que te dijeron para dejar de bailar como bailabas?
—Todo lo que te he dicho. Tengo claro que no volveré a bailar. Quiero que sepas que tampoco solía hacerlo como el otro día contigo. Por la noche no pude dormir a causa de los pensamientos que me llenaban la cabeza. Estuve al borde de consentirlos, pero los vencí. No debía decírtelo, pero te lo digo. No volveré a bailar de aquella manera y acabo de decidir que no volveré a bailar. Las razones son muchas y no sé explicártelas. Las cosas que se sienten no necesitan explicación. Y me considero incapaz de hacerlo, de explicarlo bien, llegas a un punto en que no encuentras las palabras, tal vez porque no hay palabras. El alma tiene muchos más sentimientos que el diccionario palabras. Nos lo decía uno de los curas que nos dio los ejercicios. ¿Entiendes?
—Entiendo.
Abrió de nuevo el bolso para guardar el papel con el nombre de Tihamer Tóth bien escrito. Al guardarlo pude ver un fascículo de unas quince o veinte páginas titulado Santidad y Pureza. Al principio, no quería enseñármelo, pero ante mi insistencia, cedió. Lo abrí por una página al azar, la trece. Comenzaba con un párrafo de seis líneas firmado por el padre Ángel Ayala, famoso jesuita, decía después del nombre; yo no sabía por qué era famoso, pero me sonaba no sabía de qué, tal vez porque decía que era famoso pensé que me sonaba. Esas cosas ocurren. Lo leí primero para mí y después comencé a leerlo en voz alta. Laura me interrumpió, pero después permitió que lo leyera pensando que su lectura me ayudaría a comprenderla, aunque fuera a la luz pecaminosa de aquella sala. Leí en voz baja para que no me oyeran los de al lado, en aquel momento no tocaba la orquesta.
El famoso padre Ayala, escribía: «Los términos bailadora y virtuosa son incompatibles. ¿Cuándo no lo serán? Cuando la que baile lleve un buen cilicio. Cuando, mientras baile, esté meditando en la Pasión. Cuando su compañero en vez de piropearla rece jaculatorias. Cuando en vez de tocar la orquesta un tango, toque el Tantum ergo. Como eso es imposible, también es imposible ser virtuosa y bailadora.»
¿Cómo pudo escribir esto el famoso jesuita padre Ayala? Parodiando a Ortega y Gasset se puede afirmar que todos somos víctimas de nuestras circunstancias. Vivimos bajo los púlpitos y los campanarios, pensé.
Pensarán que es surrealismo puro lo que les estoy contando, pero sucedió tal como se lo cuento. De verdad. Lo juro. Lo cierto es que no sé por qué lo recuerdo ahora. ¡Ah sí! Porque sucedió el último verano. Laura tenía diecisiete años y no sé lo que habrá sido de su vida en estos meses, nunca lo pregunté, tal vez se haya metido a monja. Lo más probable. Con tales arrebatos se puede terminar haciendo cualquier cosa. Lo cuento para que comprendan por qué el próximo verano quiero largarme al extranjero y vean que tengo razones para hacerlo. Necesito nuevas experiencias. No es que no me guste La Coruña, me gusta y además no todas las chicas son como Laura, pero pasar el resto del verano vendiendo esponjas y lejías es algo que me revienta. Además quiero salir fuera porque en junio terminaré segundo de Periodismo y necesito perfeccionar el francés y avanzar en el inglés. Los idiomas, como todas las cosas, se pueden aprender estudiando, pero se necesita la práctica para conocerlos a fondo y hablarlos con soltura. Eso dice mi madre, que es profesora de francés en el colegio de las Carmelitas de Cuatro Caminos, y lo habla a la perfección porque vivió un tiempo en Marsella con unos tíos. De pequeños, a nosotros siempre nos hablaba en francés y ponía voces diferentes para acostumbrarnos el oído a los distintos acentos, además, de pequeño yo también pasé tres veranos en Marsella con la familia. Puedo decir que mi francés es aceptable, incluso bueno. La decisión de practicar idiomas, especialmente el inglés, será el argumento definitivo para que mis padres me dejen salir y olviden lo de despachar en la droguería en donde no aprendería nada útil. Seguro que a mi madre la convenceré a la primera por lo que les acabo de decir. Ella, que es un poco visionaria, sostiene que los idiomas serán clave para el futuro cuando España salga un poco fuera de sí. Sé y no sé lo que significa la expresión cuando España salga fuera de sí, por eso no la voy a explicar, es preferible que lo adivinen y lo entiendan como les dé la gana. Inauguramos una década nueva sobre la que se hicieron pronósticos muy positivos. Comienzan los sesenta, clamaban con gran énfasis los locutores de Radio Nacional después de las campanadas de las doce uvas en el reloj de la Puerta del Sol. En los pasillos de los rumores clandestinos aseguraban que Franco tenía una enfermedad rara en los intestinos y moriría antes de finalizar la década, pero nadie se atrevía a proclamarlo en voz alta y menos a escribirlo. La censura tampoco lo permitiría. ¡Buenos son los censores! Quiero irme fuera y viajar por Francia, Inglaterra, Alemania o por donde sea, pero no sé cómo hacerlo, aunque ya he encontrado el argumento convincente para que mis padres me dejen ir e incluso me animen y ayuden en lo que puedan. No les sobra dinero porque han gastado demasiado en la reforma y ampliación de la droguería, pero vivimos bien, aunque sin excesos. Los idiomas son la base para convertirnos en ciudadanos cosmopolitas, es otra de las frases preferidas de mi madre cuando se pone estupenda. Le chifla ponerse estupenda. Le gusta mucho la expresión pensamiento cosmopolita, una influencia evidente de las lecturas de Ortega y Gasset. Salir fuera equivalía a aprender idiomas y a decir lo que querías. Y ver películas sin censura. Los periódicos franceses atacan a sus ministros que no veas e incluso los hay que se atreven con el general De Gaulle. ¡Que ya es decir!
Escribí al principio que encontré a Eduardo Casal en el momento oportuno. No fue exactamente un encuentro sino una cita. Le comenté a Ricardo, mi compañero de asiento en la clase de redacción periodística, que quería ir a trabajar al extranjero en verano, que no me importaba el país, que estaba dispuesto incluso a marchar a Rusia o a sus países satélites si lo permitieran, aunque prefería Inglaterra. Le extrañó, ya que son muy pocos los universitarios españoles que salen fuera a excepción de los ricos, esos incluso se permiten el lujo de ir a Nueva York, a Boston o a donde quieran. Las chicas bien, las ricas de verdad, suelen ir a exclusivos colegios de Suiza en donde montan a caballo, aprenden idiomas, repostería, decoración, protocolo y cosas así. Para una chica bien, antes era imprescindible el piano y tocar con soltura el Para Elisa de Beethoven, ahora no. Los tiempos cambian. Desconozco la utilidad del protocolo. Un día hablándolo con amigos, uno lo aclaró diciendo, medio en broma medio en serio, que era para que supieran comportarse si las invitaban con el príncipe Juan Carlos y gente de esa. En tales casos supongo que será muy conveniente saber protocolo para moverse ante ellos de forma adecuada. La verdad es que no conozco a ninguna de esas, con las dos o tres que hay en Periodismo nunca he hablado. Soy muy suyas, muy exclusivas. Pijas de lo más. Huelen a perfumes caros.
—¿Cómo distingues a las ricas?
—Por el perfume. —Lo leí en una novela, y es cierto, o es cierto en buena parte.
