XIII

A la hora del lunch me dijo Barry que tenía que devolver las bombillas de colores utilizadas en la pyjama party a la tienda Everything. Habían llamado para decir que las necesitaban. Me llevaría una furgoneta de la granja. No tendría que ir a limpiar bulbos por la tarde, aunque me sobraba tiempo para las dos cosas, pero Barry quería proteger mi dedo pulgar, que ya no me dolía. Cargamos las bombillas y otros adornos que habían superado el maltrato de la fiesta y bajamos a devolverlos. Lo primero que me comentó el conductor fue que debía regresar inmediatamente para llevar a la cocinera de los Wilson a una pescadería de Cromer. En la tienda Everything, Susan me acogió con un efusivo abrazo y me llamó torero. Estaba preocupada de que no llegara a tiempo, ya que se había comprometido a entregar cincuenta bombillas de colores a un internado de North Walsham que celebraba el cumpleaños del director, cumplía 50, una edad simbólica, y querían celebrarla por todo lo alto, incluso habían nombrado una comisión de padres para que todo saliera bien. Contamos las bombillas y todo estaba perfecto, cuadraban con los números que ella tenía apuntados. Nosotros no habíamos apuntado nada, no teníamos por qué, lo único que teníamos que cuidar era de que no se rompieran y cumplimos porque no se había roto ninguna. El conductor de la furgoneta empezaba a intranquilizarse temiendo no llegar a tiempo de recoger a la cocinera de los Wilson que tenía un carácter avinagrado, según me había dicho por el camino. Susan me invitó a tomar un té y que le contara cosas de España o de donde fuera; nunca había salido del condado de Norfolk y quería conocer otros mundos, aunque solo fuera de oídas. El conductor me presionaba para que subiera a la furgoneta, pero decidí quedarme a tomar el té con Susan. Sin ser una belleza era bastante guapa, más bien atractiva, resaltaban sus labios gruesos pintados de un carmín vivo como los de Marilyn Monroe en no sé qué película y un lunar en la mejilla. Tenía una mirada tan inquieta como las manos, nada más marchar el conductor me acarició con la palma de la mano derecha la espalda, metiéndola por debajo del niky, la verdad es que llevaba un niky muy suelto y resultaba más fácil meter la mano por debajo que ponerla encima. Alabó la dureza y la fortaleza de mis músculos.

—Me encantan los cuerpos duros. Los de los hombres, claro. Tocarlos. —Y al decirlo me apretó la cintura con las dos manos—. Casi te puedo abarcar con las dos manos.

Todo muy de repente, había saltado dos o tres capítulos de los ritos del coqueteo. Puede que no, puede que fuera su modo de celebrar el reencuentro y la primera vez nos habíamos caído bien. Hago esta observación porque al intentar besarla apartó la boca, no sé si lo hizo como rechazo del beso o vio cómo cruzaba la puerta una señora mayor, creo que fue por la señora mayor, que venía buscando el número siete para adornar la fiesta de su nieto. Es un príncipe, dijo. Susan le trajo un siete en cera verde, pero no quería eso, los quería grandes, dibujados en luminarias de papel como los que había visto en una papstar-shop de Londres; además no quería uno, quería siete porque eran los años que cumplía. No eran para ponerlos sobre la tarta, observó sonriente la señora, el siete de cera para encender sobre la tarta ya lo tenían, los querían para colocar en varias partes de la casa como adorno del cumple. Yo no entendía nada; Susan, sí. Al fin supo exactamente lo que quería, no los tenían, pero podía hacérselos si le daba dos días. Necesitaría un día o dos. Más no.

—El cumple es dentro de una semana —respondió la señora—. Así que tiene tiempo de sobra.

Las dos se pusieron a hablar sobre las dimensiones que debían tener los sietes, los colores y la tersura del papel. Caí en la cuenta de qué se trataba, quería unas lámparas de papel en forma de siete, que Susan tendría que dibujar primero y después cortar y coser. La señora antes de marchar me preguntó de dónde era, le contesté que de España y sin pensarlo soltó: Franco, ¡qué horror!, y a continuación añadió, mi segundo marido estuvo combatiendo en su guerra con las Brigadas Internacionales. Entendí la frase. En ocasiones las frases cobran sentido cuando se conocen las circunstancias de las personas que las dicen. Ocurre con frecuencia. Ya lo he dicho varias veces, las palabras no son pájaros sueltos que vuelan al azar. Las palabras son algo así como la respiración de la realidad. Con Cornelie suelo hablar de las palabras, es lógico, ella es lingüista y yo pretendo ser escritor.