Por mucho que me digan que el dinero no da la felicidad y todo ese rollo, la pasta es la pasta y a mí que no me lo discutan. Yo solo podré salir al extranjero si encuentro algún trabajo, no me importa en qué, lavando platos en un hotel o cargando carne en algún mercado central. Y ¡qué casualidad! Ricardo tenía un amigo cordobés como él que había estado el año pasado en un hotel de Liverpool haciendo camas y quería volver a Inglaterra para seguir practicando inglés y otras cosas. Lo de otras cosas lo dijo con un retintín tan malicioso que no necesitaba aclaración.
—Lo llamaré por la noche a la pensión de Guzmán el Bueno y veré el modo de que os encontréis mañana —me propuso Ricardo.
—Estupendo. Para vernos mejor si es por la tarde, por la mañana tengo varias clases —contesté.
—¿Dónde vives? Para buscar un sitio cerca.
—En Fuencarral, cerca del metro de Bilbao —dije lo del metro de Bilbao porque las estaciones del metro son la mejor orientación para establecer citas. Se encuentran con facilidad y, si preguntas, todo el mundo sabe indicarte dónde están. No conocerán el nombre de la calle de al lado, pero el nombre del metro, sí.
—Te telefonearé cuando sepa algo. Creo que esta tarde a última hora podré hablar con él y te llamo.
—De acuerdo.
Estuve esperando su llamada a partir de las ocho de la tarde, cada vez que sonaba el teléfono me levantaba corriendo pensando que sería Ricardo. De las primeras cuatro llamadas, dos fueron para Clara, una para mi madre y la otra, una confusión. Mi madre me veía nervioso porque contra la costumbre me levantaba corriendo a coger el teléfono cada vez que sonaba y me preguntó si esperaba la llamada de una chica. Le contesté que no, pero no le expliqué de qué se trataba, quería decírselo cuando tuviera los papeles firmados y no pudieran impedir que cumpliera las exigencias del contrato para trabajar en el extranjero. Pacta sunt servanda, solía decir mi padre, aunque solo había estudiado primer año de Derecho. Justo a las diez, la única llamada que no cogí yo, fue la de Ricardo.
—Hablé con Eduardo Casal y espera la respuesta —dijo—. Si no te va mal, propone que os veáis mañana a las seis y media de la tarde en el café Comercial junto al metro de Bilbao. Para que lo reconozcas me dijo que estaría en la barra leyendo un periódico.
—¿Qué periódico?
—Me dijo un periódico, sin especificar cuál. Lo reconocerás fácilmente, además tampoco hay tantos tíos leyendo periódicos en una barra de café. Es alto, un poco más que tú, suele llevar un jersey verde y es ligeramente rubio, con algunas pecas, tampoco muchas. No tendrás problemas en reconocerlo.
Le di las gracias y colgué.
Cuando llegué a las seis y cuarto de la tarde, Eduardo Casal ya estaba allí leyendo el diario Informaciones, el mejor periódico de la tarde según nuestro profesor de confección. Efectivamente, el jersey era verde. Sonreímos, nos saludamos y fuimos a sentarnos a una mesa del fondo, junto a la tertulia de los poetas en verso libre. En el Comercial hay bastantes tertulias literarias, aunque no son tan famosas como las del Gijón, adonde acuden novelistas y poetas consagrados que consideran ese café como su Olimpo particular. Se creen pequeños dioses con devotos que van a verles y mientras toman café les rinden culto y pleitesía. El Café Gijón es una pecera literaria con peces de todos los colores y tamaños. Un arcoíris de vanidades verbales. Después de sentarnos no fuimos directamente al grano, al asunto que nos reunía, convenía conocernos antes un poco. Saber, por encima, quién era cada uno por si había alguna incompatibilidad a primera vista, un rechazo de piel o de alma. Me preguntó cómo me llamaba porque Ricardo no se lo había dicho. Julio Prado Verdera, respondí. No esperó a que le diera más detalles, a continuación me contó que cursaba tercero de Derecho y que tenía atravesado el penal dos, el de los delitos y la duración de las penas con los atenuantes, agravantes y todo ese rollo que constituye un verdadero galimatías. Además cambian la duración de las penas y la tipificación de los delitos cuando y como les viene en gana por conveniencia política. A pesar de eso, esperaba aprobarla en junio. Si no aprobaba todas las asignaturas, adiós verano. Su padre era abogado ejerciente en Córdoba, tenía un bufete en la plaza de Las Tendillas, y no le pasaba la más mínima en lo referente a los estudios. Resultaba agobiante tenerlo siempre encima y sobre todo conociendo como conocía las asignaturas de la carrera. No sería lo mismo si el padre regentara una tienda de ultramarinos, fuera veterinario o ganadero de reses bravas. No le gustaba el derecho, pero no le permitieron romper la tradición familiar. Cuatro generaciones de abogados, él sería la quinta. Toda una saga cordobesa de picapleitos. Me aclaró que a pesar de las cuatro generaciones nunca habían tenido un despacho importante, en eso eran muy suyos sus antepasados, jamás aceptaron tener pasantes, ellos se lo comieron y se lo guisaron, querían controlarlo todo directamente y no complicarse la vida. Les daba para vivir bien y para seguir por las plazas de toros de Andalucía a los grandes maestros cordobeses. Los verdaderos califas de Córdoba. Eran conocidos en las tertulias taurinas por su pasión discutidora, a la que entregaban la mitad de la tarde. Mi padre vio la cogida mortal de Manolete en Linares y estuvo dos meses sin salir de casa por depresión aguda. Yo era pequeño, tendría unos siete años y lo recuerdo todo con una precisión pavorosa. Mi padre deprimido y mi madre llorando todo el día por la depresión de mi padre. Como para suicidarse. Juré un rechace total al mundo de los toros. Lo mantuve, que tratándose de Córdoba tiene su mérito y su aquel. Eduardo hablaba con soltura sembrando de anécdotas graciosas lo que me iba contando para darle más colorido. Nos reímos mucho.
—Julio, ya lo sabes casi todo de mí, ahora cuéntame algo sobre ti ya que vamos a ser compañeros de viaje —dijo lo de compañeros de viaje, aunque todavía no habíamos comentado nada sobre la posibilidad de viajar juntos, ni adónde queríamos ir.
—No creo que lo sepa casi todo de ti, más bien no sé casi nada —contesté—, pero tendremos tiempo de sobra para irnos conociendo entre los viajes y la estancia en el lugar adonde vayamos, porque tenemos que ir juntos al sitio que sea. —Se lo dije porque me caía bien por su guasona manera de hablar.
—Está bien, pero ahora te toca a ti decir por lo menos algo de lo que haces y quién eres.
Comencé contándole que estudiaba Periodismo sin entusiasmo, porque lo que verdaderamente me atraía era ser escritor y últimamente guionista de cine. Había asistido a un seminario de dos meses en la Escuela de Cinematografía sobre la importancia del guion como base de la industria cinematográfica y me encantó. El reconocido guionista de Hollywood Philip Epstein, que había venido desde Los Ángeles para dirigir el seminario, repetía constantemente que un mal director puede estropear un buen guion, pero nadie puede hacer una buena película sobre un mal guion. Casablanca se rodó improvisando el guion, pero en la improvisación pusimos trabajo y talento, y todo el mundo reconoce que nos salió perfecta. Con esta afirmación incontestable el guionista de Casablanca cerraba sus intervenciones. Talento, trabajo e imaginación era el resumen de su catecismo estético. Explicaba con precisión los trucos para crear interés en los espectadores y los métodos para hacer ágiles los diálogos. Hay guiones, afirmaba, que son obras literarias de primer orden. Y concluía: estoy seguro de que no está lejos el día en que el Premio Nobel de Literatura se lo concederán a un guionista de cine.