Quedamos solos. Susan miró el reloj y se puso nerviosa, tenía que empaquetar las bombillas y los adornos para el colegio de Washam. Llegarían de un momento a otro a buscarlos. Sacó unas cajas de madera muy fina y fuimos colocando todo ordenadamente. Confetis, serpentinas, esferas elásticas, globos con la bandera inglesa, yo qué sé. Y las bombillas de colores variados. Así hasta cinco cajas.

—Más que una fiesta parece que van a celebrar una verbena.

—Es que la fiesta de cumpleaños va a ser una verbena —respondió Susan.

Cuando terminamos, dibujó en el aire un beso de agradecimiento, pero no llegó a besarme porque no quería mancharme de carmín. Le contesté que me gustaban los besos con sabor a carmín, no tuve tiempo de decir más, ni de probarlo, porque entraron dos mujeres y dos hombres de mediana edad a buscar los adornos para la celebración del cumple del director. Revisaron las cajas y manifestaron su conformidad, era lo que habían pedido pero no todo lo que querían; empezaron a buscar como locos adornos que sorprendieran o que llamaran la atención; la tienda era grande, tenía tres compartimentos con las estanterías llenas de objetos fantásticos y de disfraces raros para las fiestas más enloquecidas. Aparte de Susan, la atendían cuatro empleadas que llegarían más tarde, habían ido a comer poco antes de que yo llegara. El primer piso también pertenecía a la tienda, lo supe después, y lo llevaba siempre la misma dependienta. Allí se podían alquilar trajes de princesas, de reinas y de bailarinas chinas de la dinastía Ming o de la que fuera. Everything formaba parte de una cadena que tenía cinco tiendas más en el Reino Unido. Al parecer, Susan no lo sabía con precisión, pertenecían a un chino riquísimo que huyó de Shanghai con sacos de oro cuando entraron las tropas de Mao Zedong. En la tienda se apreciaba el estilo chino en los farolillos adornados con cerezas, en las esferas en forma de pagoda, en los farolillos de papel que se estiraban como fuelles de acordeón y en muchas cosas más. Los del colegio de Washam, aparte de lo encargado, se llevaron dos docenas de trompetas de fiesta, guirnaldas colgantes, cabezas de tigre para adornar la entrada y seis caretas de payaso para la obra teatral. Les ayudé a cargar las cosas en la camioneta y me dieron las gracias diciendo que era un español muy gentil. Mientras cargábamos llegaron las otras empleadas. Al saber que era español me preguntaron si era torero, dudé un poco antes de contestarles y terminé diciendo que sí, dije que era torero para saber por dónde derivaba la cosa. La pregunta inmediata fue dónde me había cogido el toro. En su imaginario el toro terminaba cogiendo siempre al torero, lo habían visto en las crónicas de la televisión inglesa. Me acordé de que hacía seis años me habían operado de apendicitis y señalé allí el lugar de la cogida. Con fervorosos ruegos pidieron que se la enseñara. Desabotoné la parte de arriba de la bragueta, bajé adecuadamente el calzoncillo y apareció la cicatriz en su magnífico esplendor. El cirujano había hecho un buen bordado. Vi cómo les crecían los ojos y soltaban expresiones de compasión. Susan en un golpe de atrevimiento espontáneo tiró del pantalón hacia abajo descubriendo mis glorias viriles en estado de mansedumbre. Debía suceder lo contrario en ocasiones así, pero nunca sabemos cómo funcionan nuestros calores subterráneos. Subí rápidamente el pantalón contra el parecer general que quería seguir viendo más heridas. Llegaron dos clientes y tuvimos que suspender el teatro del absurdo que yo había empezado. Sonó el teléfono, era para Susan. Una amiga le contó que ella y su marido tenían una fiesta por la noche y le pedía si podía quedarse con los niños hasta que volvieran. Yes, por supuesto, cuenta conmigo Jane. Estaré en tu casa a las ocho y media.

—Esta noche tengo que cuidar a los niños de una amiga ¿quieres acompañarme? —preguntó dirigiéndose a mí.

—No entiendo bien. Me preguntas si quiero acompañarte hasta la casa de tu amiga. No puedo, todavía no son las tres y tengo que subir a Rookery. He oído que quedaste a las ocho y media. ¿Qué hago yo hasta las ocho y media?

—No te digo que me acompañes hasta la casa de mi amiga. Te digo si quieres quedar conmigo cuidando a los niños. Se dormirán pronto y podremos jugar a los dados, a las cartas o ver la televisión. Tienen televisión. Seguro que no te aburrirás.

—¿Me aseguras que no me aburriré?

—Te lo aseguro —respondió.

—En ese caso iré.

—Puedes pasar a recogerme por mi casa a las ocho y cuarto —lo dijo mientras escribía la dirección y me indicaba dónde estaba su casa desde la puerta de la tienda.