—Perdona —corté dirigiéndome a Eduardo— me he enrollado y cuando me enrollo suelo perderme en detalles inútiles. Vamos a hablar de lo que nos interesa, de cómo largarnos de aquí el próximo verano y adónde. Me dijo Ricardo que tú tienes experiencia.
—¿Por qué estudias Periodismo sin entusiasmo? —preguntó sin hacer caso de lo que le había dicho.
—Como no se puede vivir de escribir novelas y ya no digamos de escribir poesía, intentaré ganarme la vida con el periodismo, haciendo sucesos o exaltando la gestión de los ministros o de quien sea. Por echar incienso que no quede. Ser corresponsal en el extranjero me gusta, es lo que preferimos los estudiantes de Periodismo, pero resulta casi imposible lograrlo. Hay muy pocas plazas y ya están ocupadas por profesionales de larga trayectoria. Mis padres se oponían con firmeza a que estudiara una carrera de bohemios que pasan el día, y principalmente la noche, fumando sin parar, tomando café negro como posesos y alcohol sin medida. No son gente seria, aseguraba mi padre con un convencimiento inamovible. Querían que estudiara Medicina, Derecho o cualquier otra carrera de provecho, no una de zascandiles como el Periodismo.
—No comprendo cómo pudiste salirte con la tuya, si tus padres pensaban así. A mí, me resultó imposible, como te conté.
—Se debió a una serie de casualidades —dije.
Dos meses antes de terminar Preuniversitario los colegios salesianos de la provincia del centro noroeste, que comprende desde Madrid hasta Galicia, parte de Castilla la Vieja y no sé cuántos sitios más, por encima de veinte colegios, una burrada así, convocaron un concurso de cuentos. Nos presentamos la tira, casi doscientos tíos, y va y me dan a mí el primer premio repartiendo también otros cuatro accésits de acompañamiento; lo celebré como si fuera el Premio Nobel, se enteró todo el mundo porque salió en los periódicos, me llovieron las felicitaciones y en el colegio me convertí en alguien importante. Mis padres se emocionaron y me abrazaban dando saltos como si les hubiera tocado la lotería. El acto de entrega se celebró en el Teatro Español, cedido para lo ocasión por el Ayuntamiento o por quién fuera. Asistieron los máximos responsables de los salesianos y no sé cuántos invitados de postín —entre ellos el laureado poeta y dos veces director de la Real Academia Española, don José María Pemán, que fue muy aclamado a la llegada—, pero quien se llevó las mayores reverencias y los aplausos interminables fue el Patriarca de las Indias Occidentales y obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo y Garay. ¡Cómo vestía! Mejor que diez pavos reales juntos. Se sentó en un trono con un dosel, creo que de púrpura, situado por encima de todos los demás. Comprendí que era mucho más importante que don José María Pemán cuando el poeta se arrodilló para besarle el grueso pedrusco ámbar del anillo que llevaba en el dedo anular de la mano derecha. El poeta Pemán entregó uno de los accésits, otro, el provincial de los salesianos, y quienes entregaron los dos restantes debían de ser también gente notable porque el presentador del acto les dio el tratamiento de Excelentísimo Señor. A mí me llamaron el último porque era el primero, el gran premiado; me lo entregaba el Patriarca de las Indias Occidentales, el tal Eijo y Garay, me habían advertido, e incluso me hicieron ensayar una genuflexión al llegar junto al trono, inmediatamente antes de recoger el premio, y otra antes de retirarme después de haberlo recogido. Me acerqué temblando, estaba muy nervioso y eso que mi madre me había obligado a tomar tila para relajarme, si no llega a dármela me caigo por el camino. Le hice una genuflexión impecable, me levanté y cogí el diploma que me entregaba, después me puso la mano en la cabeza y comenzó a decirme cosas en tono confidencial, pero la emoción no me dejó entender lo que me decía. Debían de ser cosas muy sublimes sobre Dios y todo eso. Olvidé hacerle la genuflexión al retirarme, pero nadie se dio cuenta. Hubo discursos. De gran altura lírica el del poeta Pemán, así lo siguieron calificando los salesianos varias semanas después. El Patriarca de las Indias Occidentales, Eijo y Garay, habló con gran hondura espiritual, según el presentador. Yo tuve que pronunciar unas pocas palabras de agradecimiento que había aprendido de memoria bajo la tutela del maestro de retórica. Me aplaudieron mucho.
Las ilustres personalidades hicieron un aparte en torno al Patriarca de las Indias Occidentales. Cuando llevaban un rato hablando, el provincial de los salesianos nos invitó a mis padres y a mí a unirnos al grupo. El presidente del jurado que había otorgado los premios les comentó que había escrito un cuento alegórico y misterioso, en una prosa muy limpia y brillante, impropia de un joven de mi edad. El Patriarca de las Indias Occidentales se dirigió a mí pidiéndome que les contara el tema, porque el título de El pez que crecía demasiado se prestaba a muchas suposiciones. «Unos niños —les conté temblándome la voz— cogieron un pequeño pez que había saltado a la arena en la orilla del río y corría el peligro de asfixiarse fuera del agua. Lo metieron en un cubo, pero el pez empezó a crecer y a crecer y no cabía en el cubo, lo llevaron a un estanque y siguió creciendo hasta no caber en el estanque, lo trasladaron a un pantano y ocurría lo mismo, después a un lago y lo mismo. No hubo otra alternativa que llevarlo al mar.»
—Una gran alegoría o más bien una parábola —comentó don José María Pemán.
—Es la metáfora de que el espíritu del hombre solo puede vivir cuando se entrega a la inmensidad de Dios —añadió el Patriarca de las Indias Occidentales.
Celebraron la aguda observación del obispo de Madrid-Alcalá, patriarca Eijo y Garay, y añadieron algunas nuevas, incluso uno de los presentes que había sido miembro del jurado le buscó parecido con las historias de Kafka.
—¿Conoces a Kafka, el gran escritor de Praga? —me preguntó.
Le dije que no, que no le conocía, que nunca había oído hablar de él, ni de ningún escritor que tuviera relaciones con Praga. Pensé que ninguno de los presentes, con la excepción del poeta Pemán, que lo calificó de escritor hermético y oscuro, sabía quién era el tal Kafka. Por eso carecía de importancia que yo no lo supiera. Estaba francamente asombrado de los significados que le atribuían a mi cuento porque yo me había limitado a escribir una historia imaginaria y que consideré bonita. Mis padres desprendían una sonrisa de satisfacción que les desbordaba la boca y les iluminaba la cara. El excelentísimo señor que había entregado el último de los accésits me preguntó qué pensaba estudiar, le respondí que no lo tenía claro, algo relacionado con la historia, con la literatura, tal vez Derecho. También he pensado en hacer Periodismo, le dije. Pues tienes que aclararte pronto, te queda poco tiempo para decidirte, añadió el que me había preguntado. Fue cuando intervino el laureado poeta Pemán con la voz de dar consejos:
—Si escribes tan bien como han dicho debes hacer Periodismo. En tu caso Periodismo parece lo más indicado.
—Es una buena idea. Necesitamos periodistas cristianos comprometidos con la Iglesia y con la Verdad, como pide don Ángel Herrera —concluyó el Patriarca.
Mis padres aceptaron el veredicto y ya no volvieron a hablarme de los periodistas como seres bohemios, adictos al tabaco, al café negro, al alcohol y a la mala vida. Preparé el examen de ingreso en la Escuela Oficial de Periodismo, lo aprobé y aquí me tienes. Harto.
—Vamos al grano —propuse.