Subí corriendo hasta Rookery. Me gusta correr. Algunos domingos en Madrid voy con amigos a correr por la Ciudad Universitaria y soy de los más rápidos. Llegué sudando, me duché sin esperar cola porque todavía seguían limpiando bulbos, cogiendo grosellas y todo eso. Me puse el jersey azul que resalta mi parecido con Louis Jourdan, eso dicen. La gente tiene la manía de buscar parecidos con actores y con actrices, especialmente con los que están muy de moda. Como si parecernos a alguien completara nuestra personalidad. Louis Jourdan estaba muy de moda, sus películas Gigi y Tres monedas en la fuente, se veían por todas partes. En una ocasión mi hermana Clara me acompañó a la peluquería de Daniel, llevaba una foto de Louis Jourdan y pidió que me cortara el pelo igual. Me lo cortaron tal cual, y mi hermana piropeó al barbero diciendo que me había clavado. Recordaba esta anécdota mientras caminaba hacia el salón de ocio para echarles un vistazo a los periódicos y hacer tiempo hasta la hora de pasar a recoger a Susan. En el último The Observer venía un artículo sobre la década de la esperanza, así llamaba a la que estábamos inaugurando, los sesenta; sostenía en las dos líneas de la entradilla que los sesenta abrían un tiempo nuevo en la historia de Europa y del mundo. Lo firmaba Aresi Nafar. Al lado de la firma venía la foto de la autora del tamaño de los sellos de correos, sentí como un calambre al verla; era la señora del loro, ¿recuerdan?, aquella señora tan fina, judía etíope, avergonzada por las palabrotas obscenas que profería el maleducado loro que su hermano le había entregado en París para que lo cuidara unas semanas. Me había dicho que era periodista y que trabajaba en The Observer; aunque no me lo hubiera dicho la habría reconocido porque la foto era pequeña pero de buena calidad. Daba varios argumentos para llegar a la conclusión de que los jóvenes estábamos viviendo una época excepcional en la historia de Europa. La mejor del siglo XX y también del XIX para ser felices. Y posiblemente la mejor de la historia de la humanidad. Afirmaba que amanecía un tiempo propicio para el desarrollo en todos los órdenes. Teníamos un horizonte de paz por delante y se alejaban los trágicos recuerdos de la guerra, aunque se contaran en libros o se llevaran al cine, para nosotros eran historias pasadas que solo había que recordar para no repetirlas. Todos los indicadores señalan que durante esta década cambiará el mundo y apuntaba que los nuevos ritmos como el rock and roll contribuirían al salto hacia delante. Hace quince años que terminó la Segunda Gran Guerra que lo machacó todo, a las personas y a los sentimientos; el Holocausto borró en las mentes de muchos judíos la idea de un Dios que vela por nosotros. Yavé nos abandonó sin cumplir ninguna de las promesas que hizo a nuestros padres. Después de la shoah leemos las Escrituras con ojos diferentes y vemos que nuestro omnipotente Dios padece depresiones y su ánimo cambia como el viento, va de la euforia protectora a la ira rencorosa que alarga su venganza por varias generaciones. ¿Cuántas generaciones de judíos fueron necesarias para que mereciéramos el Holocausto? No vimos por ninguna parte las poderosas legiones de los ángeles del Señor cuando nos abrasaron en los hornos crematorios. Tiene razón, dice en el artículo Aresi Nafar, el antiguo rabino Ruben Straber, al sostener que Yavé lleva muchos siglos sin escucharnos y llega a la conclusión de que fuimos los judíos los que creamos a Yavé. Lo creamos a nuestra imagen y semejanza, tanto que podemos decir que Yavé es un hombre exagerado. Un judío exageradísimo. Los autores de la Torá comprobaron que el poder humano llegaba a un punto en el que aparecía el techo de la impotencia, entonces rompieron el techo calificando a Yavé de omnipotente; se dieron cuenta de su ignorancia y le atribuyeron la sabiduría infinita; constataron que la fuerza estaba en los ejércitos y pusieron a su servicio interminables legiones de ángeles armados con espadas de fuego, algo que desgraciadamente nunca pudimos comprobar cuando los necesitamos. En el artículo puntualizaba que Ruben Straber había pagado muy cara la libertad de pensar, incluso dentro de su propia familia le habían rechazado, amenazado y humillado, lapidándolo con los versículos más terribles de la Biblia. La Biblia dispone de un potente arsenal de versículos exterminadores. En un principio sospeché que el tal Straber podía tener algo que ver con Frank Straber, deseché la sospecha porque Frank nunca nos había dicho que fuese judío, al menos a mí, y no tenía pinta de judío. Su nariz es de corte griego. Lo curioso de Ruben Straber, decía la articulista, es que se siente profundamente judío, ligado a la suerte de su pueblo y que de las gentes de su pueblo esperaba el auxilio. Los judíos, como hemos comprobado, solo podemos encontrar el apoyo en otros judíos, no en nuestro Dios, que nos abandonó, ni en los gentiles, que llevan siglos persiguiéndonos. Hay infinitas pruebas de esto, en cambio sobre la protección de Dios solo conocemos dudosas historias mitológicas. El artículo ocupa tres páginas enteras, es larguísimo y variado. En la primera hay un recuadro titulado: La indignación de Dios. Toma unas líneas del salmo 88 donde dice: «Las tribus de Israel tentaron al Dios Altísimo, con sus ídolos le daban celos. Los oyó Dios y se indignó y rechazó gravemente a Israel. Arrancó la morada de Sión, la tienda que había instalado entre los hombres. Abandonó sus valientes al cautiverio, entregó su pueblo a la espada. A los jóvenes los devoraba el fuego, para las doncellas no había requiebros; sus sacerdotes caían a espada y las viudas no los lloraban. Se despertó como de un sueño el Señor, como soldado aturdido por el vino.»

¿Sigue nuestro Dios aturdido por el vino?, se preguntaba. Terminaba afirmando: soy judía y etíope, me siento identificada con los pensamientos de Straber. Releí dos veces el recuadro y me preguntaba cómo dejaban publicar estas cosas.

Muy fuertes, las reflexiones, en parte me escandalizaron, hace un mes me hubiera rasgado las vestiduras. Bueno, hace un mes no hubiera podido leerlo. No estoy acostumbrado a leer un periódico donde se dice que Dios está borracho, porque afirmar que su Dios está aturdido por el vino es llamarle borracho a la cara, ¿o no? En España la llevarían a la cárcel por lo menos. ¡Qué tía esta Aresi, con lo dulce que parecía! Si quieren que les diga, no conozco a ningún judío, en cambio he pasado la vida oyendo y leyendo cosas sobre ellos. No exagero si digo que conozco mejor la historia de los reyes de Israel que la de los reyes godos. No sé si a ustedes les ha pasado lo que a mí, supongo que sí. Desde pequeño me enseñaron que Israel era el pueblo deicida y por lo tanto un pueblo maldito por haber matado a Dios. Tardé en comprender que deicida significaba matar a Dios y, según el profesor de religión de mi colegio, un pueblo que mata a Dios merece todos los castigos y eso justifica que los persigan hasta el fin de los tiempos. Lo decía con un convencimiento total y no solo él, todos los curas estaban obligados a pedir por los pérfidos judíos en algunas misas, no sé si en todas. La Iglesia rogaba por los judíos porque se compadecía de su maldad, decían para justificar que rezaban por ellos. Me armé un cacao con el artículo de la etíope mezclándolo con mis conocimientos judaicos.

En la segunda parte del artículo, Aresi Nafar insistía en que hacía quince años que había terminado la guerra, los jóvenes que nacieron después de los primeros disparos tienen ahora veinte años, y a los que les pilló de niños cumplen ahora veintitantos. Vivieron una niñez rodeada de muerte y de miseria, ahora se abre ante ellos un largo horizonte de bienestar. Tienen derecho a ser felices y lo saben, las mujeres estamos dando los primeros pasos para liberarnos de los correajes históricos del machismo que nos inmovilizó durante siglos en una sumisión devota. Caen los tabúes que oprimían el sexo, caminan hacia una sociedad más libre e igual, y que tiene todos los ingredientes para hacerles dichosos. El artículo hacía alusiones a Portugal y a España, sometidas a una doble dictadura, la política y la religiosa, y donde las mujeres soltaban un olor a cera de sacristía. Llegaba a la conclusión de que la dictadura religiosa era más dañina porque torturaba las mentes al condenar el placer de los sentidos.