Eduardo conocía los pasos a seguir para pasar un verano interesante en Inglaterra. No quería repetir la experiencia de lavar platos en un hotel, ni la de limpiar baños o hacer habitaciones como el verano anterior. Le gustaría probar en los campos de trabajo de la NUS. Me explicó que la NUS, National Union Students, era la confederación de los sindicatos ingleses de estudiantes universitarios y había que tramitar los papeles a través de sus oficinas, pero que no podía hacerse directamente y nosotros solo podíamos hacerlo a través del SEU, Sindicato Español Universitario, el sindicato falangista obligatorio. Yo nunca había considerado el SEU como obligatorio, ni siquiera como sindicato; me parecía una exigencia burocrática para matricularse. Tampoco sabía que fuera un sindicato falangista, los falangistas no me gustan un pelo. Me molesta que vayan siempre sacando pecho. En la Escuela de Periodismo hay cinco o seis ejemplares que hacen rancho aparte. La más fogosa es una tipa con el nombre de Lula, que un día saltó fuera de sí porque la llamaron Pasionaria. Fue como si le colocaran un collar de serpientes. Nos acojonó a todos con sus gritos y la manera de gesticular. Parecía salida de una película del neorrealismo italiano. ¡Qué tía!: «No me vuelvas a comparar con esa asesina —gritaba—, esa puta atea que tanta muerte y tanto odio provocó a los españoles de bien.» ¡La madre de Dios! No os imagináis cómo gritaba la tipa.
Tres días después, a las cinco de la tarde, estábamos en las oficinas centrales del SEU situadas en un edificio de la Glorieta de Quevedo. El portero vestido con la camisa azul falange nos envió al segundo piso después de informarle a lo que íbamos. Preguntamos a una de las recepcionistas del recibidor, también vestida con blusa azul, y nos indicó que siguiéramos por el pasillo central hasta el penúltimo despacho a la izquierda. La puerta estaba abierta y entramos después de dar dos golpes en ella y preguntar si se podía. Los tres oficinistas o lo que fueran dijeron al mismo tiempo: pasad. Nos identificamos como estudiantes enseñando el carnet del SEU. Resultaron ser unos tíos muy amables, vestían camisas claras desabrochadas porque hacía calor. Nos dijeron que cursaban tercero de Económicas y que su trabajo allí era como cualquier otro. Nos extrañó que nos dieran esa explicación, pero nos abstuvimos de hacer comentarios. Les expusimos lo que pretendíamos, y uno de ellos, el único que sabía de qué iba la cosa, comentó que teníamos suerte porque tres días antes había llegado una oferta de la NUS con cinco plazas para universitarios españoles en una granja llamada Rookery Farm, en el condado de Norfolk, y esperaban tener más información acerca de Rookery Farm antes de una semana. Saber el tipo de trabajo a realizar, lo que pagaban, lo que había que pagar por la estancia, los horarios y cosas así.
—Supongo que pagarán más de lo que tenemos que pagar, si no, menudo negocio —comentó Eduardo.
—Por supuesto. Eso siempre —replicó el que sabía de qué iba la cosa, y siguió—: Si queréis, puedo reservaros ya dos plazas antes de conocer los pequeños detalles.
Le contestamos que sí. Apuntó los nombres y al escribir el mío, Julio Prado Verdera, me preguntó si era Prado o Prada porque tenía un compañero de curso que era de Ibiza y se llamaba Prada Verdera. Le aclaré que el mío era Prado. En lo referente a Verdera no descartaba tener lejanos vínculos familiares en Ibiza, ya que, al parecer, un abuelo de mi madre venía de esa isla. De todos modos, comentó, ya es casualidad porque Verdera no es un apellido tan frecuente, a lo mejor tenéis un tatarabuelo común. Le preguntaré a mi madre de dónde le viene el Verdera. Esta circunstancia, que no era circunstancia ni nada, nos creó una cierta complicidad, incluso escribió su nombre en un papel con el teléfono de casa para aclarar cualquier duda que pueda asaltarnos. Me llamó la atención que utilizara el verbo asaltar en vez de tener, solo por ese ínfimo detalle di por supuesto que era un tipo culto. Siempre puede haber alguna duda que necesita aclaración, añadió. Se llamaba Manuel Pericás. Preguntó cómo pensábamos viajar y, al oír que una buena parte del camino la pensábamos hacer en autostop, sobre todo por Francia, nos recomendó sacar la tarjeta de la Red Española de Albergues Juveniles, que llevaba aparejada la Youth Hostel Federation, que nos permitiría dormir en los albergues juveniles del trayecto. Mucho más baratos que cualquier fonda o hostal de mala muerte, añadió. Nos la harían allí mismo, solo teníamos que llevar dos fotografías de carnet y la documentación con todos los datos personales, aparte de los académicos. Quedamos en volver cinco o seis días más tarde con lo que nos pedían para tramitar el papeleo.
—¿Sabéis si van chicas a esos campos universitarios? —pregunté con cierta timidez.
—Españolas, no. No van chicas españolas ni de los países mediterráneos. Van suecas, alemanas, inglesas y de por ahí. Dicen que se liga mucho. Las extranjeras no son tan rijosas como las nuestras. No tienen a los curas dándoles todo el día la tabarra con lo del pecado, la virginidad y el infierno. Si creyeran que por echar un polvo van al infierno, no echarían un polvo ni padiós. Como las de aquí.
Reímos. Nos sorprendió el comentario aunque no debiera sorprendernos. Se decía que entre los del SEU había ovejas negras e incluso se infiltraban ateos y comunistas, aunque lo disimulaban. Un tipo simpático este Manuel Pericás. No sé si sería comunista, pero muy piadoso no parecía.
Salimos encantados, nos esperaba un largo verano en un campo de trabajo para universitarios en Inglaterra. El verano de 1960 sería nuestro verano. Tomamos vino tinto con una ración de calamares fritos en el bar de la esquina, después fuimos a una librería a comprar mapas de carreteras de Francia e Inglaterra. Tenían el de Francia y si nos interesaba pedirían a una editorial de Barcelona el de Inglaterra, tardaría aproximadamente una semana en llegar si disponen de fondos en este momento.
—Creo —añadió el librero— que hicieron una tirada muy corta del mapa de carreteras inglesas en español por razones comerciales. No tienen mucha salida en el mercado. Casi se cuentan con los dedos de las manos los que van en coche a Inglaterra, porque además de la lejanía, allí se conduce por la izquierda.
Se dirigió a una estantería para entregarnos el de las carreteras francesas. Miró y remiró al tiempo que murmuraba «juraría que lo tengo», pero al cabo de un rato de infructuosa búsqueda se dio por vencido y nos dijo que tampoco tenía el de las carreteras francesas.
—Lo debió de vender estos días mi mujer, porque uno había o eso pienso. Perdonen —dijo a modo de disculpa.
No tenía por qué disculparse, pero lo hizo. Cuando dimos la vuelta y abrimos la puerta para irnos nos llamó para decir:
—Permítanme que les oriente. El mapa de las carreteras de Francia lo pueden encontrar en la librería que hay en la calle de San Bernardo cerca de la Gran Vía, en la parte izquierda. Es de un francés y suele tener esas cosas porque lo subvenciona el gobierno galo. Aparte de librero sospecho que es también agente de turismo de su país o espía, algo de eso debe ser. El de Inglaterra ignoro dónde lo pueden encontrar en Madrid, ya que es muy probable que existan pocos ejemplares. Estoy seguro que la mayor parte los envió el editor a Inglaterra para los sudamericanos que van a hacer turismo allí. Suelen ser ricos que alquilan coches, algunos con chófer incluido y en ese caso no necesitan mapa de carreteras.
Se quedó un rato en silencio y nos preguntó:
—Ustedes, ¿cómo piensan viajar?
—En autostop —respondimos a dúo.
—¿En autostop? —volvió a preguntar sorprendido.