Corté y guardé las páginas del artículo para enseñárselo a Frank, a Cornelie, a Astrid y a Steven, quizá también a Ramón y a Lydia, aunque a ellos les interesaban menos estas cosas. Primero se lo enseñaría a Frank, aunque dudaba que tuviera algo que ver con el Ruben Straber del artículo. Al llevar el mismo apellido es posible que lo conozca, aunque no sea de la familia. Se me hizo un poco tarde y salí hacia Sheringham en busca de Susan, imaginando como podía ser la velada con ella cuidando niños. Confiaba en que se dormirían pronto. Me esperaba en la puerta de casa cuando llegué para recogerla. La ajustada blusa roja resaltaba la curva generosa de sus pechos, se había maquillado a conciencia, demasiado para ir a cuidar a unos niños. Le di un beso leve para no estropearle el maquillaje. La casa de Jane estaba cerca, al lado del mar, no tuvimos que andar mucho, unos siete minutos o así. Entramos en la casa de Jane y se me cortó la digestión, me entró un repentino malestar de estómago que casi doy la vuelta y salgo corriendo. No lo creerán, pero me encontré a Ahmed Sfandiari acariciando a un niño rubio de unos tres años o así, pensé que me daba algo. Me dominé y los dos manifestamos muy sonrientes la extrañeza de encontrarnos. A Susan también le extrañó que estuviera su amiga Lisbet. Jane y Henry, los padres, nos aclararon que se debía a un malentendido entre ellos, Jane creía que había quedado ella en buscar a alguien que se quedara con los críos y Henry que era él quien buscaría una cuidadora. Y allí estábamos. Jane y Henry se disculparon sin darle demasiada importancia, eran mayores que nosotros, tendrían unos treinta años. Ahmed había ligado con Lisbet y Susan conmigo o yo con ella, no lo tengo claro. Jane decidió que una pareja fuera con ellos a la fiesta y la otra se quedara cuidando a los niños, no tenéis por qué fastidiaros los cuatro, añadió. No entré en las conversaciones donde se decidió que Susan y yo les acompañaríamos a la fiesta. Me sentó como un tiro la decisión, pero no era cosa de ponerse a protestar o dar la espantada. No me apetecía nada ir a una fiesta sin saber lo que se festejaba, ni conocer a los asistentes, ni nada de nada. Me había hecho la ilusión de jugar a los dados o a lo que fuera con Susan.

Jane vestía traje largo y Henry, esmoquin, les dijimos que estaban muy guapos y después de las alabanzas yo manifesté que no podía asistir a una fiesta de gala con un jersey, aunque fuera un jersey azul.

—Me sentiré fuera de lugar. Es mejor que no vayamos, daré con Susan una vuelta por el pueblo, se presenta una buena noche para pasear.

Vi como mi propuesta era rechazada por los gestos de Susan y después por sus palabras. Me apetece mucho ir contigo, añadió, para que no hubiera dudas. Jane y Henry precisaron que no se trataba de una fiesta de gala, cada uno podía ir vestido como le apeteciera, ellos iban así porque tenían pocas ocasiones de hacerlo y no querían que sus trajes se apolillaran en los armarios. Antes de marchar, Jane les dio no sé cuántos consejos a los niños. Al salir Ahmed me guiñó con malicia el ojo izquierdo, el muy cabrón.

Tenían razón, no era una fiesta de gala, aunque había bastantes mujeres de largo y hombres de esmoquin. Saludaron a no sé cuánta gente, Susan también conocía a muchos, a tantos como ellos o más, creo que le gustaba presentarme como un amigo español. Algo bastante exótico en ese pueblo junto al mar del Norte. Era un salón muy grande con un mostrador largo de pub. Olía a salchichas. El suelo estaba alfombrado, menos la pista de baile que era de mármol claro. Para sentarse había mesas de distintos tamaños y unos sofás de gruesa tela roja gastada por el uso que denotaba la antigüedad del lugar. Creo que ya se lo dije, a los ingleses les encanta lo antiguo. Cuando estábamos tomando un whisky en la barra vino un tipo a hablar con Susan, la llevó hacia un rincón y me pareció que discutían, pero si era una discusión debió de terminar bien porque antes de separarse, le pasó varias veces la mano por la cintura como frotándola. Vino hacia mí y me explicó que era un antiguo compañero de colegio al que no veía desde hacía tiempo. Era claramente una justificación y le dije que no tenía por qué darme explicaciones, que comprendía que una chica tan guapa como ella tuviera amigos, admiradores y amantes. Henry se me acercó y me pidió diez libras; la entrada, me explicó, costaba cinco libras por persona e incluía el bufet, imagínense cómo me quedé. Helado. Tanto que no supe cómo reaccionar, afortunadamente tenía diez libras en el bolsillo, diez libras justas, y se las entregué, pero se me notó el gesto de cabreo instintivo e instantáneo. Y después de entregárselas me arrepentí, no me apetecía para nada la maldita fiesta y seguro que el bufet sería una mierda, y diez libras eran diez libras, una burrada para mis posibilidades. Estuve a punto de pedirle que me las devolviera y marcharme, debí haberlo hecho, pero ya les he dicho que soy tímido. Henry me había pedido el dinero con las maneras del disimulo para que nadie se diera cuenta, fue cuando Susan y Jane saludaban a unas amigas recién llegadas. La gente empezó a sentarse y Susan me llevó a un sofá situado cerca de la pista, seguro que quería tenerla cerca para bailar, el matrimonio se fue con otras dos parejas hacia el fondo. Susan hablaba y hablaba hasta que se dio cuenta de que no le hacía caso y, como no es tonta, vio en mi rostro la mascarilla de la irritación. Seguro que me entienden porque lo habrán observado mil veces, los estados de ánimo, todos los estados de ánimo se reflejan en la cara, sobre todo en los ojos y en los labios. Eso es a lo que llamo mascarilla, porque es realmente una mascarilla.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Nada —respondí, pero por el tono comprendió que algo había ocurrido.

—No lo niegues, te pasa algo, pero no comprendo qué puede ser, hace un momento estabas tan simpático y ahora así.

—Estoy como siempre.

—Sabes que no. Si siempre hubieras estado así, jamás te hubiera invitado a acompañarme. No me gustan los tristes. Si te vieras, si vieras la cara que pones comprenderías por qué te lo digo.

Siguió acorralándome con preguntas y yo respondiéndole con monosílabos o frases cortas cada vez más secas. Me cogió de la mano y me llevó a una esquina del salón donde había una palmera artificial. Quería saber lo que había ocurrido para una transformación tan repentina. Tenemos un refrán que dice: para que llueva tiene que haber nubes. Quería saber cómo y cuándo habían llegado las nubes porque no me había perdido de vista, eso creía, y lo dijo. Me vi obligado a contárselo, en parte para liberarme de la rabia.

—¿Diez libras, dices?

—Sí, diez libras, cinco cada uno. Una pasta —dije.

—No creas. Estas fiestas suelen ser más caras. Estoy segura de que el bufet será bueno y el pianista es muy conocido por aquí. Nos divertiremos.

Al escucharla me di cuenta de que no había entendido nada, no apuntó siquiera la sugerencia de querer pagar lo suyo. Volvimos al sofá junto a la pista. Al sentarnos pegó su cara a la mía, evitando tocarme con los labios, supongo que para no mancharme de carmín, y soltó: «Todavía no has visto mis piernas, estoy segura de que cuando las veas no dudarás en pedirme que me case contigo.» Un comentario tan absurdo, sin conexión con nada de lo que habíamos hablado, me hizo reír, los dos reímos. Posiblemente era una frase que formaba parte de sus juegos de coqueteo, para aparecer como una chica simpática y atrevida. Tal vez la pronunció para quitarme la agria mascarilla de los gestos y el cabreo que se había instalado en mi mirada. Seguro que no era la primera vez que la decía, esas cosas se notan, son tics verbales para caer bien.

—¿Cuando ven tus piernas piden casarse contigo? —pregunté para seguir la broma o lo que fuera.

—Todos.

—Entonces, ¿por qué no te has casado todavía?

—Te estaba esperando. Soñé contigo antes de conocerte. Una bruja me leyó el destino en la mano y te anunció: vendrá un hombre del sur y te llevará con él a unas tierras con mucho sol. Merecía la pena esperar y esperé, me encanta el sol —se moría de risa mientras me lo decía. Para cerrar el párrafo añadió—: Julio, cásate conmigo y verás mis piernas cada noche. —Nada más decirlo le dio tal ataque de risa que terminó contagiándose a los de alrededor. A mí también. No me negarán que estaba un poco loca, pero era divertida.