—Sí, en autostop. Salimos a la carretera y cuando pasa un coche le pedimos que nos lleve. Aquí se hace poco, pero en Francia y por el extranjero es una costumbre muy extendida, sobre todo entre los estudiantes.
—Veo que son estudiantes que quieren viajar fuera. En ese caso creo que lo mejor será que vayan a la embajada inglesa y digan sin rodeos que necesitan un mapa de las carreteras de su país. Si los tienen se los darán gratis y encantados.
Para no perder tiempo decidimos acumular las gestiones en un una sola mañana. Primero acudiríamos a la embajada británica en busca de los mapas de carreteras y después resolveríamos el papeleo del SEU. Mientras caminábamos por la glorieta de Quevedo comentamos que debíamos planificar un calendario aproximado del viaje cuando tengamos todos los datos y los mapas para calcular las etapas y el tiempo que necesitaremos para plantarnos en Londres.
—Si salimos a finales de junio —dijo Eduardo—, nada más acabar los exámenes, tendremos tiempo de sobra para hacer turismo a lo largo de las rutas francesas y para acumular experiencias. —Y añadió—: las carreteras francesas pueden dar mucho de sí.
—¿Conoces la fecha de tu último examen? —pregunté—. El mío de historia contemporánea lo han señalado para el viernes 24 de junio.
—Es posible que yo termine también en esa fecha. El profesor Del Rosal los hace orales y al tener la letra C me tocará el segundo o tercer día, el 23 o como más tarde el 24. El mismo día que tú en el peor de los casos. Los otros las termino antes porque me presentaré en la primera vuelta.
A los cinco días volvimos con las fotos y los papeles necesarios a la central del SEU en la Glorieta de Quevedo. Fuimos por la mañana a las doce. Por la tarde asistiría a la proyección, en la Escuela de Cinematografía, de Las noches de Cabiria, de Federico Fellini, para analizar la originalidad de los diálogos y la estructura del guion. Me dijeron que tenía que intervenir con alguna pregunta, y me agradecerían que aportara sugerencias y un juicio crítico. Manuel Pericás, después de repasar papel por papel, nos dijo que todo estaba en orden y añadió que en las fotos Eduardo no salía muy favorecido, que yo era más fotogénico. Se lo agradecí. Habían recibido un folleto de Rookery Farm donde se especificaban las condiciones de la estancia y el trabajo a realizar. Tardó en encontrarlo porque lo había guardado celosamente para enseñárnoslo cuando llegáramos. Lo había guardado con tanto celo que había olvidado dónde. Suele ocurrir, nos ha pasado a todos. Lo encontró metido entre las carpetas de las becas del próximo curso. Era un folleto pequeño de papel poroso que reproducía mal las imágenes y por eso la fotografía del patio central rodeado por barracones estaba desdibujada. Se veía un patio grande que nos daba una lejana idea de lo que podía ser en realidad. En cambio pudimos leer claramente lo de nuestro trabajo, consistiría en cleaning bulbs, aunque después de leer la sonora frasecita ya no lo tuvimos tan claro.
—¿Cleaning bulbs? ¿Qué quiere decir? —pregunté, mirando el folleto.
—Tendréis que limpiar bulbos de tulipanes —respondió un tipo nuevo que no conocíamos de la vez anterior.
Ninguno de los que estábamos allí había visto un bulbo de tulipán, incluido el que tradujo la frase. En la fotografía que ilustraba el folleto parecía una cebolla más bien pequeña o un ajo grande como dos o tres más que los normales. De todos modos el parecido era tan incierto como los atribuidos a los recién nacidos. Al padre o a la madre, al ajo o a la cebolla. Algo así. La fotografía era realmente mala y encima el papel había absorbido la tinta y la imagen resultaba imprecisa y deshilachada. A pesar de todo nos daba una lejana idea. Sería pelar las pieles de las cebollas o los ajos, ya veríamos. Limpiarlos para lo que fuera. Aparte de limpiar bulbos de tulipanes había otras tareas de igual importancia y eran las de pick blackcurrants, la recogida de fresas, manzanas y otras frutas. La foto del folleto era tan mala e indefinida como la de los bulbos, pero la dificultad resultaba mayor al desconocer el significado de blackcurrants. Mirando la fotografía dudábamos de si serían ristras de cerezas pequeñas, moras, uvas e incluso podían ser, en opinión de Pericás, racimos de tomates enanos. Lo único que estaba claro es que eran negros, que tenían la piel negra. Pericás aclaró que también había tomates enanos con piel negra. Al igual que nosotros, el que había traducido lo de cleaning bulbs también ignoraba el significado exacto de blackcurrants. Oportunamente apareció por el despacho una chica buscando papel de calco, había pasado tres años trabajando en Inglaterra y nos sacó de dudas al decirnos que los blackcurrants eran grosellas negras, y añadió: son como uvas menudas y se usan en confitería para hacer mermeladas, compotas y toda clase de tartas; creo que también se utilizan como tinte de ropas, pero no estoy segura. Ya teníamos una idea aproximada, aunque no muy precisa de cuáles serían nuestros trabajos: limpiar bulbos de tulipanes, coger grosellas, fresas, manzanas y lo que pudiera presentarse.
Para celebrar el buen fin del papeleo y la suerte que habíamos tenido de encontrar plaza en una granja inglesa, Manuel Pericás nos propuso ir a tomar el aperitivo a un bar de tapas situado al otro lado de la plaza en donde ponían orejas de cerdo cocidas y aliñadas con pimentón, picante o dulce, a gusto del consumidor. Para crear un clima amigable y distendido, en el recorrido hacia el bar, Pericás empezó a contar chistes. Al hacer memoria recuerdo solo uno, el que decía: Julita, Julita, ¿en qué se parece un hombre a un camión? No sé, nunca estuve debajo de un camión, respondió Julita. Tardé en cogerle la gracia, soy bastante lento para entender los chistes en forma de acertijo. Nunca los cazo a la primera. De los chistes, Pericás y Casal pasaron a una animada conversación sobre la revolución cubana, tan apasionadamente discutida después de casi año y medio de la entrada de Fidel en La Habana. No pude seguir la charla porque encontré a un amigo de mi padre que no paraba de hablarme. Era un pesado, me contaba que a su hijo le había tocado el servicio militar en África, pero gracias a sus relaciones con un capitán de reclutamiento lo habían enviado a Burgos. A mí no me importaba nada la historia, por mí como si le destinaban al Paraguay, pero le escuchaba con fingido interés porque tenía la farmacia al lado de la droguería de mi padre y se hacían favores mutuos. Mi padre lo apreciaba mucho, decía que era un hombre cabal. Cuando se despidió pude integrarme en la conversación de Casal y Pericás. Para mi sorpresa no discutían lo que todo el mundo, de si Cuba caería o no definitivamente en el comunismo. Hablaban en tono muy bajo sobre si sería posible una guerrilla victoriosa, al estilo de la cubana, contra Franco. Comentarlo, aunque solo fuera como hipótesis, me parecía una temeridad, pero no dije nada. Nos trasladamos hacia una esquina para que nadie oyera lo que hablaban, digo hablaban porque yo no metí baza. Después de cruzar argumentaciones estaban de acuerdo en que la caída del franquismo solo sería posible por un levantamiento popular organizado por las células del Partido. Era un lenguaje nuevo para mí. Me sonaba a arameo, a algo tan exótico como una monja bailando en Pasapoga. La oreja de cerdo cocida y aliñada con pimentón estaba estupenda, pedimos otra ración, un buen sitio para volver, pensé. Nos despedimos, Casal y yo nos veríamos unos diez días antes de salir para preparar el viaje con los mapas y todo eso. Pericás me dijo que ya sabía dónde podía encontrarle. Casal salió corriendo, trabajaba ocasionalmente en una imprenta, quería ahorrar unos duros para el viaje, y llegaba tarde. Se les había acumulado el trabajo con lo de los recordatorios de las primeras comuniones y las invitaciones de bodas. Las bodas se multiplicaban entre el final de primavera y comienzos del verano. La gente aprovecha el buen tiempo para casarse. Con una temperatura agradable se disfruta más de los manoseos corporales y de los viajes de novios; se le sigue llamando viaje de novios, a pesar de que se hace cuando ya están casados, en eso todo el mundo está de acuerdo.
Estudié mucho preparando los exámenes. No quería sorpresas desagradables que me impidieran salir al extranjero. Aprobar era la condición ineludible que me ponían en casa. Últimamente, la palabra extranjero me atraía como algo entre lo misterioso y lo prohibido. El extranjero me sonaba a un paisaje exótico en el que cabían todas las sorpresas. Agradables por supuesto. Para mí la palabra extranjero, a pesar de ser del género masculino, tenía perfume de mujer. En mi imaginación, en los paisajes del extranjero siempre había chicas de cuerpos ligeros quitándose blusas y sujetadores de seda. No sé por qué pensaba eso, pero lo pensaba. Cosas de la sangre a los veinte años y de las revoluciones de las neuronas. Antes, para mí, la palabra extranjero tenía un significado borroso y áspero, aunque si lo pienso bien, no tenía ningún significado, era como un sonido vacío. En las relaciones con nuestra imaginación y nuestros sentimientos, las palabras cambian de significado y desatan distintas sensaciones al pronunciarlas, lo he comprobado muchas veces. Las palabras, sobre todo las que tienen carga erótica, supongo que no le dicen lo mismo a alguien de 80 años que a uno de 20. A medida que avanzamos en la vida, son muchas las palabras que van palideciendo hasta cambiar de significado, aunque el sonido sea el mismo. Las metamorfosis. Me divierte hacer estas reflexiones.
Un mediodía nada más sentarme en la terraza de la cervecería alemana de Alonso Martínez, había quedado con un compañero de la Escuela de Cinematografía, se me acercó una chica morena, un poco más joven que yo, debía de tener unos dieciocho, el pelo muy negro y los ojos muy grandes. Pronunció mi nombre, le dije que sí, que era yo. A continuación dijo: Los de la social han detenido a Eduardo.
—¿A Eduardo Casal? —pregunté, pues tengo dos o tres amigos con el nombre de Eduardo.
—Sí —respondió.
La miré fijamente y vi que tenía los ojos tristes. La voz también. Me di cuenta de que su voz había sonado triste cuando le miré a los ojos. Las dos cosas suelen ir juntas. Una mirada triste desentona con una voz alegre y al revés.
—Adiós —dijo.
Intenté convencerla para que se quedase y me ampliara la información, quería saber cómo había sido y sobre todo por qué.
—No puedo quedarme. Es peligroso. Ten cuidado. —Echó a correr sin decirme quién era, ni cuál era su relación con Eduardo Casal.
Es difícil contarles cómo me quedé, con la sangre hirviendo en la cabeza y arañas en el estómago, muchos sentimientos encontrados, y todos relacionados con el temor y el miedo. Lo de ten cuidado me sonó como una amenaza, aunque desconocía qué tipo de amenaza y de quién debía cuidarme. Se me había jodido el viaje al extranjero, todas las ideas terminaban en esa, se me ha jodido el viaje al extranjero. Me levanté y eché a andar, no podía aguantar sentado y no tenía el ánimo para escuchar la síntesis del guion cinematográfico que me quería contar el amigo al que esperaba. Así que no le esperé. No podía pensar en otra cosa que no fueran las consecuencias que para mí tendría la detención de Eduardo Casal. No temía por él, temía por mí. Egoísmo puro. Caminaba sin saber adónde ir, lo único que tenía claro era que no quería encerrarme en casa comiéndome el coco. Así que estuve deambulando sin sentido haciendo especulaciones. Pensé en acudir a los del SEU, y en concreto a Manuel Pericás, pero rechacé la idea, podía ser peligroso para mí que supieran que los de la social habían detenido a mi compañero de viaje, vete a saber por qué cosas; lo mismo anulaban mi reserva en Rookery Farm, aunque sin Eduardo el viaje ya quedaba francamente jodido. Es cierto que Manuel Pericás cuando tomamos el pincho de oreja habló con Eduardo del levantamiento popular antifranquista o algo así, pero era en plan retórico. Si estaba en el SEU sería por algo. Además no conseguiría nada positivo con contárselo. La verdad es que no conocía a nadie del entorno de Eduardo, y la chica, la única que podía aclararme alguna cosa, se había esfumado. Entonces fue cuando me vino a la cabeza Ricardo, mi compañero de asiento en las clases de redacción, el que nos había puesto en contacto; no sabía qué grado de relación tenían, pero debía hablar con él. Contárselo. ¿Llamarle por teléfono? Llamarle por teléfono no, me delataría y lo delataría, pues los teléfonos sospechosos están intervenidos por la Policía y yo desconocía la vida y las actividades de Ricardo. Podía tener una doble vida. Al anochecer regresé a casa, ¿adónde iba a ir? Me costó comportarme con naturalidad, pero lo hice, y les aseguro que no fue fácil, mi cabeza se iba a la detención de Eduardo Casal y todas esas cosas, pensaba que en cualquier momento podía sonar el timbre de la puerta y aparecer la Policía preguntando por mí. Por eso no podía atender a la conversación, aunque disimulaba que lo hacía, solo cuando mi padre dijo que Manolito, el hijo de la carnicera, iba a fichar por el Real Madrid le presté atención. Me pareció una muy buena noticia para él y para su familia, claro. Me alegré, aunque mi afición al fútbol era muy limitada, pues jamás consiguieron que le diera al balón una patada con acierto. Decían que no sincronizaba bien los movimientos, una explicación un tanto extraña ya que nadaba estupendamente y fui campeón indiscutible de pimpón en el colegio, y aun hoy es difícil que alguien me gane. Agotado el tema de Manolito, volví a la detención de Eduardo Casal, en realidad no me había ido, no lo conseguía, solo lo compartí en la cabeza con lo de Manolito cuando mi padre nos dio la noticia, porque reconocerán que era noticia que un chico del barrio pudiera jugar al lado del gran Di Stefano. Mi madre lo calificó de milagro, se lo atribuía a la Virgen de la Paloma, de la que la madre de Manolito era muy devota. Las vírgenes tienen omnipotentes poderes ocultos o eso dicen los predicadores.