Salió un señor con la chaqueta verde de gaitero irlandés y soltó un rollo de presentación, debía de tener mucha gracia porque le aplaudían y gritaban constantemente, pero yo no entendía nada porque hablaba de protagonistas locales y hechos que desconocía. No les cuento el desarrollo de la fiesta porque fue un coñazo y el bufet tenía mucha cebolla y mucha grasa, salchichas, hamburguesas y un rosbif que no sabía a rosbif, aunque parecía rosbif. Debo resaltar el momento twist, el baile que hacía unas semanas había desembarcado en Inglaterra procedente de los Estados Unidos. El hombre de la chaqueta verde dijo que era una nueva modalidad del rock and roll, pero con personalidad propia, que estaba causando furor en Nueva York y que lo iba a causar en Inglaterra. Lo había creado el cantante Chubby Checker e íbamos a tener el privilegio de escuchar la canción The twist interpretada por Chubby en un disco grabado hacía un mes. No me fijé en que había un tocadiscos colocado sobre una mesa alta al otro lado de la pista, pero allí estaba. Pusieron el disco en medio de una gran expectación; primero lo oiríamos para acostumbrar el oído y después las más atrevidas y los más atrevidos podrían bailarlo. Silencio, escuchen, dijo el hombre de verde. Y empezó a sonar la música y después la voz de Chubby. Cundió el asombro, era una música que agitaba el cuerpo con calambres eléctricos, sacudía por dentro, con unas sacudidas que se balanceaban unas sobre otras. Nos movíamos en nuestros asientos al frenético ritmo que entraba hasta los huesos. Al menos yo tuve esa impresión, tal como se la cuento. Llegó el momento de salir a la pista a bailar, en la sala empezaron a gritar un nombre, Maggie, que salga Maggie, la petición terminó siendo coral, incluso yo me uní después de que Susan dijera que era su amiga. Ante el unánime grito de la sala, Maggie no podía negarse a salir y no se negó. Salió al centro de la pista, era una rubia espigada y alta, guapa, incluso podría decirse que muy guapa si no tuviera la nariz ligeramente torcida hacia la izquierda. Eligió como pareja de baile al tipo que había acariciado la cadera de Susan con la mano. No se hizo de rogar. Allí estaban el uno frente a la otra, en medio de la pista. Maggie vestía una falda corta y ajustada por encima de la rodilla, el amigo de Susan se quitó la chaqueta. No podían tocarse; acercarse lo que quisieran, pero sin tocarse, advirtió el de la chaqueta verde como si en vez de un presentador fuera el árbitro de un combate de boxeo que anunciara las reglas que debían observar los contendientes. Nunca había visto tanta expectación al comenzar un baile. Formando parte de los nervios de la música apareció la voz de Chubby: «Come on baby let’s do the twist.» Maggie se movía con asombrosa elasticidad frente a su pareja que respondía con desparpajo. Lo más espectacular fue cuando se curvaron hacia atrás y sus entrepiernas casi se juntaron en unos movimientos que sin esa música nos hubieran parecido francamente obscenos. Iban de adelante atrás y cuando parecía que el choque era inevitable retrocedían. ¡Qué habilidad! Un verdadero número de circo. Lo más vistoso en los movimientos de Maggie llegó hacia el medio de la canción, justo cuando Chubby decía: «Oooh-yeah just like this, come on litle miss and do the twist.» No se lo imaginan, Maggie empezó a moverse en zigzag de derecha a izquierda y de izquierda a derecha a una velocidad de vértigo, y no solo eso, lo hacía mientras se levantaba y agachaba sobre las piernas. De circo, pero de circo-circo. Su pareja dejó de bailar y se la quedó mirando embobado. La falda corta y ajustada se le había ido subiendo por encima de las bragas rosa. Nos levantamos para aplaudirla y, enardecida por los aplausos, aceleró el ritmo, tanto-tanto que cuando iba hacia la izquierda, era tal la velocidad que no pudo frenarse y fue a estrellarse contra la esquina de un sofá. El chillido que soltó fue tal que apenas pudimos oír la última frase de la canción en la voz de Chubby: «Yeah twist on now twist.» Después vinieron profundos quejidos de dolor. Acudieron dos médicos a prestarle auxilio. A primera vista le apreciaron varias costillas rotas, cuatro o cinco, y la cadera izquierda destrozada. Lo peor parecía el destrozo de la cadera. Un sudario de tristeza se extendió por la sala. La ambulancia llegó pronto. Nadie tenía ánimos para continuar la fiesta, unos formaban corrillos para comentar lo sucedido y otros empezaron a marcharse. Susan estaba muy nerviosa y asustada, temiendo lo peor, no de que fuera a morirse, eso parecía que no, pero que pudiera quedar fastidiada de la cadera para toda la vida. ¡Hay que tener mala suerte! ¡Hay que tener mala suerte!

Cuando llegamos a Sheringham los niños estaban dormidos y sorprendimos a Lisbet y a Ahmed con los pelos muy revueltos. Lisbet se había puesto una bata, nos dijo que para estar más cómoda. Susan le contó lo de Maggie, Lisbet también la conocía mucho. Una putada. El destino es imprevisible y con frecuencia tiene mala sombra.

Ahmed y yo salimos hacia Rookery. Cuando dejamos las últimas casas y entramos en el camino de tierra lucía la luna casi llena. Había pocas nubes. Ahmed llamó mi atención empezando a reír con una risa estúpida, desabotonó la bragueta, sacó un condón usado y me lo tiró a la cara. Sentí un asqueroso impacto de babas. Repugnante, absolutamente repugnante. Me lancé sobre él, le puse una zancadilla y le tiré, estaba furioso; estuve a punto de cogerle de los hombros y golpearle la cabeza contra el suelo. Me contuve porque no quería que fuera el comienzo de mi desgracia. Pidió perdón y dijo que era una broma, para que viera lo bien que se lo había pasado. Nos levantamos y echamos a andar, en silencio. Al cabo de un rato empezó a hablar de lo bien que se movía Lisbet, parecía un colchón de agua caliente. Era la primera vez que oía esa expresión, se lo dije y me explicó que venía de un cuento persa. No quise saber más. Seguimos en silencio, cuando estábamos a medio camino se echó a reír imitando la risa de la hienas que vemos en las películas, le llamé loco, estás totalmente loco. Exageró de nuevo la risa de las hienas mientras sacaba la maldita navaja del bolsillo y me apuntaba con ella, te voy a pinchar, te voy a pinchar repetía sin abandonar la maldita risa. Sentí miedo, verdadero miedo, era capaz de apuñalarme. Cogí dos piedras bastante grandes y le amenacé con romperle la cabeza si se acercaba a menos de dos metros.