No me quedé a la charla de sobremesa con el pretexto de que tenía mucho que estudiar y realmente tenía. Me esperaban una serie de exámenes que no veas, algún día, dos. Mi hermana hizo lo mismo. Ella se pasa el día empollando, no sé cómo aguanta. Tiene unos libros de texto gordísimos. Ya en mi cuarto no resistía sentado en la silla y me resultaba imposible concentrarme en la Restauración borbónica, así se titulaba el capítulo que contaba el fin de la Primera República y la vuelta al trono de la Casa de Borbón, el tema que había que llevar bien memorizado porque el profesor de Historia Contemporánea, Aparicio Seara, lo ponía con frecuencia. Con solo oír sus explicaciones en clase estaba claro que odiaba tanto la monarquía de los Borbones como la república. Para él, el régimen de Franco enlazaba directamente con la grandeza de los Reyes Católicos y creía que el franquismo tenía siglos de gloria por delante. Vestía camisa azul y llevaba la cruz de hierro nazi en la solapa. Como les acabo de decir, no aguantaba en la silla, los Borbones me importaban un pito, tenía ortigas en la piel. Es una sensación de lo más incómoda, dicen que parecida a la que se siente cuando te ponen sal en las heridas. Yo no podía comparar porque nunca me habían puesto sal en las heridas. Me tumbé en la cama mientras recordaba cada una de las palabras de mis conversaciones con Eduardo, tanto las telefónicas como las personales, excepto las del aperitivo con Pericás no encontré nada que pudiera encerrar contenidos subversivos contra el Régimen y el día de Pericás no abrí la boca, lo dijeron ellos todo. En ese aspecto podía estar tranquilo, pero no lo estaba, aunque lo repetía para convencerme. Me levantaba y prendía un cigarrillo, le daba tres o cuatro caladas y lo apagaba, volvía a acostarme y otra vez el cigarrillo. No piensen que fumo mucho, habitualmente no paso de tres cigarrillos al día y algunos días, ni eso. Quienes llevan dignamente el nombre de fumadores no bajan de veinte. Una cajetilla como mínimo. Al fin me quedé dormido y en sueños oí cómo unos policías irritados tocaban el timbre una y otra vez. Yo acostumbro a soñar mucho y no saben con qué realismo; tanto que, en ocasiones, al día siguiente me pregunto si había soñado o vivido una realidad, así que calculen lo mal que lo pasé con los policías tocando a la puerta. Dos días más tarde, a media mañana, cuando había logrado meterme en los minuciosos detalles de la Restauración borbónica con lo del levantamiento del general Martínez Campos y todo ese rollo, oí con inquietud el sonido del timbre de la puerta. Dos timbrazos. Esperé con ansiedad, como ocurre en las películas de suspense. No tuve que esperar mucho porque casi inmediatamente abrió la puerta Rosa, la muchacha, y dijo que me buscaba la Policía. No dijo que era la Policía sino que me buscaba la Policía. Salí. El policía, uno solo, tenía el rostro muy serio, en las películas suelen ir dos como mínimo. Eso me dio una cierta tranquilidad, no sé por qué me la dio, pero me la dio, tal vez porque pensé que si se tratara de algo grave vendrían por lo menos dos para detenerme. Le invité a pasar y pasó, le llevé al cuarto de estar y fue él quien ordenó que me sentara, estaba claro que era yo el que debía decirlo pues estaba en mi casa. Con esa orden trataba de demostrarme que el dueño de la situación era él. No se anduvo con rodeos, me preguntó si conocía a Eduardo Casal y me enseñó una fotografía suya.
—Sí, le conozco. Es él. —Iba a decir que era mi amigo, pero me acobardé y no lo dije. Por otro lado tampoco era un gran amigo, hacía poco que le conocía.
Y comenzó el interrogatorio, quería saberlo todo día a día. Lo que habíamos hablado y lo que habíamos hecho. Me obligaba a repetir las cosas una y otra vez, lo del campo de trabajo para universitarios en Inglaterra, el planteamiento de nuestro viaje en autostop por Francia, lo de dormir en albergues juveniles. Lugares comunes. Al tiempo que contestaba pensé que era una suerte que mis padres no estuvieran en casa, de lo contrario les devoraría la preocupación. Al cabo de unas dos horas de suplicio repetitivo me pidió un vaso de agua, le ofrecí vino, pero me dijo que no, que no bebía cuando estaba de servicio. Cuando volví con el vaso de agua, tenía otras dos fotografías en la mano. Bastante borrosas, pero se nos reconocía bien, una en el Comercial y otra en la calle de Fuencarral. Estaba claro que nos habían seguido.
—¿Sabías que es un fanático comunista? —preguntó.
Le contesté que no, que a mí nunca me había hablado de política. Entonces no reparé en lo de fanático comunista. Solo cuando se marchó reparé en el calificativo fanático y consideré que sería una expresión de la jerga policial. Para mí el calificativo fanático solo debía aplicarse a los sentimientos religiosos como católico fanático, fanático musulmán y cosas así. Estaba equivocado, ahora sé que el fanatismo no tiene límites ni fronteras, se puede ser fanático de muchas cosas.
—¿Sabías que trabajaba de vez en cuando en una imprenta? —preguntó.
—Sí, me lo dijo. Lo hacía para juntar algunos ahorros para el viaje al extranjero —respondí.
—¿Sabías que había utilizado la imprenta para hacer panfletos subversivos contra el Generalísimo siguiendo las instrucciones del Partido Comunista?
—No. No lo sabía. No lo sabía —respondí con rotundidad. Y era cierto. Jamás habíamos hablado de esas cosas.
—Te salvaste por la campana. Estoy seguro de que terminaría captándote para su siniestra causa. Ellos saben cómo hacer prosélitos y envenenarles con su fanatismo. No se resignan a la derrota. ¡Ay qué ver! En el mundo nos envidian por tener a un caudillo como Franco y aquí hay miserables que le detestan. Son enfermos.
El tío lo dijo totalmente en serio, no se vayan a creer que empleó la ironía. A continuación empezó a darme consejos cargados de paternalismo y terminó advirtiéndome de que tuviera cuidado con quién me juntaba en el extranjero.
Le respondí que sí, que tendría cuidado. ¿Qué iba a decirle?
Sentí un gran alivio cuando se marchó. Quedé como si hubiera tomado una jarra de tila. Por sus palabras comprendí que me dejarían tranquilo. La preocupación por lo que le estaría ocurriendo a Eduardo Casal vino después. No conseguía apartar de la cabeza la idea de que le podían estar torturando. Días más tarde al llegar a casa después del examen de Periodismo y Literatura —que por cierto me había salido bastante bien, me pusieron el tema de Larra como periodista y tengo que decir que lo referente a Mariano José de Larra lo dominaba—, me esperaba sobre la mesa una carta con el membrete de la NUS, National Union Students. La abrí con inquietud y curiosidad. Comenzaba con un Dear Julio, personalizado y escrito a pluma, después diez líneas rituales en las que me deseaban una interesante estancia como huésped suyo el próximo verano en Inglaterra y útil para mis conocimientos del inglés y de la cultura inglesa. Al final una llamada que decía en letras mayúsculas y tinta roja: NOTA IMPORTANTE: los días 4 y 5 de julio a las 10 de la mañana saldrá de Londres, desde el número 7 de Gordon Street, un autobús para trasladarles a Rookery Farm, Sheringham, en el condado de Norfolk.
Respiré tranquilo y contento, al fin tenía el camino despejado. Desde la detención de Eduardo variaba con frecuencia mi estado de ánimo, pasaba de la euforia a la ansiedad. En ocasiones rechazaba totalmente la posibilidad del viaje, y en otras, lo deseaba como si se tratara de la más apasionante de las aventuras. Después de tanto vaivén terminé convencido de que realmente lo era. Que era una aventura. Incierta, pero aventura. Renuncié a la posibilidad de buscar un nuevo compañero. Llegué a la conclusión de que ir solo ofrecería mayores riesgos, pero también mayores oportunidades. Me apetecía. Tenía su aquel. Acentuaba la vertiente de aventura. Podría hacer lo que quisiera, un compañero por bueno que sea termina condicionándote. Si quería parar en un sitio paraba, y por la noche haría lo que me pidiese el cuerpo. Incluso ligar, se liga mejor solo, lo tengo comprobado. La experiencia también dice que los automovilistas prefieren coger a uno mejor que a dos. Obligado por la necesidad, trataba de verle, a lo de ir solo, más ventajas que inconvenientes. Y acabé por verle únicamente ventajas. Estas cosas solo las discutía conmigo mismo, no con los demás. Ya que cada uno las ve a su manera.
Con la carta de la NUS y los papeles que me habían entregado en el SEU tenía que dar el paso de decírselo a mis padres que seguían pensando que pasaría el verano despachando en la droguería con un salto de quince días a La Coruña. De vez en cuando me lo repetían y yo no soltaba prenda. Me limitaba a sonreír con resignación, un gesto claramente estudiado. Primero tanteé con Clara. Le conté todo en los más mínimos detalles. Le pareció una idea fantástica, incluso me dio un abrazo muy efusivo para celebrarlo, cosa no muy habitual en ella. ¡Qué suerte ir al extranjero! Ella nunca podría ir a un sitio así, ya se sabe que lo de ser chica, en ese aspecto, tiene bastantes limitaciones. Preparamos la manera y el momento de decírselo a los padres. Después de releer la carta de la NUS, a Clara se le ocurrió algo genial. Tenía chispa para manipular la realidad. Se le ocurrió la idea de presentarlo como una beca que me habían concedido para estudiar inglés en una universidad de verano de Inglaterra. Menuda suerte. Un premio inesperado. Al día siguiente era domingo y los domingos solíamos pasarlos charlando en una larga sobremesa antes de salir o ponernos a estudiar. No debía comentarles que me planteaba hacer el viaje a través de Francia en autostop, ya que les preocuparía. Papá tomaba un sorbo de café cuando Clara, inesperadamente para mí, dijo:
—Julio tiene que comunicaros algo verdaderamente interesante. Ha tenido una potra increíble. Le han concedido una beca a través del SEU para ir a Inglaterra a estudiar inglés en un campamento universitario de verano.
Tendrían que ver con qué convicción lo dijo. Como si fuera una actriz de cine, la tía. Pensaba que tenía que ser yo quien abordara el tema y le daba vueltas a cómo hacerlo, pero se me adelantó tomando la iniciativa por su cuenta. Papá dejó la taza de café golpeando la mesa y a mamá se le abrieron los ojos como acordeones. Asombrados. No sé si les he dicho que mi madre es muy cupletera.
—¿No me digas? —pronunció mamá con incredulidad. Lo consideraba algo realmente interesante. Una oportunidad inesperada. Se le notaba en la expresión y en la voz.
—¿Es cierto? —preguntó papá.
—Sí, lo supe hace dos días, pero Clara y yo decidimos decíroslo hoy como celebración del domingo.
—¿Por qué no nos contaste que habías pedido esa beca? —siguió preguntando papá.
—Porque pensaba que no me la concederían y no quería que os llevarais una decepción.
Les enseñé la carta de la NUS. Se la traducimos Clara y yo, uno precisando la traducción del otro. También les enseñé los papeles del SEU.
—No me esperaba una noticia tan buena —añadió mamá.
—Tendremos que buscar un dependiente para sustituir a Mateo —dijo papá.
Clara comentó que había varios estudiantes dispuestos a trabajar durante el verano. Se encargaría ella de hablarlo con algunos de sus compañeros.
Mi viaje al extranjero, a Inglaterra, fue el único tema de conversación en toda la tarde. Mi madre preguntó cuántas horas tardaría el tren a Londres. Calculamos que con los transbordos y los desfases entre llegadas y salidas necesitaría cerca de dos días, día y medio como mínimo. Parece que en París se llega a una estación y se sale de otra. Lo tomaré con calma, dije.
—Tendrás que poner mucha atención para no perderte. Si pasas por París, deberías parar uno o dos días para ver algo. Sería un pecado no aprovechar una ocasión como esta. ¡París siempre es París! —observó mi madre.
Miramos un mapa de Inglaterra para saber exactamente dónde estaban Norfolk y Sheringham. Encontramos el condado de Norfolk fácilmente, tardamos en ver dónde se encontraba Sheringham, pero allí estaba, en letra muy pequeña junto al mar. Clara fue la primera que lo vio. ¡Qué lista es la tía! Tiene una vista de lince. Seguro que hay playa, comentó mi hermana, aunque el agua estará muy fría, más que en La Coruña que ya es decir. Mamá preocupada siempre por los pequeños detalles habló de la maleta, había que comprar una buena maleta, les dije que era más práctico llevar una mochila de esas que tienen varios compartimentos donde se pueden meter las cosas con orden. Por un lado las camisas y la ropa interior, en el otro jerséis y pantalones, la chaqueta aparte, para las cosas de aseo suelen tener espacios muy estudiados.
—Las mejores son las de los militares —aseguró papá—. Las que usan cuando van de maniobras. Además se acomodan como un guante a la espalda. Aunque pesen es fácil llevarlas porque reparten el peso por las partes más fuertes del cuerpo, hombros y espalda, lo contrario de las maletas que se cargan en un solo brazo.
A todos nos pareció acertada la observación de papá.
—Estupendo. La podremos encontrar en el rastro, para esas cosas lo mejor es el rastro —dije. La verdad es que nunca había pensado en llevar maleta, son un engorro para el autostop.
—Tengo un amigo que es coronel de la legión, esos tienen unos macutos estupendos. Los militares, a las mochilas, les llaman macutos —aclaró.
Después pasamos a lo verdaderamente importante del viaje, el aprender un buen inglés para terminar hablándolo con la soltura de un nativo. Mi madre llevó la voz cantante sobre ese asunto, dio una serie de razones y terminó afirmando:
—Debe de ser un gustazo leer en su lengua a Hemingway y ya no digamos a Shakespeare y a Oscar Wilde.
Mamá era una devota de Dickens. A mí también me gusta y Clara se hartó de llorar con las desventuras de David Copperfield. La charla se convirtió en la exaltación de mi éxito, tanto que papá decidió abrir una botella de champán para celebrarlo. La refrescamos entre dos barras de hielo que fui a buscar al bar de abajo.
Por primera vez desde la detención de Eduardo me acosté relajado y feliz como si hubiera tomado un baño de valeriana. Se me habían quitado varios pesos de encima. Las cosas no son como son sino como se cuentan, y tengo que reconocer que Clara lo había contado muy bien. Se lo agradeceré mientras viva. En pleno follón de los exámenes recurría a la Centramina para resistir parte de la noche estudiando. A eso de la media tarde solía dar un paseo por el barrio para oxigenarme. Fue en la esquina de Luchana con Bilbao donde se me acercó la chica, la reconocí al instante, la misma que me había abordado en la cervecería alemana para decirme que habían detenido a Eduardo y después se había esfumado. Me saludó con naturalidad, como si me conociera de toda la vida, supongo que para disimular. Le soltaron, dijo, y tuvo que marcharse a Córdoba con su familia donde debe permanecer en residencia vigilada, y añadió: no puede examinarse ya que le abrieron un expediente en la facultad. Tiene que esperar hasta que se resuelva, mientras pronunciaba estas palabras me alargó un papel doblado.
—Léelo cuando estés en casa.
—¿Tomamos un café? —propuse.
—No. Ahora no. Es peligroso. —Me dijo adiós y salió corriendo con los pasos oscuros de la clandestinidad.
Regresé a casa para leer lo que había escrito Eduardo. Temía leerlo en la calle por si algún poli había seguido a la chica, en ese caso el viaje se iría definitivamente al carajo. Nada más cerrar la puerta abrí el papel, era una nota corta que decía:
«Lamento no poder acompañarte, pero tú no dejes de ir. Me obligan a salir para Córdoba y recluirme un tiempo en casa de mis padres en libertad vigilada. No sé hasta cuándo. Perdona la putada.»
No decía más, solo eso, pero en cierto modo me tranquilizaba. Era una putada dejarme solo, pero él no tenía la culpa, y ahora, dado lo irremediable, pienso que incluso puede ser más interesante, como ya les dije. Posiblemente escribió una nota tan escueta para no comprometerme si caía en manos de la social.