—¿No ves que era una broma? Español, no tienes sentido del humor, ningún sentido del humor. —Cerró la navaja y la guardó en el bolsillo—. No tienes sentido del humor y eres cobarde, pero no te preocupes, eres mi amigo.

Cuando llegamos a Rookery respiré tranquilo. Al estar junto a la litera me preguntó en voz baja —todos dormían— si quería acostarme en la parte de abajo en vez de en la de arriba que era la mía. Contesté que no y añadí: si tienes mucho interés te cambio.

—No tengo interés, solo era porque en la parte de abajo podría clavarte la navaja sin que nadie se diera cuenta. Las navajas al clavarse no hacen ruido.

Aún ahora no comprendo por qué no grité, por qué no desperté a todos pidiendo auxilio y que le echaran de una puta vez.

—Estás loco. Completamente loco —le dije mordiendo las palabras en voz baja.

—Veo que sigues teniendo miedo y no sabes encajar las bromas. Para que puedas dormir tranquilo, ten la navaja. —Me entregó la navaja y la cogí, pero no sabía qué hacer con la maldita navaja. ¿Dónde ponerla que no estuviera a su alcance? Pedí a Ahmed que se tumbara boca abajo para que no me viera y se tumbó. La metí en la bolsita de cuero que mi madre me había dado para el dinero y la até por debajo del pijama. Una tontería o tal vez no. Me quedé dormido viendo su sonrisa de hiena.

Salto por encima del tiempo para seguir con Ahmed. Estábamos cenando cuando oímos unos gritos raros, parecían gritos de rabia y de venganza. Todo mezclado. Desde la puerta de entrada alguien comentó en voz alta: el persa sangra como un becerro. Empujados por la curiosidad salimos en tromba a ver qué estaba ocurriendo. Y vimos en medio del patio a Ahmed chorreando sangre por la nariz y la boca; chillaba amenazas de muerte contra el romano Mario Spinelli, que le llamaba cerdo de manera reiterativa como si no encontrara otra palabra para definirlo. Al fondo, saliendo de la ducha, con un batín blanco, apareció la novia de Spinelli, la francesa Nadine Aubier. De pronto, como iluminado por un rayo, Ahmed echó a correr y entró en el barracón saliendo al poco tiempo con la navaja abierta en busca de Spinelli, menos mal que el alemán Seimar, cinturón negro de judo, le lanzó una patada inverosímil que le alcanzó el brazo derecho e hizo saltar la navaja por los aires, después le hizo una rápida llave en la garganta que lo paralizó. Llegó Barry con sus dos ayudantes, pidió a Seimar que lo llevara dentro del pabellón y a nosotros nos rogó que volviéramos al comedor para facilitar las cosas. Volvimos de mala gana, poco a poco, lentamente, queríamos ver cómo terminaba el follón y saber por qué había comenzado. Ramón, Lydia y dos o tres más consiguieron hablar con Spinelli y Nadine antes de entrar. Nadine estaba desconcertada, tampoco sabía qué había ocurrido, solo oyó los gritos de su novio cuando se estaba duchando, pensaban ir a Holt a cenar con unos amigos llegados de Roma. Barry mandó a tres compañeros que se pusieran en la puerta del comedor a impedir la salida, no quería que le estorbáramos los movimientos para solucionar el turbulento enredo. Los que habían hablado con Spinelli contaron que cuando entró a ducharse —Nadine llevaba ya un rato duchándose— encontró a Ahmed mirando por un agujero que había abierto en la pared de madera que servía de separación entre las duchas de hombres y mujeres. Spinelli le apartó para comprobar lo que estaba viendo y se encontró con Nadine bajo la ducha. Se volvió furioso contra Ahmed y le pegó tal empujón que le estrelló la cara contra el piso de cemento. La cara del persa se convirtió en un manantial de sangre y vino todo lo demás. ¿No me digáis que no es un cerdo?, parece que repetía Spinelli todavía fuera de sí. Cuando nos permitieron salir ya se habían llevado a Ahmed, al parecer lo habían entregado a la Policía de Cromer. Barry, sus ayudantes y los que colaboraron en la operación hicieron un pacto de silencio y se negaron a hablar más del asunto, solo supimos que Ahmed llevaba más de una semana viendo ducharse a las chicas a horas intempestivas, en las que no había hombres en las duchas. Había abierto un agujero que volvía a tapar cuidadosamente para que nadie lo descubriera.

Cuando entré para acostarme seguían en el suelo manchas de sangre, en la litera solo quedaba el colchón, habían recogido las sábanas y las mantas. Dormí tranquilamente, libre de pesadillas y temores. La navaja de Ahmed desapareció de mis sueños.